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Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.

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La modernidad y las vanguardias como aventura y descubrimiento de lo nuevo por Juan Carlos Orejudo Pedrosa

Enero-julio 2023, número 28.
Nombre: zoología fantástica # IV Autor: Tomás Villegas Mariscal. Técnica: grabado en xilografía. Medidas: 60x40 CM.

Orejudo Pedrosa, Juan Carlos. (2023). La modernidad y las vanguardias como aventura y descubrimiento de lo nuevo. Revista digital FILHA. Enero-julio. Número 28. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449. Handle: http://ricaxcan.uaz.edu.mx/jspui/handle/20.500.11845/3125

Juan Carlos Orejudo Pedrosa. Español, doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid con la tesis titulada: El pecado del conocimiento en la obra de Baudelaire. Actualmente desarrolla su actividad docente investigadora en la Universidad Autónoma de Zacatecas (México), en la Unidad Académica de Ciencia Política y en la Unidad Académica de Docencia Superior. Es Perfil Promep y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Contacto: juancarlos_orejudo76@yahoo.es Orcid IDhttps://orcid.org/0000-0001-8866-0334

LA MODERNIDAD Y LAS VANGUARDIAS COMO AVENTURA Y DESCUBRIMIENTO DE LO NUEVO

Modernity and the Vanguards as adventure and discovery of the New

 

Resumen: El descubrimiento de una conciencia de la modernidad, es decir, del carácter efímero y transitorio de la belleza moderna, tal como lo había anunciado Baudelaire, es proseguido por las Vanguardias del siglo XX, como una aventura en la búsqueda incesante por lo nuevo. Analizaremos la novedad de las vanguardias desde la modernidad estética de la segunda mitad del siglo XIX, que retomará el Surrealismo a partir de André Breton. Nos detendremos en la figura de Salvador Dalí, donde se entrecruzan los temas centrales del arte moderno: la locura, el amor, los sueños. La novedad es el núcleo central de la modernidad estética de Baudelaire y posiblemente también su más importante legado al arte vanguardista del siglo XX.

Palabras Clave: Baudelaire, Modernidad, Vanguardias, Novedad, Surrealismo.

Abstract: The discovery of an awareness of modernity, that is, of the ephemeral and transitory character of modern beauty, as announced by Baudelaire, is continued by the Avant-garde of the 20th century, as an adventure in constant search for the new. We will analyse the novelty of the avant-garde from the aesthetic modernity of the second half of the 19th century, which will be continued by André Breton and the surrealist movement. We will focus on the figure of Salvador Dalí, where we find principal themes of modern art throught madness, love and dreams. Novelty is the core of Baudelaire's aesthetic modernity and possibly also his most important legacy to avant-garde art.

Keywords: Baudelaire, Modernity , Avant-garde, Novelty, Surrealism.

 

Introducción: la modernidad

Baudelaire no distingue la poesía del arte. Baudelaire utiliza el concepto de poesía en varias partes de su obra y, concretamente en los Salones, en un sentido no literario, pudiéndose aplicar tanto para un poema, como para un cuadro o una melodía. La poesía para Baudelaire no representa un dominio independiente del arte, sino que forma parte del universo del arte. La palabra poeta es utilizada por Baudelaire en el sentido de “productor”, en otras palabras, de “artista creativo”. Desde este punto de vista, la poesía de Baudelaire se corresponde con la teoría de la imaginación que es aplicada a todas las artes, de modo que la poesía no constituye una excepción entre las artes, sino por el contrario, la condición fundamental de todas las artes construidas o fabricadas artificialmente por el hombre. La poesía, en el sentido más amplio, hace referencia a la operación de la imaginación que consiste en transformar la naturaleza en una obra de arte.

Baudelaire, inspirándose en el Marqués de Sade y por supuesto, en Joseph de Maistre (sin olvidarnos de Edgar Allan Poe) se plantea, en una época de gran desarrollo industrial y tecnológico, fundar una estética basada en el anti-naturalismo. Jean Paul Sartre fue uno de los primeros lectores críticos en poner en evidencia el odio tenaz de Baudelaire por la naturaleza y lo natural. Tanto el mal como la fealdad, términos idénticos para el dandi, se encuentran en el corazón del hombre y en núcleo de la naturaleza corrompida por el pecado. Como indica Jean Paul Sartre, en su obra titulada Baudelaire, “El horror a la vida, es el horror a lo natural, el horror a la exuberancia espontánea de la naturaleza” (Sartre, 1975: 72).

Baudelaire sólo se preocupa -en palabras de Sartre- de su propio yo, creándose unas normas (las normas del dandi) que dan la apariencia de una moral. Un alma que busca en el fondo de sí mismo un secreto, un conocimiento que escapa al común de los mortales, un conocimiento de sí que no puede ser transmitido sin horror y que condena al poeta a la soledad y a la incomprensión, a la misantropía y al dolor más incomunicable e irreparable, por tanto, irredimible. Jean Paul Sartre, destaca en la figura de Baudelaire, sin duda, la actitud del perfecto Dandi que trata de preservar la unidad de su alma en un mundo decadente. Baudelaire representa asimismo la depravación del artista-burgués que vive y trabaja a la pequeña semana. Sartre hace referencia a la corriente anti-naturalista que va de Saint-Simon a Mallarmé y Huysmans atravesando todo el siglo XIX. Su vida fue un paulatino descenso hacia lo que él denomina Spleen y que sintetiza en una palabra el fracaso del poeta en un mundo decadente.

El hombre ante el abismo pierde absolutamente el rumbo de su vida, el sentido de la vida se disuelve en la nada, en el abismo; nada de lo humano tiene un sentido por sí mismo; el abismo se manifiesta en el yo como una carencia, la carencia de una finalidad de la vida y de la existencia humana. La experiencia del abismo en Baudelaire puede ser relacionado con el existencialismo, concretamente, con la angustia de Kierkegaard y de Heidegger, incluso con la náusea de Jean-Paul Sartre. (López Castellón, 1988: 43). El abismo de Baudelaire, al igual que la náusea sartriana, constituye la experiencia emotiva de lo gratuito de la existencia. La vida humana no se fundamenta en la razón, pues si fuera así, tendría un sentido determinado por la categoría de necesidad, por medio de una necesidad lógica y racional. Por el contrario, la vida se manifiesta por su contingencia, lo cual implica que lo que “es” podría “no ser”, la existencia humana se manifiesta como algo gratuito que carece de razón de ser, de tal modo, que se produce la perfecta equivalencia de las posibilidades existenciales. En el fragmento 72 de sus Pensamientos dice Pascal:

 

Desde la visión de estos infinitos, todos los finitos son equivalentes; y no veo por qué asentar la imaginación más en uno que en otro. La sola comparación que hacemos de nosotros con lo finito nos entristece (Pascal, 1972:33).

 

El abismo condena al hombre a la inacción y a la imposibilidad de elegir de manera racional entre las diferentes opciones existenciales. Este abismo ejerce sobre el hombre una atracción a la que es difícil escapar, lo cual incrementa el horror por la caída. El abismo convierte la vida en una caída que produce en el yo un terror indescriptible causado por la sensación de degradación, el descenso hacia la nada o la pérdida de toda referencia a una identidad personal estable y permanente. El individuo que sufre la experiencia del abismo pierde el timón de su vida, siente un vértigo que conduce a una emoción que refleja la caída que produce una desmoralización permanente. El vértigo ante el abismo, en Baudelaire, tiene algunos aspectos fundamentales relacionados con la filosofía trágica de Pascal. Según este pensador francés, la grandeza humana equivale a la conciencia que tiene de su propia miseria.

Excluido del paraíso, el hombre se convierte en un viajero que ha perdido la identidad que le vinculaba a una tierra y una comunidad determinada. La vida se convierte en un viaje interminable y el hombre está condenado a ser un eterno caminante que busca un ideal que no se encuentra en este mundo. El poeta concibe la vida como un viaje y su identidad se va enriqueciendo en el proceso mismo del viaje, de modo que toda su existencia está determinada por un viaje que da sentido a la vida, y, por otra parte, en el proceso del viaje se oculta el sentido como un secreto que sólo se revela al final de un proceso irreversible y sin retorno. La única facultad que detenta el hombre para volver al pasado es la memoria que permite al poeta salvaguardar una identidad que nunca se detiene satisfecha en la medida en que lo que persigue no existe en este mundo. El hombre no conoce el objeto real de su deseo y lo llama de diversas maneras -la flor azul, el país de jauja - con lo cual, lo que ama es precisamente lo que más desconoce y se aleja del mundo real en el que vive.

Gérard de Nerval es el único en avanzar hasta el país que no tiene retorno, transgrediendo los límites de la conciencia a través del sueño y la locura. Baudelaire descubre dentro de sí mismo la profundidad del abismo. La experiencia del abismo consiste en la toma de conciencia del mal. El abismo surge de la conciencia que tiene el alma de su propia impotencia para recuperar la unidad o la inocencia perdida. Baudelaire concluye que todo es abismo, es decir, deterioro y destrucción. Georges Bataille (1957) en su obra La Literatura y el Mal desarrolla una crítica a la interpretación que realiza Sartre de la obra de Baudelaire, y al igual que Maurice Blanchot, Bataille considera que Sartre no logra captar el verdadero poder liberador de la poesía baudelairiana, el efecto emancipador y renovador de la experiencia estética que Baudelaire trata de transmitirnos a través de su poesía. Georges Bataille reivindica contra Sartre a Baudelaire como poeta original que alcanza la soberanía a través de su fascinación por la experiencia del mal y de lo imposible.

 

La vida como juego en Baudelaire y las vanguardias

A pesar de las similitudes entre el poeta y el trapero, la actividad del “flâneur” no es un trabajo (asalariado) sino un juego (gratuito). El placer de caminar sin rumbo equivale al placer de jugar. El juego como el caminar es un fin en sí mismo que carece de metas o propósitos externos o impuestos desde el exterior. El “flâneur” se comporta como un niño que juega y que sueña. La ciudad se convierte para el “flâneur” en un campo de juego. Esta es la tesis que defiende Zygmunt Bauman: la libertad para este autor constituye el principio fundamental de la moral y de la estética en la medida que ambas excluyen toda relación de instrumentalidad (Tester, K, 1994, 142). Además de Nietzsche, es preciso considerar el énfasis en el concepto de juego como categoría estética, por parte de Friedrich Schiller:

 

Hasta la decimoquinta de sus Cartas sobre la Educación del hombre no aparece aquella frase a la que tiende todo este tratado (…) Esta famosa tesis es: “expresado con toda brevedad, el hombre sólo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es enteramente hombre cuando juega (…) El arte nos enseña que las cosas importantes de la vida, el amor, la amistad, la religión y hasta el propio arte, tienen su fin en sí mismas, que su sentido no es, ante todo, servir a otro fin funcional (…) El juego del arte anima al hombre a jugar con todas sus fuerzas (Safranski, 2009: 42-45).

 

Para la estética del dandismo de Baudelaire, la vida es un juego, en el que es indiferente ganar o perder (López Castellón, 1988: 42). No obstante, el juego del arte, para Baudelaire, no queda totalmente sujeto al azar, sino a la decisión voluntaria y consciente de someterse a las normas del arte que no reflejan ninguna moral de carácter universal. El artista moderno, no está sujeto a ninguna ley externa o trascendente, sino que busca satisfacer su necesidad interna de armonía y de poder simbólico o poético sobre su destino. Baudelaire sufre en su interior el destino de los desheredados, de los huérfanos, sin patria, sin hogar, sin familia. No existe ninguna razón que explique la caída del artista en el anonimato, ni el destino de los derrotados, marginados y vencidos, que no ven ninguna tierra firme, donde asentar sus vidas. 

Sygmunt Bauman relaciona el viaje del flâneur con la acción de jugar que se distingue de la acción moral por su carácter no obligatorio. La moralidad presupone la posibilidad de unas normas subjetivas que sean válidas para toda la humanidad. En cambio, la estética presupone la posibilidad de transgredir todas las normas morales o sociales con el fin de afirmar una mayor libertad del artista, la cual no depende de ninguna trascendencia que limite su poder creador. La libertad del flâneur consiste en participar en un juego que proporciona la expectativa de grandes placeres que la vida cotidiana no nos ofrece. Es el placer de empezar de nuevo la aventura de la vida. La vida como juego permite al flâneur superar las frustraciones del pasado y descubrir por sí mismo experiencias nuevas.

Su mirada es gratuita como las reglas de un juego que sólo se aceptan libremente y sin compromiso. El “flâneur” que juega a “mirar sin ser visto” aprovecha su anonimato para franquear los límites entre lo público y lo privado, entre la vida y el arte. El mundo entero está sometido a su mirada orgullosa y despótica. Nada puede detenerle en su búsqueda incesante de lo nuevo y de lo desconocido. El juego es una actividad que todos podemos practicar: todos los hombres tienen la capacidad de jugar y de disfrutar a través del juego. El juego del flâneur consiste en viajar, lo cual equivale a extender las cualidades del juego a toda la existencia y a considerar el mundo como un campo de juego (Tester, K, 1994: 145). El arte se convierte en un juego que carece de fines prácticos y al igual que el flâneur que camina sin rumbo y sin metas, el arte convierte la vida en un juego que carece de finalidad y de un sentido teleológico instrumental. El arte considerado como un juego gratuito que corresponde a la libertad sin límites del artista es un rasgo que define el arte moderno a partir de Baudelaire y más tarde, las vanguardias.

Todas estas vanguardias artísticas, incluidas el dadaísmo y el surrealismo, tienen tres puntos en común: el abandono de la estética naturalista del siglo XIX, el descubrimiento de una conciencia de la modernidad, es decir, del carácter efímero y transitorio de la belleza moderna, tal como lo había anunciado Baudelaire y, por último, la disolución del yo romántico. Sin embargo, las vanguardias artísticas retoman la idea de aventura romántica hacia lo desconocido y se oponen totalmente al orden establecido de la sociedad burguesa.

El arte moderno tiene vocación ingeniosa, como sostiene José Antonio Marina (1992) en su obra Elogio y Refutación del Ingenio, sin embargo, no es suficiente el ingenio para explicar todo el arte moderno y menos aún las vanguardias. La vocación de las vanguardias es fundamentalmente de ruptura absoluta con el pasado y la tradición y la búsqueda de la novedad por encima del valor de belleza y de verdad. El arte moderno tiene una función emancipadora, pues libera al individuo de las normas y las reglas de la tradición, pero también se plantea desvelar una realidad esencial que permanece oculta en la vida cotidiana.

El tema del artista marginado e incomprendido está presente ya en Baudelaire y en el mundo de la bohemia. No todo en el arte moderno, por tanto, es una fiesta de ingeniosidades que liberan al hombre de la angustia de vivir, sino también un reflejo del malestar de la cultura y de la civilización. Esta misma angustia por la existencia en este mundo es lo que motiva el deseo del viaje romántico, que persiste a través del Surrealismo que busca a través de los sueños y de lo maravilloso escapar a lo cotidiano para buscar lo nuevo y lo inesperado: la belleza extraña e insólita que destruye la visión del arte tradicional.

Antoine Compagnon distingue, en su obra Las Cinco Paradojas de la Modernidad, tres etapas de la modernidad: En primer lugar, la modernidad como “ruptura con la tradición”; En segundo lugar, la modernidad entendida como “tradición de la ruptura”, es decir, el arte moderno que culmina con las vanguardias artísticas del siglo XX. En tercer lugar, la “tradición de la modernidad” que implica un esfuerzo por conectar con los orígenes de la modernidad, es decir, con los autores y las ideas esenciales de una época que se ha desvanecido en el aire. Con Walter Benjamin, comenta Antoine Compagnon, accedemos a una mejor comprensión de la modernidad desvinculada de la idea de progreso, como expresión más bien de la melancolía y de la ironía:

 

Con Benjamin, hay que preguntarse si la verdadera historia de la modernidad no es más bien aquella de los saldos de la evolución, de los vencidos, de aquellos que no han aportado (aún) nada, de los orígenes suspendidos, de los fracasados del progreso (…) La tradición de la negación opone otros valores a los valores; la negación de la tradición es la ironía y la melancolía de Poe o de Baudelaire, sin esperanza (Compagnon, 2010: 46-47).

 

La modernidad como tradición que no puede ser recuperada en su integridad remite a la propia experiencia de la modernidad que se manifiesta como lo fragmentado, efímero e insignificante. La modernidad de Baudelaire consiste en haber conectado con las partes más tenebrosas e inquietantes del alma, con los sueños y la sexualidad. La aventura baudelairiana preconiza el encuentro azaroso e involuntario que hunde sus raíces en el subconsciente. Las conexiones entre Baudelaire y el inconsciente freudiano ha sido ampliamente tratado, concretamente en la obra de Leo Bersani (1981) titulado Baudelaire y Freud.  No obstante, las raíces de esta visión del poeta moderno inmerso en un viaje a las profundidades del yo se remontan al romanticismo. Las raíces del surrealismo como señala Marcel Raymond se sitúan en la poesía simbólica de Baudelaire y asimismo en la idea del viaje romántico.

André Breton se aleja en 1924 del dadaísmo a través de su Primer Manifiesto del Surrealismo, donde anuncia “una nueva ola ofensiva; olas de sueños, deseos de maravillas y de poesía integral, gritos de odio contra lo que es, aspiraciones hacia una libertad total del espíritu” (Raymond, 2002: 241). La palabra revolución es retomada por el Surrealismo en el mismo sentido en que Rimbaud había afirmado “Hay que ser absolutamente moderno”. El Surrealismo es definido como un método de escritura que recibe el nombre de escritura automática. Recordemos la definición de “Surrealismo” que apareció en El Primer Manifiesto Surrealista de 1924:

 

SURREALISMO, n. m. Automatismo psíquico puro a través del cual se pretende expresar, tanto de palabra como por escrito, el auténtico funcionamiento del pensamiento. El pensamiento dictado en ausencia de cualquier control que pudiera ejercer la mente y libre de cualquier preocupación estética o moral (Stangos, 2000:107).

 

El automatismo de inspiración freudiana, era el medio que Breton consideraba el más perfecto para llegar al inconsciente y destapar los deseos más poderosos e irracionales del hombre. El automatismo de Breton, en contra del psicoanálisis de Freud, pretende reivindicar, en contra del dominio consciente de la razón, la libertad de los deseos como expresión pura del estado primitivo y de lo maravilloso. A través del automatismo, Breton no sólo libera al artista del modelo exterior de la naturaleza, sino también de las leyes de la composición tradicional basada en la perspectiva renacentista. También se rompe con las ideas del genio que crea a partir de la nada su obra de arte y la figura del artista que crea a partir de materiales inútiles e insignificantes la sensación de lo nuevo. El surrealismo recurre al azar objetivo como una vía de acceso a lo maravilloso que está en la realidad, pero que escapa a la lógica y a lo previsible. El sentido de la obra se desvela como un misterio que solamente puede descifrar el hombre que ha logrado escapar a la tiranía de la razón a través del amor, la locura y los sueños.

Con ocasión del encuentro de Breton con Nadja en 1926 surge el escenario místico de los encuentros fortuitos y del azar objetivo. En 1926, Breton encuentra a Nadja por la calle, exactamente en la Rue Lafayette, y se siente fascinado por su mirada “¿quién eres? Ella responde: Soy el alma errante”. (Jiménez Frontín, 1978: 78) El amor surrealista parte de la disponibilidad del espíritu ante lo imprevisto maravilloso en cualquier circunstancia o lugar. Para los surrealistas, la realidad está llena de mensajes que sólo el hombre atento y disponible es capaz de descifrar. Los encuentros intrascendentes y mundanos son la puerta de un mundo imaginario y maravilloso. Durante algunas semanas, André Breton y Nadja se encuentran por las calles de París sin previa cita, a través del azar objetivo, en un estado de excitación y de trance alucinatorio. Breton descubre la experiencia del amor loco, del amor fatal, pasional y desmedido, en medio de la calle, en medio de las miradas indiferentes, y de la muerte que acecha al transeúnte que atraviesa el bulevar. La aventura Surrealista tiene como referente el bulevar de Baudelaire como se pone de manifiesto en las primeras líneas de Los campos Magnéticos (1921), obra de Breton y de Soupault:

 

Pero nada más desolador que esa luz que fluye suavemente sobre los tejados a las cinco de la mañana. Las calles se apartan silenciosamente y los bulevares se animan: un paseante rezagado sonríe junto a nosotros. No ha visto nuestros ojos llenos de vértigo y pasa dulcemente. Son los rumores de los carros de los lecheros. los que disipan nuestro entumecimiento y los pájaros suben al cielo, en busca de un alimento divino (Raymond, 2002, p. 242-243).

 

La íntima relación entre Baudelaire y los Surrealistas es demostrado de manera magistral en la obra de Marcel Raymond titulado De Baudelaire al Surrealismo. La aventura de Baudelaire es continuada por los Surrealistas que buscan lo nuevo y lo insólito en el interior de la vida moderna, es decir, a través de imágenes contradictorias que producen la sensación de lo nuevo. Ya hemos hecho referencia al bulevar donde se desarrollan todas las contradicciones de la vida moderna y donde surge la poesía de la modernidad. El poeta moderno pierde su aureola en medio de la calzada, pero descubre en cambio que también existe una belleza particular en lugares poco poéticos. Se trata de la belleza moderna que escapa a la razón y que aparece de manera azarosa en medio del tráfico.

La experiencia de la modernidad que describe Baudelaire, por tanto, deja abierta la posibilidad de que cualquier hombre dotado de imaginación pueda continuar el viaje del flâneur. Baudelaire abrió las puertas de una nueva vía poética que habrán de recorrer Verlaine, Rimbaud y Mallarmé y que llegará hasta los Surrealistas. Baudelaire inaugura la pasión moderna por la novedad y nos muestra las puertas que abren a lo desconocido. En el último aforismo de Humano demasiado humano expone Nietzsche la actitud viajera del filósofo ante la vida:

 

El que quiere llegar en cierta medida a la libertad de la razón no tiene derecho, durante cierto tiempo, a sentirse sobre la tierra otra cosa que un viajero, y ni siquiera un viajero hacia un paraje determinado, pues no tiene dirección. Pero se propondrá observar y conservar los ojos abiertos para todo lo que pasa en el mundo; por eso no puede ligar fuertemente su corazón a nada particular; es preciso que haya siempre en él algo del viajero que encuentra su placer en el cambio y en el paisaje (López Castellón, 2004: 7-8).

 

Baudelaire continúa en cierto sentido la tradición romántica que se preocupa por el ideal perdido. El viaje moderno que no tiene un principio ni un fin absoluto, implica una búsqueda interminable de la belleza por parte del poeta moderno, el cual no encuentra un lugar de descanso en este mundo. La búsqueda incesante de un ideal perdido para siempre constituye el origen de la experiencia de la modernidad. El sentimiento de extrañamiento y de choque que produce la atmósfera turbulenta de la gran ciudad en el alma humana. Esta sensación de desarraigo causado por la turbulencia de las ciudades determina la atmósfera en la que nace la sensibilidad moderna.

 

El genio de Dalí y la participación en la locura

La obra de Dalí se parece hasta cierto punto a la locura del Quijote en que no destruye nuestra visión de la realidad, sino que la deja intacta, es decir, no consigue, al igual que el Quijote, hacernos creer que los molinos de viento en realidad son gigantes, ni que la bacía de barbero es en realidad el yelmo de Mambrino. El Quijote, al igual que Dalí, se mueve en un mundo imaginario que no se corresponde con la realidad, sin embargo, en la obra de Dalí se percibe, a diferencia de la de Cervantes, una participación en la locura quijotesca. No obstante, Dalí no renuncia a sacar partido económico del producto de su actividad artística y, en vez de ser un loco del que todos se ríen, es él quien se ríe y desprecia el mundo con lo cual demuestra que no está tan loco. Dalí tampoco renuncia a cambiar la vida de los hombres a través del arte, como Don Quijote cambia la vida de los que le rodean. Dalí permite revelar a través de su obra una conciencia de la locura que se opone a la razón y que Don Quijote no descubre hasta el final de su vida y que nos revela el fondo desconocido del psiquismo descubierto por Freud, donde los sueños y los deseos se confrontan con la realidad.

La obra de Dalí no se propone usurpar la realidad, sino que propone otra realidad diferente de la que conocemos. Y desde este punto de vista, no se acerca tanto a la visión subjetiva y desgarradora del expresionismo, sino mucho más a la serenidad de las formas que venera el cubismo. Dalí tiene en común con el cubismo el interés por acercar el arte a la ciencia. Sin embargo, se distancia del cubismo, pero de una manera más clara del arte abstracto por el hecho de que el Surrealismo, y asimismo la obra pictórica de Dalí, se caracteriza por ser de manera explícita un arte figurativo:

 

Lo abstracto, y en particular lo abstracto geométrico o constructivista, no cabe en la naturaleza del surrealismo, cuyos extremos menos figurativos, Arp y Miró, se hallan muy lejos de poder ser clasificados como abstractos. Esto es así porque no se puede ser surrealista sin comprometerse de algún modo en una representación (Micheli, 1993: 161).

 

El Surrealismo “se desgaja, históricamente, como fruto maduro del árbol de dada” (Jiménez Frontín, 1978: 9). Sin embargo, el movimiento surrealista no es hijo exclusivo de Dadá, sino, ante todo, hijo de la sensibilidad de la época donde se entrecruzan diversas influencias como el cubismo, sobre todo entre franceses e ingleses, mientras que en la vanguardia española se hizo sentir más la influencia del futurismo de Fillipo Tommaso Marinetti (Jiménez Frontín, 1978). Dalí, al igual que el Surrealismo respecto del dadaísmo, también debe ser considerado como un fruto maduro del Surrealismo, sin embargo, no su hijo exclusivo. Dalí se opone al método del “automatismo psíquico” propio del movimiento surrealista: el primer ensayo de escritura automática surge de la colaboración de Breton y de Soupault en su obra de 1920 Los Campos Magnéticos.

En su lugar, Dalí propone otro método que denomina “Paranoico crítico”. Sin embargo, al igual que el Método de la escritura automática del surrealismo de Breton y de Soupault, el método paranoico crítico de Dalí incide en la importancia de la experiencia psíquica en el proceso de creación del artista, lo cual no sólo acerca el arte a la vida, sino que permite también delimitar el ámbito de experimentación del arte de una manera más precisa que en otras vanguardias artísticas del siglo XX. Desde este punto de vista, se puede comprender la diversidad de influencias en Dalí, como el impresionismo, el cubismo y el surrealismo, en función del espíritu de experimentación de todas las vanguardias del siglo XX.  

1924 es la fecha de fundación oficial del movimiento surrealista en torno a la figura de André Breton, que publica ese mismo año, en 1924, el Manifiesto del Surrealismo, donde se da a conocer como el teórico lúcido y riguroso de un nuevo arte de vivir. La palabra Surrealismo apareció por primera vez bajo el título de la obra Les mamelles de Tiresias de Apollinaire, calificado por él de “drama surrealista”. Fue en la casa de Apollinaire, el teórico del cubismo, donde se encontraron André Breton, Philippe Soupault y Louis Aragon, lo cual nos revela el carácter manifiestamente literario del Surrealismo en sus inicios. Ellos crean juntos en 1919 la revista Literatura donde aparecen publicadas las Poesías de Lautréamont, y paradójicamente, textos de Gide y de Valéry.

En esta época Breton entra en contacto con Tristan Tzara, que en Suiza crea el movimiento Dada. Después de su ruptura con Dada en 1921, a raíz del “proceso Barrés”, Breton incluye en su grupo a otros escritores como Paul Eluard, Robert Desnos y Benjamín Peret. Para Apollinaire, el Surrealismo es exclusivamente un hecho poético, un nuevo método de invención literaria. Apollinaire había sido capaz de asociar el cubismo con la pintura y también con la poesía. Breton en El manifiesto del Surrealismo proclamaba el surrealismo como movimiento literario y, únicamente mencionaba la pintura en una nota a pie de página (Stangos, 1997).

Breton solventará esta ausencia de la pintura en su primer manifiesto escribiendo más tarde, en 1928, El Surrealismo y la pintura. Los artículos que aparecieron en La Révolution Surréaliste a partir de 1925, donde discutía la obra de Chirico, Picasso y Braque, además de los pintores que forjaron los lazos más fuertes entre el surrealismo y la pintura, Max Ernst, Man Ray y Masson, terminan conformando la obra El Surrealismo y la Pintura en 1928, donde también incluyó a Arp, Miró y Tanguy (Stangos, 1997). En Génesis y Perspectiva artísticas del Surrealismo, de 1941, Breton distingue entre dos caminos diferentes que se abrían al surrealismo: El automatismo y la expresión de los sueños.

Breton en esta obra defiende el automatismo en contra precisamente de la otra vía abierta por el Surrealismo, la expresión de los sueños, lo cual manifestaba un poco su mala experiencia de su encuentro en el pasado con Freud, pero sobre todo su oposición a Dalí: “la fijación de las imágenes de los sueños mediante el trompe-l’oeil, de la que según él había abusado Dalí y corría el peligro de desacreditar el surrealismo” (Stangos, 1997: 111). 1929, que corresponde al periodo razonador o fase política del Surrealismo, resalta por ser el año de ingreso de Dalí en el movimiento surrealista liderado por André Breton y de su participación en la película El Perro Andaluz (1929) que hizo con Buñuel. Pero hacia 1936 fue expulsado del movimiento surrealista no solamente por sus diferencias metodológicas con André Breton, sino también por su total indiferencia política, en una época de gran actividad política del Surrealismo (Stangos, 1997).

La distinción que hace Breton entre automatismo y sueños no se aplica de manera rigurosa a la pintura surrealista (Stangos, 1997). No obstante, lo que parece más interesante para nuestro propósito no es tanto esta distinción como el influjo del surrealismo a través de su “escritura automática” en la pintura. Breton defiende contra la opinión de Pierre Naville de que sí existe una pintura surrealista en su obra de 1928, El Surrealismo y la Pintura: “La obra plástica, para responder a la necesidad de revisión absoluta de los valores reales sobre los que hoy todos los espíritus están de acuerdo, se inspira, pues, en un modelo interior o no podrá existir” (Micheli, 1993: 157). La interioridad a la que se refiere Breton no es la de Kandinsky, se acerca más a la de Paul Klee y a la de algunos expresionistas, pero su verdadera fuente de inspiración es el viaje de Baudelaire hacia lo nuevo, que los surrealistas conciben como lo maravilloso (Micheli, 1993). Desde este punto de vista no sólo se busca la fusión del sueño con la realidad, sino también la fusión entre el automatismo y el sueño, que negará más tarde Breton y que, sin embargo, fue reivindicado en el poema de Apollinaire Onirocritique de 1908 (Micheli, 1993).

La pintura surrealista se plantea como primer reto encontrar un método propio para la pintura que corresponda con el automatismo psíquico de André Breton aplicado a la literatura. Fue Max Ernst quien descubre el equivalente del automatismo en la pintura. En 1925 Max Ernst “descubrió el Frottage, al que define como el auténtico equivalente de lo que ya se conoce con el término escritura automática” (Stangos, 2000: 110).

Este método permitía al creador asistir pasivamente como “espectador al nacimiento de su obra”, sin ejercer un control consciente de los objetivos estético o morales de la obra de arte. Desde este punto de vista, el Frottage, que consiste en sustituir el pincel del pintor por otros materiales que se frotan y que dejan una serie de imágenes inesperadas sobre el lienzo, era también una forma de interrogar a la materia y de estimular las facultades meditativas y alucinatorias del artista (Micheli, 1993: 160). Me gustaría resaltar que este elemento de sorpresa que escapa al control del artista es precisamente lo que pretendía introducir el automatismo en la pintura a través del frottage de Max Ernst, sin embargo, subyace un deseo más fuerte en el Surrealismo de desvelar la realidad que se esconde detrás de las apariencias y que pone en cuestión los valores humanistas de la civilización occidental. Las vanguardias artísticas, como el cubismo, el futurismo, el surrealismo, se distinguen del pasado no sólo por intentar reformar el mundo existente, sino también por intentar construir un mundo diferente.

La frase de Rimbaud: “Il faut être absolument moderne”, hace referencia al deseo imperioso de cambiarlo todo, de cambiar la vida de raíz sin ningún pesar por el pasado, con la mirada puesta en lo nuevo. La novedad constituye el objetivo principal de las vanguardias en la medida en que suponen cada una de ellas una ruptura radical con la tradición, sin embargo, esta visión progresista de las vanguardias no debe hacernos olvidar el elemento crítico, como defiende Adorno en su Teoría Estética, que aparece muy ligado a las vanguardias. El Surrealismo, desde este punto de vista, recoge el desencanto social y el descontento con el mundo burgués que había manifestado el dadaísmo. La novedad emparentada con lo insólito y lo inesperado es un aspecto muy presente en la estética de Baudelaire, pero los surrealistas lo adoptan a través de la definición de belleza de Lautréamont: “Tan bello como el encuentro casual, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas” (En Stangos, 2000: 109).

Dalí vuelve a hacer uso de esta imagen de la belleza que surge del encuentro azaroso entre dos realidades extrañas al final de su obra El Mito Trágico de “El Angelus de Millet”: “¡El Angelus de Millet, hermoso, como el encuentro fortuito en una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas!” (Dalí, 1998: 185)

No obstante, es conveniente para comprender la ruptura de las vanguardias tener en cuenta no sólo el plano de lo novedoso e inesperado, sino también el esfuerzo del arte moderno y especialmente del Surrealismo, por desvelar una realidad que permanece oculta en la vida diaria y cotidiana. Esta realidad son los sueños, donde se alojan nuestros deseos más profundos y que pueden conducir a la locura, es decir, a influir en nuestra percepción de la realidad. Desde este punto de vista, el automatismo que propone el Surrealismo es una revolución que en principio sólo tiene lugar en el espacio de lo psíquico, en el mismo sentido en que para Nietzsche, el eterno retorno es considerado como un experimento mental con grandes repercusiones en nuestra visión de la realidad. No obstante, el automatismo no era del todo satisfactorio para Dalí en la medida en que implicaba renunciar a la parte consciente del artista, es decir, a la parte voluntaria y crítica del arte que permite al genio desarrollar su creatividad. Dalí no puede aceptar las consecuencias del automatismo según la descripción que hace Breton en el Manifiesto Surrealista de 1924:

 

Entrad en el estado más pasivo, o receptivo, de que seáis capaces. Prescindir de vuestro genio, de vuestro talento, y del genio y del talento de los demás. Decíos hasta empaparos de ello que la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes. Escribid deprisa, sin tema preconcebido, escribid lo suficientemente deprisa para no poder refrenaros, y para no tener la tentación de leer lo escrito (…) Si el silencio amenaza, debido a que habéis cometido una falta, falta que podemos llamar “falta de inatención”, interrumpid sin la menor vacilación. A continuación de la palabra que os parezca de origen sospechoso poned una letra cualquiera, la letra l, por ejemplo, siempre la l, y al imponer esta inicial a la palabra siguiente conseguiréis que de nuevo vuelva a imperar la arbitrariedad (Micheli, 1993: 155).

 

Este método vuelve a plantear en el terreno del arte la cuestión de la inspiración, eje fundamental del Romanticismo. Pero esta inspiración, para los surrealistas surge específicamente del azar, y no realmente de la poesía consciente como sostenían los simbolistas franceses y desde este punto de vista, Dalí recupera el poder simbólico y sugestivo del arte que potencia el genio creador, el cual no se deja arrastrar por la naturaleza informe y oscura de los deseos humanos, sino que trata de transformar los sueños en una obra de arte. Desde este punto de vista, Dalí es fiel al primer manifiesto del Surrealismo de Breton en 1924 donde afirmaba: “Sólo lo maravilloso es bello” (En Raymond, 2002: 257).

El espíritu crítico de Dalí le permite comprender las insuficiencias del automatismo que tan bien había expresado Louis Aragon con estas palabras de 1928: “Si escribís, siguiendo un método surrealista, tristes imbecilidades, serán siempre tristes imbecilidades. Sin excusas” (En Raymond, 2002: 256). Esta frase de Louis Aragon yo la entiendo como una defensa del surrealismo que se fundamenta en el genio y en el talento individual mucho más que en el método y la técnica. No todos podemos llegar a ser genios como Dalí y él lo sabía, y no estaba dispuesto como insistía Breton a renunciar a su genialidad.

 

El fin de la belleza y de las vanguardias artísticas

Baudelaire utiliza el mismo método para juzgar un cuadro de Delacroix, una caricatura de Daumier, una novela de Flaubert o una obertura de Wagner. Dicho método se basa en la experiencia que nos proporcionan las obras individuales, de forma que son excluidos los sistemas y las hipótesis a priori en la crítica baudelairiana. Situándose en el horizonte abierto por Diderot y más tarde, Sainte-Beuve y Stendhal, Baudelaire introduce importantes innovaciones en la crítica de arte.

Baudelaire considera la crítica, al igual que Diderot, como una actividad filosófica, sin embargo, no la identifica con la filosofía “aplicada”, sino con el estudio del arte y de la literatura en su particularidad. La tarea del crítico consiste en traducir su experiencia del encuentro con una obra de arte, tratando de captar los rasgos más característicos del artista a través de su obra. El crítico debe ser capaz de captar lo que distingue a cada artista de todos los demás, es decir, su temperamento, lo que define la individualidad y la originalidad de cada artista. Aunque el concepto de genio está presente en la obra de Baudelaire, sin embargo, su culto al arte le hace tomar cierta distancia respecto al romanticismo y a su culto a la naturaleza. El artista, según Baudelaire, se distingue por su poder de imaginación que le permite transformar la naturaleza en una obra de arte.

Baudelaire, después de Diderot, es un precursor de la “crítica artística” que se deriva de la unidad romántica entre los sentidos y las artes. Baudelaire se opone a la crítica abstracta, “fría y algebraica”, y propone a cambio una crítica “amena y poética”. En su artículo sobre Wagner, Baudelaire afirma que el poeta es el mejor crítico, pero niega a continuación que el crítico pueda convertirse en un poeta. Sin embargo, el poeta que se convierte en crítico, debe intentar traducir la experiencia singular que desencadena una obra de arte, tomando como punto de referencia su propia sensibilidad e imaginación. Con lo cual, la crítica se convierte en un ejercicio consciente de traducción de una experiencia singular e irrepetible, pero que puede ser transmitida al lector mediante el poder sugerente y evocador del lenguaje poético.

Baudelaire, a través de la crítica de arte, no sólo pone de manifiesto su gusto y sus preferencias estéticas, sino también su propia teoría de la modernidad, con la cual se abren nuevos horizontes en el terreno del arte y de la poesía. Baudelaire deriva su teoría de la imaginación creativa de Coleridge que asocia la imaginación con la creación de lo nuevo a partir de los elementos dispersos de la naturaleza. Tanto para Baudelaire como para Coleridge, la imaginación como un poder independiente de Dios capaz de crear lo nuevo. Esta capacidad del artista de crear lo nuevo mediante la imaginación y los materiales dispersos de la naturaleza convierten a Baudelaire en un precursor de las vanguardias artísticas y literarias. El poeta, al igual que el trapero, recoge y rescata lo que la ciudad rechaza, lo que la razón excluye, es decir, lo oculto que se esconde en las profundidades del inconsciente: los sueños, la sexualidad, el crimen, la fantasía.

Baudelaire a pesar de defender lo nuevo en contra de la tradición, sin embargo, sigue bastante fiel aún a las formas poéticas tradicionales. Su ruptura con el pasado no es tan radical como es el caso de las vanguardias del siglo XX. A pesar de afirmar la libertad absoluta del artista para tratar de cualquier motivo o tema, sin embargo, Baudelaire no realiza una revolución formal en el ámbito poético. Los pequeños poemas en prosa de Baudelaire no constituyen, según los críticos, una verdadera revolución formal. Baudelaire rehabilita el culto romántico a la forma, lo cual pone de manifiesto los límites insuperables de la poesía romántica en el terreno formal. Si exceptuamos el recurso ocasional del verso impar, Baudelaire se atiene a los metros clásicos y al gusto por los metros pares (octosílabos, decasílabos y alejandrinos) (Rincé, 1984). Rimbaud llega incluso a criticar su gusto por la forma como algo mezquino. Son las vanguardias artísticas y de una manera más profunda, las artes visuales del siglo XX (la pintura y la escultura), las encargadas de revolucionar la concepción del espacio y la visión tradicional del arte.

La verdadera modernidad de Baudelaire, no se produce en el plano formal, sino en el plano de la imaginación poética (Rincé, 1984). Su auténtica revolución poética se refiere al poder sugerente y evocador de las imágenes poéticas que despiertan el deseo de evasión y de rebelión. El arte moderno, a partir de Baudelaire, liberado de su función mimética, es decir, habiendo superado el deber de imitar y de reproducir la realidad, asume ahora el papel de creador de una nueva realidad. La imaginación descompone toda la creación y con los materiales amasados crea un mundo nuevo o, mejor dicho, crea la sensación de lo nuevo.

La novedad es el núcleo central de la modernidad estética de Baudelaire y posiblemente también su más importante legado al arte vanguardista del siglo XX. Esta experiencia de la modernidad que pone al artista en contacto con la vida tumultuosa de la ciudad desemboca en la pérdida de identidad del sujeto y en el nacimiento de lo fragmentario y de lo inacabado. Baudelaire transmite el fracaso del ideal de belleza a las generaciones venideras como una condición del arte moderno que termina asumiendo tanto el azar como la libertad sin límites del artista. Las vanguardias artísticas y literarias retoman el sentido de la modernidad de Baudelaire como un viaje sin retorno que convierte a la vida moderna en una obra abierta y sin fin. Uno de los objetivos primordiales de las vanguardias es acercar el arte a la vida, lo cual tuvo como consecuencia la caída de la belleza espiritual.

Sin embargo, esta idea de modernidad que permite trazar una cierta continuidad entre Baudelaire y las vanguardias, en realidad no nos autoriza a introducir sin reservas a Baudelaire en los movimientos vanguardistas del siglo XX. La estética de Baudelaire se aproxima más al impresionismo que precede a las vanguardias. Baudelaire se distingue por estar encerrado en su propia subjetividad. Las únicas correspondencias que Baudelaire descubre en la naturaleza son las sinestesias, que permiten relacionar los distintos registros sensoriales (la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto) y afirmar la unidad profunda y tenebrosa entre las distintas sensaciones.

Las sinestesias revelan el carácter sensitivo y sensual del universo poético de Baudelaire. Las sinestesias además reflejan la unidad entre las distintas artes: la pintura, la música y la poesía. La poesía tiene en común con la música el sonido y el ritmo y con la pintura las imágenes. Hugo es descrito por Baudelaire como un pintor en poesía y Delacroix como un poeta en pintura. Wagner sobresale, según Baudelaire, como pintor del espacio y de la profundidad. A pesar de esta unidad profunda entre los sentidos, la poesía de Baudelaire es esencialmente visual. El predominio de la vista en la obra de Baudelaire, le convierte, como diría Rimbaud, en un visionario.

Baudelaire descubre en la obra de Constantin Guys la pintura de la vida moderna que desarrollará más tarde el grupo de los impresionistas: Manet, Degas, Renoir y Toulouse-Lautrec. Baudelaire es un poeta impresionista en la medida en que no se interesa por la naturaleza en sí misma, sino por las impresiones que ésta le produce en el alma. Pero Baudelaire busca, sobre todo, a través del arte preservar la unidad espiritual del alma. Baudelaire, además de la autonomía del arte, defiende las aspiraciones espirituales del alma recurriendo a la tradición del ocultismo y concretamente a Swedenborg.

Baudelaire elabora su estética de la modernidad sobre las ruinas de los valores cristianos y desde este punto de vista, reivindica los valores paganos a través de la doctrina del arte por el arte. El arte por el arte es un movimiento estético que surge en Francia en el contexto de la crisis de la poesía romántica en torno a la segunda mitad del siglo XIX. Uno de los aspectos característicos de Baudelaire es la insolencia sin caer en la vulgaridad y el uso de un lenguaje provocador y chocante para la moral burguesa, que será típico de muchas vanguardias. Pensemos simplemente en la violencia que raya lo absurdo del Dadaísmo o bien en los colores violentos del fauvismo o incluso en la deformación violenta y la exageración del expresionismo.

Como consecuencia de la crisis del ideal romántico de unidad y de armonía del yo con el mundo se impone una corriente combativa del romanticismo que reivindica los valores del individualismo y de la libertad sin límites. Tanto Baudelaire como las vanguardias reflejan modos diferentes de respuesta a una crisis profunda de valores. La palabra “crisis”, por tanto, define la situación de Baudelaire y la de las vanguardias; en conflicto con la sociedad y el público, los artistas buscan intencionadamente llamar la atención mediante la provocación y el gusto gratuito de sorprender a través de la originalidad. Lo que a mi juicio comparte Baudelaire con las vanguardias es la reacción contra los valores racionales y universales de la Ilustración. La “crisis” que padece Baudelaire y que se agudiza con las vanguardias es la crisis de la razón que introduce en la historia los valores individualistas de origen romántico.

La historia de la estética, como historia de la sensibilidad, se distingue de la historia de la Razón, la cual hemos identificado quizá erróneamente con el progreso, por no ser una historia lineal, sino una historia llena de discontinuidades y de rupturas (Jiménez, 1997). Esta visión del arte y de la sensibilidad como ruptura respecto a la tradición y al orden de la razón es una idea romántica que predomina en el espíritu del arte moderno y contemporáneo. Baudelaire contrasta con las vanguardias que tienen su mirada puesta únicamente en el futuro. Las vanguardias, que nacen a partir de la nueva sensibilidad social alrededor de 1848, surgen como un compromiso estético del arte con el tiempo presente, con la actualidad y consiguientemente con el conjunto de la humanidad. La vanguardia se constituye como un proyecto ético y político volcado hacia el futuro y desde este punto de vista, Rimbaud responde más radicalmente que Baudelaire a este impulso de cambio y de transformación de la humanidad (J. Jiménez, 1986). Las vanguardias del siglo XX representan la difícil victoria del futuro sobre el pasado (Rosen y Zerner, 1988).

Una de las consecuencias de la estética moderna como ruptura con el pasado es la emergencia de la subjetividad que conduce al relativismo y a la pérdida de un fundamento absoluto para juzgar objetivamente sobre el arte y la belleza. La separación entre el mundo sensible y el mundo inteligible de inspiración platónica, tiene como consecuencia que la belleza ansiada por los artistas románticos se caracteriza por su carácter irracional. Si la belleza es subjetiva ¿Cómo es posible llegar a un acuerdo objetivo sobre lo que es bello? (Ferry, 1990). Las vanguardias artísticas no sólo se hacen eco de este irracionalismo, sino que lo reivindican como un poder privilegiado del arte contra todo lo establecido. El Surrealismo de André Breton, por poner un ejemplo, fomenta este irracionalismo que se evidencia a través de la parte inconsciente del psiquismo descubierto por Freud.

Es importante señalar el aspecto emancipador y liberador del arte, lo cual constituye la esencia de los movimientos vanguardistas más importantes y que se refleja en los escritos y manifiestos de los propios artistas. Las vanguardias artísticas se distinguen del pasado no sólo por intentar reformar el mundo existente, sino también por intentar construir un mundo diferente. Una de las consecuencias de esta secularización del arte, que acerca el arte a la vida y al mundo como azar, es la pérdida del contacto con la realidad social establecida y con el gusto de la clase dominante.

Pero ésta es una lectura superficial de la ruptura de las vanguardias que no deja ver sus intenciones profundas de desvelar una realidad que permanece oculta en la vida diaria y cotidiana. La percepción de una nueva realidad pasa por la construcción de un nuevo lenguaje: el cubismo, el futurismo, el neoplasticismo y el constructivismo (Bozal, 1978). Pero hubo también otros poetas y artistas que siguieron el camino de la subversión para provocar el absurdo y la negación del arte y de la cultura: el dadaísta y el surrealista (Bozal, 1978). El cuadro expresionista de E. Munch titulado “El grito” es una figura emblemática de la angustia en el mundo contemporáneo, que refleja el mundo interior y agitado del artista. El expresionismo es el reflejo de un arte en crisis en el contexto de una sociedad donde se produce una situación de desamparo existencial en la que el individuo no encuentra solución a su soledad (Bozal, 1978) El tema del artista marginado e incomprendido está presente ya en Baudelaire y en el mundo de la bohemia.

Lo que Baudelaire comparte con las vanguardias es el malestar de la cultura y de la civilización, lo cual estimula el viaje hacia otros mundos diferentes. Baudelaire retoma la idea romántica de viaje como aventura. Baudelaire sueña con el paraíso perdido de la infancia, pero además busca satisfacer su ansia de lo desconocido a través de los paraísos artificiales: las drogas, el alcohol, los perfumes, el erotismo y el arte. Las vanguardias también recurren a la evasión y a la rebelión romántica a través de las fuerzas ocultas del inconsciente, como hicieron los surrealistas o bien a través del arte “primitivo” y el mito del salvaje. Hacerse salvaje era la intención de Paul Gauguin para escapar a la corrupción y la hipocresía de la civilización. El deseo más profundo de las vanguardias lo expresa Rimbaud con estas palabras: cambiar de vida.

En torno a 1950 surgen las neovanguardias. El “arte pop” que supondrá el acta de defunción definitivo de las vanguardias, se desarrolla entre los años cincuenta y sesenta como un intento por acercar el lenguaje del arte a las necesidades y a los problemas de la gente (J. Jiménez, 1986). En la época de Baudelaire empieza a germinar lo que hoy se conoce como cultura de masas. Baudelaire se opone al arte social que subordina la belleza a la utilidad y a la moral burguesa. Sin embargo, el poeta elogia en 1851 la poesía moral de Pierre Dupont para combatir la pueril utopía del arte por el arte. Sin embargo, lo que verdaderamente considera un peligro para el arte y la poesía es la irrupción de la fotografía en el dominio del arte.

La crisis de la idea de permanencia de la obra de arte como esfera autónoma refleja el proceso histórico de las vanguardias que desemboca en la fusión entre el arte y la tecnología, sobre todo a partir de la revolución del arte electrónico que permite el acceso a la creatividad a todos los seres humanos (J. Jiménez, 1986) La creatividad ya no es un privilegio exclusivo del artista, sino una facultad que puede hacer uso también el espectador. Marcel Duchamp afirma, al igual que Baudelaire, que el artista no es el único que consuma el acto creador, sino que el espectador también contribuye en el proceso creativo (J., Jiménez, 1986).

La época actual se cuestiona la vigencia del arte en un mundo dominado por la industria, la técnica y los medios de comunicación de masas (J. Jiménez, 1986). Baudelaire se opone a la cultura de masas, sin embargo, combate el academicismo y el culto a la belleza estática y eterna mediante los “baños de multitud” que le devuelven el gusto por la vida. El flâneur es el “pintor de la vida moderna” que se sumerge en la multitud en busca de lo nuevo para escapar del tedio. Tanto Baudelaire como las vanguardias se oponen al academicismo estéril, lo cual requiere renunciar al viejo dictado idealista y metafísico de lo bello (J. Jiménez, 1986) La belleza ideal de Baudelaire no es la belleza eterna, sino la belleza fugaz y transitoria. Para Baudelaire, la modernidad es una mezcla de lo fugitivo y de lo eterno, de lo transitorio y de lo absoluto.

El desarrollo de las vanguardias artísticas se basa en el rechazo de la belleza como ideal estético. Tristán Tzara afirmó en su primer manifiesto dadaísta, de 1818, que “la obra de arte no debe ser la belleza en sí misma, o está muerta” (En J. Jiménez, 1986: 33). La muerte de la belleza que Baudelaire identifica con la “fugitiva belleza” en su poema “A una que pasa” está ligada a la crisis profunda del mundo moderno. La belleza, desde Burke y Kant, aparece en relación con lo sublime que destruye los límites de la razón y desde Freud, con lo siniestro que nos confronta con los límites del abismo. La belleza por sus connotaciones subjetivas e irracionales, en connivencia con los deseos inconscientes de la imaginación, revela un trasfondo humano de deseos incumplidos o insatisfechos.

Ya Baudelaire nos avisaba en la segunda mitad del siglo XIX contra el peligro de juzgar el arte bajo el criterio de un ideal absoluto de belleza; después de Diderot, Baudelaire nos invita a experimentar la obra de arte por sí misma, sin tener en consideración los criterios de verdad y de moralidad. Esta primacía de la obra de arte en el pensamiento de la estética moderna está ligada al proceso de secularización del pensamiento y de la sociedad moderna: la experiencia de choque del artista en la ciudad refleja las contradicciones entre los planos espiritual y material del mundo moderno (Berman, 1976). “La obra de arte en la época de su reproductividad técnica”, según Walter Benjamin, ha perdido su aura que le confería un poder espiritual (En J. Jiménez, 1986). El arte está sometido al mismo proceso de comercialización que los demás productos humanos. El arte ya no es valorado por algo intrínseco e irrepetible, sino por el placer que puede proporcionar y por su reconocimiento social que escapa al control del artista.

Sin embargo, para Baudelaire esta crisis del ideal espiritual de belleza no desemboca en la muerte del arte. Baudelaire reconoce la mortalidad de la belleza y el carácter transitorio y efímero de la experiencia estética. Sin embargo, a diferencia de las vanguardias, Baudelaire no acepta la tesis hegeliana de la muerte del arte. La crisis del objeto artístico tradicional se pone de manifiesto a lo largo del siglo XX. Entre los años sesenta y setenta se sustituye el arte objetual por un arte conceptual que no sólo pone fin a la autonomía del arte, sino que también se opone a la perspectiva idealista según la cual la innovación es fruto de la libertad creadora (Marchán, 1986).

El artista que creaba su obra y que después el crítico valoraba ha sido dislocado por los nuevos factores que han entrado en juego en el universo artístico moderno: la industrialización y los medios de comunicación de masas (J. Jiménez, 1986).  Estos factores hacen cada vez más difícil distinguir entre lo que es arte y lo que no lo es y, si a esto añadimos la proliferación de obras y de tendencias a la moda que requieren una continua puesta a punto de los presupuestos y conceptos estéticos, el crítico de arte y el público en general se encuentran continuamente confrontados a la pregunta: ¿Es esto arte? Esta pregunta nos hace replantearnos la cuestión ¿Qué es el arte?

Si, por una parte, la objetividad y la materialidad del arte, desde la tradición griega hasta el arte moderno, nos permite superar hasta cierto punto el subjetivismo y el relativismo de la belleza, sin embargo, el arte como objeto cultural no agota por sí mismo la experiencia estética: además de un bello cuadro, el hombre puede apreciar la belleza de una puesta de sol o de un paisaje natural. El arte, al igual que la idea de belleza, ha sido entendido de diversas maneras a lo largo de la historia y dentro de una misma cultura, lo cual nos confirma el carácter convencional del arte y su no-universalidad, lo cual pone de relieve la diversidad cultural y el multiculturalismo (J. Jiménez, 1986).  Sin embargo, el mundo del arte ofrece la ventaja de reducir el campo de la experiencia estética al ámbito de los objetos producidos y creados por el hombre y para el hombre, lo cual no sólo refleja los límites insuperables del arte, sino que además permite tomar conciencia de la diversidad de las artes y de los diversos medios de expresión.

Una de las vías de reflexión más fructíferas de la historia de la estética es el estudio comparativo entre las artes. Uno de los temas estéticos más antiguos concierne a la relación entre las artes visuales y la literatura (Praz, 1979). Sin embargo, Baudelaire y las vanguardias no descartan relacionar las artes visuales y la poesía con la música, oponiéndose en cierto modo al precepto tradicional “ut pictura poesis” de Horacio. Pero este anhelo de unidad y fraternidad entre las artes que caracteriza el siglo XIX se rompe definitivamente con las vanguardias. El lenguaje poético deja de ser el foco unificador de todas las artes en la medida en que las vanguardias vuelven a establecer la proliferación de lenguajes que surgen de las diversas artes que se rigen por sus propias leyes y principios. Esto pone de manifiesto que el arte moderno no surge por evolución del arte del siglo XIX, sino por el contrario, de una ruptura con los valores decimonónicos. Lo que se quiebra definitivamente con el nacimiento de las vanguardias es la unidad espiritual y cultural del siglo XIX (Micheli, 1993).

Las manifestaciones vanguardistas provocaron en el público perplejidad y desconcierto: los primeros ready-made de Marcel Duchamp, las provocaciones del movimiento Dada, los cuadros cubistas de Picasso, las piezas atonales de Arnold Schönbert o bien, algunos años más tarde, el programa surrealista de André Breton. Las diversas corrientes -los “ismos”- se suceden a un ritmo rápido y reflejan la apariencia de las modas fugaces y pasajeras que hacen complicado la tarea de la filosofía del arte (Jiménez, 1997: 13). Pero si a ello añadimos los “ismos” del pasado como el Clasicismo, el Romanticismo, el Parnasianismo y el Realismo, la estética moderna no tiene visos de alcanzar una visión total y definitiva del arte. Es un tópico, pero siempre cabe esperar nuevas propuestas para comprender las obras de arte que tenemos ante nosotros.

Sin embargo, la crítica de arte de Baudelaire, a pesar de no responder exactamente a la nueva situación del arte contemporáneo, sin embargo, ofrece un marco social y psicológico adecuado para afrontar la novedad del arte en una cultura en continuo cambio y transformación. La crítica de Baudelaire respondía en su tiempo a la pregunta sobre el arte. Toda crítica seria responde a los deseos humanos de encontrar un sentido y de entender el arte de su tiempo. La crítica, según Baudelaire, es la encargada de terminar la obra de arte. El arte puede aburrir, sorprender, emocionar, divertir, provocar, pero no puede dejarnos nunca indiferentes, como si no existiera. El arte sigue atrayendo nuestra atención porque no ha muerto como predijo Hegel, sino que sigue despertando nuestra curiosidad.

Pero hay un aspecto de la estética de Baudelaire en el que no hemos hecho suficiente hincapié: su sentido moral. Baudelaire se siente culpable de haber echado a perder su propia vida, de haber perdido el tiempo. Siente que ya es demasiado tarde para salvarse, y sin embargo, recurre al arte y a los paraísos artificiales para escapar al dominio del tiempo. No obstante, cada segundo es un paso más hacia el infierno; el paso del tiempo no hace sino incrementar el dolor y la conciencia de culpabilidad. Lo nuevo, por tanto, es lo que escapa a la naturaleza que produce aburrimiento y el tedio de vivir y, por tanto, lo que permitiría recuperar el estado de inocencia anterior. No obstante, lo nuevo para Baudelaire no puede tener lugar en este mundo, sino en otro mundo. En unas notas sobre el Realismo publicadas por J. Crépet en 1938, Baudelaire define así la poesía: “La poesía es lo que hay de más real, es lo que es completamente verdadero solamente en otro mundo. Este mundo, diccionario jeroglífico” (Baudelaire, 1968: 103). El concepto de lo nuevo de Baudelaire tendrá una gran repercusión en las vanguardias del Siglo XX o, según la perífrasis de Harold Rosenberg en la “Tradición de lo Nuevo”. Según este autor, el valor de lo nuevo es el valor supremo del arte moderno (Marchán, 1986: 13).

 

Conclusiones

La poesía de la modernidad creada por Baudelaire surge en medio del tráfico, es decir, en la calle donde se debate el hombre en la vida cotidiana (Berman, 1976). El modernismo de Baudelaire, desde este punto de vista, ofrece los elementos necesarios para interpretar y comprender el sentido de los tiempos modernos. Baudelaire no trata de huir ni de escapar del mundo moderno, sino que intenta establecerse en la vorágine de la modernidad, aceptando los peligros y los riesgos que ello implica. Esto no significa que Baudelaire acepta sin crítica todos los aspectos de la vida moderna, sino que es consciente de la unidad sustancial entre el arte y la vida. El rasgo común de Baudelaire y las vanguardias es el valor positivo que han sabido dar a los cambios profundos del mundo moderno.

Nuestro objetivo es buscar puntos en común entre Baudelaire y las vanguardias, pero sin descuidar sus diferencias irreductibles. Tanto Baudelaire como las vanguardias del siglo XX reciben una gran influencia de las ideologías del progreso y, concretamente, relativos a los ámbitos científico y tecnológico. Baudelaire se distingue de las vanguardias por su desconfianza en el mundo de la técnica y de la ciencia como motores del progreso. Baudelaire defiende la separación entre el arte y la industria, sin embargo, no concibe la belleza como un ideal eterno separado de la vida y de la historia de los hombres individuales. El valor del individualismo, central en la estética moderna de Baudelaire, tendrá una gran repercusión en las vanguardias. La modernidad y las vanguardias reflejan, sin lugar a dudas, la conciencia histórica de la cultura moderna.

La palabra “moderno”, a partir de Baudelaire, se refiere a lo nuevo que ha ocurrido hace un instante y que aún no ha sido asumido por la tradición. Lo moderno, para Baudelaire, designa lo más reciente, lo último, lo nuevo, que se opone al pasado y a lo viejo. Baudelaire se apoya en la “modernidad” para oponerse al pasado y extraer la belleza efímera y transitoria de los tiempos presentes. Sin embargo, el objetivo de las vanguardias será promover constantemente la novedad en el futuro, con el cuidado de no retroceder al pasado. La ruptura de las vanguardias es, por tanto, más violenta en cuanto que sólo mira hacia el futuro. Baudelaire, en cambio, siente nostalgia por el pasado y no se separa totalmente de los ideales románticos.

El rasgo principal de la modernidad, según Baudelaire, es la aceleración que produce vértigo. Esta aceleración de los tiempos modernos es el origen de la experiencia de “choque”, que Walter Benjamin asoció con el efecto cosificador y deshumanizador del progreso tecnológico del mundo moderno. Sin embargo, la dimensión temporal e histórica del arte moderno refleja también los grandes cambios de la sociedad moderna y de la vida humana dentro de las grandes ciudades. Tanto la modernidad de Baudelaire como las vanguardias establecen una relación entre la cultura moderna y el tiempo histórico en el sentido en que se intensifica la sensación de cambio y de movimiento acelerado de los tiempos modernos. Los movimientos vanguardistas se suceden de una manera tan rápida y efímera que no sólo corren el peligro de pasar desapercibidas, sino que también y, sobre todo, destruyen la visión del arte como esfera autónoma y separada de la vida social y política.

El concepto de vanguardia es tan poco homogéneo y uniforme como el concepto de modernidad creado por Baudelaire. Se aplica a tendencias y movimientos artísticos y literarios del siglo XX que se diferencian entre sí y que tienen poco en común excepto el ansia por transgredir los límites del arte tradicional y académico. La nueva sensibilidad de la vanguardia artística nace en 1848 y cristaliza hacia 1870 como movimiento artístico mediante un término de origen militar que denota a los más avanzados de un ejército y que aplicado al arte expresa las tendencias más avanzadas, antiacadémicas e inconformistas. Las vanguardias artísticas se sitúan en la primera línea de combate de toda la humanidad por un futuro mejor garantizado por el progreso de la ciencia y de la técnica. Lo que Baudelaire destaca en sus escritos íntimos del término “vanguardia” es su carácter militar y beligerante: “Para agregar a las metáforas militares: Los poetas de combate. Los literatos de vanguardia” (Baudelaire, 1983: 57).

Lo que define la identidad de las vanguardias artísticas, por tanto, es la idea de combate y de lucha por lo nuevo, lo cual permite establecer algunas comparaciones significativas entre la vanguardia y el romanticismo, ambas comprometidas con el destino de la humanidad. Tanto el romanticismo como las vanguardias lucharon por alcanzar los ideales universales del hombre más allá de los límites del arte y, sin embargo, con el resultado trágico de las crisis profundas que anunciaban el final o la muerte de la visión utópica y revolucionaria del arte y de la poesía. Las vanguardias, como antaño los románticos, esperaban poder aproximar el arte a la vida y en términos baudelairianos, transformar la vida en una obra de arte. No obstante, la crisis de las vanguardias refleja los traumas de un periodo histórico concreto: las dos guerras mundiales y la experiencia de la muerte masiva.

Las vanguardias en su contexto histórico y su evolución aparecen como una respuesta a las crisis de valores de las sociedades industriales y tecnocráticas. La pérdida de aura del arte moderno está relacionada con el proceso de secularización de la cultura moderna. El problema que plantean las vanguardias es el fin absoluto que persiguen, es decir, la novedad. La búsqueda de lo nuevo más allá de los planteamientos ideales de creatividad y de obra de arte como espejo de la subjetividad y de la personalidad del artista.

Hemos resaltado los aspectos de creatividad, de novedad y de ruptura revolucionaria de las vanguardias respecto del pasado. Baudelaire ofrece un marco de referencia idóneo para revalorizar el aspecto fragmentario, inacabado, insólito y subversivo de las vanguardias dentro del mundo en que vivimos. La influencia de Baudelaire sobre las vanguardias es indiscutible. Su influencia es mayor sobre el Surrealismo de Breton y los poetas simbolistas (Verlaine, Rimbaud y Mallarmé) que sobre el cubismo de Picasso y Braque. Su estética de lo deforme y lo monstruoso puede calificarse de expresionismo avant la lettre. Su concepción de la escritura como “operación mágica” anticipa la escritura “automática” del surrealismo y los textos más celebrados de Artaud.

En el ámbito de la pintura es notoria su influencia en la pintura de Matisse y sobre todo en su obra pictórica titulada Luxe, Calme et Volupté que se inspira de un poema de Baudelaire: La invitación al viaje (Stangos, 2000: 19). En el terreno musical, Debussy se basa en las sinestesias de Baudelaire para sugerir a través de sus piezas musicales un determinado color. Dicha unidad entre las artes se hace cada vez más problemática en algunas vanguardias como el cubismo, cuyo objetivo es representar el mundo pictórico en sí mismo renunciando completamente a la ilusión de la perspectiva renacentista, que sigue vigente en el Naturalismo y en el Impresionismo del siglo XIX (Micheli, 1993: 207).

Hemos definido las vanguardias artísticas en relación con la idea de progreso, lo cual nos permite desarrollar otra distinción a tener en cuenta entre vanguardia y decadentismo. En el decenio de 1880 los decadentes eran hedonistas con remordimiento de conciencia: Barbey D'Aurevilly, Huysmans, Verlaine, Wilde y Beardsley (Hauser, 1969). Poetas como Stefan Georges en Alemania, Swinburne y Wilde en Inglaterra, Sologub y Zinaida Gippius en Rusia, D’Annunzio en Italia; pintores como Félicien Rops o los prerrafaelistas Rossetti, Hugues o Millais, pertenecen al decadentismo de fin de siglo. Su poética se basa en el espiritualismo, el misticismo erótico, el simbolismo, la crueldad y el odio romántico a la burguesía que representa el materialismo y lo vulgar (Micheli, 1993). La obra emblemática del decadentismo es A Rebours de Huysmans, donde el autor rinde su particular homenaje al arte de Moreau (Stangos, 2000: 14).

Lo que tiene en común el decadentismo y la vanguardia es el desprecio por la naturaleza y la valoración de lo artificial, aquello que es creado por el hombre para su propio goce o utilidad. La síntesis entre la vanguardia y el decadentismo es llevada a cabo por Marinetti, el padre el Futurismo mediante la fusión del Decadentismo francés y el Superhombre nietzscheano (Micheli, 1993). Baudelaire es un claro precedente de esta conjunción de hedonismo decadente y de vitalismo nietzscheano que tendrá una gran influencia en el simbolismo moderno. Lo característico de las vanguardias, a partir sobre todo del futurismo, es la elección de la máquina como símbolo perfecto de la cultura humana:

 

Es un hecho que sólo con la intervención de las vanguardias, y más concretamente, de corrientes artísticas como el cubismo, el futurismo, La Neue Sachlichtkeit, el neoplasticismo o el Bauhaus, la máquina se convierte en un símbolo cultural universal y en un principio espiritual de signo trascendente en la realidad social e histórica (Subirats, 1985: 46).

 

Sin tratar de reducir las vanguardias a un único principio, nuestro objetivo fue analizar las diversas tendencias vanguardistas en sí mismas, teniendo en cuenta sus señas de identidad y sus características específicas. Por otra parte, los diferentes movimientos vanguardistas como el cubismo y el surrealismo, se influyen o se oponen entre sí y los fines que se proponen permiten no solamente delimitar sus pretensiones generales, sino también situar a cada artista en su propia evolución individual. El carácter inconformista que Baudelaire comparte con las vanguardias ha conducido a estas últimas a valorar el arte como experimento a favor de un mundo abierto a la experiencia de lo plural y lo fragmentario. Lo que se cuestiona a través de la búsqueda de lo exótico y lo extraño que se refleja en el gusto moderno por el arte primitivo y la vida salvaje es la propia identidad del hombre civilizado. Tras analizar las vanguardias en relación con la modernidad de Baudelaire, se pone de manifiesto la crisis de las vanguardias, su agotamiento y el final de su conquista de lo nuevo.

Por último, señalar otro aspecto relevante que comparte Baudelaire con las vanguardias: el papel cada vez más importante y decisivo que se asigna al crítico y al teórico del arte en el proceso de creación y de configuración de los movimientos artísticos y literarios (Stangos, 2000: 11). El mayor protagonismo del crítico, pero sobre todo del artista que escribe sus propios manifiestos estéticos y da validez a sus propias ideas estéticas. Los manifiestos vanguardistas son un testimonio muy valioso para analizar el destino del arte moderno y contemporáneo: Futurismo, Cubismo, Dadaísmo y Surrealismo, desde el punto de vista del artista frente al público y la sociedad de su tiempo, nos revelan al hombre moderno en constante movimiento, en un mundo en incesante cambio y transformación.

El artista-crítico que define la postura de Baudelaire refleja también la tendencia intelectual de las vanguardias artísticas que tiene como raíz la influencia de la técnica sobre la sensibilidad y la imaginación. Las vanguardias reflejan la pérdida de creatividad del artista que renuncia a terminar su obra para que el espectador mismo pueda participar activamente en el proceso creativo. El esfuerzo del artista ya no se concentra únicamente en crear, sino también en dirigir y en transmitir ideas que permitan transformar al hombre y a la sociedad. En esta línea crítica, Baudelaire ha ejercido una influencia decisiva sobre las vanguardias, a través de su visión peculiar del arte y de la cultura.

 

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