Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Ángeles Cerón, Francisco de Jesús. (2025). Unamuno y Baudelaire: Dos poetas frente a la pasión moderna. Revista digital FILHA. Enero-julio. Número 32. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.
Francisco de Jesús Ángeles Cerón. Mexicano. Doctor en estudios Hispánicos: Lengua, Literatura, Historia y Pensamiento por la Universidad Autónoma de Madrid. Licenciado y Maestro en Filosofía por la Universidad Autónoma de Querétaro. Profesor e investigador en la Facultad de Lenguas y Letras de la Universidad Autónoma de Querétaro. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 1. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-1167-0822 contacto: fangelesceron@gmail.com
Unamuno and Baudelaire: Two poets facing modern passion
Resumen: Al referirnos a la modernidad, sería imposible decir que algo es antimoderno, sin mencionar al mismo tiempo lo moderno. Es decir, no se puede criticar algo al estar desvinculado de eso suyo que le pertenece. En ese sentido, Unamuno y Baudelaire, escritores declarados abiertamente antimodernos, son al mismo tiempo, sumamente modernos, y más lo son desde su resistencia a dicha época. Esa noción contemporánea que en un espacio y un tiempo determinados los hace conscientes, no sólo de las luces, la belleza y el logos de su tiempo, les permite ver también el lado sombrío que está detrás de esa iluminación que aparentemente resulta incandescente. Baudelaire y Unamuno no son antimodernos desde una frontera del pasado que resiste al cambio y al por-venir, sino que son capaces de advertir las sombras que surgen entre todas las luces de su tiempo. Unamuno y Baudelaire oponen, desde la frontera poética, una resistencia a la modernidad y su pretensión de racionalidad legitimadora o razón instrumentalizada. Lo hacen oponiendo una resistencia poetizada, sintiente y cardíaca que a la vorágine del brazo modernizador y su pretensión cientificista. Por ello, este trabajo tiene como intención principal, presentar un acercamiento a las confluencias epistémicas entre Baudelaire y Unamuno cuando ambos analizan la modernidad.
Palabras clave: modernidad, Unamuno, Baudelaire, antimodernismo, filosofía, poesía.
Abstract: When referring to modernity, it would be impossible to say that something is anti-modern without simultaneously mentioning the modern. That is, one cannot criticize something while being disconnected from that which belongs to it. In this sense, Unamuno and Baudelaire, openly declared anti-modern writers, are at the same time profoundly modern, and even more so from their resistance to that era. This contemporary notion that in a certain time and space makes them aware not only of the lights, beauty, and logos of their time, also allows them to see the dark side behind that seemingly incandescent illumination. Baudelaire and Unamuno are not anti-modern from a past frontier that resists change and the future, but rather they can perceive the shadows that arise among all the lights of their time. Unamuno and Baudelaire oppose, from the poetic frontier, a resistance to modernity and its claim of legitimizing rationality or instrumentalized reason. They do so by opposing a poetic, sensitive, and heartfelt resistance to the whirlpool of the modernizing arm and its scientistic pretension. Therefore, the main intention of this work is to present an approach to the epistemic confluences between Baudelaire and Unamuno when both analyze modernity.
Keywords: modernity, Unamuno, Baudelaire, antimodernist, philosophy, poetry.
Es probable que en la vida nada escueza más que lo que nos cura de verdad, simplemente porque antes de cerrar la herida aquello limpia todo dolor que todavía habitara en ella. Algo parecido pasa con las reacciones más interesantes que hay frente a la época moderna. Incluso en el paradigmático caso de las resistencias que se presentan netamente antimodernas o como en el caso de Unamuno y Baudelaire que son dos modernos que no se entusiasman en demasía con la época moderna y que son, además, decididamente antimodernistas. Estos casos son bastante sugestivos porque en ellos la cuña conceptual se obtiene de la misma madera. Baudelaire y Unamuno, que son el prototipo de lo que, por ejemplo, Compagnon, denomina “intelectual antimoderno”, precisamente porque “los verdaderos antimodernos son también, al mismo tiempo, modernos, todavía y siempre modernos, o modernos a su pesar” (2007, p.12). Lo que se vuelve visible especialmente porque en estas dos figuras es palpable una actitud antimoderna que tiene rasgos decididamente modernos, pues no son sencillamente tradicionalistas que reaccionan desde el pasado, sino espíritus alertas que no se dejan engañar por lo moderno y que oponen a la racionalidad que entroniza la lógica, una vía poética, sentiente y cardiaca; por ello, tanto Unamuno como Baudelaire son la mejor muestra de lo que significa la presencia de la reacción del modernismo frente a la modernidad. Porque no se trata de un simple rechazo de ésta, sino de un ejercicio de total ambivalencia donde la duda y la nostalgia son el lenguaje donde aquella reacción se manifiesta.
En el caso de Baudelaire, su posición ambivalente se debate entre la voz profética, que seduce en su obra poética y la pasión por la muerte y la melancolía, que lo hacen parecer una víctima de la historia. Mientras que en lo que toca a Unamuno, el «yosotros» que atraviesa su obra marcadamente autobiográfica, contrasta con la nostalgia desde la cual siempre miró el paisaje y la cultura del paseo y el viaje. De tal suerte que lo que encontramos en ambos es ese antimoderno sendero que se refugia en la literatura (que es moderna por ser antimoderna) caracterizada por la ruptura con lo tradicional y asimilada a la estética naturalista que es en muchos sentidos otro modo de expresión del positivismo que entusiasmó a Unamuno en su propia juventud. Tanto Baudelaire como Unamuno buscan y practican una literatura de resistencia ideológica que es audaz en sus formas, pero sobre todo porque en el caso de ambos la forma es fondo: un par de casos paradigmáticos en los que la estética escritural es también su apuesta epistemológica. Pues a diferencia de otras propuestas modernas en donde esas dos vías se separan, tanto en la obra de Baudelaire como en la de Unamuno, la única manera de ser poetas de verdad y no meros estilistas del arte social (aquellos del éxito inmediato), es apelando a escribir como se piensa (asumiendo que se piensa tanto como se siente) y que el primer dictum para un poeta de verdad consiste en poetizar la existencia.
Después de Baudelaire casi toda la literatura francesa del siglo XIX y principios del XX es esencialmente antimoderna. Y de manera paralela, la antimodernidad española es casi toda ella literaria, caracterizada por su pesimismo (que es más bien un desgarrado sentido de alerta) frente al dogma del progreso, la ilustración, el positivismo y el optimismo histórico, donde Unamuno destaca, como dice Fernando Romera, como un modelo sumamente singular. Especialmente porque la modernidad produce situaciones ambivalentes que se acercan a la paradoja en figuras como Miguel de Unamuno y Charles Baudelaire. Sobre todo porque, entre otras cosas, los tiempos modernos ponen énfasis en aquello que pretenden negar: el pasado, una particular estética y la complejidad de su tradición, de tal suerte que lo antimoderno termina por consolidar, a su manera, también una expresión propiamente moderna. Por ello, como ocurre en casos de obras como las de Unamuno y Baudelaire, la modernidad deviene fundamentalmente transgresora, pues aunque todo el pensamiento finisecular es por demás variopinto, es posible señalar una coincidencia en ambas tradiciones literarias de esa época, que Giovanni Allegra ha descrito con suma claridad, a saber: “un ir a tientas en busca del dios negado o perdido, en todo caso un disgustado retraerse del mundo que lo ha exiliado” (Allegra, 1981, p.94).
Los espíritus antimodernos descubren su identidad a partir de una sucesión de pérdidas: por eso la recurrente nostalgia y la experiencia del paisaje y la vida como un exilio. Podemos pensar en la pérdida de la herencia moral, en la pérdida de «experiencia» política y en la pérdida de la experiencia intrahistórica. Y tal vez por ello Unamuno y Baudelaire coinciden como creadores en su oposición al naturalismo y al realismo (una de las primeras vanguardias). Pero sobre todo, por eso coinciden en una antimodernidad que es fiel deudora de Pascal y de las doctrinas jansenistas; y si escudriñamos un poco más, es seguidora del propio Montaigne e incluso de Santa Teresa a quien por lo menos Pascal se nota que leyó bastante bien. Y es que no es gratuito que quienes se oponen modernamente a la modernidad acudan a Pascal quien a su modo fue también un crítico de la estética y la espiritualidad naturalista. Un hecho como este vuelve patente el desvalimiento del hombre ante una circunstancia inédita: el ser humano se ve atrapado al mismo tiempo por las entrañas de la razón y por la autosuficiencia del estilismo. Por eso surge una suerte de nostalgia en poetas como Unamuno y Baudelaire. Esta es la queja unamuniana en contra de esa literatura plagada de un “pseudo-paganismo afrancesado” que tiene como consecuencia más funesta la pérdida de la religiosidad en la poesía: “De algo que empezó siendo religioso —escribe Unamuno— ha acabado en un mero adorno y aun en algo peor” (Unamuno, 1958b, p.302). Pero, ¿qué es lo que echa de menos el otrora Rector de Salamanca? La poesía en la que el filósofo español identifica carácter religioso es “esa otra poesía íntima, recogida, más que casera, en que el amor es siempre desesperación resignada y renuncia de la dicha en la tierra” (Unamuno, 1958b, p.303). Y esta es otra similitud que conviene destacar en el proceder de estos dos poetas. Ambos vivieron una religiosidad intensa: Unamuno optó por vivir esa angustia apostando por una fe creadora que acompañara una existencia agonizante con hambre de Dios. Baudelaire lo propio, no sin menos religiosidad, creyendo que sometía su pluma al Diablo: Las flores del mal. La labor poética de ambos refleja ese conflicto intestino que implicaba necesariamente toda experiencia verdaderamente religiosa para el filósofo vasco. Y con ello, arribamos una vez más a esa ambivalencia antes referida, pues se echa de menos una fe sin dogma que se oponga (sin apostar por lo refractario) al dogma de cierta irreligiosidad moderna.
La melancolía como forma de vinculación con la pérdida de los significados de un mundo harto simplificado atraviesa la mirada del poeta parisino del mismo modo en que se aferra a las pupilas bien abiertas del poeta vasco. Ambos miran los restos de aquel pasado que es algo más que un espectáculo, la intrahistoria de las ciudades viejas y de las callejuelas del París del medievo (en el caso de Baudelaire) o de las veredas que conducen a Zamora (si fijamos nuestra atención en Unamuno). De ahí que sus letras no estén exentas de la incomprensión frente a lo absolutamente nuevo. Y es que tanto el autor de Las Flores del mal como don Miguel se oponen, muy a su manera, a la aridez del ridículo esteticismo puramente moderno: “para mí —escribe vehementemente Unamuno— la estética es algo inferior, algo que se opone a la poesía. La estética es cosa de la sensibilidad, la poesía cosa de la pasión” (1958a, p.863). Y vaya que hay pasión en los versos de Charles Baudelaire. Quizá por eso entre las muchas lecturas que cabe hacer del poeta francés está la de Baudelaire como moralista, en esa larga filiación de una tradición que nos puede llevar mínimamente hasta Pascal cuando vamos hacia atrás o hasta Cioran cuando hacemos el camino hacia el futuro.
Sin embargo, ¿no suena esta aproximación a un despropósito cuando se ha asimilado tradicionalmente el quehacer de la Generación del 98 (con ella a Unamuno) a una oposición franca al modernismo? No cabe duda que como ha apuntado en su oportunidad Ricardo Gullón, una considerable parte de la crítica literaria se inclina ante la tentación de postular una serie de pretendidas verdades intocables, las cuales son más producto de comodidad e incompetencia que consecuencia de lecturas atentas. Y de ahí vienen muchos dogmas académicos que se repiten sin cesar. Tal es el caso de esa oposición que hasta hace pocos años se postulaba sin cuestionar y que trajo como consecuencia el olvido o incluso el descrédito al que fueron confinados algunos escritores surgidos del mundo hispánico, ignorando olímpicamente algunos de los rasgos modernistas en la expresión filosófica y literaria de aquellos quienes incluso llegaron a criticar el modernismo (como puede ser el caso del propio Unamuno).
La crítica anterior a 1940 es franca responsable de una visión negativa que se cierne sobre los versos unamunianos y alimenta la imagen que se tiene de él como un “poeta de ideas”, caracterizado entonces como un escritor poseedor de una pluma poco hábil, tanto en lo que toca al dominio de la forma como a lo que bien podría leerse como un anquilosamiento decimonónico. Sin embargo, podemos aproximarnos a los textos de Unamuno de una manera distinta, siguiendo el camino abierto por Ricardo Gullón (1969), Sánchez Ruiz (1964), Álvarez Castro (2003) y Garrido Ardila (2017) [i] podemos encontrar nuevas formas de lectura y otras maneras de vincular el quehacer poético de Unamuno en tensión con la modernidad, pues entonces podríamos acercarnos al papel predominante que el escritor vasco concede a la palabra, a la forma e incluso al experimento frente a la idea; sin que eso signifique que su trabajo se decante alguna vez por el mero estilismo que el propio Unamuno tanto criticó. Y desde ahí es posible no solamente superar aquella superficial oposición tan repetida entre Unamuno y el modernismo, construida a partir de citas unamunianas fuera de contexto o sin precisión que les acompañe, sino que paralelamente es posible defender incluso el modernismo unamuniano.
No obstante, para pasar de los tópicos más comunes sobre la poesía de Unamuno y conducir la lectura hasta una posible concordancia con el modernismo como crítica a la modernidad, en primer lugar es necesario, recuperar los textos en los que aparece próximo a una figura paradigmática del antimodernismo y el antisimbolismo. Sólo después de eso sería posible recursar cabalmente esa consideración que suele verterse sobre el trabajo poético del filósofo vasco cuando se señala que en él no es posible encontrar un verdadero poeta. Especialmente porque esa afirmación es justamente contraria a la manera en la que esperaba ser recordado don Miguel, y es por ello, vital su ejercicio tanto para la confección de su obra como para la expresión de su personalidad.
El prejuicio más consolidado que surge en torno a la relación de Unamuno con el modernismo proviene de su postura antimodernista que ha sido varias veces identificada, así como de su antagonismo hacia el simbolismo. Esta actitud ha sido documentada en varios testimonios del propio filósofo vasco, los cuales han llegado a asentarse tan profundamente en la percepción colectiva de sus lectores, que la idea de asociar su crítica a la modernidad con una actitud modernista se considera en varios casos incomprensible. No obstante, se trata de una visión que se refuerza especialmente porque en algunos de sus poemas, como aquellos que componen su volumen Poesías de 1907, en los que se encuentran referencias directas en contra del modernismo. Unamuno, empero, dirige su crítica hacia los aspectos estéticos más superficiales y exagerados de este movimiento, buscando distanciar su propuesta poética de lo que describe como una simple “actual cosmética” (Unamuno, 1966: 496). Asimismo, esta separación entre Unamuno y el modernismo parece confirmarse cuando el autor de Niebla afirma que “algo que no es música es la poesía” (Unamuno, 1966, p.497). Un verso que Rubén Darío interpretó como una referencia directa al Art poétique de Verlaine. No obstante, también es cierto que Unamuno también expresó: “El universo visible es una metáfora del invisible, del alma, aunque nos parezca al revés” (Unamuno, 1966, p.496); y en ello, es imposible no advertir resonancias del entramado teórico de las correspondencias de Baudelaire. Esta última afirmación sugiere que, a pesar de la constantemente sugerida distancia con relación al modernismo, Unamuno compartía ciertos elementos simbólicos que lo acercan, aunque de manera indirecta, a algunas de las corrientes estéticas de la modernidad.
¿Por qué surge esta aparente contradicción? Si exploramos el trabajo poético del filósofo bilbaíno, transitando desde el uso extremo de la musicalidad hasta el núcleo mismo de su concepción poética, esa supuesta contradicción se desvanece, situándonos nuevamente en la ambivalencia inherente a cualquier postura antimoderna. Es patente que la musicalidad era un pilar fundamental en la poesía simbolista y que Unamuno la critica en uno de sus poemas de 1907. No obstante, también es igualmente verdadero que dentro del simbolismo existen diferentes concepciones de esta musicalidad. El caso de Charles Baudelaire es particularmente relevante, ya que para él, las palabras poseían propiedades evocadoras similares a las de las notas musicales, siendo capaces de sugerir pasiones y emociones profundas. En contraste, para Paul Verlaine, las palabras debían combinarse de tal forma que sus inflexiones sonaran realmente como música, mientras que Stéphane Mallarmé llevó esta idea aún más lejos al trasladar la estructura de una obra musical al poema, con sus temas, variaciones y pausas. Sin embargo, Baudelaire tenía una visión diferente de la musicalidad, una visión que se aleja de lo puramente formal y que se orienta más hacia lo sugerente y evocador, cualidades que apelaban a las emociones y a la naturaleza trágica de la existencia. Esta perspectiva es la que, a mi juicio, aproxima más a Unamuno al autor de Las flores del mal, ya que dicha musicalidad, cargada de posibilidades expresivas, permitía dar voz al alma angustiada, algo que tanto Baudelaire como Unamuno compartían. Así como Baudelaire buscaba abstraer lo que hay de eterno en la temporalidad de lo humano, siendo sensible a los defectos cotidianos del insustituible individuo, Unamuno canonizaba la tragedia de la existencia humana, construyendo a partir de ello todo su discurso poético. Por ello, lo que realmente enfurece a Unamuno no es la musicalidad en sí, sino su ridiculización estética cuando se reduce a un mero artificio que se agota en la forma y que no interpela en modo alguno lo más profundo de la existencia. El filósofo español, de hecho, distingue entre lo que él denomina “música esencial” y “música exterior”, separando así el enfoque que un poeta puede adoptar frente a ella. Ya superada la polémica en torno al modernismo, el filósofo vasco profundiza en el verdadero significado de la música y entonces escribe: “La música ahonda nuestros sentimientos, los nuestros; hace que seamos más nosotros mismos [...] Es la música como un sacramento natural, una revelación natural del canto con que la naturaleza narra la gloria de Dios” (Unamuno, 2017, p.93). Así, de esta manera, queda claro que la verdadera música, para Unamuno, no es un mero ejercicio estético, sino una vía para explorar lo más profundo del ser humano, una herramienta capaz de revelar verdades esenciales sobre la existencia y lo trascendente. Unamuno únicamente rechaza la musicalidad en la poesía en los casos en que ésta se convierte en un mero artificio formal, desprovisto de sustancia. Para el escritor español, la musicalidad externa carece de valor si no se encuentra empapada de una pasión que sea su verdadera esencia, si no tiene el poder de sumergirnos en las profundidades de nuestra conciencia o llevándonos hasta lo trascendente, reconociendo que ahí se despliega el drama trágico de la existencia humana. En virtud de la idealización de la música por parte de Unamuno, es factible pensar que él no busca en la poesía una cadencia superficial, sino un ritmo que surja desde el interior. Así, el ritmo de sus poemas es siempre un flujo que conduce hacia fuera, nunca en la dirección contraria. Es por ello que el autor de Niebla afirma que "un poeta es el que desnuda con el lenguaje rítmico de su alma" (Unamuno, 1958e, p.23), y no un mero esteta seco y frío. Este rechazo a las formas vacías explica por qué Unamuno es reacio a toda forma de sometimiento a normas rígidas o a estructuras preestablecidas que podrían coartar la libre expresión de su pensamiento y su sentimiento. Para él, no puede existir verdadero pensamiento sin pasión y es en esta simbiosis entre razón y sentimiento donde emerge el “poeta pascaliano” que habita en su obra. Un estilo poético que encuentra paralelismos con autores como T.S. Eliot o Paul Valéry, pero que, en su esencia más profunda, está más cercano al ideario poético de Charles Baudelaire.
Para Unamuno, al igual que para Baudelaire, el poeta es una suerte de vidente, un ser dotado de una sensibilidad superior que le permite enfrentarse a los misterios insondables de la vida. Este poeta no es un intermediario entre lo físico y lo espiritual por tener una mayor claridad de visión, sino precisamente porque ha conocido de cerca la oscuridad y ha experimentado la tragedia. Habiendo sentido la carencia de plenitud, el poeta aspira, desde esa dolorosa falta, a alcanzar una realidad trascendente, convirtiéndose así en una especie de semilla destinada a hacer florecer la conciencia interior en cada individuo. Es por esta razón que Unamuno equipara al poeta con figuras como los sacerdotes, profetas o videntes, términos que utiliza indistintamente para referirse a los poetas (Unamuno, 1958d, p.764). Esta visión poética se intensifica aún más cuando Unamuno llega a la conclusión de que la fe en el progreso y la técnica ha alcanzado su fin. En su obra “Los Cantos de la Noche”, don Miguel expresa esta decepción con palabras que reafirman su convicción en la necesidad de poetas que sirvan como guías espirituales en un mundo desencantado: "Digan lo que digan los regeneradores que creen que fabricando maquinitas surgirán fábricas de maquinarias..., una de las cosas de que más necesitados estamos es de buenos cantores y de ciegos videntes, de poetas" (Unamuno, 1958d, p.766). Frente a este fracaso de la modernidad técnica, Unamuno recupera términos emanados del romanticismo. En su obra, el poeta no es solo un creador estético, sino un ser comprometido con la búsqueda de lo trascendente y con la misión de iluminar la conciencia de los hombres en tiempos de oscuridad espiritual. Así podemos constatarlo, por ejemplo, en los siguientes versos:
De mi sangre podéis seguir el hilo,
por donde voy sangrando es la vereda,
y allí donde yo muera, es vuestro asilo,
allí la queda.
Voy sembrándome yo todo y entero por llano, monte, piedras,
polvo y lodo, yo, yo mismo, yo soy vuestro sendero,
¡tomadme todo!
De la divina estrella que es mi norte
la luz toda en mi sangre aquí os dejo,
¿no la veis cómo brota? ¡no os importe!
¡yo soy su espejo! (Unamuno, 1958e, p.414).
No debemos pasar por alto que Unamuno exige al poeta que se acerque al misterio, ya que es en ese espacio insondable donde puede hallar la verdadera belleza y cumplir con su misión más profunda. Para él, la poesía es una forma elevada de filosofía, tal como lo planteó Descartes en las Olímpicas. Así lo expresa don Miguel:
El poeta es el que nos da todo un mundo personalizado, el mundo entero hecho hombre, el verbo hecho mundo; el filósofo sólo nos da algo de esto en cuanto tenga de poeta, pues fuera de ello no discurre él, sino que discurren en él sus razones o mejor, sus palabras (Unamuno, 1958d, p.764).
En esta afirmación, queda claro que para Unamuno, el conocimiento racional por sí solo no basta para aproximarse a los abismos del misterio. La poesía, en su forma más pura, no puede reducirse a una búsqueda árida de lo estético, sino que debe trascender hacia una forma más profunda de conocimiento. Siguiendo esta lógica, al igual que Baudelaire, Unamuno apela a otros modos de saber que van más allá de lo racional y que le permiten profundizar en la conciencia. De ahí que elementos del modernismo, como el flujo de conciencia, el monólogo interior, la percepción de la vigilia como un espejo del sueño o la evocación de la memoria y la imaginación, se convierten en recursos epistemológicos que facilitan el acceso a una realidad más profunda. Estos medios no son meramente estéticos, sino herramientas para penetrar en el conocimiento existencial. Aquí encontramos otro rasgo esencial de la postura antimoderna que caracteriza a ciertos aspectos del modernismo. Al igual que Baudelaire, quien en su conocido ensayo “El pintor de la vida moderna” (1863) sostiene que la creatividad y la imaginación son los verdaderos instrumentos del artista, alejados del arte mimético y la imitación, Unamuno también defiende que la imaginación debe ser un espacio de originalidad creativa en el presente. La tradición, entendida como un conjunto de reglas y obras que el poeta debía imitar, queda de lado en favor de una creatividad que no se somete a dogmas ni a estructuras fijas. Desde sus escritos juveniles, Unamuno explora la noción de la “fe creativa”, una fe que exige una elección heroica, pues implica renunciar al soporte del dogma y lanzarse al abismo de la imaginación. Este rechazo al realismo estético que comparten Baudelaire y Unamuno no es meramente formal, sino que afecta la percepción misma de la realidad. No se trata solo de innovar en la escritura, sino de una transformación profunda en la manera de relacionarse con el mundo. Es por esta razón que, en su análisis del modernismo, James McFarlane y Malcolm Bradbury destacan su naturaleza autoconsciente y anti-representacional: “la apelación al estilo, a la técnica y a la percepción del espacio y el tiempo son instrumentos desde los cuales se penetra en la experiencia vital” (McFarlane y Bradbury, 1978, pp.28-29). De esta forma, en la poesía tanto de Unamuno como de Baudelaire, lo que importa no es tanto lo que las cosas representan, sino cómo se experimentan humanamente. Este enfoque refleja la desconfianza hacia la razón geométrica y racionalista, así como la relación casi profética que el artista establece con la realidad. Así, tanto Unamuno como Baudelaire redefinen el acto poético y artístico como un medio para explorar las profundidades de la existencia, en lugar de limitarse a una representación superficial del mundo.
Durante la modernidad, la experiencia personal se vuelve fundamental e insustituible. La percepción del sujeto así como la validez de su propia interioridad expuesta trazan buena parte de las impresiones poéticas de la época. Estas son las condiciones que a modo de premisas sostienen el individualismo de los modernistas, así como la importancia que otorgan a la sensibilidad, la cual toman como manantial de su propia subjetividad específica. En este sentido, la obra de Baudelaire, como se manifiesta en Las flores del mal y la poesía y narrativa de Unamuno, desde Nuevo Mundo hasta Niebla, están colmadas de este tipo de percepciones. No es casual, entonces, que ambos autores recurran a ciertos recursos estilísticos con los que buscan profundizar en su propia conciencia, trascendiendo la realidad objetiva. De esta manera, se tiende un puente entre dos mundos: el material y el espiritual. Para Unamuno, incluso el universo visible es una suerte de metáfora del alma invisible. Se trata de una idea que revela indefectiblemente un claro acercamiento al concepto simbolista de las correspondencias de Baudelaire. Sin embargo, no estamos ante simples artificios estilísticos, sino ante la experimentación de un límite: el símbolo que conecta realidades inefables. Para Unamuno, el símbolo en la poesía es un lenguaje codificado del espíritu, un medio con el que el poeta explora no solo el arte del verso, sino también su propia concepción de la poesía y la misión que ésta implica. Unamuno nunca renunciará a las “deliciosas fealdades” de su poesía —esas que Borges confesaba querer imitar en su primer poemario—; por el contrario, las ve como una valiosa oportunidad para rechazar el canon y la noción de belleza que la estética decimonónica había establecido tanto en la narrativa como en la poesía. Pero no se trata simplemente de un rechazo a las convenciones estéticas, como tampoco Baudelaire fue un mero detractor del mundo moderno. Unamuno también apela a lo eterno y trascendente, aunque lo hace desde una perspectiva profundamente trágica y consciente de la miseria humana, lejos de la soberbia del progreso, el clasicismo o la perfección técnica. Para él, el poeta se asemeja a un paisaje desolado por los fríos y lluvias del otoño, donde la melancolía ha dejado cicatrices y donde las flores ya no volverán a crecer. Es en esa atmósfera donde la poesía simbolista del filósofo vasco encuentra su razón de ser, asumiendo una de las múltiples máscaras del espíritu trágico del filósofo vasco. En este sentido, la reacción antimoderna de Unamuno —con toda su singularidad y originalidad irrenunciables— puede vincularse a la postura modernista que transgrede las normas estéticas más rígidas de la propia modernidad. En muchos sentidos, la estética propiamente moderna tiene su origen a mediados del siglo XIX, momento en que el artista moderno dirige su mirada al presente como fuente de inspiración y creatividad, proponiendo un concepto de belleza efímera basada en el cambio y la novedad. Charles Baudelaire, en particular, es uno de los primeros artistas en rechazar la autoridad estética tradicional y los valores utilitarios de la naciente civilización burguesa. En su obra, el poeta parisino establece una oposición irreconciliable entre los valores asociados al tiempo capitalista —el tiempo del trabajo, pragmático y utilitario— y aquellos vinculados al tiempo subjetivo, el tiempo de la introspección y de la conciencia individual. Esta separación conceptual es solo una de las muchas contribuciones valiosas del poeta francés. Además de distinguir entre el tiempo privado del individuo y el tiempo público del trabajo, el poeta también establece una clara diferencia entre la modernidad burguesa y la modernidad estética. Dentro de esta última, Baudelaire marca otro deslinde fundamental: por un lado, se encuentra la estética que rinde culto a la razón —como en el naturalismo realista—, una estética pragmática que busca un valor material medible y que se comporta como un objeto de consumo; por otro lado, surge una estética rebelde, anárquica, que rechaza la aceptación inmediata y el éxito comercial, exiliándose voluntariamente del canon literario.
Así, la labor poética de Baudelaire puede entenderse como un ejemplo paradigmático de modernismo que se rebela no solo contra los valores burgueses, sino también contra la incipiente, aunque ya dogmática, tradición estética moderna, que, a su manera, se convierte en otro culto a la razón. Esta modernidad estética pretendía, erróneamente, perpetuar lo imposible: la vivencia jovial y vital de la experiencia humana, libre de las constricciones racionalistas y utilitarias que se imponían en la sociedad de la época. Quizá por ello, tanto Charles Baudelaire como Miguel de Unamuno coinciden en la reflexión de la figura de Don Juan o de un cierto tipo de figura de Don Juan que revela algunos rasgos de fracaso de la modernidad, pues el desencanto encarna en alguien que creyó en la modernidad como panacea cumplida desde cierta estética. El Don Juan de Unamuno, por ejemplo, pertenece al elenco de donjuanes viejos y cansados que experimentan el tedium vitae y que pueblan la literatura europea desde finales del siglo XIX hasta la segunda mitad del XX. El aburrimiento y el hastío del desencanto de haber creído en el optimismo de la perpetuación estética de vacuo estilismo son sus rasgos fundamentales. Y quizá esto es así precisamente porque la muerte y la melancolía asaltan con el desencanto de un credo agotado; incluso porque hubo al menos algún momento de entusiasmo y profesión personal: Unamuno a través del positivismo y Baudelaire con la experiencia fallida del dandismo. Y es así que en El hermano Juan de Unamuno, Inés pronuncia justamente las palabras que develan la fatídica situación del Don Juan avejentado: «Del suicidio lento que es tu vida de vacío quiero redimirte» (Unamuno, 2020, p.48). Se trata de una melancolía que devuelve la ilusión de la pasión moderna de la vida burguesa hasta el polvo. La desvalida situación del hombre que experimenta la insuperable y trágica finitud desmorona al mito. Y esta vez es la muerte la que ha reducido el estilismo vital a poco más que cenizas. Y es que Unamuno recupera esa tendencia que desde mediados del siglo XIX, vuelve a la vejez el tema central de las nuevas figuraciones de Don Juan (como muestran los apuntes de Baudelaire y de Flaubert). Por eso don Miguel de Unamuno ofrece una nota valiosísima que nos acerca a la apreciación que tenía en su madurez de Baudelaire en el prólogo-epílogo que escribe a su obra dramática El hermano Juan o El mundo es teatro:
Baudelaire —dice ahí Unamuno—, que fue un dandy fracasado y en rigor un solitario, nos ha dado la más profunda interpretación —teatral, ¡claro!— de Don Juan cuando nos le describe entrando en los Infiernos, en la barca de Caronte, rompiendo por en medio del rebaño de sus víctimas, que se retuercen y mugen —entre ellas la casta y flaca Elvira pareciendo reclamarle una suprema sonrisa en que brillara el dulzor de su primer juramento— , y él, Don Juan, tranquilo, doblado sobre su espadón, miraba el surco y no se dignaba ver nada...
mais le calme héros, courbeé sur sa rapiére, regardait le sillage et ne daignait rien voir.
Pero se dignaba ser mirado —y admirado—, darse a las miradas de los demás. Este es Don Juan.
Ser mirado, ser admirado, y dejar nombre. ¡Dejar nombre! (Unamuno, 2020, p.7).
Y es que este Don Juan cansado, viejo y hastiado, parece entonces un símbolo del erostratismo moderno que tanto preocupó a Unamuno en sus años de madurez y que en este caso revela el desencanto melancólico frente a la pasión moderna. Porque pocas cosas hay tan caras al espíritu como la desilusión de un dogma que parecía simplificar la realidad al punto de asegurarnos la potestad del todo. Por eso es paradigmático el lugar que tiene Don Juan en las páginas que componen Les fleurs du mal, ya que con un poema sumamente interesante, Baudelaire presenta simbólicamente la finitud frente a la que se va de bruces la promesa moderna de olvidar la muerte con la apelación a la técnica geométrica; el poema se titula “Don Juan aux enfers” y en él podemos encontrar los siguientes versos:
Cuando Don Juan bajó hacia las aguas subterráneas
y una vez hubo dado su limosna a Caronte,
un oscuro mendigo, el ojo orgulloso como Antístenes,
con brazo vengador y firme agarró cada remo.
Mostrando sus pechos colgantes y sus vestidos abiertos
las mujeres se retorcían bajo el negro firmamento,
y, como un gran rebaño de víctimas disponibles,
detrás de él arrastraban un largo bramido.
Sganarelle, riéndose, le exigía su salario
al mismo tiempo que Don Luis, con dedo tembloroso
indicaba a todos los muertos errantes por las orillas,
al hijo atrevido que se burlaba de su blanca frente.
Temblando bajo su duelo, la casta y delgada Elvira
cerca del marido pérfido, quien fue su amante,
parecía reclamarle una suprema sonrisa
donde brillara el dulzor de su primer juramento.
Erguido con su armadura, un hombretón de piedra
se paró al timón y cortó la negra corriente;
sin embargo, el tranquilo héroe, inclinado sobre su espada
miraba la estela y no se dignó a ver nada (Baudelaire, 2016, pp.17-18).
Frente a la celebración de la carne y de la perpetuación del instante que caracterizada al simbólico Don Juan del siglo XVII, Baudelaire nos ofrece la ausencia de emoción frente a sus víctimas en este Don Juan que en el siglo XIX vemos descender a los infiernos. El mito del eros ilimitado se encuentra con la inevitable tragedia de la muerte. La crisis finisecular encuentra en un Don Juan viejo y temeroso de la muerte el símbolo antimoderno por excelencia, aunque moderno también a su pesar. De manera que volvemos otra vez a esa típica ambivalencia que acercan tanto la labor filosófica y poética de Unamuno y Baudelaire. En este caso, porque la figura del hastiado Don Juan próximo a la muerte nos recuerda que nada es para siempre y que junto a la carne, la modernidad envejece también con ella.
Sin embargo, no es el único símbolo en el que las poéticas de Unamuno y Baudelaire se cruzan. Lo mismo pasa con el simbolismo de Caín a quien ambos reivindican incluso frente a la extrema racionalización de la pasión moderna que termina por no entender la lucha interna que libran con las taras personales aquellos que son seres humanos y no figuras angelicales:
Unamuno reacciona contra la idealización de Abel —nos dice María de la Concepción de Unamuno Pérez—, coincidiendo en esta valoración con Baudelaire que nos presenta un Dios injusto y al ser humano objeto de un perpetuo conflicto con el Cielo (Unamuno Pérez, 1989, p.203).
Pues para Baudelaire la vida se prefigura como lucha: batalla intestina que cada cual libra consigo mismo y también con los otros hombres e incluso con el mismísimo Dios, como Jacob, cuando resulta necesario. Y es que en la obra creativa de Baudelaire —como lo será también en la de Unamuno— el relato bíblico de Caín y Abel es un performance de la vida humana. Somos esa tragedia que se describe en las últimas estrofas del poema “Abel y Caín” de Charles Baudelaire, donde salta a la vista el hambre y el frío que sucede a los seres sublunares y a los que habrá de alcanzarles la inevitable y miserable muerte: “raza de Abel, tu oprobio mira:/ ¡el hierro es vencido por la estaca! /Raza de Caín, sube al cielo, / ¡y arroja a Dios sobre la tierra!” (Baudelaire, 2016, pp.94-95). Y es que en Unamuno, como pasa también en la obra de Baudelaire, el entorno coloca en una trágica encrucijada y pone al hombre a debatirse entre las exigencias de su ser y las que recibe del medio externo. Por eso piensa don Miguel que la tragedia de la vida humana no la provoca Abel, sino las abuelitas, de ahí que escriba “he sentido la grandeza de la pasión de mi Joaquín Monegro y cuan superior es moralmente a todos los Abeles” (Unamuno, 1997a, p.3).
Sin embargo, vistas estas referencias e intersecciones en las concepciones poéticas de Unamuno y Baudelaire, así como en su peculiar manera de ser antimodernos desde el modernismo, todavía cabe aclarar si podemos contar con evidencia documental de Miguel de Unamuno como lector de Charles Baudelaire. Y quisiera comenzar por responder a esta cuestión haciendo referencia a la carta que el 13 de octubre de 1905, Unamuno dirige al intelectual colombiano Max Grillo y en la que hace referencia al “Prólogo” que escribió para un libro de poesía del bogotano José Asunción Silva. Ahí Unamuno responde a Grillo sobre un parecido que éste último encuentra entre Silva y Baudelaire; y en esta respuesta don Miguel hace una afirmación sumamente sorprendente:
Gracias, muchas gracias, por lo que me dice de mi prólogo a Silva—escribe Unamuno—. No sé, si usted dice, he adivinado al hombre, pero no es difícil. ¡A través de sus versos se ve tanto en Silva que me pasó a mí! Y a mí me libró de su fin el haberse casado a tiempo. Además, ese Bogotá, tal y como a la distancia lo veo, se me parece algo como a mi Bilbao de hace treinta años, cuando yo tenía 24. No sé si usted conoce otra cosa que dediqué a Silva un artículo en La Nación, de Buenos Aires. Es que después de hecho el prólogo me quedaba qué decir. Tenga en cuenta que yo no conozco a Baudelaire, en quien me dijo en Bilbao un amigo está muy inspirado Silva. Aun así, Silva me parece que repensó, mejor que resistió, cuanto vio en otros [ii] (Unamuno, 1997b, p.215).
Y digo que se trata de una afirmación sorprendente porque Unamuno tenía en su biblioteca un ejemplar (considerablemente anotado, por cierto) de Les fleurs du mal, publicado por la editorial Calman-Lévy. Y lo que es todavía más importante, en la correspondencia anterior a 1900 hay cuando menos tres menciones importantes de Charles Baudelaire. Dos podemos encontrarlas en cartas dirigidas a su amigo Pedro Múgica, una del 4-5 de junio de 1890 y otra de finales de julio de ese mismo año, en donde podemos ver que Unamuno alude a sus tempranas lecturas de Baudelaire: “Heine y Goethe junto a mi Leopardi y Baudelaire son mis favoritos” (Unamuno, 2017b, p.198), dice. Y del mismo modo, el 29 de febrero de 1892 en una carta-artículo que se publicó en La Democracia y que dirige a Francisco Girón Severini, Unamuno vuelve a hacer mención (y reflexión, además) sobre Baudelaire, a quien entonces parece conocer bastante bien (Unamuno, 2017b, p.326).
¿Cuál es la razón, entonces, por la cual Unamuno le dice a Grillo en 1905 que no conoce a Baudelaire? Resulta complicado ofrecer una respuesta sin apelar a la especulación. No obstante, es sabido que Unamuno tenía el hábito de declarar que no conocía a un autor o que no tenía interés en revisitar su obra cuando las conversaciones epistolares parecían desviarse hacia conceptos que no le resultaban atractivos o no coincidían con sus inquietudes. Sin embargo, existen múltiples referencias en su correspondencia y en diversos artículos publicados —algunos bajo pseudónimo— que evidencian que Unamuno, en realidad, estuvo bastante pendiente de la obra de Baudelaire. De hecho, hacia el final de su vida, cuando se volcó decididamente a escribir dramas para el teatro, tras su regreso del destierro en Fuerteventura y su estancia en París, valoraba de forma positiva el concepto de “bufo trágico”. Este interés es tan notorio que incluso deseaba escribir siguiendo ese estilo, como lo expresa claramente en el “Prólogo” de Niebla (comenzado en 1907), cuando manifiesta su anhelo de no morir “sin haber escrito una bufonada trágica o una tragedia bufa, pero no en que lo bufo o grotesco y lo trágico estén mezclados o yuxtapuestos, sino fundidos y confundidos en uno” (Unamuno, 1982, p.101). Es indudable que, en esta reflexión, la influencia de los Extraits des Journaux Intimes, incluidos como apéndice de L’Art romantique de Baudelaire, está presente. Por otro lado, cabe señalar que el propio Baudelaire había expresado que “los españoles, por su parte, están muy bien dotados de sentido cómico. Llegan muy pronto a lo cruel, y sus más grotescas fantasías tienen algo de sombrío” (Baudelaire, 1998, p.40). Es posible, entonces, que Unamuno aspirara a situarse dentro de esta descripción que el poeta francés trazaba acerca del carácter español. Por eso, las coincidencias entre el filósofo vasco y Charles Baudelaire se dan desde esa ambivalencia frente a la cultura moderna. Antimodernos modernistas que son el anverso y el reverso de la herida que la transformación moderna expresa. Pues ambos exponen el profundo valor de la modernidad desde una alternativa de verdadera crítica que elude la posición propia de lo reaccionario, pues son estética y políticamente ajenos a la asimilación de derechas o de izquierdas, pero tampoco quiere decir que sean pensadores neutros frente a la pasión moderna. Son más bien egotistas que saben que el yo geométrico es odioso. Por eso son seductores que asumen la tragedia y que saben lo mismo: la risa y la miseria son un estruendo que nos cura contra el desengaño de una ilusión civilizatoria de maquinaria perfecta. Quizá a su modo son, como quiere Compagnon, el colmo de lo moderno (Compagnon, 2007, p.252). Yo pienso que Unamuno y Baudelaire reactualizan la tarea del sentido en la medida misma en que la existencia es algo más que lo que se planifica sobre un papel, pues a su modo, nos recuerdan que la filosofía es la ciencia de la tragedia de la vida y que incluso desde el pesimismo también se puede reír.
Allegra, Giovanni (1981). “Del Modernismo como antimodernidad” en: Thesaurus, No.36, Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
Álvarez Castro, Luis (2019). “La novela modernista de Unamuno: entre el ser de la ficción y la ficción del ser”, en: Teoría(s) de la novela moderna en España, coord. Bénédicte Vauthier, Madrid: Genueve Ediciones.
Baudelaire, Charles (1998). Lo cómico y la caricatura, trad. De Carmen Santos, Madrid: La balsa de la Medusa.
Baudelaire, Charles (2016). Las flores del mal, Santiago de Chile: Editorial del Cardo.
Compagnon, Antoine (2007). Los antimodernos, trad. Manuel Arranz, Barcelona: Acantilado.
Garrido Ardila, Juan Antonio (2015). La construcción modernista de Niebla de Unamuno, Barcelona: Anthropos.
Gullón, Ricardo (1963). Direcciones del modernismo, Madrid: Gredos.
McFarlane, James (1978). “The mind of Modernism”, en: Modernism 1890-1930, edición de Malcolm Bradbury y James McFarlane, Atlantic Highlands: Humanities Press.
Sánchez Ruíz, José María (2019). Razón, mito y tragedia, Zu?rich: Pas-Verlag.
Unamuno, Miguel de (1958a). Obras completas V, Barcelona: Vergara.
Unamuno, Miguel de (1958b). Obras completas VII, Barcelona: Vergara.
Unamuno, Miguel de (1958c). Obras Completas XII, Barcelona: Vergara.
Unamuno, Miguel de, (1958d). Obras Completas XIII, Barcelona: Vergara.
Unamuno, Miguel de, (1958e). Obras Completas XIV, Barcelona: Vergara.
Unamuno, Miguel de (1966). Obras completas I, Madrid: Escelicer.
Unamuno, Miguel de (1982). Niebla, edición de Mario J. Valdés, Madrid: Cátedra.
Unamuno, Miguel de (1997a). Abel Sánchez, Madrid: Alianza.
Unamuno, Miguel de (1997b). “Carta de Miguel de Unamuno a Max Grillo, 13 de octubre de 1905” en: Epistolario americano, Laureano Robles (Ed.), Salamanca: Ediciones de la Universidad de Salamanca.
Unamuno, Miguel de (2017a). Diario íntimo, edición y estudio introductorio de Etelvino González López, Salamanca: Ediciones de la Universidad de Salamanca.
Unamuno, Miguel de (2017b). Epistolario I, edición y estudio introductorio de Colette y Jean-Claude Rabaté, Salamanca: Ediciones de la Universidad de Salamanca.
Unamuno, Miguel de (2020). El Hermano Juan o el Mundo es Teatro, Madrid: Edu Robsy.
Unamuno Pérez, María de la Concepción (1989). Miguel de Unamuno y la cultura francesa, Salamanca: Ediciones de la Universidad de Salamanca.
[i] Cf. J.M. Sánchez Ruíz: Razón, mito y tragedia, Zurich, Pas-Verlag, 1964; Cf. Ricardo Gullón, Direcciones del modernismo, Madrid: Gredos, 1963; Cf. Juan Antonio Garrido Ardila, La construcción modernista de Niebla de Unamuno, Barcelona: Anthropos, 2015; Cf. Luis Álvarez Castro, “La novela modernista de Unamuno: entre el ser de la ficción y la ficción del ser”, en: Teoría(s) de la novela moderna en España (coord. Bénédicte Vauthier), Madrid: Genueve Ediciones, 2019, pp.85-106.
[ii] Las cursivas son mías.