Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Espinosa Proa, Sergio. (2025). Filosofía, violencia y redención. Revista digital FILHA. Julio-diciembre. Número 33. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.
Sergio Espinosa Proa. Mexicano (CDMX, 1952) realizó sus estudios en escuelas primarias públicas y privadas, el bachillerato, dos años de Biología y uno de Música en la UNAM, cuatro en la ENAH, dos en la UAZ y cinco en la Universidad Complutense, por la cual se doctoró en Filosofía en 1997, con una tesis sobre lo Sagrado. Trabajó en la Secretaría de la Reforma Agraria, en el Instituto Nacional Indigenista, en la FAO y en el CIESAS antes de mudarse, en 1981, a la ciudad de Zacatecas, donde todavía sigue siendo profesor de la Universidad y miembro del Cuerpo Académico Filosofía y antropología. Ha publicado más de cuarenta libros y numerosos ensayos, principalmente sobre filosofía del arte y de la religión, habiéndose hecho acreedor a varios premios y reconocimientos académicos. Orcid id: https://orcid.org/0000-0003-1186-435X . Contacto: sproa52@hotmail.com
Philosophy, violence and redemption
Abstract: El presente artículo aborda el problema de la violencia desde un punto de vista antropológico y a la vez filosófico, partiendo de una tesis polémica que distingue entre lo Sagrado, lo Divino y lo Santo. Se centra primero en Marcel Mauss, enseguida en Theodor W. Adorno y finalmente en Georges Bataille, los tres autores que ilustran las tres posiciones aquí presentadas y valoradas
Palabras clave: tragedia, crítica, religión.
Abstract: This article addresses the problem of violence from an anthropological and philosophical point of view, starting from a polemic thesis that distinguishes between the Sacred, the Divine and the Holy. It focuses first on Marcel Mauss, then on Theodor W. Adorno and finally on Georges Bataille, the three authors who illustrate the three positions presented and valued here.
Keywords: tragedy, criticism, religion.
Este texto tendrá por centro o eje una proposición de carácter acaso menos antropológico que filosófico, que enunciaré provisional aunque axiomáticamente como sigue: el sentido de la civilización —su progreso— no consiste en erradicar la violencia, sino en encuadrarla dentro de un dispositivo cada vez más potente de moralización. Esta moralización se puede definir a su turno como un proceso de disimulación, justificación, simbolización, idealización y legitimación de la violencia. La civilización es un proceso de inversión en donde la violencia inocente —la violencia que no es medio para ningún fin— será transformada en violencia culpable, y ésta —la violencia que se utiliza como instrumento para un fin cualquiera— será declarada justa, legítima y, en el límite de la paradoja, inocente. El proceso, visto desde otro ángulo, se deja leer como el reemplazo —o asimilación— de lo sagrado por lo divino y de éste por lo santo. Es, en tal concepto, un mecanismo no de hominización, sino de humanización (la diferencia es que la primera atañe a la estructura bio-antropológica y la segunda a la histórica y sociocultural. Pero seguramente ambas, si es que en verdad mantienen alguna pertinencia filosófica, interactúan). Lo sagrado designa una especie de grado cero de la moral; lo santo, su expresión cumplida, su paso a un orden secular en donde lo numinoso habrá sido sublimado hasta dejarlo reducido a lugar de instauración y sanción (moral) de la Ley. El tránsito de uno a otro extremo se halla comprometido y garantizado por la imagen de una divinidad. Decir moralización, es decir, humanización, decir humanización, es decir, domesticación y decir domesticación, es decir, razón; el nexo entre ellas queda apuntalado en, y con la aparición de las grandes religiones monoteístas de salvación. Las nociones mismas de salvación, de monoteísmo y de universalidad resultarán —a la postre— catastróficas en la experiencia humana de la tierra. Cuando se emplea la palabra humanización deberá entenderse casi lo contrario de lo que originalmente se daba a entender con ella. Me explico. La etimología nos permite advertir que la raíz de la palabra hombre, en la lengua indoeuropea, a saber, wiros, remite al radical wir, que significa fuerza. De allí, viril, virtud… y sí, también de ahí la palabra violencia. Un hombre es reconocido en tal virtud, en su virilidad, en su fuerza, y lo que ahora (y desde hace mucho) leemos que es la humanización significa la atenuación, la dulcificación, la nulificación de la violencia o al menos la renuncia ideal a ejercerla. Ahora, pues, humanizarse no es llegar a ser un hombre, sino… una mujer. O, mejor, válgame Dios, una mascota. El giro ha sido de 180 grados. Me apresuro a atajar la impresión de que aquí emprenderé una apología de la violencia. Lo único que deseo es establecer una nítida distinción entre la violencia profana —que es una violencia de apropiación— y la violencia sagrada —que es una violencia de desposesión—. No hay medias tintas y tampoco posiciones no violentas. Apoyándome de modo indirecto en Spinoza, sostendré en principio que, si la violencia es indiscernible del poder, de la fuerza o de la potencia, existe una potencia llamémosle amorosa que consiste en afirmar la potencia afirmadora del otro. Nada de renuncias, nada de sacrificios, nada de malas conciencias, nada de arrepentimientos y propósitos de enmienda. ¿Equivale esto a argumentar en el sentido de asegurar que habría una violencia mala —que utiliza, esclaviza, daña o extermina a lo otro— y una violencia buena —identificable con la renuncia y el autocontrol de sí mismo—? En absoluto. Argumentaré a favor de la violencia sagrada y en contra de la violencia profana, lo cual significa precisamente que sólo en el interior de la violencia profana se produce el desdoblamiento entre el bien y el mal. El problema de lo sagrado es que no tiene equivalente monetario —ni, en definitiva, ningún otro: designa la inequivalencia de lo real. La ilusión es necesaria, pero eso jamás logra igualarla a lo real. Se comprende así que sólo en el marco de la violencia profana se haga necesario un punto de vista moral. La moral es una igualación, es el dominio de la abstracción prescindiendo del inestable poder de lo real. Pues lo real, como lo sagrado, es la suspensión de todo intercambio (de un intercambio de equivalentes, se entiende). Naturalmente, adoptar esta posición me expondrá —al igual que a sus defensores— a muchos riesgos. A sabiendas de ello, lo formularé del siguiente modo: no hay peor violencia que aquella que teme ejercerse. La confluencia o combinación de violencia y miedo es lo más destructivo que se haya podido experimentar. Y esta mezcla es justamente la que ha caracterizado o marcado la aparición de las religiones monoteístas de salvación. Una aparición de la cual —dicho lo sea al pasar— la Ilustración es sólo una fase y no un término final. Con esto quiero defender también que sólo lo trágico rinde justicia a la violencia del ser finito. Sólo lo trágico nos salva de la moral: nos salva de la compulsión —aleación de miedo y violencia— a salvarnos. Pues salvarnos no es proteger nuestra frágil y vulnerable existencia, sino exactamente lo opuesto: convencernos de que debemos prescindir de ella, que debemos renunciar a ella, que debemos abandonarla antes de tiempo y de una buena vez. Para siempre. Lo trágico consiste a su aire en exonerar moralmente al devenir. Es decir: a la contingencia de ser lo que se es, a saber: un ser finito, un ser indeducible e inequivalente. La violencia de la moral, la violencia propiamente moral, consiste en la exigencia de renunciar a este carácter, de repudiar la existencia en cuanto tal. Lo que haré, dadas las necesarias restricciones de tiempo, es sintetizar al máximo —como si fuesen testigos de cargo— sólo dos posiciones que en principio pueden ser tomadas en uno o en otro de los sentidos recién consignados: la teoría crítica y el pensamiento trágico.
La obra de Marcel Mauss (1872-1950) ha ejercido una influencia perdurable (y claramente benéfica) en las llamadas ciencias del hombre. Sus estudios sobre la magia, sobre el don, sobre la oración y sobre el sacrificio son canónicos. Es conocida —al lado de su idea de significante flotante, cara a Lévi-Strauss— la categoría de acción social total merced a la cual ha llevado a efecto sus indagaciones. En breve, hay fenómenos observables —muchos— en los que se pone en juego toda la maquinaria de la sociedad, revelando sus más íntimos resortes y engranajes. ¡Por eso se vuelve posible una ciencia del hombre! En particular, sus análisis del sacrificio ponen de manifiesto ese elemento de violencia sin el cual aquella —la sociedad— simplemente no tendría ni sentido ni ocasión de perdurar. Lo diré así: el sentido del sacrificio consiste en arrancar de la vida profana a un ser (humano o no humano) a fin de otorgar continuidad, fluidez y consistencia a lo profano mismo. No es una cosa natural. Se le sacrifica —no siempre ni necesariamente se le mata en un sentido físico— haciéndolo pasar a un régimen de excepción. Forzándolo a ello. No hay nada sagrado de por sí: lo que hay es un movimiento, un gesto, un ritual, un ejercicio —humano— de la violencia. Una violencia de sentido inverso a la violencia de lo profano, cuya esencia es tornar disponible lo indisponible, comestible lo incomestible, apropiable lo inapropiable, asimilable lo inasimilable y destructible lo indestructible. Lo cierto es —por lo pronto— que comer nunca es ni ha sido, ni podría llegar a ser, con perdón de los pitagóricos, un acto inocente. Es obvio que ninguna religión podría incluir entre sus mandamientos un No comerás (dictado en general), pero llegado el momento se enfrentará a la disyuntiva: si no se mata, se muere (de hambre). ¿Cómo justificar la obligación de no matar entonces? La solución de las religiones universales —monoteístas— de salvación (pero esto ya no lo dice Mauss) es, en el límite, erradicar la necesidad de comer. Es decir, la necesidad de matar (y, en consecuencia, la de morir). Eliminar la condenación de existir, pues. El sacrificio lleva de vuelta a las cosas que matamos a un estatuto de excepción. Son sagradas, es decir, intocables, indestructibles, incluso inefables. Ahora bien: los cristianos no pueden comprender este mecanismo si no es al precio de una violenta moralización. Pasar a lo sagrado significa elevarlo a un nivel de moralidad mayor (ellos no distinguen —ni podrían hacerlo— entre lo sagrado, lo divino y lo santo). La víctima es sacralizada mediante un investimento de lo dignamente más elevado. La víctima es divina. En consecuencia, llegará un momento en que la víctima no será ya ni una cosecha de jitomates o de tabaco o de uvas, ni un buey ni un toro ni un pez, sino… el dios mismo. El dios ha de inmolarse, ha de ser víctima para ser dios. Pero es o llegará a ser Dios a condición de identificarse con lo Humano. Vamos viendo —aun oscuramente— de qué manera el cristianismo es un nihilismo extremado, la negación (racional) de la existencia llevada a su conclusión perfecta. Mauss enseña que el dios, y, sobre todo el Dios, con mayúsculas, jamás es un origen, sino, por íntima necesidad, un resultado. ¿De qué? Del sacrificio, precisamente. No es que los humanos imaginen o proyecten la existencia de los dioses, como en una especie de psiconeurosis freudiana, aunque también lo sea, sino que hay Dios en la medida exacta en que hay necesidad de compensar lo que la necesidad toma de la tierra. Se mata para no morir, luego ha de existir algo que no muera. Al menos en la imaginación. ¡Es la prueba antropológica de la existencia de Dios! El cristianismo, según se podrá constatar, lleva a conclusión el proceso: es preciso que (el) Dios muera (como hombre, o en su figura de hombre) a fin de que el hombre sea. No cada hombre, en su indeducibilidad existencial, sino EL hombre en su esencia sin muerte. En su concepto. Hegel, por supuesto. El sociólogo —mucho después de Hegel, y en vena un tanto positivista— resuelve: lo sagrado no es, no tiene existencia propia, no es nada más (pero nada menos) que el símbolo —la cifra— del funcionamiento de una colectividad humana. ¿El símbolo, la cifra? ¿Es que la sociedad no puede operar sin esta transformación, sin este gesto de apartamiento incalculable que exige de la destrucción o asimilación de lo finito una suerte de transacción infinita? ¿Por qué tendría que ofrecer algo a cambio? No, eso no está resuelto. Parecería que las colectividades son racionales allí donde el individuo no se sabe aún si lo será, si podrá o si querrá serlo. O, en cualquier caso, que lo será como efecto final de su pertenencia al grupo.
¿Es mejor domesticar que volver a lo salvaje? ¡Por supuesto! Pero sólo desde una perspectiva moral, es decir, humana, es decir, doméstica. ¿Cómo demostrar que la moral es necesariamente inmoral? La moral presupone un juicio, y todo juicio reposa en una calumnia, en una injusticia, en un rechazo. No faltan justificaciones para el repudio. La moral cristiana acepta de buen o mal grado que el amor tiene un revés violento. Admite con ello que no hay amor que no sea una interiorización de la violencia. Se ama al prójimo no por instinto, sino por mandamiento moral. Amar es el destino final de la violencia, pero para el logro de semejante fin es preciso enderezar la violencia contra sí mismos. ¡Tal es el sentido fundamental del primer mandamiento! Éste no reclama una obediencia ciega a un poder abstracto y superior, sino que manda gozar de él, es decir: exige amarlo incondicionalmente. La violencia de la ley se expresa mayestáticamente en este precepto a partir del cual ha de organizarse toda una civilización. Amarás al Señor por encima de todas las cosas. Por encima significa: en contra de todas y de cada una de las cosas. Repudiarás la vida que amas si has de vivir la vida que te pide un poder que no pertenece al mundo, pero que en cambio se manifiesta como su propietario. Propietario —que quede claro— absoluto. ¿Qué demonios quiere ese Señor? Que las cosas sean destruidas. Destruidas en cuanto cosas: deben ser transformadas en objetos de disfrute, de satisfacción, de consumo. Las cosas no son nunca en sí, pregúntenle a Kant; las cosas son para. ¿Para quién? Obviamente, para nosotros, los hombres. Se comprende que aquel Señor en absoluto designe lo sagrado, sino su reverso, a saber, la violencia que lo torna a la mano, que hace de cada cosa un satisfactor, un artículo intercambiable, una mercadería, un «bien». El Señor designa el principio de profanación, el principio de monetización, el principio de equivalencia universal gracias al cual las cosas dejan su materialidad subsumida, como diría Marx, y después Baudrillard, por su valor de cambio, por su carácter sígnico, por su concepto: la cosa cede bajo el enorme aunque ingrávido peso de su representación. Violencia de segundo grado, violencia civilizatoria, violencia moral. La coartada es por demás elemental. Leemos en el Evangelio de San Mateo: "De dentro del corazón salen las intenciones malas, los asesinatos, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre" (Mt 15, 19-20). El mal está en el interior del hombre, es parte de su naturaleza. En consecuencia, si se desea hacer del sujeto una buena persona, es preciso dirigir ese mal contra sí mismo. Concepción que no difiere un ápice de lo que sostiene el fundador del psicoanálisis: "A juzgar por nuestros deseos y tendencias inconscientes, no somos sino una banda de criminales, lo mismo que los primitivos". Sí, para las religiones monoteístas, el humano es por excelencia un natural born killer. La violencia, la crueldad, el mal anidan y se enconan en su naturaleza. ¡Es imperioso ponerlo en la buena senda, reorientarlo al camino del Señor! Es un animal, y en cuanto tal es malo, pero el Señor es tan grande, tan generoso, tan compasivo, que le ha permitido regenerarse, o, lo que es lo mismo, humanizarse. El hombre es, pues, de un cabo al otro, un concepto moral. Malo por naturaleza —pero bueno por instrucción. Un salvaje que habrá de aprender, paciente y trabajosamente, los modales y refinamientos del civilizado. Dios es la imagen moral del hombre; en este sentido, íntegramente, literalmente, el Hombre es Obra Suya. Por eso sigue provocando cierto asombro el modo de leer la estructura de los sacrificios que ofrece un monoteísta. Jamás pondrá en duda que hay efectivamente un lado sagrado y un lado profano, independientemente de que sea un gesto, una palabra, un acto humano lo que en realidad —como afirma Mauss— lo funda. Se justifica así, moralmente, oportunamente, la existencia del sacerdote: pues los sacrificios, en su diversidad, "son en el fondo un procedimiento para establecer una comunicación entre el mundo profano y el mundo sagrado a través de un intermediario: la víctima. Esta comunicación o transmisión puede hacerse en dirección a lo sagrado o hacia lo profano (sacralización o desacralización)" (Mauss, 1970, p. 44). Hay objetos sagrados, hay objetos profanos; se necesita un pasaje entre ambos y como por ensalmo aparece el sacerdote y la víctima sacrificial. Toda una maquinita de producir comunidad. ¿Es eso lo que ha descubierto Marcel Mauss? Desde luego que no. No es esta la lógica sacrificial.
"La historia de la civilización", estipulan Adorno y Horkheimer en su célebre excurso sobre Odiseo, "es la historia de la interiorización del sacrificio. En otras palabras: la historia de la renuncia” (Adorno, 1996, p. 37). ¿A qué cosa renuncia el hombre civilizado? A satisfacer inmediatamente sus deseos, nos dicen en la misma página. "El deseo no debe ser padre del pensamiento". ¿No debe? ¿Por qué? Porque lo quiere todo de inmediato y eso simple y llanamente no es posible. Entonces, dado que no puede, tampoco debe quererlo. ¿No es esta —sin necesidad de ir más lejos— una consideración moral del deseo? No se renuncia completamente al deseo, más bien se le desvía para dar lugar a un poder mayor que el que se tiene en un principio. Es una cuestión de paciencia, de astucia, de previsión. ¿A quién se opone la razón? A la fuerza ciega del destino. Y, ¿ha tenido éxito? La naturaleza humana consiste en violentar —consciente, deliberada, productivamente— su propia naturaleza. Quizás por eso todos los animales nos miran menos con recelo que con mal disimulada consternación. La violencia animal dirigida contra sí misma, ¡eso sí que es nuevo en la historia del planeta! La debilidad (física) se dobla y redobla en fuerza (metafísica): todo es cosa de aprender a esperar, a reprimirse, a desconfiar —es decir: a contar con el tiempo. La interiorización del sacrificio abre el tiempo, lo escande: a partir de entonces hay un antes, un ahora, un hasta más tarde. La interiorización del sacrificio da lugar a la técnica, que no es otra cosa que un modo de abrir el tiempo —y de roturar el espacio. A partir de entonces, para decirlo más correctamente, hay un tiempo y un espacio abstracto. Esto es lo que significa "violentar productivamente" aquello que se es. Sólo que esta violencia productiva no posee de inmediato el poder suficiente como para despojarse sin restos de la naturaleza: el hombre —convertido por sí mismo en sujeto técnico— sigue siendo un existente, a saber, un ser mortal. Sí, pero ¿cómo lo sabe? No lo sabe: es exactamente lo que le recuerdan o hacen presentir esos seres mitológicos a los que se propone superar. Tal saber es el contenido del canto de las sirenas. En rigor, Adorno y Horkheimer no lo plantean de ese modo; se conforman con lamentar lo que ocurre con la música:
A partir del encuentro felizmente fallido de Odiseo con las sirenas, todos los cantos están enfermos, y toda la música occidental padece el absurdo del canto en la civilización, que sin embargo es al mismo tiempo la fuerza que mueve toda la música artística (Adorno, 1996, p. 45).
La teoría crítica da por descontado que esta interiorización del sacrificio es no sólo inevitable, sino que en su instauración se queman todas las naves que podrían devolver al hombre —devenido sujeto técnico— a un estado no propiamente de naturaleza, sino de comunión extática con su existencia inmediata. Le arrebata, en una palabra, el goce, la alegría ante la muerte, la afirmación trágica de su impotencia ante el destino. Que es, naturalmente, lo que por su parte defiende el pensamiento trágico. Los filósofos de Frankfurt —pensadores judíos, no trágicos— ofrecen en su magnífico libro pruebas sumamente persuasivas del irremediable entrelazamiento de lo mítico con lo racional —y de sus respectivas violencias. De algún (complejo) modo, el mito se cumple en la razón (instrumental). "Uno se agarra a la palabra", nos dicen, "a fin de transformar la cosa" (1996, p. 48). Sí, pero lo sorprendente es que el empeño por someter las cosas mediante las palabras tiene por resultado perdérselas en cuanto que cosas. ¡Y lo mismo se dirá del sujeto, que llega a serlo al precio de perder de vista su existencia misma en su materialidad! "Odiseo se afirma a sí mismo negándose a sí mismo como 'nadie'; salva su vida haciéndose desaparecer" (1996, p. 53). Lo cual es menos dialéctico que endemoniadamente paradójico (o paradójicamente endemoniado). Niego la muerte, pero al negarla pierdo mi vida. Al tratar de salvarme sólo consigo condenarme. Engaño al destino, pero al hacerlo soy yo mismo el engañado. Y, como resultado final, me quedo absolutamente solo. Pues mi supervivencia ha dependido de la instrumentalización del otro, del prójimo. No hay ya sujetos, sólo objetos que me ayudan o me estorban. Medios, no fines; cosas, y no personas. ¡Destino funesto! ¿En qué sentido no coincide todo este análisis con el punto de vista trágico? En lo siguiente: para la teoría crítica, estos entrelazamientos de la violencia mítica con la violencia de la razón son realizaciones perversas de un proyecto que se ha extraviado, que se ha alienado. La crítica, en tal sentido, es siempre moral: las cosas no deberían ser como son y como —hasta ahora— han sido. Miremos el mundo desde el punto de vista de su redención. El futuro es el reino de la promesa. El horizonte es el de la reconciliación —de lo contrario… De lo contrario, ¿qué?
La filosofía es ciertamente crítica. Puede llegar a serlo, en todo caso, pero el filo crítico se lo debe no a su parentesco con la religión, o a su compromiso moral con el Bien y la Justicia, sino en virtud de su profundidad trágica. Si la poesía es siempre trágica —lo cual no significa que sea pura tristeza y desazón— la filosofía lo es plenamente sólo cuando —sin complejos— se reconoce en ella. No que se identifique con ella, sólo que se reconozca. ¿Qué ocurre, entonces, con la interiorización del sacrificio? Que el mortal opta por la servidumbre, por la esclavitud, aunque éstas se presenten a sus ojos como prendas de conquista, victoria, autodominio. Los de Frankfurt lo señalan sin dobleces: esta conquista se alcanza mediante la astucia. Muy bien: el hombre es un animal de infinita astucia. Pero, por su merced, ¿es ya un hombre? Situados en la perspectiva trágica —la perspectiva básica de Nietzsche, pero que desde luego no se circunscribe a él—, los menesteres de la política se revelan de una mezquindad y una miopía apabullantes. Los partidos políticos se esmeran con cómico frenesí a cultivar dos tipos de servidumbre: las derechas se atan irracionalmente al pasado, a la tradición y los valores eternos mientras que las izquierdas se someten con su correspondiente ceguera a la racionalidad de la producción, la equidad y el progreso indefinido. No parece exagerado declarar que la política es —prácticamente en cualquier parte del mundo— la violencia de lo miserable, de la abyección de lo inmediatamente presente. ¿A qué se opone la violencia moral, es decir, la violencia de la sujeción que desemboca en la servidumbre? A la violencia mayor, a la violencia inocente del devenir. En definitiva, es al tiempo, a la finitud, a lo que se oponen simétricamente la razón y la ceguera, ambas formas reactivas, formaciones que se alimentan del miedo apoyándose en él. Dios impone el No matarás, pero lo que en realidad ordena es solamente el No me matarás; es la voz de la violencia moral que intenta una y otra vez, por cualquier medio, acallar el clamor del ser, el canto de las sirenas, el almíbar de los lotos, la vara de Circe: la violencia inocente del devenir. ¿Qué es por principio y fin de cuentas el mundo si no la ilusión de que el tiempo puede ser sometido? Si el tiempo es la violencia (sin adjetivos), se yerguen ante él, humanamente, la violencia —culpable— de la negación y la violencia —inocente— de la afirmación. La violencia culpable es la que ejercen Dios y el Hombre (y, para rendir honores a la vieja metafísica, el Mundo) contra el devenir. La violencia inocente es la muerte de Dios, el superhombre como muerte del Hombre y el eterno retorno como muerte del tiempo de la Salvación. Afirmar la inocencia del devenir es admitir sin condiciones ni segundas intenciones la fuerza destructiva y creativa, la fuerza explosiva —insensata, gratuita, catastrófica— del tiempo. Por eso, mientras que la crítica (de la sociedad realmente existente) es religiosa, o la irriga un componente religioso (la redención, la emancipación, la salvación), la posición trágica es extática: una afirmación incondicional de lo real, es decir, de la temporalidad. La razón y la sinrazón —y, al lado de ellas, la crítica— son negaciones del ser finito. Una negación que, more dialéctica, absorbe lo finito en lo infinito (otorgándole sentido, justificándolo) e imprime en el tiempo una especie de propósito, de designio, de finalidad. Queda claro: la razón y la sinrazón, la técnica y la crítica son violencia moral porque conciben el tiempo como un medio. Reducir el tiempo y la finitud —la muerte— a un estatuto servil es la definición más precisa y pregnante del nihilismo. Si esto no tiene solución, ¿cómo concluir, entonces? Escribe Georges Bataille:
La realidad incandescente del vientre materno de la Tierra no puede ser tocada ni poseída por quienes la desconocen. El desconocimiento de la Tierra, el olvido del astro sobre el cual viven, la ignorancia de la naturaleza de las riquezas, es decir, de la incandescencia que está encerrada en el astro, hicieron del hombre una existencia a merced de las mercancías que produce, y cuya parte más importante está consagrada a la muerte. En tanto los hombres olviden la verdadera naturaleza de la vida terrestre que exige la embriaguez extática y el estallido, esta naturaleza no podrá ser objeto de la atención de los contadores y de los economistas de cualquier partido, más que abandonándolos a los resultados más definitivos de su contabilidad y de su economía (2005, p.124).
No es conclusión, sino apertura.
Adorno, T., Horkheimer, M. (1996). Dialéctica de la Ilustración. Trotta.
Bataille, G. (2005). Acephale. Caja Negra.
Mauss, M. (1970). “El sacrificio", en Lo sagrado y lo profano. Barral.