Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Ramos Castro, David. (2025). Visibles sacrificios: la visibilidad mediática como sacrificio contemporáneo. Revista digital FILHA. Julio-diciembre. Número 33. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.
David Ramos Castro. Español. Dr. Antropología Social (Universidad Complutense de Madrid). Investigador Posdoctoral en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (con una beca SECIHTI, antes CONAHCYT). Sus principales temas de investigación versan sobre «cultura, fama y visibilidad»; «imaginarios urbanos, experiencia y tecnociencia» y «antropología cultural de México». Ocid id: https://orcid.org/0000-0002-9708-2465 . Contacto: antropologiayarte@gmail.com
Visible Sacrifices: Media Visibility as a Contemporary Sacrifice
Resumen: El artículo se centra en la relación entre visibilidad y sacrificio a partir de una investigación etnográfica sobre fama y visibilidad en un contexto mediático. Partiendo de varias entrevistas, una amplia revisión bibliográfica y un estudio de caso, abordo el sacrificio desde una perspectiva antropológica y en consonancia con una reflexión acerca de su nexo con el escenario de las sociedades contemporáneas y su cultura mediatizada. Ello permite concluir en una crítica al universalismo de la teoría sacrificial de René Girard, al mismo tiempo que se destaca su importancia para entender la hegemonía del capitalismo neoliberal contemporáneo en su empleo de la imagen.
Palabras clave: Antropología cultural, visibilidad, sacrificio, cultura de masas.
Abstract: The article focuses on the relationship between visibility and sacrifice based on an ethnographic research about fame and visibility in a media context. Starting from several interviews, an extensive literature review and a case study, I tackle sacrifice from an anthropological perspective and in line with a reflection on its nexus with the scenario of contemporary societies and their mediatized culture. This allows us to conclude with a critique of the universalism of René Girard's sacrificial theory, while underlining its importance for understanding the hegemony of contemporary neoliberal capitalism in its use of the image.
Keywords: Cultural Anthropology, visibility, sacrifice, mass culture.
Reconocimientos: Este artículo ha sido elaborado gracias a una beca de investigación posdoctoral de CONAHCYT.
En el transcurso de una investigación sobre las expresiones de la fama en la prensa especializada española y francesa (en la llamada «prensa del corazón» y la presse people, respectivamente) descubrí un acentuado contraste entre la forma tan distinta que tenían las revistas de presentar los cuerpos. Mientras que los semanarios de la prensa del corazón (con Hola como su representante típico) mostraban «cuerpos investidos» (Dostie, 1988) es decir, cuerpos que aparecían ataviados con los signos de una ostentación tributaria de las marcas de lujo, aquellos que respondían mejor al apelativo de «prensa rosa» (como Cuore o QMD) exhibían cuerpos simbólicamente desvestidos, esto es, despojados de toda investidura y reducidos a una carnalidad imperfecta generalmente arrojada a la befa y el escarnio. Ello me llevó a hablar de «cuerpos celebrados» y de «cuerpos sacrificados». Lo mismo sucedía en el contexto francés, en el que la oposición de las revistas Gala y Closer mostraba un análogo contraste en su presentación corporal de los personajes. Uno de los principales detonantes de aquella violencia en la representación de los cuerpos tenía que ver con el auge de una visibilidad que primero había aparecido ligada a la televisión y que hoy prosigue su camino en la disputa de un mercado de la imagen vinculado a Internet.
Mi intención en este artículo es profundizar en dicha relación entre visibilidad y sacrificio, dando el salto de las revistas a las pantallas. Para ello, traigo a colación algunos elementos de mi investigación etnográfica sobre la fama y la visibilidad en un contexto mediático. Me referiré, en este sentido, a varias entrevistas que realicé, a una parte de la extensa bibliografía revisada y, sobre todo, al análisis concreto y detallado de un personaje cuyo caso me permitirá introducir el tema del sacrificio desde el punto de vista de un antropólogo sociocultural -como es mi caso- y a partir de una reflexión acerca de su presencia en el escenario de la cultura mediática de las sociedades contemporáneas. Esto último, a su vez, me permitirá precisar algunos aspectos sobre el empleo crítico que hago de la teoría sacrificial de René Girard.
En un texto breve dedicado a la impronta sociocultural de la alta costura, Pierre Bourdieu advertía la conveniencia de investigar «la jerarquía de los objetos que se consideran dignos o indignos de nuestro estudio» (Bourdieu, 2002, p.196) pues veía en esa clasificación el motor de una producción silenciosa de sesgos y censuras. Algo de eso ha sucedido, sin duda, con la visibilidad, la cual fue durante mucho tiempo un tema bastante marginado e incomprendido. Salvo por algunos autores pioneros, como Simmel (2005) quien interpretó la mirada recíproca de los individuos como una relación social de primer orden, el tema de la visión y lo visible siguió confinado en un lugar marginal sin suscitar demasiado interés entre las ciencias humanas y sociales. Sin embargo, desde los años 90 el tema comenzó a verse con una atención especial. La visibilidad se había convertido en una protagonista de la modernidad a partir de su transformación mediática (Thompson, 1998) y su impronta en los medios abría, además, múltiples perspectivas. Aubert y Haroche (2011) mencionaban la imagen, la supremacía de la apariencia, el retroceso de lo invisible, los nuevos lugares de la visibilidad en Internet, la ostentación, los tabloides, el poder, las formas actuales de la interioridad o el paradójico imperativo de visibilidad.
Más concretamente, Voirol (2005) presenta la visibilidad atendiendo al ámbito de la visibilidad que construimos por medio de nuestras interacciones sensoriales diarias; al ámbito de la visibilidad mediática y, por último, a la visibilidad social que surge a partir de las disputas de los grupos sociales en «lucha por el reconocimiento» (Honneth, 1997). Por su parte, Brighenti (2007) añade a éstas una visibilidad referida al control de las acciones anómicas. Considera este autor que la relación entre la visibilidad y el campo simbólico brota en la encrucijada de las relaciones de percepción y poder, justo allí donde lo simbólico se afirma como el resultado de la mediación entre lo estético y lo político. Precisamente, el terreno político ha sido uno de los lugares que también ha experimentado cambios por mor de la visibilidad, tal como han destacado otros autores (Thompson, 1998; Gamson, 1994; Rojek, 2001).
El interés antropológico de la visibilidad radica, en gran medida, en su simbolismo y en las cadenas metafóricas que convierten lo visible, tanto como lo invisible, en canales de la experiencia personal y social; en mediaciones (y no sólo mediatizaciones) que permiten dar forma y expresar lo que a veces parece amorfo e inexpresable. Se trata de una aparición de lo invisible que, en ocasiones, resulta análoga a la necesidad social de materializar lo inmaterial (Rappaport, 2001, pp. 211ss.). En este sentido, casos como el de la invisibilidad prometida a sus secuaces por el cabecilla de los llamados narco satánicos (Lomnitz, 2023) o la noción de djambe, «un segundo mundo, sobre todo nocturno e invisible» que sirve para entender la concepción del poder y la política en Camerún (Geschiere, 2012) pueden parecer temas macabros e inquietantes, pero sin duda están relacionados con lo visto o no visto y lo están en un sentido ajeno a lo mediático.
Con todo, no cabe duda de que son las imágenes producidas por los medios el lugar desde donde más se ha escrito y pensado acerca de la visibilidad. Desde ahí se ha planteado el nexo particular de la visibilidad con las transformaciones mediáticas. A una visibilidad derivada de la ritualización de los eventos televisivos (Dayan y Katz, 1994) se añade una hiperproducción de imágenes vinculadas con Internet y la mercadotecnia (Rein, Kotler, Hamlin y Stoller, 2006) así como con una visibilidad que por momentos se identifica con la fama y sus cambios (Marshall, 1998, 2006; Rojek, 2001, 2012; Heinich, 2012). En este último escenario, que ha dado lugar en los tres últimos decenios a un nuevo espacio de investigación conocido como celebrity culture, se ha producido a su vez una interesante discusión acerca de la relación entre fama y religión, en la que algunos autores defienden que existe una relación entre ambas (Rojek, 2012) mientras que otros la consideran un abuso de las analogías (Heinich, 2014). Sea como fuere, esta controversia me permite llegar al punto que más me interesa aquí, a saber: la relación entre visibilidad y sacrificio.
Al comentar la obra de Evans-Pritchard sobre The Nuer Religion, Morris (1995) nos recuerda cómo en el sacrificio animal nuer lo primero que se hacía era presentar a la víctima que había de ser consagrada. Dicha presentación suponía un acto de visibilidad sin el cual el sacrificio era imposible. Por otra parte, como ya señalé, las sociedades exigen muchas veces materializar acciones que, de lo contrario, quedarían reducidas a un mero juego de palabras no vinculantes. Es algo que nos recordó el antropólogo Roy Rappaport al hablar de ritual y religión y referirse concretamente al sacrificio. En sus propias palabras, «la sustanciación de lo convencional por lo material es también un aspecto del sacrificio, si es que consideramos un acto sacrificial una ofrenda o la comunión» (Rappaport, 2001, p.212). Desde este punto de vista, podemos plantear ya la existencia de una relación real entre el sacrificio y la visibilidad. Ahora bien, es asimismo evidente que no todo lo que vemos es expuesto ni está dispuesto para el sacrificio. Ello nos obliga a precisar mejor en qué contextos y condiciones podemos hablar de un acto sacrificial. ¿Tiene sentido, por ejemplo, referirse al sacrificio mediático? Y si lo tiene ¿en qué consiste?
Algún autor ha notado que la religión y el sacrificio comparten dos cualidades esenciales: la primera es que podemos hablar de la universalidad antropológica de ambos, y la segunda es que los dos son prácticamente imposibles de definir (McClymond, 2008). Los cursos que sigue la corriente sacrificial son plurales y corren de manera distinta, irrigando las formas de hablar de él o los lugares en donde el sacrificio resulta una mención oportuna. Así, el sacrificio puede conducirnos a espacios tan diversos entre sí como el mundo ibérico catalán (Barrial i Jové, 1990) los universos nahua y maya (Ibarra García, 2001; Tiesler y Cucina, 2007) o la antigua cultura indonesia en el Bali del siglo XIX (Geertz, 2000). Pero también es capaz de oponer entre sí visiones universalistas (Burkert, 2009; Girard, 2005) frente a otras que destacan hallazgos y dudas particulares acerca de la práctica sacrificial (Graeber y Wengrow, 2022). Asimismo, su alusión ha nutrido algunas reflexiones políticas de nuestro tiempo (Agamben, 2006; Esposito, 2003) y hasta ha sido utilizado como coartada para la defensa de postulados anarcocapitalistas (Leeson, 2014) los cuales no cabe duda de que, en efecto, necesitan justificar su holocausto humano en aras del Moloch del mercado al que viven consagrados.
Para el caso que abordo en este artículo, me apoyo sobre todo en algunas tesis de la teoría sacrificial de René Girard. No obstante, y debido a lo dicho en el párrafo anterior, soy consciente de que la vastedad etnográfica del ritual sacrificial excede la perspectiva de un único intérprete y más bien recomienda encontrar un punto intermedio de diálogo entre particularistas y universalistas (Schwartz, 2017, p.226). Pese a ello, para el caso que trato en esta ocasión, sus tesis resultan útiles y hasta cierto punto fecundas, sobre todo en lo tocante a la violencia, la cual es uno de los aspectos más destacados de la actividad mediática que analizaré a continuación. Sin embargo, la mención que hago a algunas de las tesis girardianas y su aplicación a un caso que está inscrito en la cultura mediática de las sociedades neoliberales contemporáneas, desliza ya una crítica a la fe que muestra Girard por un orden jurídico que aleje las sombras sacrificiales, merced al paso que va de la comunidad a una sociedad de derecho.
Ya señalé la incidencia que tuvo la impronta televisiva a la hora de hacer que las revistas cambiaran su manera de abordar la fama y representar los cuerpos. Tal cambio estuvo inducido por la propia dinámica de una imagen televisiva que, sobre todo a partir de los años 70 y 80, había incrementado su agresividad. En el caso español, aquel aumento se vio refrendado desde finales de los 90 y comienzos del nuevo milenio por algunos programas sobre famosos. Desde distintas horas, que iban de la sobremesa a la noche, aquellos espacios planteaban un acercamiento al personaje que poco o nada tenía que ver con el tradicional trato que la prensa del corazón había dado a sus informaciones e informadores durante decenios. La redactora de dos de esos programas, Aquí hay tomate y Salsa Rosa, se refería a la importancia –y también a la dificultad– que entrañaba preparar lo que en jerga interna llamaban «enfrentamientos». La periodista reconocía con orgullo haber puesto a disposición del programa para el que trabajaba todos sus estudios universitarios en psicología, dirección de personajes, interpretación, guion, etc., en busca de enfrentamientos (Piñeiro, 2004, p.33).
Un caso paradigmático del modus operandi del enfrentamiento televisivo, así como del intrusismo psicológico que buscaba vías para detonarlo, era el programa de telerrealidad Gran Hermano, el cual mostraba la importancia del ritual para la televisión, así como el riesgo de «liminalidad» [i] que acompañaba en todo momento a la clase de visibilidad que ofrecía. Uno de sus primeros concursantes hablaba de «un espejismo de falsedades y de crueles intereses» (González, 2004, p.11). Era, de hecho, la desembocadura de un proceso liminal que, desde el momento de los primeros castings, apartaba a los aspirantes de su cotidianeidad y los introducía en un desconocido espacio de «communitas» en el que sus relaciones habituales quedaban suspendidas. La agresividad no estaba ausente en tal proceso, pues algunas personas se volvían «animales sedientos de fama» que «llegaban a herir a personas para quedarse con un trocito de ellas» (2004, p.94).
Este exconcursante de Gran Hermano tenía dudas sobre la responsabilidad del daño que causaba el concurso. ¿Quién era el responsable? La presentadora del programa era rotunda al respecto: «Sois vosotros, concursantes de Gran Hermano, los que elegís vuestro comportamiento y nosotros nos limitamos a decir lo que hacéis en la casa, escogiendo lógicamente para poder editar» (p.47). El ganador de otra de sus ediciones insistía en la misma idea: «La culpa de un fracasado [sic] la tiene uno mismo, si alguien tuvo un comportamiento ridículo, le pesará eternamente […]» (p.114). Pero aquella responsabilidad personal participaba de una situación más compleja que no encajaba ni con la neutralidad de la presentadora ni con el despiadado determinismo del exganador. Así, otra vencedora del concurso me contó que, en una ocasión, desde el programa les habían pedido a ella y a una compañera que cambiaran de conversación. La selección «para editar» a la que se refería la presentadora no era, a la postre, sino una forma de disimulo que presentaba como espontáneo lo que de ninguna forma lo era.
Programas de telerrealidad como Gran Hermano mostraban que la nueva fama forjada por la visibilidad televisual vivía rodeada de una atmósfera de agresividad que se repartía en dos planos: el de la gente desconocida que opinaba y juzgaba a los participantes, y el de los responsables de la producción que modificaban el programa según las necesidades de audiencia. «Gran Hermano no tiene nada que ver con lo que era antes; ahora meten a las personas para que se rían de ellos» (p.80), decía otro antiguo concursante. Algo que no era ajeno al recorte en las opciones laborales generadas por el propio formato: «La televisión ya no puede ofrecer tantos puestos de trabajo en Gran Hermano. Es como una olla a presión donde no puedes meter tantos garbanzos y dar de comer a tanta gente» (p.41). Pero, aunque la agresividad en alza pudiera estar relacionada con la falta de oferta y la mayor competitividad entre los aspirantes, la incitación al enfrentamiento era algo que venía gestándose desde su primera edición. «A mí me pedían en la tele que diera caña… ¿Sabes?» (p.58), comentaba una exconcursante del año 2000.
Aquella agresividad comprometía al individuo y sus decisiones, pero al mismo tiempo formaba parte de una estructura mediática que se apoyaba en la confrontación y la lucha despiadada por la audiencia. A veces se contrataban personajes específicos para que endureciesen el enfrentamiento de una semana a la siguiente, aunque no conocieran de nada a la persona a la que iban a atacar (Piñeiro, 2004, p.51). La intimidad del individuo seguía siendo el principal reclamo de los programas, pero su ingrediente básico residía en la producción de tensión emocional como motor del espectáculo. [ii] «Es todo producción. A medida que ven si tú das juego o no en el programa, te dejan o no», decía un antiguo concursante en un concurso de modelos (Javier, comunicación personal, 29 de marzo de 2009). «Es un gran simulacro», admitía, por su parte, una artista que había laborado como profesora de canto en un conocido talent show. Ella misma lo comprobó cuando, preocupada por la salud vocal de dos concursantes, intentó que los dejaran descansar. La respuesta que le espetaron no demoró: «“Oye, ubícate, esto no es una escuelita, es un plató de televisión”; en ese momento, me cayó la ficha», confesaba (Jennifer, comunicación personal, 4 de noviembre de 2019).
Las metáforas de los «juguetes» o de los «muñecos rotos» (González, 2012) se habían tornado habituales dentro de este ecosistema mediático de visibilidad. En pleno auge de la llamada telerrealidad, un periodista había hablado de los «famosos-kleenex», que eran usados y arrojados al olvido. En su reportaje, publicado en la revista cultural de El Mundo, un directivo volvía a emplear la expresión, junto con la metáfora de la devoración: «La tele devora a sus propios hijos; no puede contratar a todos los que participan en estos concursos, por lo que se ha convertido en una factoría de muñecos rotos». Mientras, otro ejecutivo subrayaba de nuevo la responsabilidad individual en descargo del medio y del formato: «La telerrealidad no es culpable de nada. Los efectos de la fama efímera también los sufren cantantes y futbolistas. Si el concursante acepta que se capte parte de su intimidad, es su problema» (Rodríguez, 2005). La presentadora, por su parte, definía al juguete roto en términos igualmente individuales, como una persona que asume el riesgo de saltar al vacío, pero que «no está preparado suficientemente para la que se le viene encima» (González, 2012, p.48).
La paradoja era obvia, pues se daba por sentada la autonomía individual tanto a la hora de saltar como de soportar las consecuencias imprevistas del impacto. ¿Dónde residía entonces el papel del medio? ¿En qué basaba su mediación y hacia quién la orientaba? Las visiones individualistas obviaban estas cuestiones. Su esquematismo excesivo les hacía negar la dimensión ritual de los procesos mediáticos, como si éstos no estuviesen repletos de significados que se extraían de los depósitos culturales que luego esos mismos medios se ocupaban de transmitir a sus públicos. Tal dimensión resultaba, empero, irrecusable. En palabras de Rothenbuhler: «Cualquier comunicación contiene un elemento de ritual, comporta implicaciones sociales para sus participantes», algo que a su vez «establece mundos posibles, propone papeles sociales, crea relaciones, implica responsabilidades» (Rothenbuhler, 2009, pp.282-283). En el caso de la agresividad asociada a la visibilidad televisual, el ritual que servía para expresarla era el del sacrificio.
Desde el cariz antropológico de su teoría de la comunicación, Habermas (2015) había prestado una atención especial al caso del comportamiento ritual en el transcurso que iba de la comunicación preverbal a la verbal, dentro del contexto de las formas de vida articuladas simbólicamente. Ello implicaba un conflicto estructural que nacía de la colisión entre los impulsos de supervivencia individuales y las necesidades de cooperación social para asegurar la vida humana. De esta forma, la crisis estructural exigía «un continuado equilibrio entre los imperativos de la supervivencia individuales y colectivos». En una situación semejante, el ritual podía entenderse como una práctica social que renovaba «el proceso original de la generación de normatividad» (2015, p.84). La fragilidad de esa relación intergrupal no cejaba en su empeño de lograr una tregua pasajera, pero tampoco podía evitar las perturbaciones, las cuales reclamaban incesantes expresiones dramáticas y ritualizadas.
En su teoría, Habermas citaba a René Girard, quien es bien sabido que mantuvo un interés central por el rol cultural desempeñado por el sacrificio. Para Girard, la investigación acerca del ritual sacrificial era otra forma de hablar del desempeño que tenía la violencia en la vida social, la cual constituía, a su ver, «el auténtico corazón y el alma secreta de lo sagrado» (Girard, 2005, p.38). A juicio de este antropólogo e historiador francés, las sociedades regidas por la costumbre se encuentran perpetuamente amenazadas por una escalada de violencia que sólo la vía sacrificial logra conjurar. Son, por lo tanto, «las disensiones, las rivalidades, los celos, las peleas entre allegados» lo que el sacrificio pretende eliminar en su intento por restaurar la armonía de la comunidad y reforzar la unidad social (2005, p.16). Aunque el universalismo de esta teoría sea criticable, así como su manera de convertir la violencia en único fundamento social (Godbout y Caillé, 1992) su exposición resulta útil para caracterizar lo que pude investigar acerca de la visibilidad mediática. Para ilustrarlo, me apoyaré en el análisis de un caso particular.
La conciencia del sacrificio formaba parte de la vida de María del Mar cuando la entrevisté por primera vez en un local nocturno que era de su propiedad en el madrileño barrio de Malasaña. Era un espacio mediano, decorado con cierta austeridad, donde la luz que incidía en sus paredes rojizas acababa dando al local una oscuridad sanguinolenta que casaba bien con el relato de su propietaria. Dado su deseo de convertirse en cantante, María del Mar había empezado a salir en los 90 en medios locales. Ya en el 2000, comienza a figurar en medios nacionales, pero aquel tránsito no resultó demasiado favorable. La sensación que tenía, al rememorarlo, no dejaba dudas al respecto: «Siempre que he salido, siempre que se ha hablado de mí, incluso, sin estar yo presente, siempre me he sentido sacrificada», me había asegurado (Yurena, comunicación personal, 2 de noviembre de 2010).
Yo ya había acudido varias veces a aquel lugar para intentar que su dueña –que por entonces había cambiado el nombre artístico de Tamara por el de Yurena– aceptase conversar conmigo. Mis reiteradas visitas al establecimiento tenían la pretensión de ganar su confianza y de convencerla de que ni yo pertenecía a los medios ni tampoco albergaba ninguna secreta intención de perjudicarla. Al contrario, me interesaba mucho su experiencia dentro del submundo mediático, donde muy pronto la habían clasificado como otra friki de la televisión (anglicismo que se había hecho muy popular en España): como un «monstruo».
La condición sacrificial de la que hablaba la cantante parecía partir de un desajuste entre sus deseos personales, que estaban enfocados en la música y los criterios que regían el proceder de las televisiones a la hora de fabricar personajes como ella. En el recuento que hacía sobre su vida, Yurena me recordaba que su trayectoria artística había comenzado en el año 91, ajena por completo a las informaciones sensacionalistas del «corazón». Las cosas cambiaron a partir del año 2000, cuando advirtió la paradójica consecuencia que le acarreaba su aparición en ciertos programas «rosa» de la televisión: por un lado, los medios en los que debía salir como cantante le cerraban las puertas, dejándole la sola opción de acudir a esa clase de programas a promocionar sus discos; por otra, aquellos mismos programas no dejaban de escarnecerla. «Su “obsesión”, entre comillas, es machacarme continuamente […], llevar todo lo que yo hago o digo al esperpento o a lo esperpéntico y hacer de mí como una persona friki, ridícula; hacerle ver y vender a la gente un personaje que ellos crean».
Era innegable que la imagen de María del Mar, en su época de Tamara, tenía mucho que ver con esa ridiculización de la que hablaba. Unos la describían desdeñosamente como «una aspirante a famosa y a cantante» (Sánchez Díaz, 2000, p.125) mientras que otros la incluían en un grupo de famosos de muy bajo nivel que, por mero morbo, pasaban a ser objetivos de la prensa «aunque de cara a la opinión pública piensen que es por ser cantantes» (González, 2004, pp.136 y137). Tamara había sido parcialmente responsable de aquella mala fama, a causa de sus relaciones con una serie de bizarros personajes que, en aquellos inicios del nuevo milenio, se dedicaban a crear montajes. Sin embargo, por aquellos mismos años, el suplemento cultural La Luna, del diario El Mundo, la presentaba como «la nueva musa del underground» no sin antes reconocer una importante dualidad en ella: «En realidad, existen dos Tamaras: el megaexplotado animal mediático, pieza de un circo que apesta y el icono moderno, al que se puede oír respirar sutilmente por debajo de la carcajada nacional y que está a punto de cuajar en un CD single» (Rodríguez, 2000).
Esta dualidad daba cuenta de un doble cuerpo de la visibilidad, que no era, sino una versión popularizada y desleída del doble cuerpo del rey (Kantorowicz, 2012) la cual permanecía supeditada a la labor mediática en su producción de fenómenos visibles. La fabricación de imágenes televisivas generaba esa dualidad y, al mismo tiempo, traslucía uno de los rasgos centrales de la teoría sacrificial de René Girard: la rivalidad mimética. Lo esencial de dicha teoría reside en la proliferación de dobles, que, para Girard, son resultado del deseo mimético y la amenaza social que acarrean sus energías liberadas. Pero si dichas energías podían comprometer el bienestar social en su producción de rivalidades exteriores, también podían brotar de un ego escindido en su propia interioridad. Ese proceso de producción imaginaria cobraba aquí todo su poder, pues afirmaba esa íntima fractura producida entre la persona/personaje y su visibilidad, entendida ésta como una imagen visible y pública. Yurena atestiguaba tanto esa lucha hacia afuera (hacia los medios) cuanto esa batalla hacia adentro (hacia la imagen de sí misma que los medios producían).
Por otra parte, su situación también nos hacía pensar en las características propiciatorias del individuo sacrificial en la teoría girardiana, según la cual lo heterogéneo de las víctimas se ve contrarrestado por una cierta unidad que suele apuntar hacia «unos seres que no pertenecen, o pertenecen muy poco, a la sociedad» (Girard, 2005, p.19). En este sentido, resultaba ser una persistente cualidad de diferencia social la que identificaba a la posible víctima. El registro de las monarquías sacrificiales, en las que era el rey el sacrificado, suponía para Girard sólo una aparente contradicción, ya que el rey se presentaba en ellas como el centro del grupo, pero sólo de forma engañosa, ya que era precisamente esa condición central la que lo aislaba de los demás hombres, convirtiéndolo «en un auténtico fuera-de-casta» (2005, p.20). En todo caso, es importante aclarar que, dentro de la visión de la víctima sacrificial como un ser exterior a la comunidad, el cuerpo desempeña un importante papel, al tornar expresivos «todo aquello que hace que un individuo esté peor adaptado que los demás a la vida social y que le impide pasar desapercibido» (Girard,1978, p.171).
Sin embargo, Girard no prestaba demasiada atención a las diferencias entre los distintos tipos de muerte sagrada. En el caso que estoy interpretando, en cambio, esas diferencias resultan fundamentales, pues se correlacionan con los diversos modos de reconocimiento social movilizados por la visibilidad mediática. A lo largo de mi etnografía sobre la fama, pude comprobar cómo los paparazzi criticaban que la Casa Real española fuese prácticamente intocable para la prensa de famosos del país. También las revistas de corte más popular procuraban mostrar por ello una actitud desmitificadora de la imagen real. En el caso de las publicaciones francesas, existía una situación análoga, aunque aplicada en su caso a desafiar la inmunidad pública y simbólica de la figura presidencial. Las fotos de la revista Closer que airearon el romance del presidente François Hollande con la actriz Julie Gayet habían obligado al mandatario a dar explicaciones públicas sobre su vida privada, aunque sólo fuese para recordar la inviolabilidad de su imagen (Télé Star, 2014).
Estos casos de poder monárquico o presidencial imponían una separación que no existía en ejemplos como el de Yurena, en los que dicho poder estaba ausente. Ello implicaba una diferencia en las distancias sociales que acercaban o alejaban a los individuos entre sí, según el peso simbólico reconocido a cada uno. No obstante, en vista de las tentativas de los paparazzi de fotografiar a los miembros de la Casa Real, o de la pose un tanto ridícula de François Hollande en la portada de Closer de 2014, también quedaba claro que aquel reconocimiento había sufrido una importante transformación a causa de la visibilidad. Aunque no se debe obviar que la actitud sarcástica con respecto al cuerpo del rey no era un fenómeno sociocultural reciente, tampoco resultaba baladí el peso que siguió teniendo durante siglos el simbolismo de su doble cuerpo.
Tanto la reticencia a involucrar a los reyes en las informaciones indiscretas como la alusión que François Hollande había hecho a la inmunidad de su figura presidencial, podían interpretarse como ecos debilitados de aquel antiguo simbolismo. No en vano, este último había recordado el poder que lo investía y que convertía al presidente en un ser intocable: «Porque estoy protegido por una inmunidad y ustedes lo saben, es decir, que no se me puede atacar» (Télé Star, 2014). Por lo tanto, la dualidad seguía vigente, sólo que ahora los tenues rescoldos de su antigua presencia habían dado paso a una nueva situación en la que la crisis de las figuras centrales del poder, motivada por el acercamiento entre individuos y facciones históricamente separadas, había supuesto una descentralización de la metáfora. Así las cosas, los nuevos personajes de la visibilidad, por más separados que estuvieran de la simbología del poder axial, se veían igualmente alcanzados por la semántica dual de su cuerpo.
Esta nueva coyuntura ponía al descubierto algunas conexiones que habitualmente no se tienen presentes al mentar la prensa del corazón y su versión televisiva, dado que dicho subgénero es considerado como un asunto meramente banal. Una de ellas incide en la contradicción experimentada por las democracias occidentales al referirse a la igualdad. En el caso de Yurena, sus enfrentamientos la llevaban a criticar que personajes sin mérito alguno saliesen en televisión y acumulasen privilegios: «Si pensamos en el programa Sálvame [iii] ¿cuántas personas están ahí por méritos propios, colaborando?». A su modo de ver: «Si eres, como te decía hace un minuto, hija de un personaje, de una persona famosa, cantante, actor, lo que sea, tienes la puerta abierta y sabes perfectamente que te van a tratar bien». Resultaba evidente que estas manifestaciones planteaban un interrogante a la igualdad. Pero ¿a qué clase de igualdad se estaba refiriendo?
En su relación histórica con la democracia, podemos referirnos a cinco tipos de igualdad: 1) jurídico-política; 2) social; 3) de oportunidades según los méritos; 4) de oportunidades según el acceso; 5) económica (Sartori, 2005, p.421). Yurena aludía al tercer y cuarto tipo: «Una persona, en mi caso o en el caso de mucha gente, que viene de una familia normal, de padres trabajadores, pero anónimos, que se lo ha currado y que, por méritos propios, lo que tiene lo ha conseguido ¿se valora?». Pese a todo, no ponía en duda la legitimidad o ilegitimidad de algunos de aquellos supuestos méritos, una falta de radicalidad crítica que coincidía con un rasgo típico de las sociedades democráticas asimiladas al capitalismo neoliberal. Para ella, el asunto no consistía, pues, en impugnar el poder adquirido por la televisión, sino en denunciar la mala distribución que hacía de las oportunidades. Una pregunta distinta hubiera sido la de por qué, para reclamar la igualdad en la distribución del reconocimiento social ligado a las actividades artísticas, era cada vez más acuciante pasar por la visibilidad de las pantallas. Pero Yurena no se la formulaba.
El lazo que unía la igualdad y la televisión se tornaba, por lo tanto, extensivo al poder que la visibilidad mediática había acaparado en su capacidad para definir un discurso y una praxis acerca de la democracia. Aunque resultase falsa la afirmación de que la televisión era «uno de los lugares más democráticos del mundo» (El HuffPost, 2020) no era sorprendente, pues desde hacía años que ella absorbía funciones reservadas en principio a una discusión mucho más amplia sobre la democracia y sus condicionantes mayores de libertad, igualdad y justicia. Esa absorción había empobrecido el debate y acostumbrado a convertir en rutina la mala digestión de las contradicciones. La propia Yurena, aunque indignada por el maltrato de su imagen visible, aceptaba aún algunas invitaciones del medio. [iv] La fuerza económica se anteponía al hecho de que el valor democrático de la televisión se había ido «convirtiendo poco a poco en un engaño: un demopoder atribuido a un demos desvirtuado» (Sartori, 2008, p.133). Esta contradicción, que cada individuo hacía suya al intentar articular una crítica del reconocimiento televisivo, al mismo tiempo que negociaba su participación en él, reproducía el conflicto entre la igualdad y la libertad que llevaba consigo el desarrollo histórico del neoliberalismo como modelo cultural.
La lucha de María del Mar por su imagen también se libró en los tribunales, donde intentó conservar el nombre de Tamara, ante el registro de un nombre idéntico por parte de otra cantante más joven que ella y mejor relacionada. Aunque en 2002 un tribunal madrileño había fallado a su favor, la Audiencia Provincial de Madrid lo hizo en su contra dos años después. Paralelamente al discurrir en la judicatura, esta historia había seguido su curso en los espacios de la información sensacionalista de la televisión, que acusaban a Yurena de robar aquel nombre. Ella se quejaba de tales calumnias, pero sobre todo del personaje que habían creado los medios y del que le resultaba muy difícil librarse. Particularmente, criticaba el trato despiadado de un programa de tarde en un canal privado: «A mí me han tratado como a perros en ese programa. ¡Me han vejado! Pero es que luego han tenido la poca vergüenza de llamarme por teléfono y pedirme un reportaje».
Por otra parte, la dualidad que mostraba la convivencia entre lo legal y lo visual no hacía más que añadir otra doblez a un terreno ya abonado por dualidades previas, como la que separaba al individuo de su personaje, la que diferenciaba la noción de comunidad de la de sociedad o la que planteaba la confrontación entre una realidad intramediática y otra extramediática. La competencia entre cada uno de estos pares desembocaba en una rivalidad de dobles que, en lugar de distinguirse, acababan por hacerse mutuamente indiferentes. Para Girard (2006) en el camino de la violencia, los rivales se iban identificando cada vez más, convirtiéndose en dobles recíprocos. Esto suponía, en el campo de las dualidades que he destacado, un acercamiento cada vez mayor entre sus términos y, como resultado, un crecimiento de la violencia entre ellos. La identificación sobrevolaba la tensión que diferenciaba a la persona del personaje, a la sociedad de la comunidad o a lo extramediático de lo intramediático. Una progresiva identificación entre las binas se percibe en estas palabras: «Cuando yo me marcho de ese plató de televisión o de esa radio, yo tengo mi vida, pero es que lo que se ha dicho de mí, esas barbaridades que se han dicho de mí repercuten en mi vida».
Era lo propio de la visibilidad mediática contemporánea haber acercado los personajes a los espectadores, así como permitir que la realidad exterior a los medios fuera absorbida por la imagen que ellos mismos fabricaban. La transgresión y la confusión también formaban parte de ese proceso de visibilidad, con lo que aumentaba la crisis provocada por una concepción del contagio. «Mientras lo puro y lo impuro permanecen diferenciados, en efecto, es posible lavar hasta las mayores manchas», pero, «una vez que se han confundido, ya no se puede purificar nada» (Girard, 2005, p.45). Los programas televisivos avivaban dicho contagio simbólico, al poner en contacto visibilidades que eran extraídas de distintos formatos y géneros, pero además identificaban el sacrificio con la violencia de una imagen en la que se concentraban diversos aspectos vinculados a la historia más reciente de la privacidad y la intimidad, como lo demostraba la inclusión del derecho a la intimidad en los códigos legislativos, algo que venía motivado precisamente por la incidencia de los medios de comunicación y la necesidad de una nueva protección del ámbito privado por parte del Estado (Londoño Toro, 1987).
La imagen, tal como había penetrado en la cultura occidental a partir de modernidad tardía del siglo XIX, había provocado alteraciones posteriores en el derecho, el cual tuvo que distinguir el campo restringido de protección de la propia imagen, entendiéndolo como un espacio que estaba asistido por el derecho de protección de la imagen física, la cual, aunque ahora reproducida por medios técnicos, permanecía indisolublemente vinculada al cuerpo como a su doble. Esta nueva mención al doble devolvía el análisis a la senda de la interpretación sacrificial, que entendía el sacrificio como solución ante la proliferación descontrolada de dobles convertidos en rivales. Cabe recordar que Girard, en este punto, destaca la metáfora del «espejo» en Platón, advirtiendo su función «como uno de los signos de la crisis mimética» (Girard, 2006, p.54). Se trata de una metáfora que también se empleó, implícita o explícitamente, para exhibir a los llamados frikis y justificar su ataque con base en el reflejo que los oponía a la sociedad como un «doble monstruoso» (Girard, 2005, p.167).
La denominación de friki que se asoció en España a un grupo de personajes que captaron cierta atención televisiva en los años 90 y comienzos del 2000 estaba basada en la funcionalidad de sus rasgos «monstruosos», los cuales planteaban un conflicto con algunas categorías culturales específicas. No era de extrañar, por ejemplo, que apareciesen en este grupo individuos asimilados a alguna clase de esoterismo, entendido como forma rival del racionalismo. Algunos de aquellos personajes aparecieron y desaparecieron sin más, apenas como rarezas o curiosidades que eran exhibidas públicamente, en la línea de lo que había sido una penosa costumbre en Europa desde el siglo XVII (Bartra, 2018); otros, en cambio, permanecieron de forma inestable en la televisión, para lo cual tuvieron que urdir tramas que casaran con la neotelevisión (Eco, 1999) en sus dos rasgos básicos: la proliferación de conflictos y el recurso de la intimidad. En cualquier caso, el conjunto de todos aquellos seres, estigmatizados con la marca de frikis, servía para encarnar algunas transgresiones de las que se valía el ritual televisivo para llevar adelante sus dramatizaciones.
Por otra parte, la visibilidad mediática también había impuesto un discurso ambiguo en el que tácitamente prevalecía lo económico, al mismo tiempo que los dramas televisivos procuraban ocultarlo. Yurena daba cuenta de ese contraste: «¿¡Que he ganado dinero en televisión!? ¡Por supuesto! ¿O es que los programas no ganan con las personas a las que invitan?». Pero si lo único que movilizaba a la visibilidad televisiva era el dinero invertido en su producción, entonces el sacrificio como tal debía permanecer oculto, dado que el dinero alteraba la lógica sacrificial y se mantenía apegado a la racionalidad inscrita en la vieja idea de contrato. Pero, por otro lado, también suponía que el sacrificio no podía revelar una secreta inutilidad que, de manera muy distinta a la visión de Girard, pusiera al descubierto su dimensión radicalmente antieconómica, ajena al mundo de Adam Smith y de Marx (Duvignaud, 1979) y cercana incluso a una destrucción cuya esencia era «la de consumir sin provecho aquello que podría permanecer en el encadenamiento de las obras útiles» (Bataille, 2007, p.66).
Ahora bien, está claro que no todos los eventos mediáticos (Dayan y Katz, 1994) que involucraban el reconocimiento social de algunos personajes explicitaban esa relación monetaria. Al contrario, la mayoría de las veces ésta permanecía silenciada. Su alusión en los últimos años suponía más un fenómeno ligado a la necesidad de producir cada vez más información que a una tendencia a invertir la relación entre dinero y sacrificio. La ocultación o publicidad del dinero en el terreno de la visibilidad televisiva no significaba que la ritualidad hubiese desaparecido, tan sólo que se había empobrecido, siguiendo el curso de la pobreza simbólica de los medios en la actualidad (Stiegler, 2005). Pero, con todo, el aspecto ritual y sacrificial suponía que las relaciones sociales, incluidas las económicas, contenían «“enclaves imaginarios”, […] realizados y puestos en escena por “prácticas simbólicas”» (Godelier, 2007, p.40). La visibilidad de la imagen audiovisual restituía la incidencia del ritual en las manifestaciones neoliberales, las cuales, lejos de plantear una verdadera ruptura con los significados históricos de la tradición cultural, los reutilizaba, reformulando por medio de ellos una relación metafórica distinta entre el individuo y la sociedad.
Esa reformulación recobraba las contradicciones propias del capitalismo neoliberal como modelo cultural y replanteaba la individualidad. Nathalie Heinich, en su análisis acerca de la visibilidad, desembocaba en una idea del sacrificio que se ajustaba perfectamente a las dimensiones estrechas del individuo en el seno de la nueva producción mediática. Ya no se trataba de probar los méritos que justificaran la conquista del reconocimiento social. La situación no consistía en «proporcionar pruebas de su talento, ni en dar dinero o presencia, sino en “pagar con su propia carne”, como se dice» (Heinich, 2012, p.555). Esta coyuntura daba pie a una situación particular en la que «el sacrificio de sí mismo se sentía como tanto más necesario cuanto la fama había sido obtenida no por las cualidades de la persona, gracias a su talento, sino por herencia, gracias a sus antepasados» (2012, p.557). Pero cuando no se disponía de ese ascendiente, como en el caso de Yurena, el sacrificio satelizaba más crudamente la violencia de la imagen y la fabricación de la televisión borraba las huellas de su doble acto de sacrificar y abandonar. [v]
Formalmente, este proceder de la televisión no distaba mucho de la situación descrita por Evans-Pritchard en su pesquisa sobre la monarquía divina, la cual también incorporaba una contradicción entre el cargo y la persona que solía ser resuelta por el regicidio. A fin de cuentas, «es la monarquía, y no el rey, la que es divina» (Evans-Pritchard, 1990, p.91). Pese a que la visibilidad televisual pertenece a una época en que la centralidad simbólica de las monarquías ha perdido vitalidad mística, es notoria la analogía con lo señalado por el antropólogo británico. La división del trabajo y la fragmentación de sus programas no impidieron a la televisión apropiarse de algunos remanentes simbólicos a la deriva. Ahora, empero, la singularidad del rey se convertía en una realidad muy distinta en la que los individuos desaparecían con más frecuencia y sin concentrar en ningún caso un poder simbólico semejante. Eso sí, ambas situaciones respondían aún a una exclusión social que no dejaba que reyes, héroes y monstruos formasen parte de la identidad social del grupo.
La mención a la dualidad monárquica, junto con la que había heredado la corporalidad de los individuos visibles, traía a colación otro rasgo observado en algunos sacrificios en los que la muerte del dios solía ser un suicidio (Mauss y Hubert, 2010, p.165). Esta alusión desencajaba la presentación del suicidio como un acto puramente individual y lo devolvía al marco sacrificial comunitario. En el nuevo escenario del capitalismo neoliberal y cultural, las formas ritualizadas del espectáculo que llevaba adelante la visibilidad televisiva no dejaban de relacionarse con la producción de sacrificios. Las contradicciones culturales del capitalismo (Bell, 2004), además de por sus tensiones estructurales internas, aparecían avivadas por sus propios cambios históricos. La mezcla de un nuevo criterio de adaptación neoliberal (Stiegler, 2019) y de formas que comprimían cada vez más las exigencias impuestas al individuo, mientras dejaban incólumes las ilimitadas fugas de sus deseos individualistas, convertían el suicidio en «un sacrificio organizado» (Galibert, 2012, p.11).
El hecho de interpretar simultáneamente el sacrificio de la visibilidad como el fruto de una rivalidad violenta, de una evasión con un mínimo matiz catártico y, finalmente, de un abandono del individuo sacrificado, coincide con el paso de un capitalismo liberal a un hipercapitalismo que «propone el suicidio como la rebeldía absoluta, porque para él supone la rebeldía ideal: hipermediática, autodestruida y preparada para el olvido» (2012, p.77). La destrucción de la fama, producida con el apremio de una visibilidad mucho más adaptada a los requisitos temporales (a la obsolescencia) de las mercancías audiovisuales, se incorporaba al devenir de los personajes. El que Yurena hubiera vuelto varias veces a la televisión que ella misma denunciaba como agresora era una paradoja que se repetía en muchos otros personajes. La elección que se dejaba era la de «una vida hiperexplotada y la inmolación hiperexplotable» (p.80). «Tenía que promocionarme como cantante, porque era mi vida y era por lo que luché y por lo que me dejé la piel y el único camino que se me dejó eran ese tipo de programas». Ahora bien, ¿qué era realmente lo que se sacrificaba ahí?
El protagonismo que tiene la imagen en el contexto mediático la convierte en el principal elemento ritualizado de la visibilidad y en el motivo fundamental para hablar de sacrificio y consumo sacrificial. Lo que se sacrifica es la imagen; y lo que se devora, también. Se trata, además, de la imagen concreta del cuerpo. En este sentido, Baitello (2003) destaca cuatro vías diferentes para la relación de los cuerpos y sus imágenes, que apuntan a cuerpos que devoran cuerpos, imágenes que devoran imágenes, cuerpos que devoran imágenes o imágenes que devoran cuerpos. Un marco de posibilidades que, siguiendo a Lévi-Strauss (2013) bien puede vincularse con la idea extendida de antropofagia. Pero son las dos últimas vías las que mejor dejan hablar a la dualidad y rivalidad miméticas entre el individuo y la confrontación con su propia imagen. La devoración de imágenes exige, primero, procurárselas. Es lo que hacen los paparazzi cuando recurren a la metáfora de la «caza», la cual se aplica, por lo demás, a la fotografía en general (Belting, 2007, p.284). Por su parte, una «antropofagia impura» nos descubre lo que significa «alimentar imágenes […], entrar en ellas y transformarse en personaje» (Baitello, 2003:166).
Esta última situación es la propia de la visibilidad televisual y la que conduce al sacrificio de la visibilidad de los personajes. La enajenación de la imagen devoradora es tal, que en televisión algunos de ellos exigen en sus contratos que no les muestren sus imágenes del pasado, para no evidenciar los estragos del tiempo. Aunque es habitual que se incumpla el acuerdo, lo cierto es que su mera existencia es ya elocuente. La rivalidad concreta de la situación queda claramente expresada: en la lucha mimética de la visibilidad mediática, es el individuo el sacrificado en pro de una imagen que lo consume. La prevalencia de esa imagen es la que asegura, además, que la explotación mercantil de la visibilidad mediática pueda ejercer su poder para «resucitar» imágenes de cuerpos ya desaparecidos.
Un amigo escritor y poeta reflexionaba sobre esa desaparición. Aficionado al análisis de algunos programas televisivos y su exposición de lo visible, se mostraba muy inquieto por una cultura que se veía casi completamente absorbida por la imagen. El asesinato de la youtuber Christina Victoria Grimmie en 2016 a manos de uno de sus seguidores, Kevin James Loibl, llamó poderosamente su atención, pues le parecía que ilustraba el proceso histórico y cultural que había llevado del ídolo al icono y que entremedias había aniquilado a la persona sobre la que se apoyaba el trasvase que iba del uno al otro. Con el crimen de Loibl, quien se suicidaría inmediatamente después, se elevaba para mi amigo una pregunta que portaba consigo toda la radicalidad del sacrificio, la devoración y la imagen: «¿Cómo persuadir a la ley –decía– de que no se trata de una proposición frívola el profesar que no había persona alguna allí donde Loibl creía que mataba a alguien?» (Alasdair Grant, 2020). Acorde con la perspectiva de un consumo de imágenes que cifraba el único rescoldo superviviente de la persona, el orden anterior se invertía. Lo que descubríamos ahora era una imagen, una devoración y, finalmente, un sacrificio. No en vano, tras su pregunta sobre lo que había hecho Loibl, mi amigo daba una escalofriante respuesta: «Solamente apagaba la luz».
Lo dicho hasta aquí exige un comentario adicional acerca del sacrificio y, sobre todo, del empleo que he hecho de algunos puntos esenciales de la teoría de René Girard. Con ello quiero aclarar un aspecto que al mismo tiempo me une y me separa de su teoría. Lo que me separa tiene que ver fundamentalmente con su universalismo y su idea de la violencia. No es un secreto que la tesis de Girard ha recibido un buen número de críticas (Moreno, 2014) entre ellas, las que discrepan de su afán universalista. Si bien es un interés legítimo el que muestra Girard y otras teorías antropológicas por universalizar, tal afán no puede llevarnos a afirmar que exista en la actualidad una teoría general del sacrificio que consiga agotar el fenómeno histórico, reduciéndolo a un concepto de contornos definidos con nitidez. ¿Cómo explicaríamos entonces, por ejemplo, el cese de los sacrificios en Teotihuacán hacia el año 300 de nuestra era? (Graeber y Wengrow, 2022). ¿De pronto desapareció la rivalidad mimética? ¿Ya no era suficientemente intensa para conducir al sacrificio? Lo mismo puede decirse de la elección de la violencia como fundamento de la cultura, lo cual no parece, sino una definición tomada en el vacío y proclive sólo a justificar la «fe» personal de Girard en el cristianismo. Ello tropieza, sin embargo, con posturas contrarias que desde hace decenios contradicen esa idea de violencia innata (Montagu et al., 1970; Genovés, 1968, 1991).
Lo que me une no es, en cambio, ajeno al modo en que esa misma violencia se ha vuelto fundamental para entender no al ser humano de manera transcultural, sino al que reside en el contexto de las sociedades occidentales, un ser que ha elaborado una noción de modernidad muy particular y un «credo» que ve en la modernización capitalista tanto un sistema económico como un modelo cultural. Podemos interpretar el interés de Girard por problemas como la anorexia en este sentido (Girard, 2008). ¿Por qué no hallamos un fenómeno parejo en sociedades de otro tiempo o en distintas latitudes? El reconocer el valor de la imitación, tesis que desde luego es muy anterior al antropólogo e historiador francés, no significa hacer de toda imitación un camino seguro –¡vaya ironía!– hacia la violencia. Girard habla, incluso, de los modelos del cine de Hollywood cuando piensa en la violencia anoréxica, lo cual reitera la pertinencia de un modelo cultural concreto. Y es ese mismo modelo el que precisamente justifica pensar en la importancia que tiene la imagen mediática como expresión de un tipo particular de violencia visible o, si se prefiere, de una violenta visibilidad sociocultural que conduce a la multiplicación de los sacrificios.
Este empleo parcial que hago de la teoría girardiana no se aleja de lo que hicieron otros autores con ella a la hora de inspirarse en sus conceptos para referirse, por ejemplo, a la constitución de sociedades de mercado a través de la violencia monetaria (Aglietta y Orléan, 1982) o a la agresividad simbólica que mana de los discursos empresariales del nuevo management (Alonso y Fernández, 2018). En ambos casos, tanto la rivalidad como el sacrificio siguen partiendo de la alusión a un tipo de sociedad concreta, con postulados culturales que, en su caso, imponen también una reducción de lo visible a la visibilidad mediática y una devoración del individuo por la violencia desatada a través de su propia imagen. No considero que nada de esto pueda universalizarse sin perder por el camino una multitud de matices inter y transculturales que nos ayuden a salir del marasmo en el que nos ha situado una teoría excesivamente urgida por su aplicación a toda la humanidad.
Resulta curioso que la teoría de Girard, oponiéndose en gran medida al individualismo liberal, utilitarista, abstracto y presocial, que imagina a un individuo aislado que calcula a solas el mejor camino para la consecución de sus deseos, acabe, por mor de su búsqueda universalista, aplicando a toda la humanidad lo que más bien caracteriza al tipo de hombre y de su explicación del mundo, que fabricó ese mismo individualismo moderno al que el sacrificio, según Girard, se opone. Incluso cuando piensa en una joven anoréxica, Girard ve el engaño del «look-out for the one» del pensamiento popular estadounidense, pues el uno no es tal, dado que siempre está mirando, interiorizando a otros. Este aspecto me parece muy salvable de su teoría.
Ahora bien, el rechazar el individualismo liberal no tiene por qué llevarnos de forma inexorable al cristianismo católico, el cual es finalmente el puerto de llegada del pensador galo. Así, ni el individualismo abstracto del liberalismo agota todo lo que puede decirse o reivindicarse del individuo, ni tampoco puede éste quedar reducido a un ente pre o asocial que se muestra, o bien creyente en el valor autónomo del átomo individual fuera de la sociedad o bien descreído con respecto al valor mundano de su vida personal y entregado por el contrario a la trascendencia de un mundo invisible que niega los recursos hacederos de todos los mundos visibles. Por el contrario, se puede pensar en un individuo en el que resuene lo social de una forma intensa, conflictiva, entusiasta o paradójica, porque nada en él puede escapar a la fuerza corporal que forja el propio vínculo social. Creo que Girard descuida ese poder individual, así como la crisis que tal poder introduce en una visión excesivamente simplificada de la oposición entre individuo y sociedad. Tal vez la razón estriba en que el único espacio que queda para el individuo en su teoría es el de la víctima, pues todo lo demás es ocupado por el grupo, unido por el frenesí sacrificial.
Contra ese esquematismo, que da homogeneidad a los victimarios mientras victimiza a los individuos, se pronuncia una escena de El mercader de Venecia de Shakespeare. En dicha obra hay un conocido pasaje en el que confluyen los elementos de identificación, desapego y sacrificio que caracterizan el proceso de investidura del chivo expiatorio en la teoría de Girard. Se trata del monólogo de Shylock, el viejo judío prestamista, que el catolicismo veneciano califica de usurero, al que Antonio, rico comerciante veneciano, había pedido 3000 ducados para ayudar a un amigo. Cuando aquél se ve impedido a saldar su deuda, el anciano exige que se le compense con la acordado: una libra de carne del propio cuerpo de Antonio, retirada del lugar que a Shylock le plazca. El viejo judío se niega a perdonar la deuda y, ante la insistencia para que recapacite, se expresa como sigue:
Me ha deshonrado, se ha reído de mis pérdidas, burlado de mis ganancias, ha escarnecido a mi nación, arruinado mis negocios, enfriado a mis amigos, encendido a mis enemigos ¿y qué motivo el suyo? Soy judío. ¿No tiene ojos un judío? ¿No tiene un judío manos, órganos, corporeidad, sentidos, afectos, pasiones? ¿No lo nutre la misma comida, no lo hieren las mismas armas y lo someten las mismas enfermedades, no lo curan los mismos remedios, no lo calientan y enfrían el mismo invierno y verano? Si nos pincháis ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas ¿no nos reímos? si nos envenenáis ¿no nos morimos? y si nos dañáis ¿acaso no nos vengaremos? Si en lo demás somos iguales, también seremos como vosotros en eso (Shakespeare, trad. en 1952, p.1070).
Lo cierto es que Shylock no resulta un personaje simpático ni aparece en la obra descrito como alguien virtuoso, pese a lo cual su monólogo alumbra una verdad del sacrificio que en general Girard menosprecia: que la falsedad del delirio sacrificial del chivo expiatorio queda desvelada por medio de un individuo. Es el individuo quien porta el «escándalo». Es verdad que ese cariz escandaloso Girard lo reconoce, pero sólo en su identificación con Jesús. Sin embargo, la injusta culpabilidad imputada a Jesús, como un acto insólito, sólo se torna escandalosa cuando se cree en su transformación en Cristo. Si no partimos de esa creencia, no hay nada en esa injusticia que sea privativo del caso de Jesús y que no pueda reconocerse también en la acusación de cualquier otro ser humano –incluido Shylock– contra la violencia desatada por una imagen deshumanizada, cosificada y finalmente destructiva. Los elementos de segregación que visibilizan la separación entre el chivo expiatorio y la comunidad «normal», a través de la burla, el escarnio o la violencia física, se desmoronan en el monólogo de Shylock, con cuyas interrogaciones retóricas, la lógica del sacrificio girardiana emprende un camino de vuelta en que el escándalo sacrificial no es el lugar de arribo, sino el punto de partida para pensar luego en los límites del desapego y en una identidad mínima, como la que en este caso está revelando nuestra condición común de fragilidad, daño y finitud.
En el monólogo del anciano, se entremezcla el escándalo de la identificación con el vencido realismo de la venganza. Desvelar el ardid funesto que sacrifica a alguien negándole su humanidad no lo lleva, empero, a disolver el oscuro espejismo, sino, por el contrario, a reclamar su derecho a hablar el mismo idioma de sus habituales detractores y adversarios. De fondo, es una larga historia de odio cultural e histórico, así como de humillaciones personales, la que habla. Es ella la que abastece con aguas negras esa caudalosa y mutua incomprensión. Pero que finalmente el prestamista judío reemprenda el camino de la venganza no es suficiente para ocultar lo que su discurso ya ha revelado. En el instante de lucidez que brota de sus preguntas, en el que de pronto sentimos el resplandor de una justicia olvidada, cuando no simplemente despreciada, aprendemos también algo esencial sobre el potencial del individuo y su fuerza para delatar un acto colectivo de mala fe y cobardía. El individuo se muestra, de pronto, activo, y no sólo condenado a la pasividad de un sacrificio que apenas puede sufrir, pero nunca contestar. En su descubrimiento del escándalo que supone reproducir el engaño, la imagen ocupa un lugar protagónico. La rivalidad y la falsedad de la violencia sacrificial es, al cabo, un conflicto de discursos, pero también una confusión de imágenes. Las sociedades mediáticas lo único que hicieron, en este sentido, fue radicalizar esa confundida imaginación hasta tornarla omnipresente.
No hay nada en la representación que sea inocente y lo mismo cabe decir de la visibilidad que la canaliza. La visibilidad mediática que ha acaparado el terreno sensorial y visual de nuestras sociedades y que conforma una de las condiciones simbólicas de la llamada globalización, así lo demuestra. Su ubicuidad, su aceleración y su continuidad es uno de los rasgos más definitorios de nuestro tiempo. «Si no sales en la tele, no existes», escribió el exconcursante de un reality show en España. Huelga decir que el traslado de lo visible a Internet sólo ha elevado exponencialmente ese neocartesianismo televisual. Pero, al lado de la visibilidad como rasgo, aparecía la visibilidad como riesgo. En este caso, el riesgo del sacrificio, el cual no sólo suponía que una persona acabara dando de sí para hacerse visible (como señalaba Nathalie Heinich) sino que detrás de aquel don descubriéramos la violencia oculta de las imágenes.
Aunque se habla mucho de imagen y visibilidad en nuestro tiempo, se suele omitir su relación particular con el sacrificio. Las sociedades hipertecnológicas de la comunicación no pueden admitir un recurso tan a menudo asociado con una idea de atavismo. Nada más absurdo que tal idea. El sacrificio aparece en el corazón mismo de sociedades y culturas mediatizadas y se puede observar investigando los espacios abandonados por el interés académico; ésos que quedan reservados para la producción y los consumos banales. Los casos que he expuesto en este artículo brindan ejemplos convincentes. Pero que el sacrificio en revistas y programas televisivos pueda ser un sacrificio banal, no se traduce de ningún modo en la banalidad del sacrificio. Menos aún si pensamos en que su ejercicio se multiplica y acelera como parte del proceso de enajenación de la imagen y de simulación: de desmoronamiento de la realidad.
La teoría sacrificial de René Girard aparece, entonces, como un camino de interpretación ambiguo. Dudoso si pretendemos demostrar con él la existencia de un modelo universal que comunique todos los rituales sacrificiales; provechoso si lo que queremos entender por medio de ella es el tipo de rivalidad y destrucción que impera en el capitalismo neoliberal de nuestra época. Lo demuestra el caso de María del Mar que analicé aquí, al poner de relieve el nexo que une la lógica de la visibilidad mediática con la de la proliferación de imágenes que compiten entre sí y que, sobre todo, se disocian de los individuos que las soportan. Ante la atmósfera de imágenes ubicuas que nos cercan, no es extraño que todo se resuelva en una violenta disputa que sacrifique al individuo en beneficio de la visibilidad de su imagen. Lejos queda la posibilidad de hablar en este caso, cual Bataille o Duvignaud, de un sacrificio antieconómico o de una entrega total e inútil. La visibilidad a la que me he referido hace más bien lo contrario: reordena todo el proceso con el único fin de que lo sacrificado consolide la hegemonía de la imagen y de la misma visibilidad que la produce. Es un proceso que resulta de un círculo vicioso, el cual, como el del propio mecanismo de los chivos expiatorios, defiende una violencia fundamental sólo porque no sabe cómo salir de ella. Ése es el momento para buscar otros rumbos distintos a Girard.
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[i] Tanto la «liminalidad» como la noción de «communitas» que aparece más abajo, las tomo del antropólogo Víctor Turner (Turner, 1988) quien a su vez se inspiró en Les rites de passage de Arnold van Gennep (2008). La liminalidad describe una condición de desarraigo, un no man’s land que surge en el intervalo de una transformación social. Por su parte, la «communitas» hace referencia a la solidaridad indiferenciada que se produce en los individuos que comparten una condición liminal y desde la cual plantean desafíos a la estructura social.
[ii] Esa prioridad de la exposición emocional apareció en una de mis entrevistas. Mi interlocutor, que trabajaba en la televisión pública, me relataba un episodio que había vivido mientras cursaba su maestría. Uno de los directores de la productora de un programa de máxima audiencia de un canal privado, les contó cómo le habían tendido a un personaje. «Me acuerdo cómo le quisieron contar alguna cosa de la que ella no sabía nada, alguna cosa relacionada con su vida personal y lanzársela en mitad del programa, en directo, a ver cómo reaccionaba». Lo que más sorprendía a mi entrevistado era que un ardid tan ruin al director de la productora le pareciera maravilloso. «Lo estaba contando con una sonrisa en la cara como, “mira qué bien, mira lo que hemos conseguido” […] Él estaba encantado. Yo me acuerdo que lo estaba contando con una sonrisa en la cara de, “mira qué cabrones fuimos con tal persona y mira qué bien y cuánta audiencia tuvo”. Lo que estaban buscando era eso: que la persona se cabreara en directo, se fuera echando pestes, dando un portazo o echarla a llorar en directo en ese momento» (Asier, comunicación personal, 26 de enero de 2019).
[iii] Programa de la televisión española emitido en el canal privado Telecinco entre el 2009 y el 2023 (lo cual supone un récord de permanencia) que planteó una manera muy agresiva e insólita de abordar temas de la vida privada de los famosos y convirtió a sus colaboradores en personajes implicados en sus habladurías y ataques.
[iv] De hecho, participaría posteriormente en un reality del poderoso grupo Mediaset y acudiría en varias ocasiones más a los programas del mismo.
[v] Sacrificio como don y abandono es algo presente en Bataille (2001) pero, a su vez, es un motivo retomado por Blanchot (2002). No obstante, el sentido que adquiere aquí es muy diferente, habida cuenta de que la visibilidad televisual, regida como está por una extrema racionalización tecnológica, no se plantea forma alguna de entrega sacrificial que no sea inmediatamente puesta a disposición de nuevas extracciones de beneficio económico y un sentido cultural muy restrictivo.