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Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.

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Publicaciones

Teoría sobre el concepto innato de unidad y su proyección en la interpretación del mundo por Héctor Andrés Loreto de Vázquez

Julio-diciembre 2023, número 29.
Evelyn López García. “Joven florista” Digital (Medibangpaint) 20x24cm. 2022.

Loreto de Vázquez, Héctor Andrés. (2023). Teoría sobre el concepto innato de unidad y su proyección en la interpretación del mundo. Revista digital FILHA. Julio-diciembre. Número 29. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449. DOI: http://dx.doi.org/10.48779/ricaxcan-205

Héctor Andrés Loreto de Vázquez. Mexicano. Maestro en Filosofía Antigua por la Universidad Panamericana. Actualmente estudia el Doctorado en Filosofía en la Universidad de Guanajuato, donde investiga diversas vertientes del tema del innatismo. Contacto: h.a.loreto@gmail.com  Orcid IDhttps://orcid.org/0000-0003-0111-6470

TEORÍA SOBRE EL CONCEPTO INNATO DE UNIDAD Y SU PROYECCIÓN EN LA INTERPRETACIÓN DEL MUNDO

Theory on the innate concept of unity and its projection in the interpretation of the world

Resumen: Se expone, en este trabajo, una teoría que muestra cómo es que el hombre extrae desde su propio fondo ciertas ideas innatas que proyecta en los entes que percibe y que piensa, particularmente las ideas de ser y de unidad. Además, se muestra que el grado de proyección de estas ideas (las ideas de ser y de unidad) sobre los entes que el entendimiento percibe, está en función del grado de alegría o de angustia que un hombre siente. Para el análisis de las ideas innatas y de las emociones, me baso sobre todo en la filosofía racionalista (Descartes, Spinoza y Leibniz). Aunque, para el análisis de las emociones, también me apoyo en la filosofía heideggeriana. Por último, reflexionando a partir del horizonte del pensamiento analógico, trazado por Beuchot, se expone cómo esta teoría innatista de la proyección puede servir para responder al relativismo absoluto de la posmodernidad.

Palabras clave: Innatismo, Epistemología, Proyección, Entes, Ser, Unidad, Cogito.

Abstract: This paper presents a theory that demonstrates how humans extract certain innate ideas from their own depths and project them onto the entities they perceive and think, particularly the ideas of being and unity. Furthermore, it is shown that the degree of projection of these ideas (the ideas of being and unity) onto the perceived entities is influenced by the level of joy or distress experienced by an individual. For the analysis of innate ideas and emotions, the focus is primarily on rationalist philosophy (Descartes, Spinoza, and Leibniz). However, the philosophy of Heidegger is also used to examine emotions. Finally, drawing on the horizon of analogical thinking outlined by Beuchot, it is discussed how this innatist theory of projection can respond to the absolute relativism of postmodernity.

Keywords: Innatism, Epistemology, Projection, Entities, Being, Unity, Cogito.

 

“El cuerpo, por su naturaleza es siempre divisible,

mientras que el espíritu es por entero indivisible.

Porque, en efecto, cuando yo considero mi espíritu,

es decir, a mí mismo en cuanto que soy sólo una cosa que piensa,

no puedo distinguir allí partes algunas,

sino que me concibo como una cosa sola y entera”.

—R. Descartes, Meditaciones metafísicas, sexta meditación.

Aclaraciones terminológicas

Cuando mencione los términos de ser y de unidad, en el sentido de ideas o conceptos, los expresaré utilizando cursivas, para distinguirlos de otros sentidos que estas palabras puedan tener. A lo largo de este trabajo, utilizo varias veces la palabra idea y la palabra concepto. Es importante mencionar que, para referirme a la noción de una cosa, a veces he preferido utilizar la palabra idea, por sobre el término concepto, pues ella es más general, ya que incluso se puede referir a un contenido del entendimiento que podría ser algo borroso. Utilizo el término concepto, en cambio, para referirme a una noción más clara y delimitada de alguna cosa, pues a menudo el concepto aparece asociado a una definición que le corresponde.

 

Introducción 

No todo en la filosofía es pugna y refutaciones eternas. En la historia de las ideas, la filosofía ha logrado ciertos avances respecto de los cuales es imposible retroceder. En efecto, existen conclusiones en las que ciertas filosofías han logrado establecer verdades tan sólidas, que es imposible sostener tesis contrarias a esas conclusiones. La superación, en estos casos, es definitiva. En nuestro tiempo, por ejemplo, ni el nihilista más empedernido se atrevería a sostener la tesis de que nada existe, tesis atribuida al nihilista Gorgias, que golpeó a la filosofía antigua (Cfr. De Melisso Xenophane Gorgia, 980b26). Desde mi punto de vista, esta tesis adquiere su refutación hasta san Agustín, con aquel antecedente del cogito cartesiano, expresado en la fórmula “Si fallor, sum” (si me engaño, entonces existo), pues, como dice san Agustín, no puede engañarse aquél que no existe: “Nam qui non est, utique nec falli potest… ” (De civitate Dei, XI, 26; San Agustín, 1958, p. 761). Así que, desde que San Agustín estableció su razonamiento, nadie puede afirmar que nada existe, pues existe algo, id est, yo, la cosa que piensa que quizás se engaña. Pero, ¿qué es esa cosa que piensa que quizás se engaña? La verdad es que esa cosa no tiene determinaciones específicas, más allá de que es una cosa y de que es pensante. Esto lo supo ver Descartes al excluir, en sus Meditaciones metafísicas, otro tipo de determinaciones de la res cogitans, (la cosa que piensa):

 

Así pues, soy una cosa verdadera, y en verdad existente; pero ¿qué cosa? Lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? Excitaré aún mi imaginación para buscar si no soy algo más. No soy este montón de miembros al que se llama cuerpo humano; no soy un aire fino y penetrante expandido por todos esos miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor, ni nada de todo eso que puedo fingir o imaginar, puesto que he supuesto que todo ello no era nada, y, sin cambiar esta suposición, encuentro que no dejo de estar cierto de que soy algo (AT, VII, p. 27; Descartes, 2011, p. 173). [i]

 

A través de esa reflexión, Descartes intentaba responder a una pregunta metafísica fundamental: ¿Qué es lo que existe en realidad? Debido a ello, optó por despojar al sujeto pensante de todas las determinaciones dudosas que este pudiera tener. Sin embargo, en la vida diaria de cualquier hombre, en el sentido común, el sujeto pensante es concebido con un montón de determinaciones dudosas, porque, desde mi punto de vista, la misma naturaleza, con el fin de procurar la supervivencia de los individuos, lleva al hombre por este camino. En efecto, el hombre opera en el mundo identificándose con su cuerpo. La identificación con su propio cuerpo es parte del proceso natural del conocimiento que está orientado hacia la supervivencia. Si el hombre no se identificara con su cuerpo, no le pondría la atención y el cuidado que le da, para salvaguardarlo de los peligros o del dolor. Identificarse con su cuerpo le ha permitido, desde su estadio primitivo, reconocer tanto a sus presas como a sus depredadores, es una cuestión de supervivencia. Sin duda, el camino trazado por Descartes a través del cogito, se aleja de ese sentido común que invita al hombre hacia la identificación con su cuerpo. Para llegar a la primera certeza indubitable, el cogito, es preciso establecer que la res cogitans es algo; aunque no se sepa, en principio, qué es ese algo, de manera concreta. Me parece, sin embargo, que aquello que denominé arriba como el proceso natural del conocimiento —el cual está orientado hacia la supervivencia y muestra un mundo de fenómenos y entes de dudosa existencia—, posee su fundamento en las verdades innatas implicadas en el cogito, como lo mostraré a continuación.

 

Sobre los conceptos innatos de ser y de unidad

Para el hombre, no hay duda de que, en principio, el mundo es algo susceptible de muchas interpretaciones. La hermenéutica es la disciplina de la interpretación de los textos, pero, como lo afirma Mauricio Beuchot (2008), los textos no se reducen a los escritos, sino que un texto puede ser una pintura o una pieza de teatro (p. 33). Ciertos medievales y renacentistas sostuvieron, incluso, que el mundo mismo consistía en un texto (Cfr. Beuchot, 2008, p. 33). Pero Descartes también piensa que, cuando uno comienza a filosofar seriamente, el mundo se presenta como un gran libro, al cual hay que saber leer. En el Discurso del método, Descartes relata que, luego de abandonar el estudio de las letras y los prejuicios de sus preceptores, decide dedicar su atención sólo a las verdades de las ciencias que puede encontrar en su interior, así como al estudio del gran libro del mundo (AT, VI, p. 9). Y no hay duda de que el mundo se presenta como un gran libro, ya que antes de comenzar cualquier investigación sobre lo real o sobre el conocimiento, es patente que el mundo es un sitio en el que aparecen múltiples fenómenos que se nos imponen por naturaleza y que hay que interpretar, así como en un libro se imponen al entendimiento palabras y contextos determinados.

De esta forma, para intentar dar una lectura cabal del mundo, Descartes se propone identificar las ideas claras y distintas que residen en su interior. Ya en su tercera meditación, Descartes se había percatado de que varias de las ideas claras y distintas que se perciben en los cuerpos externos, se pueden encontrar y extraer desde uno mismo, como la idea de sustancia, la de duración o la de número (AT, VII, p. 44). Siguiendo su línea de pensamiento, Leibniz, en los Nuevos ensayos del entendimiento humano, afirma, con razón, que las ideas intelectuales se fundan en lo que el hombre es. Tales ideas intelectuales consisten en conceptos que el hombre alcanza, orientando su reflexión hacia sí mismo. Estas ideas no pueden ser proporcionadas por los sentidos, ya que no se fundan en lo externo, sino en el análisis interior. Leibniz resume esta observación con una afirmación muy particular: “somos innatos a nosotros mismos” (“nous sommes innés à nous mêmes”) (A, VI, 6, p. 51). [ii] Así, de acuerdo a Leibniz, un hombre encuentra que él mismo es Ser, Unidad, Sustancia, Duración, Cambio, Acción, Placer y otras muchas ideas; por lo que tales ideas deben ser consideradas innatas, no pueden provenir de los sentidos. [iii] Ya Platón había demostrado, en el Fedón, que las ideas de lo igual, lo mayor y lo menor no se pueden obtener a través de la experiencia, por lo que deben ser innatas. Respecto de la idea de igualdad, Platón decía que esta idea no se puede conocer a través de las sensaciones, porque no existe un criterio sensible para establecer que dos cosas son iguales. Un par de piedras, por ejemplo, a algunos hombres les parecen iguales, mientras que a otros les parecen diferentes (Cfr. Platón, Phd., 74b-75c). Se podría objetar que la idea de igualdad se puede obtener, desde la percepción sensorial, a través de la observación de que un ente siempre es igual a sí mismo, pero la igualdad que se puede establecer de un ente consigo mismo, supone que tal ente es pensado de manera unitaria, es decir, que a su concepto se le atribuye el número uno, pues el número, como lo demostró Frege, no es una cosa sensible ni es una propiedad de una cosa externa, sino que es una propiedad de los conceptos (Frege, 1972, pp. 160-165). Así, por ejemplo, una baraja española se concibe como una unidad, aunque esté compuesta por cuarenta y ocho naipes. La unidad sólo es propiedad del concepto de la baraja. De esta forma, decir que una cosa, como una baraja, es igual a sí misma, implica la atribución del número al concepto, lo cual es un proceso puramente intelectual, pues no tiene relación con la experiencia sensible. Por tanto, Platón no se equivocaba en sostener que el concepto de igualdad es innato. Yo sostengo, además, que las ideas de lo mayor y de lo menor también deben ser innatas, puesto que ambas surgen a partir de la comparación con lo igual, que es un concepto innato. Y el mismo argumento de Platón sobre la idea de igualdad (para establecer que la idea de lo igual es innata) se puede aplicar para la idea de unidad que menciona Leibniz, pues los cuerpos materiales que nos muestran los sentidos son divisibles, no son unitarios. En consecuencia, el entendimiento humano no pudo haber adquirido la idea de unidad a través de las sensaciones.

Entre las ideas que Leibniz presenta como innatas (las del pasaje citado arriba), pongo atención especial en las primeras dos, la idea de ser y la idea de unidad, pues me parece que son las más generales de todas, además de ser indisociables; pues, por un lado, todo aquello que se concibe, se piensa como ser (ente) y además se piensa como unitario. Conceptualmente, todas las cosas se conciben como entes. Entiendo al ente, de manera general, como todo aquello que se concibe de forma individual; el ente equivale a las cosas que piensan los hombres y sobre las cuales hablan o predican. El hombre mismo se concibe a sí mismo como un ente. Los entes pueden ser particulares o universales, cada uno de los cuales puede, a su vez, aproximarse a algo más empírico (más natural, por decirlo así) o a algo más abstracto (más racional). La idea de una cosa particular que es, al mismo tiempo, natural, es, por ejemplo, la idea de Sócrates. La idea de ser humano, en cambio, es parte de lo cotidiano y empírico, pero es una idea universal, pues se refiere a las notas que son comunes a todos los seres humanos. Ambas ideas, sin embargo, se conciben como unitarias. Entre las ideas abstractas, la idea de un triángulo equilátero es una idea que se aproxima más a lo particular, respecto de la idea de triángulo en general, pues se enfoca en un solo tipo de triángulo (el equilátero) excluyendo una cantidad infinita de posibles triángulos —omnis determinatio negatio est (toda determinación es negación), como lo indica la tesis defendida por Spinoza acerca de la determinación de un objeto—. Sin embargo, se debe señalar que la idea de un triángulo equilátero es más general que la idea de un triángulo equilátero cuyos lados miden tres metros. La idea de triángulo en general, en cambio, se toma como un concepto abstracto universal. No obstante, tanto el triángulo en general, como el triángulo equilátero, como el triángulo equilátero cuyos lados miden tres metros, se conciben de manera unitaria. Y, en general, todo aquello de lo que se habla se concibe de manera unitaria, hasta nociones demasiado abstractas como la noción del progreso de una sociedad. La mayor parte de las cosas que el hombre concibe se piensan como unidades, pero sólo de manera relativa. Un libro de setecientas hojas, por ejemplo ¿se debe pensar como una unidad o se debe pensar como setecientas unidades? Depende del enfoque que se tenga, ambos son completamente válidos. Frege tenía razón al pensar que, en el fondo, la unidad (y, en general, el número) no se le asigna a las cosas, sino a los conceptos (Frege, 1972, pp. 160-165). Lo mismo ocurre con los entes abstractos de la matemática: si se tiene, por ejemplo, un triángulo rectángulo isósceles y se corta a la mitad a través de la mediatriz de la hipotenusa (en este triángulo, la mediatriz de la hipotenusa, su altura, su mediana, así como la bisectriz del ángulo recto, consisten en una misma recta), se obtienen dos triángulos rectángulos isósceles. Si se aplica el mismo proceso a los dos nuevos triángulos, cortándose a través de las mediatrices de sus hipotenusas, entonces se obtienen cuatro triángulos rectángulos isósceles. Este proceso puede ser infinito con los triángulos que se van obteniendo, pues cada lado del primer triángulo puede entenderse como una línea de infinitos puntos (como se entiende en la geometría clásica). Por lo tanto, el primer triángulo se entiende como una unidad, sólo de manera relativa. Sólo el yo cartesiano, con el cual comencé esta reflexión, se le aparece al hombre como algo indivisible, por lo que tal concepto puede recibir con justicia el adjetivo de unitario, guardando correspondencia con su propia realidad. Es decir, no quedándose en lo meramente conceptual, sino siendo unitario también desde el punto de vista metafísico.

A este argumento sobre la unicidad del yo cartesiano no le afecta en nada la consideración de un posible estado de doble conciencia, en el que una misma persona puede parecer tener dos personalidades distintas, las cuales nada tienen que ver una con la otra, pues el cogito aplica para cualquier sujeto (con cualquier personalidad o conciencia) que en un momento determinado considere el enunciado: yo pienso y, por consiguiente, yo existo. Por esta misma razón, con el reconocimiento de la existencia del inconsciente, del que hablan los psicólogos, tampoco se ve afectada en nada la unicidad del yo cartesiano, incluso si se considera que el inconsciente es una especie de sujeto que nada tiene que ver con el yo consciente, posibilidad que fue considerada por Jung (1970, p. 109).

En el cogito, la percepción de la realidad del yo y de la propia existencia es una cuestión de pensamiento puro. Moreno Romo (2010) pone al descubierto cuán débil es el argumento de los psicoanalistas lacanianos, según el cual no es posible que el yo sea una evidencia inmediata para sí mismo, porque siempre aparece mediado por el lenguaje. Pero, como también lo afirma Moreno Romo, el cogito no es un asunto de lenguaje, sino de pensamiento; por lo que no se debe confundir la palabra con el concepto (pp. 79-80). Al mismo tiempo, apelando a cierta reflexión de Jaspers (1958), Moreno Romo rechaza, con razón, una posible objeción de corte kantiano al cogito, la cual establecería que existe un puente infranqueable entre el sujeto y el objeto, pues en el cogito, dice Jaspers, el sujeto coincide con el objeto, son lo mismo, ya que el objeto de la evidencia es simultáneamente el sujeto del ser evidente (Jaspers, 1958, p. 17; Cfr. Moreno Romo, 2010, p. 80). Tomando en cuenta lo anterior, así como la observación de Frege (1972), de que el número se asigna sólo a los conceptos, se puede deducir que la res cogitans es unitaria, ya que el concepto que tiene la res cogitans de su propio ser, coincide con su ser mismo, pues la unidad del concepto del yo, es, al mismo tiempo, la unidad metafísica que lo está concibiendo. 

 

Sobre la res cogitans y su proyección en los entes del mundo

En psicología, usualmente, por proyección, se entiende al mecanismo mediante el cual un sujeto atribuye a otras personas sus propias virtudes o defectos, su propio sentimiento de alegría o su carencia de amor, etc. Para la siguiente reflexión, utilizaré el concepto de proyección de una manera más amplia, estableciendo que el sujeto también puede atribuir, a las cosas que se le aparecen, sus propios atributos metafísicos, es decir, los atributos que la res cogitans encuentra en su propio ser. [iv] Particularmente, los atributos de ser una cosa existente y una cosa unitaria.

El yo cartesiano constituye una unidad. De acuerdo a la formulación del cogito, una sola cosa es la que existe, piensa, quiere (desea) y siente. El yo cartesiano no sólo es pensamiento racional. Moreno Romo tiene razón en acusar a Nietzsche por hacer una lectura superficial de Descartes (Moreno Romo, 2010, p. 67), pues Nietzsche asevera, en Más allá del bien y del mal, que aquello que Descartes identifica como pensamiento, podría ser en realidad querer o sentir (Nietzsche, 1997, p. 39). [v] Descartes no redujo la res cogitans al puro pensamiento racional, sino que la concibió también como una voluntad y un sentimiento, entre otras cosas, como se puede leer al principio de la tercera meditación: 

 

Ego sum res cogitans, id est dubitans, affirmans, negans, pauca intelligens, multa ignorans, volens, nolens, imaginans quoque et sentiens. (AT, VII, p. 34).

Yo soy una cosa que piensa, es decir, que duda, que afirma, que niega, que entiende pocas cosas, que ignora muchas, que quiere, que no quiere, que también imagina y que también siente. [vi]

 

Desde mi punto de vista, las facultades volitivas y emocionales de la res cogitans juegan un papel muy importante en la interpretación del mundo sensible, a través de la proyección que hace el propio entendimiento ante todo lo que se le aparece. En este sentido original de la res cogitans, el pensamiento racional, la imaginación, la voluntad y las emociones, son inseparables. Retomando el argumento leibniziano de que somos innatos a nosotros mismos (Cfr. Leibniz, A, VI, 6, p. 51), donde se establece que el hombre conoce el concepto de ser y el concepto de unidad porque él mismo es ser y es unitario, entonces el ser y la unidad que reconoce en los entes de los que habla y que se le aparecen en el mundo (ya sea un caballo, un triángulo o el concepto de el progreso de una sociedad), se derivan de una proyección de su propio ser y de su propia unidad; así como el envidioso reconoce la envidia de otros envidiosos, aunque sea de manera inconsciente, con más facilidad que aquellos que no padecen tal vicio. Pero de lo anterior se sigue, a mi juicio, que la res cogitans debe proyectar en todos los entes que concibe en el mundo, no sólo los conceptos de ser y de unidad, los cuales extrae de su propia naturaleza, sino todos los atributos que acompañan a su propio ser, como el pensar, el querer y el sentir. Con la proyección del yo sobre los entes del mundo, se pueden explicar muchas metáforas del lenguaje en las que se habla de entes inertes o abstractos como si fueran personas, como cuando alguien, esperando que otra persona se acepte y se comprenda a sí misma exclama: mírate en el espejo y acepta lo que este quiere decirte.

En la filosofía cartesiana, la res cogitans concibe a todos los cuerpos que percibe a través de los sentidos, en principio, como res extensa. Pierre Bayle se dio cuenta de que, si los animales no humanos que percibe la res extensa son autómatas (como lo sugirió Descartes), entonces los seres humanos que percibe, también corren el riesgo de ser considerados meros autómatas, es decir, carentes de espíritu o mente. En la sexta de sus Meditaciones metafísicas, Descartes establece que los cuerpos externos existen porque Dios no es engañador. Es decir, puesto que Dios sólo hace el bien, no ha engañado al hombre al poner en él esa fuerte inclinación que lo lleva a pensar que las percepciones del exterior provienen de los cuerpos externos. Por lo que, según Descartes, hay que aceptar que existen las cosas corporales (AT, VII, 79 ss.). Ahora bien, lo que Descartes predica aquí sobre los cuerpos en general, se puede extender también a los cuerpos de los seres que aparentemente tienen mente. De este modo, Descartes aceptaría que existen esos cuerpos, con esas mentes, puesto que Dios no es engañador. Pero, a decir verdad, este argumento es muy poco creíble para los escépticos, los ateos o los nihilistas. Y esta es la razón por la que entiendo que Bayle haya considerado que el problema sobre la existencia de las mentes externas (a la de uno mismo) es probablemente la debilidad más grande del cartesianismo (Bayle, 1965, p. 231). Bayle tiene razón en su sospecha, pues la única vía para creer que hay mentes externas (incluyendo a las mentes de los animales no humanos) se funda en la proyección de los atributos de la mente del mismo sujeto cognoscente. Así, por ejemplo, la res cogitans, pese a no proyectar en los animales no humanos su propia capacidad racional (sobre todo la que tiene que ver con la interpretación de las verdades universales, como las de la geometría), proyecta en los animales no humanos otras cuestiones que encuentra en sí misma, por ejemplo, la voluntad y las emociones; cuestión por la cual, a los hombres les resulta claro que los animales no humanos desean y que, además, tienen emociones. La proyección de las facultades propias de la res cogitans en el animal no humano es tan elevada, que no pocos humanos llegan a creer que los animales no humanos razonan con la misma capacidad que el hombre, aunque sea evidente que los animales no humanos no desarrollan ciencias, artes o religiones. Así, pues, la proyección que hace la res cogitans sobre el animal no humano, desde sí misma, no dista mucho de aquella proyección que hace sobre los otros hombres que la experiencia le muestra. Ante estas consideraciones, y juzgando desde las mismas premisas del cartesianismo, me parece que es muy probable que los animales no humanos tengan un yo, diferente del yo humano, desde luego, pero con bastantes semejanzas. Pero, como lo ha dicho Bayle, la insuficiencia para demostrar que existen otras mentes es una de las grandes dificultades del cartesianismo (Bayle, 1965, p. 231). No obstante, lo que a mí me interesa, es evidenciar la proyección de los conceptos innatos del entendimiento humano sobre el mundo que se presenta como exterior. El animal no humano se presenta como un ser en el que se conjugan, como en el hombre, varios elementos psicológicos, como la voluntad y las emociones, los cuales también se corresponden con ciertos movimientos de sus cuerpos y esto todavía sugiere más, a la mente del hombre, la semejanza consigo misma. Pero en el aspecto psicológico, en el pensamiento del animal no humano se encuentran, como oscurecidas, ciertas ideas que se aproximan más a la racionalidad humana. Algunos animales no humanos, por ejemplo, perciben ciertas formas geométricas, son capaces de distinguirlas; de otra forma ¿cómo podría un perro cirquero pasar a través de un aro con fuego? Aunque los animales no humanos no interpretan las formas geométricas que se les aparecen desde la óptica humana de las leyes universales y necesarias de la geometría, no se puede negar que sus pensamientos también poseen complejidad. En suma, hay muchas razones para pensar que el hombre se proyecta a sí mismo para adquirir el concepto de los animales no humanos, lo mismo que para adquirir el concepto de los demás hombres.

Es cierto que esta teoría innatista de la proyección que he presentado, recuerde ciertos aspectos del giro copernicano epistemológico que se atribuye a Kant, en el que el sujeto cognoscente pone las categorías para entender aquello que se percibe a través de los sentidos. Lamentablemente, Kant no expresó sus pensamientos utilizando el término innatismo, porque, como lo muestra Verneaux (1978), padecía el mismo prejuicio que los empiristas, al pensar que, de acuerdo al innatismo cartesiano, las ideas que se presentan como innatas permanecen en el entendimiento siempre en acto, por lo que siempre estarían formadas por completo en el espíritu. Bien afirma Verneaux que esa teoría nadie jamás la sostuvo. Para Descartes, en efecto, a la hora que un hombre nace, las ideas innatas sólo existen en su entendimiento como disposiciones, no de manera actual. Esto lo expone, en el escrito Explicación de la mente humana o del alma racional, mediante la analogía con las enfermedades de la gota o el cálculo, enfermedades que se podrían interpretar como innatas en algunas familias:

 

Uso este término [“innato”] en el mismo sentido que cuando afirmamos que la generosidad es innata en algunas familias y que en otras lo son algunas enfermedades como la gota o el cálculo, pero no en el sentido de que los hijos de esas familias padezcan estas enfermedades desde el vientre de sus madres, sino en el sentido de que nacen con cierta disposición o facultad para adquirirlas (AT, VIII-II, p. 358; Descartes, 1981, pp. 21-22).

 

Leibniz, de la misma manera, sostiene que las ideas que son innatas en el hombre, lo son en tanto inclinaciones, disposiciones, hábitos o virtualidades naturales, pero no como acciones (A, VI, p. 52). Los sentidos y las enseñanzas exteriores, para Leibniz, no hacen más que despertar aquello que ya está en el hombre, aunque considera que los sentidos son necesarios para darle ocasión al entendimiento de extraer lo innato desde su propio fondo (Cfr. A, VI, p. 76; Cfr. A, VI, pp. 79-80). A la luz de las observaciones de Descartes y de Leibniz, es importante señalar que las ideas de ser, de unidad y de sustancia son, también, al momento de que un hombre nace, meras disposiciones de su intelecto. Los datos que le suministran los sentidos, además de la educación recibida, estimularán su imaginación para despertar con claridad tales ideas. [vii] Aunque el propio yo es el fundamento metafísico de cualquier realidad que se percibe y aunque los seres que muestran los sentidos sean el resultado de proyectar el yo, junto a sus atributos, fuera de la mente humana, los entes que aparentemente se encuentran en el exterior, no dejan de mostrarse, al menos fenoménicamente, como seres unitarios que poseen aparentemente formas sustanciales o esencias (como un pájaro, un árbol o una silla), por lo que ellos también ayudan a la mente a despertar las ideas de ser, unidad y sustancia, las cuales residen en su interior.

 

La relación entre las proyecciones de la res cogitans sobre el mundo y el sentimiento de la alegría

Desde mi punto de vista, la reflexión anterior sobre la proyección de la noción de unidad en los entes del mundo se compagina en alto grado con la teoría espinosista del conatus (de la Ethica) y con la teoría heideggeriana sobre la nada (la cual se expone concisamente en ¿Qué es metafísica?) como se demostrará a continuación.

Tal como ya se ha expuesto, en la res cogitans están implicados la voluntad y los sentimientos. Si se quiere encontrar una voluntad y un sentimiento constante en la res cogitans, es inevitable considerar al conato (conatus) de Spinoza. El conatus espinosista consiste en el esfuerzo que hace cada realidad por preservar en su ser (Ethica III, prop. 6). Cuando el conatus se refiere al alma, a las cuestiones psicológicas, Spinoza lo llama voluntad (voluntas) (Ethica III, prop. 9, esc.); pero la voluntas nunca pierde su estatus ontológico, pues existe, no sólo en el hombre, sino en todos los seres vivos. Cuando el conatus se refiere al alma y al cuerpo, al mismo tiempo, se llama apetito (appetitus) (Ethica III, prop. 9, esc.). El deseo (cupiditas) por su parte, es la conciencia del appetitus (Ethica III, prop. 9, esc.). Más adelante, Spinoza establece que la alegría y la tristeza consisten en el mismo deseo o apetito, en cuanto que es aumentado o disminuido por causas exteriores (Ethica III, prop. 57). En la medida en que la alegría aumenta en un ser, también aumenta el deseo de su propia conservación, su conatus (o su voluntas, en el caso de lo puramente psicológico); mientras que, lo inverso ocurre en el caso de la tristeza: si la tristeza aumenta, el conatus disminuye. Por lo tanto, tomando en consideración que la res cogitans proyecta su conatus —aquí debe entenderse el conatus como voluntas, pues la res cogitans no se concibe ligada a las cuestiones del cuerpo— sobre los entes que se le presentan, entonces puede proyectarlo aumentado o disminuido. Cuando se proyecta el conatus (voluntas) en un estado de alegría, la existencia de la res cogitans debe proyectarse de manera plena y los entes del mundo deben aparecer en su plenitud. Es decir, si el conatus (voluntas) se define como el esfuerzo de un ser por preservar su propia existencia, entonces, al momento de ser proyectado sobre los entes del mundo, tales entes aparecen como cosas que tienen una existencia continua, una existencia que se preserva. E inversamente, cuando el conatus (voluntas) se proyecta disminuido, a causa de la tristeza, los entes del mundo le aparecen a la res cogitans como deteriorados en su existencia, pues no tienden a la preservación, sino a la extinción, al igual que la res cogitans que los proyecta.

Desde mi punto de vista, lo anterior se corresponde también en alto grado con la teoría heideggeriana sobre la nada. De acuerdo a Heidegger, el estado de ánimo de la angustia revela la nada: hace desaparecer, en la percepción humana del mundo, los entes o las cosas particulares. La angustia total en Heidegger equivale a la proyección del conatus espinosista nulo o excesivamente disminuido. Siguiendo a Spinoza, no existe aquí, en el hombre, el deseo de su propia conservación, por lo que, yo agrego, no puede proyectar su propio ser (y su propia unidad) sobre las cosas que se le aparecen en el mundo. Ni siquiera puede proyectar su ser, de manera general, al mundo, para captarlo, aunque sea, no como un conjunto de entes, sino como lo ente en su totalidad —lo ente en su totalidad equivale a la unidad del todo, donde todas las cosas y todos los hombres, incluyendo a uno mismo, aparecen reunidos en una extraña indiferencia (Heidegger, 2003, p. 24)—. Sostiene Heidegger: “La angustia nos deja sin palabra. Puesto que lo ente en su totalidad se escapa y precisamente ésa es la manera como nos acosa la nada, en su presencia enmudece toda pretensión de decir que algo «es»” (Heidegger, 2003, p. 27). Por otra parte, en el estado heideggeriano de la alegría, al igual que en el estado del tedio profundo, los entes también desaparecen, mientras que se revela lo ente en su totalidad (Cfr. Heidegger, 2003, p. 24). En estos estados, ya aparece algo en vez de nada, aunque la totalidad de los entes aparezcan reunidos en una extraña indiferencia. Evidentemente, el efecto de esta alegría heideggeriana no se corresponde con la alegría a la que me referí arriba, en la que se proyecta el conatus (voluntas) espinosista, haciendo que los entes se muestren plenamente. La diferencia entre los efectos de estos dos tipos de alegrías radica en el grado de las mismas. La alegría que oculta a los entes, a la que se refiere Heidegger, es una alegría intensa, pues del aburrimiento que produce el mismo efecto, Heidegger dice que no es cualquier aburrimiento, sino un aburrimiento extremo, un tedio profundo. No es el aburrimiento de un libro en particular, de un espectáculo, de una ocupación o de alguna otra cosa particular, sino el de todas las cosas y todos los hombres:

 

Incluso y precisamente cuando no estamos ocupados propiamente con las cosas o con nosotros mismos, nos sobrecoge ese «todo», por ejemplo, cuando nos invade el auténtico aburrimiento. Éste todavía se encuentra lejano cuando lo único que nos aburre es este libro, este espectáculo, esta ocupación o esta ociosidad, pero irrumpe cuando «uno está aburrido». El tedio profundo, que va de aquí para allá en los abismos del Dasein como una niebla callada, reúne a todas las cosas y a los hombres y, junto con ellos, a uno mismo en una común y extraña indiferencia. Este tedio revela lo ente en su totalidad (Heidegger, 2003, p. 24).

 

Y, en analogía al aburrimiento, se puede pensar la alegría: la alegría intensa y profunda que hace desaparecer a los entes no es una alegría de ninguna cosa en particular, sino una alegría que se percibe frente a todas las cosas juntas, frente a todos los hombres.

Además, en la percepción de lo ente en su totalidad que se revela en la alegría heideggeriana y que muestra que hay algo en vez de nada, también existe una proyección de la res cogitans en ese algo, pues decir que hay algo implica negar que no existe nada y la única garantía de que existe algo es la res cogitans misma, pues todo lo que se concibe como externo podría ser una ilusión. Con esto quizás se me objete que estoy interpretando el proceso natural del conocimiento a través de un argumento artificial producido por el ingenio de Descartes, pero respondo que hasta los hombres sin educación y sin conocimientos filosóficos asumen la realidad de su propio ser con cierta certeza, aunque sea de manera inconsciente, pues la proposición yo pienso consiste en una certeza casi inmediata, en un conocimiento intuitivo.

Para Leibniz, el cogito no es una verdad de razón, sino una verdad de hecho, pues, por un lado —asegura Leibniz— está basado en una experiencia y, por otro lado, no es una proposición necesaria (A, VI, 6, p. 411). Leibniz supo ver que el cogito está basado de manera directa en verdades de razón muy simples y evidentes, como el principio de contradicción —pues todas las verdades de hecho están basadas, en el fondo, en verdades de razón; así como los fenómenos de la óptica se pueden explicar a través de la geometría— (Descartes y Leibniz, 1989, p. 129; Leibniz, A, VI, 6, pp. 374-375; Cfr. Moreno Romo, 2010, p.69). Al mismo tiempo, las verdades de razón en las que está basado el cogito implican conceptos intelectuales muy simples, como lo son los conceptos innatos de ser y de unidad a los que me he referido. Pero, como lo señalé antes, en el proceso natural del desarrollo del conocimiento, el cogito no es racionalizado, no se analiza a la luz de las categorías de las verdades de hecho y de las verdades de razón, sino que permanece en el entendimiento como una intuición que rige, aunque sea de manera inconsciente, la vida y los pensamientos de todo hombre; pues toda concepción unitaria de los entes del mundo es una proyección del ego cogitans, del yo que piensa.

De manera similar, la proyección del cogito sobre lo externo es también el fundamento del sentimiento de unidad grupal que pueden tener dos o más personas, como cuando dos amantes sienten que juntos constituyen un mismo ser, concibiéndose, cada uno a sí mismo, de manera artificial (en el sentido metafísico) como una mitad complementaria del otro, tal como ocurre en el mito del andrógino y de los otros dos géneros originales de seres humanos, del Simposio, relato que Platón pone en boca de Aristófanes (Cfr. Platón, Smp., 189c ss.). Cuando alguien percibe que los demás existen y se mueven, tanto su movimiento como su existencia son, en primera instancia, percepciones de un entendimiento individual.

 

Una respuesta al relativismo posmoderno

Como lo señalé arriba, al igual que la hermenéutica, la filosofía cartesiana busca también dar una interpretación del gran libro del mundo, pero Descartes no buscaba cualquier interpretación del mundo, sino una que estuviera fundada en los principios de la racionalidad. Para lograr encontrar esa interpretación racional del mundo, el filósofo francés decidió llevar su empresa hasta el extremo, poniendo en duda todos sus conocimientos, pues todo lo encontraba tan controvertido, que ni siquiera se salvaba el conocimiento de la escuela, de los libros o el que cultivaban los doctos (AT, VI, 8). El cartesianismo parte de la duda, del escepticismo y de cierto grado de nihilismo, pues Descartes llega a proponer que es mejor considerar como falsos todos aquellos principios o afirmaciones que son dudosos.

Me parece que la hermenéutica coincide con el planteamiento inicial del cartesianismo, pues ella, bien lo advierte Beuchot, al tomar en cuenta la diversidad de interpretaciones que se pueden dar sobre los fenómenos del mundo, le imprime o le inyecta a la ontología, cierta dosis de nihilismo, inclinándola hacia la debilidad, como en el pensamiento débil de Vattimo, donde se rechazan los principios superiores y las verdades definitivas de un pensamiento fuerte (Cfr. Beuchot, 2008, p. 107; Cfr. Rovatti, 2000, p. 65). Los posmodernos abominan los principios metafísicos porque, aseguran, entre otras cosas, que estos ocultan pretensiones totalitarias. Pero, la hermenéutica, en la posmodernidad, terminó por caer en un equivocismo extremo que es insostenible. Tiene razón Beuchot (2008) en que, para responder a la posmodernidad, es preciso un pensamiento analógico que no caiga en la prepotencia de la univocidad ni en el relativismo equivocista (pp. 180-181). El pensamiento analógico busca el equilibrio entre ambas posturas extremas. Tal pensamiento analógico, agrega Beuchot (2008), estaría inclinado al equivocismo, pero habría recuperado algunos pocos principios importantes del univocismo (p. 54). La razón de que el pensamiento analógico se incline al equivocismo, por sobre el univocismo, radica justamente en el reconocimiento de que el mundo es, en principio, como un texto y que, por lo tanto, es susceptible de muy variadas interpretaciones.

Beuchot (2008) afirma que su lucha contra el relativismo absoluto lo conduce a un relativismo relativo o relativismo analógico, en el que, por medio de la dialogicidad intersubjetiva del hombre, se toca la realidad, pero sin perder de vista la mediación misma del hombre (p. 111). A través de la coherencia sintáctica y semántica de las interpretaciones sobre la realidad y del consenso entre las personas, uno se puede ir aproximando a la verdad universal, entendiendo a la verdad como correspondencia (o adecuación) entre la realidad y el entendimiento (adaequatio rei et intellectus). En palabras del filósofo mexicano: “El acuerdo o consenso viene a ser sólo un índice o síntoma de que se da una correspondencia con la realidad, de que se ha atinado (al menos hipotéticamente) al mundo, al ser” (Beuchot, 2002, p.114).

No hay duda de que la propuesta hermenéutica de Beuchot es adecuada para superar las posturas extremas del equivocismo y del univocismo, pero, a mi parecer, tiene el defecto de no admitir al cogito cartesiano como el punto firme para comenzar a interpretar el mundo. Beuchot (2008) rechaza la filosofía moderna, acusándola de haber creado una egología, esto es, una ontología fundada en el sujeto cartesiano, la cual, según él, desemboca en una metafísica de esencias nominales, como en Locke y en los empiristas; o en una metafísica de esencias ideales que existen en todos los mundos posibles, como en la metafísica de Leibniz. Ambas esencias, para Beuchot (2008), son inexistentes, las de los empiristas por abusar del nominalismo y las de Leibniz por abusar del platonismo. Beuchot reclama que ambas esencias son rígidas, cerradas, vacías, estáticas, sin conexión con el tiempo ni con la historia (Beuchot, 2008, pp. 130-131). En su aversión por la modernidad, Beuchot termina por aseverar que el sujeto cartesiano “es una mera ilusión, un delirio” (Beuchot, 2008, p. 130). Tiene razón Beuchot en que las posturas modernas sobre las esencias son radicales, pero rechaza muy a la ligera al sujeto cartesiano. A través de la teoría que he expuesto sobre la proyección de los conceptos innatos en el mundo, es posible fundar con propiedad la metafísica que implica una hermenéutica analógica, lo cual muestro a continuación.

Como lo mencioné arriba, la res cogitans de Descartes está desprovista de determinaciones, fuera de que es una cosa y de que es pensante, pero eso no quiere decir que sea una ilusión o un delirio, pues no significa que el sujeto cartesiano no mantenga relación con los entes que se perciben a través de los sentidos, los cuales se muestran sujetos al tiempo, a la transformación, al dinamismo, a la historia, a la muerte (o a la desintegración). El yo simplemente revela la seguridad de que algo existe, siendo él mismo ese algo. Luego proyecta su propia constitución sobre los entes que muestran los fenómenos. La res cogitans extrae desde su propio fondo la idea de unidad, luego la proyecta y la atribuye a los seres del mundo que percibe como externos. La unidad metafísica que atribuye a los entes externos es sólo probable, realmente nadie tiene la seguridad de que fuera de uno mismo exista una multiplicidad de seres unitarios. Hay quienes piensan, como Spinoza, que en la realidad sólo existe una sustancia (Ethica I, prop. 14). Por ello, lo más prudente es suspender el juicio en este punto y pensar solamente que es probable que fuera de uno mismo existen otros seres que son unitarios y particularmente, otros seres que poseen mentes como la de uno mismo. Se debe pensar que es muy probable que existan esos seres externos que se muestran sujetos al cambio y a la transformación y que el yo mismo probablemente está también sujeto a esas determinaciones, pero de tal cosa no se puede adquirir una seguridad plena, como la que sí se puede obtener al pensar que el yo existe y que es una cosa pensante. Los entes del mundo sensible se interpretan en analogía del yo cartesiano, existente y unitario. No se puede decir que el sujeto cartesiano esté exento del tiempo, de la historia, de la transformación y de la muerte; simplemente eso no se especifica de él, pues tales determinaciones no están libres de duda. La posibilidad de la muerte para el sujeto cartesiano existe, pues su existencia sólo se garantiza mientras el sujeto está pensando. Moreno Romo lo señala muy bien:

 

El que entendiendo lo que dice cogito ergo sum, sabe que piensa y sabe que es, y esto implica de suyo cierta seguridad existencial… pero no sabe qué es, y mucho menos qué será de él. No sabe siquiera si en el instante siguiente seguirá siendo o perecerá (Moreno Romo, 2010, p. 83).

 

Y añade Moreno Romo (2010) que el cogito, en el cual desemboca la duda metódica, es apenas el punto de partida para la reflexión cartesiana (p. 83). Por lo tanto, no existe justificación para pensar, como lo hizo Unamuno, que el cogito es sólo abstracción, pensamiento, y no vida (Cfr. Moreno Romo, 2010, pp. 82-83).

Beuchot recupera la analogía de atribución descrita por Aristóteles (Beuchot, 2008, p. 13). De acuerdo a la analogía de atribución, algo se puede decir de muchas maneras distintas, pero con referencia a un único principio que posee la significación más fuerte. Así, Aristóteles afirma que todo lo sano se dice en orden a la sanidad: unas cosas porque conservan la sanidad, otras cosas porque la producen, mientras que otras porque simplemente son signos de sanidad (Met. IV, 2, 1003a30 ss.). Aplicando con propiedad la analogía de atribución, Beuchot (2008) establece que el atributo sano se aplica de una manera más propia a un animal o a un organismo; mientras que, de una manera derivada, se aplica al alimento, a la medicina, al clima, a la orina o incluso a una amistad (p. 13). De acuerdo a mi reflexión innatista sobre la proyección del yo en los entes del mundo, el yo se puede considerar como ese primer principio, de fuerte significación, en el que se apoya el significado de todos los entes que se perciben como externos a uno mismo, ya sean concretos o abstractos. Solamente así, los entes del exterior tendrían un referente metafísico que, por lo menos, es semejante a ellos. Establecer que existe al menos algo en el mundo, es posible mediante la pregunta de Leibniz: por qué existe algo, más bien que nada (GP, VI, p. 602). [viii] Pero establecer que hay entes en el mundo, sólo es posible mediante la analogía con la entidad propia de un ser humano. De aquí se sigue que la probabilidad de que un ser externo a la mente humana sea realmente un ente metafísico, será mayor, mientras más contenga similitudes con los atributos de la propia mente humana. En este sentido, algunos de los entes naturales, como los llamó Aristóteles, poseen el mayor grado de probabilidad de existir como entes metafísicos, ya que son más próximos a las características del yo humano, cuya existencia está garantizada. [ix] Estarían, en primer lugar, los demás seres humanos, luego los animales no humanos, luego las plantas (las cuales también nacen, crecen y perecen). Posteriormente se encontrarían los entes artificiales, como una silla, una computadora o un automóvil. Aunque la probabilidad de que existan estos últimos es mucho menor que en los entes naturales.

En el encuentro de hombre y mundo, lo que el hombre pone para interpretar a los entes que se conocen a través de las sensaciones, es extraído de los atributos de sí mismo, de la res cogitans: ser, unidad, sustancia, duración, inteligencia, voluntad, emoción. En contraparte, lo que el mundo aporta al hombre en su interpretación de los entes externos, consiste en un contenido muy variado: los cuerpos, los colores, los sabores, así como las propiedades determinadas de los objetos, las cuales insinúan la existencia de determinadas esencias, como la esencia del fuego, al menos en apariencia.

Lo que se ha ganado con esta reflexión es poder responder al relativismo absoluto, desde una metafísica de pocos principios, es decir, desde un pensamiento débil, donde lo único que se admite en sentido metafísico es la existencia de la sustancia que piensa, de la res cogitans. Todos los entes que se pueden pensar son derivados a partir de ella, teniendo, cada uno, una determinada probabilidad de existencia. Beuchot (2008) sostiene que no existe nada tan real que no haya sido filtrado por el conocimiento, mientras que, a la inversa, no hay nada tan cognoscible que no recupere a la realidad misma (p. 116). La teoría de las proyecciones innatas que he presentado, logra fundar la probable existencia de los entes en la existencia misma del yo, reconociendo los límites del entendimiento para establecer la existencia de los entes externos. Tomando en cuenta la oposición entre equivocismo y univocismo, es menester señalar que, desde esta teoría innatista de la proyección, casi todo lo que se predica sobre el mundo y los entes externos, es relativo, pero al menos se ha logrado establecer que existen buenas razones para sostener que quizás existan esos entes que nos muestra la percepción sensorial.

Lo prudente es vivir como si esos entes externos existieran, sobre todo los seres humanos, los animales no humanos y las plantas, los cuales se encuentran, a juzgar por su constitución fenoménica, más cerca de nosotros que los demás entes. Sobre todo, en el sentido moral, se debe hacer el bien como si esos entes existieran, darles su lugar, pues lo más probable es que, en efecto, existan.

 

Conclusiones

1. El ser y la unidad que el hombre reconoce en los entes de los que habla y que percibe en el mundo, son el resultado de la proyección de sus propios atributos metafísicos. Es decir, el hombre percibe a los entes como seres y como unitarios, en virtud de que él mismo es un ser y es unitario. En toda concepción de un ente, las notas de ser y unidad son inseparables, aunque es posible pensar lo unitario de manera relativa.

2. Debido a la proyección de sus propios atributos metafísicos en las cosas, el hombre tiende a antropomorfizar a los entes de los que habla, ya sean abstractos o concretos, expresando metáforas donde les atribuye cualidades humanas, como cuando se dice que el cielo está triste. Particularmente, el hombre antropomorfiza a los animales no humanos, encontrando en ellos su propia facultad emotiva y volitiva. Algunos hombres antropomorfizan hasta cierto grado al animal no humano, que incluso le atribuyen la capacidad del raciocinio, aunque no tengan razones fundadas para pensar que eso ocurre. Por otra parte, es pertinente mencionar que el hombre, por decirlo de alguna manera, antropomorfiza a los demás hombres, ya que, en principio, únicamente los percibe como cuerpos extensos que interactúan, se mueven y emiten sonidos. Parece que los hombres que hay en el mundo exterior piensan, es decir, parece que tienen mentes, pero no existe la manera de comprobar que las tengan, por lo que hay que suspender el juicio en este punto. Lo prudente es pensar que es altamente probable que existan otras mentes, además de la mente de uno mismo, pero reconociendo que la admisión de su existencia es un acto de fe.

3. El hombre es un ente. Esto se confirma por el hecho de que el hombre proyecta las propiedades del ente en las cosas que percibe y que piensa. Pero, además, porque adquiere los conceptos de ser y unidad, atributos del ente, desde su propia constitución, los encuentra en sí mismo. En otras palabras, se confirma que el humano es unitario porque ve en el mundo sólo unidades. O en términos del ser: aquello que se llama humano confirma que es un ser, puesto que ve en el mundo sólo seres, se proyecta en ellos.

4. Los conceptos de ser, unidad y sustancia no se encuentran completamente formados en el espíritu, en el momento en el que un hombre nace, sino que se derivan de ciertas disposiciones innatas del entendimiento, las cuales son susceptibles de ser estimuladas por los sentidos, derivando ello en la formación de los conceptos. Aunque el yo es el fundamento existencial de la realidad y también es el fundamento de la proyección que los hombres hacen sobre los entes externos, los entes externos, que se muestran fenoménicamente como poseedores de esencias o formas sustanciales, pueden ayudar al entendimiento a despertar las ideas innatas de ser, unidad y sustancia, desde su interior.

5. Los sentimientos de alegría y de tristeza están íntimamente relacionados a los conceptos de ser y de unidad, pues la res cogitans es capaz de proyectarlos también en el mundo, porque ellos forman parte de su propia naturaleza. La res cogitans es, por tanto, una cosa que piensa, que existe, que es unitaria y que es capaz de alegrarse o de entristecerse, entre otras cosas.

6. Cuando la res cogitans se angustia radicalmente, su ser, en cuanto ente, se le aparece como disminuido, por lo que no lo puede proyectar sobre las cosas del mundo (ni en su mundo interior, ni en su mundo exterior) llegando finalmente a estar frente a la nada, donde no se puede decir que algo es.

7. Por otra parte, la alegría permite que el ser (en cuanto ente) de la res cogitans aparezca pleno y, por lo tanto, a la hora de proyectarlo sobre el mundo, todos los entes aparecen en su plenitud. Sin embargo, esta alegría no es la alegría radical heideggeriana que, al igual que la nada y el aburrimiento radical, propicia el ocultamiento de los entes.

8. Las ideas innatas de ser y de unidad que se proyectan en los entes del mundo le sirven al entendimiento para interpretar los datos brutos de las sensaciones, pues, gracias a estas nociones, los entes del mundo aparecen delimitados y definidos. Su delimitación y su definición es tal, que se puede predicar sobre ellos, por más abstractos que resulten. Sobre si las ideas de los entes son contradictorias o no, en sus notas, eso es una investigación ulterior a su concepción; es un tema distinto del que aquí se ha tratado.

9. Desde el punto de vista de la analogía de atribución, propuesta por Aristóteles, el yo es el principio referencial de los demás entes, es decir, es el concepto que guarda el peso fuerte de la significación de todo aquello que se piensa como ente.

10. La teoría de las proyecciones innatas que se ha presentado, posee una metafísica débil, de pocos principios, la cual da lugar a que se reconozcan las diferencias entre los entes que se presentan como exteriores a la mente humana, estableciendo que ellos tienen una alta probabilidad de existir. De igual manera, esta teoría de las proyecciones da lugar a un univocismo prudente, fundado en la certeza sobre la existencia del yo y sobre la certeza de los atributos que le son inherentes.

 

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Notas

[i] Utilizo la abreviatura “AT”, para remitirme a las Obras completas de Descartes (Œuvres de Descartes) en la edición de Charles Adam y Paul Tannery, seguidas del número de tomo en números romanos y del número de página en números arábigos.

[ii] Utilizo la abreviatura “A”, para remitirme a las obras de Leibniz (Sämtliche Schriften und Briefe) editadas por la Academia de Berlín, seguidas del número de serie en números romanos, del número de volumen en números arábigos y del número de página, también en números arábigos.

[iii] Leibniz piensa que, hablando en sentido estricto, todas las ideas son innatas, pues cualquier idea se funda en la interioridad del hombre. Todo lo que se percibe se tiene que filtrar por las estructuras del entendimiento. Herrera Ibáñez (1990) ha nombrado a este enfoque innatista como innatismo global. Sin embargo, Leibniz admite que es válido hablar de la experiencia, como se hace coloquialmente, asumiendo que los sentidos externos son causa de algunos de los pensamientos humanos, mientras que otra parte de los pensamientos humanos tiene su origen en las ideas innatas. A este último tipo de innatismo, Herrera Ibáñez (1990) lo ha denominado como innatismo restringido. A lo largo de este trabajo, utilizo el enfoque del innatismo restringido, puesto que es necesario seguir ese enfoque para dialogar con el empirismo.

[iv] Entiendo por atributo aquello que el entendimiento concibe como una nota esencial o necesaria del concepto de una cosa. Por lo tanto, apunto hacia algo que se refiere, en primer lugar, al concepto, ya que todos los conceptos son abstractos, aunque algunos de ellos sirvan para referirse a cosas concretas.

[v] Acerca del contexto de tal acusación: el cartesiano Moreno Romo (2010) reacciona a la actitud de Nietzsche, pues este afirmó, en el párrafo 191 de Más allá del bien y del mal, que Descartes era un superficial (Cfr. Nietzsche, 1997, pp. 131-132).

[vi] La traducción es mía.

[vii] Las disposiciones innatas del entendimiento apuntan hacia conceptos definidos, en este caso los conceptos de ser, de unidad y de sustancia. Sostienen Hunter e Inwood (1984), por ejemplo, en el mismo sentido en el que me estoy expresando, que Platón y Leibniz comparten, al parecer, la convicción de que el conocimiento actual de cualquier cosa presupone, no solamente que se tiene el mero potencial para aprender tal cosa, sino un potencial definido para aprenderla (p. 429).

[viii] Utilizo la abreviatura “GP”, para remitirme a los Escritos filosóficos de Leibniz, (Die Philosophischen Schriften von Gottfried Wilhelm Leibniz) editados por Carl I. Gerhardt, seguidos del número de tomo en números romanos y del número de página en números arábigos.

[ix] En Libro II de la Física, Aristóteles distingue entre entes naturales y artificiales. De acuerdo a Aristóteles, la particularidad de los entes naturales, es que, a diferencia de los artificiales, los primeros poseen en sí mismos el principio del movimiento y del reposo (Phys., II, 1, 192b ss.). Los entes naturales, según Aristóteles, son los animales y sus partes, las plantas y los elementos (tierra, fuego, aire y agua). Los entes artificiales, por otra parte, son como una cama o un manto. Cuando me refiero a los entes naturales, tomo en cuenta los mencionados por Aristóteles, pero excluyo a los elementos, pues ellos no guardan tanta relación con el hombre como lo hacen los seres vivos.

 

 

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