Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Álvarez Lopeztello, José Luis. (2022). Emil Cioran, un diletante de servicio en un mundo agonizante. Revista digital FILHA. Enero-julio. Número 26. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449. Handle: http://ricaxcan.uaz.edu.mx/jspui/handle/20.500.11845/2894
José Luis Álvarez Lopeztello. Mexicano. Doctor en Humanidades: Filosofía Contemporánea, Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMÉX). En el año 2015 realizó una Estancia de Investigación en la Universidad de Granada (UGR), España. Miembro del “Progetto di ricerca Cioran”: l’Università di Napoli “L’Orientale” e del l’Universitate “Tibiscus” di Timisoara. Autor del libro: Emil Michel Cioran: El drama de la caída en el tiempo, (2018). Coautor del libro: El hombre, ser de vivencias e ideales: trazos alrededor de la obra de Mijail Malishev, (2018). Colaborador del libro: Cioran, un aventurero inmóvil. (Treinta entrevistas), (2019). Colaborador del libro: Emil Cioran: Zile de studiu la Napoli/Giornate di studio a Napoli, (2021). Ha publicado diversos artículos en revistas internacionales en Rusia, España, Rumania, Italia y México. Profesor de asignatura en la UAEMÉX, UNAM e IPN. Correo electrónico: lopeztello_86@hotmail.com ORCID ID: https://orcid.org/0000-0002-0278-4617
Emil Cioran, a service dilettante in a dying world
Resumen: A través de este escrito se pretenden mostrar algunas de las peculiaridades escriturales del pensador rumano-francés Emil Cioran, tales como: su rechazo a la universidad, su diletantismo, su talante atemporal, irónico, paradojal y fragmentario.
Palabras clave: Cioran, filosofía, universidad, paradojal, escepticismo.
Abstract: Through this writing we intend to show some of the scriptural peculiarities by the Romanian-French thinker Emil Cioran, such as: his rejection to the university, his dilettantism, his timeless, ironic, paradoxical and fragmentary mood.
Keywords: Cioran, philosophy, university, paradox, skepticism.
EL PROFESOR DE FILOSOFÍA CIEGO: Bien, ¿qué decía yo? Así pues, aunque Cioran nos tienda la trampa de la incoherencia, intentemos aun así leer por una vez su pensamiento de manera coherente.
Matei Visniec, Los rodeos de Cioran o Buhardilla en París con vistas a la muerte.
Antes de comenzar esta breve disertación, me es obligado señalar que la finalidad de presentar aquí un análisis del filosofar de Cioran no es para criticarlo metódicamente (me repugna ese obsceno acto de destripamiento mental); no debemos leerlo para entenderlo, sino para comprendernos. También Cioran concebía así a la crítica: “La crítica es un contrasentido: no hay que leer para comprender a los demás, sino para comprenderse a sí mismo”. [i] Sostengo que gracias a sus letras podemos lograr una mejor comprensión de algunas de las taras que nos devoran y que él tuvo la maestría de formular. Insisto, una crítica: “Antes que una relación cognoscitiva, es una urdimbre afectiva. Un acto de amor que genera, por añadidura, la experiencia de un saber comprensivo. La crítica es un acto amoroso, un verdadero goce reflexivo y emocionado. Sin amor no hay crítica literaria ni estética, sólo disección, desmontaje, des-coyuntura, des-articulación, carnicería”. [ii]
Ahora bien, puesto que Cioran se mostró reacio a redactar tratados filosóficos (la idea de montar un sistema le parecía abominable), considero que la mejor estrategia para dialogar con él -¡y, por qué no, desencantarse de él!- es a través del ensayo. En este tenor, en la “Advertencia” de su Antología del retrato, Cioran se cuestiona si la mejor forma de deshacerse de su entusiasmo por Saint-Simon no consistiría en escribir un libro sobre él. Para su infortunio no escribió dicho texto, por lo que, según cuenta, su admiración hacia el memorialista francés más grande del siglo XVIII quedó intacta. [iii] Confieso que luego de redactar un número considerable de líneas sobre Cioran mi fascinación hacia él no se inmutó. Aunque no puedo ocultar que terminé abrumado por su feroz lucidez. Ahondar en el sinsentido existencial es más difícil de lo que de ordinario podría suponerse. Pocas actividades demandan más voluntad que las derivadas de mitigar la propia voluntad. La avidez de conducir a los razonamientos hasta el punto de destruirse a sí mismos, junto con el edificio del que forman parte, raya en el delirio. No encuentro palabras más precisas que estas para describir mi agotamiento espiritual:
Si yo pudiera ahora mismo ir más allá obedeciendo a esta dirección de pensamiento, me volvería capaz de invalidar lo escrito anteriormente. Es una impotencia la que me obliga a interrumpir sin proseguir, pero también a proseguir sin interrupción. Interrumpo a condición de seguir; sigo gracias a un paréntesis. ¿Cómo sería posible entonces escribir un libro? Quizás sólo en virtud de un impulso no pensado que confunde la anemia con la bondad. [iv]
Renuncio desde ahora a mis pretensiones de originalidad. Este ensayo nada tiene de novedoso. Tal como señaló Samuel Beckett: “Decir es inventar. En falso, como es de ley. No inventamos nada, creemos que inventamos, que escapamos, no hacemos más que balbucir la lección aprendida, briznas de una cartilla aprendida y olvidada”. [v] En todo caso, las ideas expuestas en este trabajo de ninguna manera intentan develar lo oculto de un pensador que siempre permaneció desnudo ante sus lectores: estas consideraciones palpitan en sus textos. Aunque Cioran siempre estuvo en contra de explicarse: “[…] cometió la imprudencia de dar demasiadas precisiones tanto sobre sí mismo como sobre su obra, se reveló, se mostró, dio muchas de sus claves, disipó buena parte de esos malentendidos indispensables para el prestigio secreto de un escritor: en lugar de dejar para los demás el trabajo de descubrirle, lo asumió él mismo; exageró hasta el vicio la manía de explicarse”. [vi] Quizá una lectura apresurada de sus Cuadernos y de sus Conversaciones, nos lleven a conjeturar que cometió el desliz de mostrarse sin tapujos; no obstante, ello, más que ser una incongruencia, muestra su carácter premeditadamente contradictorio.
Se ha escrito tanto (¡ay… y en algunas ocasiones tan bien!) acerca de Emil Cioran que uno no puede más que preguntarse -intentando disimular el remordimiento- sobre el sentido o, peor aún, acerca del sinsentido de contribuir al ingente pulular de literaturas de vulgarización que el perverso Estado demanda para la formación y el entretenimiento de sus multitudes. “Si toda palabra es siempre una palabra de más -y hay que estar ebrio o loco para utilizarlas, diagnostica el propio Cioran-, ¡cuánto más un artículo*!, cementerio de miles de ellas, ataúd impúdico en que se pudre la frescura de la intuición, caja en que se abandonan los sueños necesarios”. [vii] Quiérase o no, esta disertación -mal que le pese al sustentante- al pretender dar cuenta del pensador apátrida terminará por amortecerlo o trivializarlo hasta tornarle superfluo o quizá vano, pues, una vez atrapado por las férreas garras pedagógicas, se mudará en pasto para las masas, a las que irremediablemente pertenece.
Poco importa que Cioran no sea un personaje popular: también al género de impopulares suele degenerar -para su asimilación- la nefanda industria cultural. “Todas las verdades comienzan mediante la lucha contra la policía y terminan ocupando el lugar de ésta. No ha habido hasta ahora un solo acto de martirio que no se oficializara, ningún heroísmo que no acabara enterrado en una institución. Todos los sufrimientos han sido asumidos finalmente por el Estado”. [viii] En efecto, la domesticación es el arma más eficaz de que se sirve el Estado para desarmar el carácter subversivo de los pensadores desmandados. “Todo «ideal» alimentado, en los comienzos, con sangre de sus sectarios se aja y se desvanece cuando lo adopta la masa. He ahí la pila de agua bendita transformada en escupidera: es el ritmo ineluctable del «progreso»”. [ix]
Por ello, Cioran, en una entrevista con Jean-François Duval, expresó abiertamente su rechazo hacia los trabajos académicos que pretenden volverle objeto de estudio. “¿Le desagradaría que hubiera tesis universitarias sobre su obra? Hay algunas [increpa Cioran], pero yo estoy contra las tesis, estoy contra ese género. Soy enemigo, incluso, de la Universidad. La considero un peligro, la muerte del espíritu”. [x] Dicha exhortación debería sonrojar a los eruditos de su obra y hacerles confesar la inconfesable futilidad de toda empresa académica en torno suyo. De no ser así, habría que musitarles estas palabras cioranianas: “Todo comentario a una obra es ramplón o inútil, pues todo lo que no es directo es nulo”. [xi] Cioran vaticinó que en algún momento sería fagocitado por la filosofía universitaria que tanto desdeñó. Incluso, hoy podríamos aplicarle estas líneas que escribió acerca del celebérrimo escritor argentino Jorge Luis Borges:
La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor. Merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. […] A partir del momento en que todo el mundo le cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus «admiradores», de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen más que precipitar su caída. Pero no sigo, porque si continuase en este tono acabaría apiadándome de su destino. Y tenemos sobrados motivos para pensar que él mismo se ocupa ya de ello. [xii]
Hay que agregar además que actualmente Cioran es víctima del chismorreo de los biógrafos peor intencionados: su vida es blanco del asesino cotilleo literario. “En el arte, como en todo, el comentador está generalmente más enterado y es más lúcido que el comentado. Es la ventaja del asesino sobre la víctima”. [xiii] Por si ello fuese poco, en países como Colombia, Rumania, Francia, México e Italia se celebran año tras año congresos internacionales sobre su pensamiento. “El escéptico de servicio de un mundo agonizante”. [xiv] (Escribió Cioran luego de ser invitado a un coloquio en el extranjero.) Huelga decir que dichos eventos son a todas luces anti-cioranianos. “Un libro sobre tal coloquio, sobre tal otro, todo el mundo escribe sobre todo el mundo. El circo de la gran esterilidad. Siglo de críticos. Sincretismo funesto”. [xv] Así pues, dice Ion Vartic:
No resulta en absoluto accidental que, en un simposio que le dedicaron a él mismo y al que asistió en persona, Cioran interrumpiera bruscamente las intervenciones para declarar: «¡Pero si yo no soy más que un imbécil!», algo que no impidió a los saltimbanquis universitarios que buscaran de inmediato equivalentes en otros idiomas para el déconneur cioraniano. [xvi]
Por si los bretes apuntados no fuesen suficientes para abandonar el tintero (o el teclado) debo añadir que el sentido último de este escrito quedará inscrito en los cánones pedagógicos universitarios. Su pertinencia habrá de ser sometida a examen. Al fin y al cabo, estas líneas serán inspeccionadas por la docta sapiencia de los pedagogos de la filosofía a los que -¡para propio escarnio!- pertenezco
La humanidad está infectada por la pedagogía de tal modo que ni aun los nihilistas han podido vencer sus instintos didácticos. ¿No habéis observado que hasta los suicidas pretenden enseñarnos algo? ¡Qué fácil es separarse del cielo y qué difícil de los hombres! [xvii]
A decir verdad, es propio de todo individuo el anhelo de ponerse a prueba para probarse quién y qué es. De ahí que el rostro del examinado, lejos de reflejar pánico, suela expresar la súplica (o hasta la exigencia) de ser liberado de su constitutiva indeterminación mediante la certificación de su saber. “El sostén del ser es el saber -no os pese que lo repita- y el saber en verdad es saber que uno sabe y que se sabe”. [xviii]
Tal parece que sólo demostrando qué sabemos legitimamos quiénes somos. “Nadie está seguro de lo que es ni de lo que hace. Por muy ciertos que estemos de nuestros méritos, estamos roídos por la inquietud y sólo pedimos, para sobrellevarla, ser engañados, recibir la aprobación de donde y de quien sea. El observador descubre un matiz suplicante en la mirada de todo aquel que ha terminado una empresa o una obra, o que se entrega simplemente a cualquier género de actividad”. [xix] En cualquier caso, el ser y el saber son las notas complementarias que la cacofonía dictatorial concierta para aplacar la voz indómita de sus obedientes urbes.
De la mayoría de los pensadores suele afirmarse que son hijos de su tiempo. No obstante, difícilmente podría decirse lo mismo de Cioran. Sus letras parecen exentas de cronología: es un coetáneo atemporal:
Siendo por propia elección un marginal, rechazó las modas filosóficas. Le prestó la misma importancia a Lucifer y a los ángeles; trató con similar interés a Teresa de Ávila y a Madame Du Deffand; mostró idéntica simpatía por Epicuro y por Buda; le sedujeron en igual medida Pablo de Tarso y Esquilo… la utopía y el Apocalipsis lo inquietaron continuamente. [xx]
En efecto:
Frente a pensadores desprovistos de patetismo, de carácter y de intensidad, y que se moldean sobre las formas de su tiempo, se yerguen otros en los cuales se siente que, en cualquier momento en que hubieran aparecido, hubieran sido semejantes a sí mismos, despreocupados por su época, extrayendo sus pensamientos de su propio fondo, de la eternidad específica de sus taras. [xxi]
Luengo entonces ¿dónde ubicar las ubicuas reflexiones cioranianas? ¿En el primer verso de la Ilíada de Homero, donde se solfea que la cólera precede y gobierna todo? ¿En la Teogonía de Hesíodo, cuyas letras vaticinan que el hombre no puede más que decaer moralmente? ¿Con Heráclito, quien en sus fragmentos supone al fuego como principio aniquilador del devenir? ¿Con los gnósticos de los primeros siglos de la era cristiana quienes, para salvaguardar la honorabilidad -siempre sospechosa- del creador, conjeturaban que el hombre es producto y reflejo de las lacras de un demiurgo mezquino o, en último término, mediocre? ¿Sentado en el jardín de Epicuro o acompañando los marasmos sardónicos de Juvenal, Horacio y Luciano? ¿Sería acaso más acertado situarlo dentro de las abadías medievales, curioseando entre los deschavetados monjes (aspirantes taimados a la renuncia absoluta) o confesando las inconfesables perversiones de las santas?
¿Por qué no suponerlo seguidor del Maestro Eckhart o del Sade que se caga en los logros de la Diosa Razón? A veces me gusta imaginarlo como un sucesor laico de las angustias del “caballero de la renuncia” kierkegaardiano. Otras ocasiones lo pienso como amigo incondicional del intempestivo Nietzsche o imitando las excentricidades de los personajes de su amado Dostoievski. Sin embargo, cuando me siento tentado a clasificarlo como escéptico, recuerdo que también dudó de la duda y que su descreído espíritu está más cercano a la Biblia que al Método científico: fue un ávido lector del Apocalipsis y del Génesis.
En todo caso, Cioran se imaginó más contemporáneo de la decadente Roma, que del hediondo cadáver en que, luego de la segunda guerra, se convirtió París. No obstante, parece que no sólo a mí me inquieta su peculiar talante estilístico. También al periodista suizo Jean-François Duval le desconcertó su carácter escritural:
¿No es un poco anacrónico su clasismo estilístico? En mi opinión [dice Cioran], eso no tiene importancia, porque las personas que me leen, lo hacen como por necesidad. Se reconocen más o menos en las cosas que he formulado. Sin embargo, no me he planteado la cuestión de si es actual o no, si está pasado de moda o no. No podemos decir que sea actual. No es de una época exactamente. Eso no cuenta demasiado. [xxii]
Por ello, de él sólo me atrevo a afirmar que fue un contemplativo que meditó sobre las perennes congojas humanas. “Lo único importante es tener siempre ante los ojos esos problemas insolubles y vivir como Epicteto o Marco Aurelio. Entonces ya no estamos en las historias vividas, sino en la contemplación”. [xxiii]
Un asunto que no debe obviarse al hablar de Cioran -o de cualesquiera pensadores- es el talante profundamente arbitrario de toda exégesis. Siempre será más deseable leer directamente al autor antes que a cualquiera de sus glosadores, no importa cuán eruditos sean. Huelga decir que habrá, en definitiva, tantos Cioran como lectores suyos: sentencia que torna aún más fútil a este escrito, pues, deja ver su esencial nimiedad. Además, la interpretación objetiva es un engaño que a nadie engaña: ningún análisis está libre de sabotaje. No hay -ni puede darse- elucidación transparente. Es imposible no hacer decir al autor, mediante tramposos remiendos bibliográficos, aquello que nos apetece. Todo exegeta es, a fin de cuentas, un ventrílocuo.
Ahora se entiende la rabieta de Cioran a propósito del ardid de las citas:
Todo aquel que nos cita de memoria es un saboteador que habría que denunciar a la justicia. Una cita mutilada equivale a una traición, a una injuria, a un perjuicio tanto más grave cuanto que se nos ha querido hacer un favor. [xxiv]
Citaré un ejemplo para ilustrar lo anterior. ¿Acaso no fue Platón el mayor saboteador del ácrata -y ágrafo- Sócrates? Y no precisamente porque, pese a haber renunciado a la escritura, hiciera de él el protagonista de miríadas de las páginas de sus Diálogos, sino porque declarándose renuente a la educación (entendida como mero asunto de memorización, transmisión y venta del saber) lo convirtió en el pilar de su Academia: institución encargada de adiestrar obedientes pedagogos, para mayor gloria del Estado. Efectivamente, inmiscuidos en los tejemanejes hermenéuticos habremos de reconocernos, sin más remedio, saboteadores todos. “Quiérase o no, la interpretación es siempre un juego sin inocencia”. [xxv] En este orden de ideas, no me resisto a transcribir una extensa -pero lúcida- nota en la que el prestigioso novelista Paul Auster revela a su amigo J. M. Coetzee su opinión sobre los límites (y amaños) de la interpretación:
Querido John:
Preguntas si tengo alguna opinión sobre la interpretación o los límites de la interpretación, y la primera idea que se me pasa por la mente (pánfila, asociativa, hiperactiva) es un pasaje que leí hace muchos años en una traducción inglesa de partes selectas del Talmud. Varios rabinos discuten las posibles circunstancias que pueden impedir que una persona rece sus oraciones diarias. Uno de ellos menciona la mierda como un impedimento. Si te encuentras al lado de un montón de mierda, invocar el nombre de Dios sería una blasfemia, ¿no? Los demás rabinos están de acuerdo. Pero ¿qué se puede hacer? Irse a otra parte, desde luego. Pero ¿y si no puedes irte a otro sitio? Un rabino sugiere tapar la mierda con un trapo o un papel. Mientras esté fuera de la vista, se podrá proceder como si no existiera. Los demás rabinos lo aprueban. Entonces, el más joven suscita una cuestión desconcertante. ¿Qué pasa si tienes mierda en la suela del zapato… y no lo sabes? ¿Te está permitido rezar o no? La siguiente frase, según recuerdo, era esta: Para eso no tenían respuesta. Lo que significaba, supongo, que la interpretación no puede ir más lejos, y antes o después llegarás a una cuestión que no puede resolverse. Si te ves forzado a dar una respuesta (como los jueces están obligados a dar), será necesariamente arbitraria, es decir, personal, fruto de quién y qué eres, un reflejo de tus convicciones particulares sobre cómo debe regirse el mundo. [xxvi]
Para no desperdiciar la metáfora escatológica empleada por Auster (que, de paso sea dicho, estimo de lo más afortunada) debo señalar que la dinámica interpretativa guarda una reveladora semejanza con el proceso digestivo. Pues, en un primer momento devoramos golosos a cualesquiera textos, nos deleitamos paladeando miríadas de páginas; después, las asimilamos para, finalmente, excretar naderías. Las interpretaciones no son más que los pestilentes residuos de nuestro serpenteo mental. Nuestras entendederas únicamente arrojan borborigmos y mojoncitos tan hediondos como risibles: esas mierdecitas que con petulancia llamamos nuestras ideas. Claro que lo anterior no es óbice para que haya quienes de plano pequen de estreñimiento mental (¡mea culpa!).
Después de haber denunciado el parentesco entre la mierda y la interpretación, hablaré de sus bondades. Por paradójico que parezca (en toda exégesis) traicionando demostramos nuestra fidelidad. Incluso, los traductores -en un inusual gesto de modestia literaria- se confiesan traidores de cuanto traducen. También ellos se muestran incapaces de ofrecer una traslación limpia, libre de intromisiones personales. Así pues, la finalidad primera y última de cualquier exégesis (incluida ésta, por supuesto) no ha de ser otra que mostrar -y ocultar en un malabaresco movimiento- sus subterráneas intenciones. Triste condena: el saltimbanqui interpretativo no puede más que desvirtuar las posibles virtudes del discurso que pretende encumbrar. Puestos en el papel de glosadores más valdría, a fin de cuentas, olvidarnos de buenas intenciones y, quitándonos de en medio lo más posible, permitir que a través nuestro hablen (no el autor objeto de nuestro escrutinio, ni nuestras míseras necedades) unas cuantas palabras sinceras que, acaso por descuido, pudiesen colarse por eso que llamamos sentido común.
No deseo concluir este apartado sin señalar que no abrigo la tan pedante como estulta fantasía hermenéutica de entender al autor mejor de lo que él mismo pudo hacerlo. (Sólo Dios -de existir- podría saber aquello que pasaba por las mientes del autor, y quizá ni siquiera Él.) Por el contrario, mi modestia e impericia me fuerzan a confesar que sólo aspiro a prestar voz a las ponzoñas que, luego de leer a Cioran por vez primera, continúan clavadas como aguijones en mi conciencia y que no se resignan a apoltronarse en el olvido, sino que continúan lamiéndome las entendederas y perturbando mis horas tranquilas: patentizando así el talante satánico del discernimiento. Después de todo, si alguna lección puede extraerse de este pensador no aleccionador es que: “Los pensamientos son toxinas y las verdades venenos para aquél a quien Satán ha estrechado entre sus brazos. Las huellas de ese abrazo perduran: marcas de la condenación y de la perdición”. [xxvii]
Es probable que el lector -siempre imaginario- juzgue a este ensayo demasiado ligero para tomarlo en serio, aunque también podría parecerle muy serio como para tomarlo a la ligera. Ello se debe a que -a la par de Savater-: “He tardado en aprender que hablar sinceramente de ciertos temas demasiado serios implica el tono humorístico como único modo de evitar la solemne ridiculez”. [xxviii] Observaré asimismo que decidí utilizar el ambiguo tonillo irónico debido a que, luego de revisar un número considerable de estudiosos (y detractores) de los textos de Cioran, me topé con la sorpresa de que la mayoría de ellos adoptan una seriedad adusta, incluso fúnebre, para dar cuenta del que, según dicen, es un filosofar pesimista o, en el peor de los casos, facilón. Como señaló George Steiner:
En la totalidad de las jeremiadas de Cioran hay una facilidad de mal agüero. No se requiere de ningún pensamiento analítico, ningún rigor ni claridad de la argumentación para pontificar sobre la “bobada” y la “gangrena” del hombre y sobre el cáncer terminal de la historia. [xxix]
No obstante, la acusación de Steiner es a todas luces inexacta. Por un lado, en lo concerniente al mote de pesimista, Cioran increpa: “Yo no soy pesimista, sino violento… Esto es lo que hace vivificante mi negación. Mis libros no son depresivos ni deprimentes, de igual forma que un látigo no es deprimente. Los escribo con furor y pasión”. [xxx] Cualquiera que le haya ojeado advertirá que ninguna de sus páginas está libre de ardor. Su prosa es antagónica a la tibieza. Jamás dejó de servirse de la ironía como instrumento para infamar los errores reinantes. “Todos vivimos en el error, salvo los humoristas. Sólo ellos -como burlándose- han calado la inanidad de todo lo que es serio e, incluso, de todo lo que es frívolo”. [xxxi] Cioran, en cierto sentido (pero sólo en cierto sentido) a través de sus lúdicas y lúcidas letras consigue reírse del lenguaje, del mundo y de sí mismo juntamente. “¡Cómo no agradecerle su facundia para encontrar mil y un atinados modos de formular el asco y el desprecio, para dar al desengaño en cada caso su palabra precisa y así mantenernos indefinidamente en él!” [xxxii]
Por otro lado, a la denuncia de pensador facilón, Mijail Malishev la refuta del modo siguiente: “Se puede decir que por la densidad del sentido, y por la concentración semántica del pensar, en cada hoja de sus textos la obra de Cioran ocupa uno de los primeros lugares en la literatura universal”. [xxxiii] Aunque Cioran, en un folio escrito en 1933, bien podría haberse adelantado al reclamo de Steiner con estas palabras:
Nada más penoso y repugnante que donde has manifestado toda la intimidad de tu ser, donde te has consumido a cada instante sin esperanza de salvación, donde has pensado para no llorar y escrito para no morir, los otros vean una pura estafa, un vulgar deseo de impresionar. [xxxiv]
En este sentido, algunos filósofos de renombre desmienten el reproche de George Steiner. Peter Sloterdijk, Clément Rosset, Fernando Savater, Gabriel Marcel, Esther Seligson, Susan Sontag, Henri Michaux y Octavio Paz (podría añadir más nombres, pero basta con éstos para hacerse una idea de lo que deseo expresar) juzgan a Cioran como uno de los escritores más desengañados y elegantes no sólo del siglo XX, sino de la historia del pensamiento. “Cioran es uno de los pensadores más delicados, con verdadero poder, que escriben en nuestro tiempo. Los matices, la ironía y el refinamiento son la esencia de su pensamiento”. [xxxv] Sé que siempre que se habla de Cioran es tópico común mencionar los premios que se le otorgaron, sin embargo, nunca está de más insistir en que los críticos literarios le concedieron cuatro prestigiosos galardones, mismos que -a excepción del primero- rechazó sistemáticamente.
Sea como fuere, su prosa lúcida y su belleza expresiva le valieron ser reverenciado por Saint-John Prese como uno de los más grandes escritores en lengua francesa. Laureles ganados con todo derecho, hay que decirlo:
Cioran maneja su instrumento de trabajo, el lenguaje y todos sus signos (las comas, las cursivas, los entrecomillados), con habilidad de entomólogo y deleite miniaturista, remojando sus pinzas y pinceles en el agua regia del sarcasmo y de la ironía para provocar, en el lector, reacciones de iconoclasta. [xxxvi]
Ahora bien, pese al prestigio internacional, Cioran continúa siendo ignorado por bastantes filósofos profesionales. Alain Badiou, por ejemplo, no lo menciona en su Panorama de la filosofía francesa contemporánea [xxxvii]; Pierre Hadot no lo tiene en cuenta en sus Ejercicios espirituales [xxxviii] (a pesar de compartir con él la tesis según la cual en la actualidad hay profesores de filosofía, pero no filósofos); Rüdiger Safranski lo parafrasea reiterada y descaradamente, pero sin aludirle ni una sola ocasión. [xxxix] Es como si alrededor del globo los catedráticos hubiesen confabulado en contra suya, relegándolo al más sepulcral de los silencios. Como señaló, en una entrevista, Jacques Le Rider: “Yo veo en él a un quemado en la hoguera de la historia de Rumania y de Europa central del siglo XX”. [xl]
Aunque, para ser honestos, a Cioran le importaba un bledo la estima de los profesionales de la filosofía. No obstante, el sentimiento era recíproco: él los ignoraba y ellos lo ignoraban. “Su lucidez se proyecta hacia la vida mediante un pensamiento directo que prescinde de la mayoría de los filósofos. Hay que añadir que la mayoría de los filósofos también prescinden de él…”. [xli] Cioran despreciaba sobre todo la logomaquia de los filosofantes. Según refiere, la originalidad de los filósofos de nuestros días estriba en ser prestidigitadores de términos. Las estrellas de la filosofía contemporánea, lejos de propender hacia la sabiduría, se entregan a la sinecura verbal: son unos saltimbanquis de los vocablos:
La búsqueda del signo en detrimento de la cosa significada; el lenguaje considerado como un fin en sí mismo, como rival de la «realidad»; la manía verbal, incluso en los filósofos; la necesidad de renovarse a nivel de las apariencias; característica de una civilización en que la sintaxis prevalece sobre lo absoluto y el gramático sobre el sabio. [xlii]
Cioran, desde su primer libro francés -y puede que desde mucho antes-, le dijo adiós a la filosofía que sustituye a la sabiduría por la gramática:
La mayor parte de la filosofía supone un crimen contra el lenguaje, un crimen contra el Verbo. Toda expresión de escuela debería ser proscrita y considerada un delito. Si se tradujeran las lucubraciones de los filósofos a lenguaje normal, ¿qué quedaría de ellas? La operación sería ruinosa para la mayoría de ellos. [xliii]
Cuanto más se cavila a propósito de las letras de Cioran, resulta más tentador afirmar que, por momentos, entre ellas se asoman trazas de la razón que a todos nos es común y que a nadie pertenece. Entiendo por razón común (siguiendo a Heráclito, a Iris Murdoch, a Agustín García Calvo, a Lars Svendsen, a Samuel Beckett etc.) la insospechada capacidad de dejar hablar, a través y quizá en contra nuestra, razonamientos que cualquiera puede comprender con tal de que no conjeture que le son propios -ni ajenos, por supuesto:
La inteligencia de verdad, no puede ser propiedad de nadie. ¿Les suena 'sentido común', 'razón común'?: 'común' quiere decir, no que sea de múltiples en democrática participación, sino precisamente que es de nadie; y, como en la frase de Heráclito suena, Común es a todos el pensar. [xliv]
Efectivamente, en insospechados momentos puede sucedernos que, al sentir lo dicho, cualquiera nos comprenda, aunque ignoremos la fuente de nuestra enunciación, -quizá gracias a ello-. “En la medida en que somos racionales y morales, somos todos iguales y, de alguna extraña forma, trascendentes a la historia. Pertenecemos a una armonía de voluntades que, aunque no se dé aquí abajo, en cierto sentido existe”. [xlv]
De lo anterior se sigue que cuando no aspiramos a imponer ideas (necesariamente mentirosas cuando se juzgan propias y no comunes) es que nos entendemos:
Vivimos en las palabras, a través de ellas, creados por ellas, por las palabras de otros. Las palabras no son nunca nuestras. En la medida en que la lengua es portadora de sentido, lo que expresa es el sentido de otros. «Qué importa quién hable, alguien ha dicho qué importa quién hable». [xlvi]
Lo común se dice de múltiples formas y sin que uno se dé cuenta. También Cioran lo deliberaba así:
Nunca he tenido idea alguna, aunque todo el mundo se enorgullece de tenerlas. Dueños de viento, propietarios de humo, usurpadores de brisa… Una ligera excitación del cerebro y pasamos a ser amos de un tesoro inasimilable; sólo queda esperar las felicitaciones… y los celos. [xlvii]
Considero que entre las letras cioranianas fulguran asomos del común razonar. “A Cioran le gusta pensar como lo hace una portera, no sólo para que ésta lo comprenda, sino porque en el fondo ella tiene los mismos problemas ontológicos irresolubles que él”. [xlviii] Cuando el afamado ensayista rumano Gabriel Liiceanu cuestionó a Cioran acerca del propósito de un pensamiento que acentúa la inanidad de la existencia, él le confesó que, paradójicamente, a través de sus libros había ayudado a sus lectores a mejor comprenderse:
Pero, dígame, ¿cómo puede ayudar una obra que propugna la inutilidad y el desatino? Ayuda [indica Cioran] porque formula cosas que los demás sienten, aunque no puedan expresarlas. Ayuda porque, de repente, los otros son conscientes de lo que sienten. Los ayuda a reencontrarse con ellos mismos. [xlix]
Y, líneas adelante, Cioran añade: “Por las cartas que recibo, principalmente de los jóvenes, resulta que los hombres se enteran de una experiencia a partir de mi modo de formularla, de una experiencia que incluso un imbécil puede tener”. [l] En mi opinión, hay mucho de común en las letras de este pensador privado. O para decirlo con Catalina Elena Dobre:
Al leer sus obras puedes tener la sorpresa de descubrir tu desnudez espiritual, porque Cioran te deja la impresión de que te lees a ti mismo como un diario de tu alma y no sabes qué vas a descubrir, pero la intensidad de los mensajes es tan poderosa que continúas leyendo para descubrir la aventura que es tu interioridad. [li]
Es preciso señalar que Cioran, de alguna manera, sospechaba que en sus letras palpitaban asomos del común razonar. Al menos eso puede deducirse de sus Conversaciones, en especial de la charla que sostuvo con el escritor Gerd Bergfleth:
Los poetas tienen, por decirlo así, una conciencia que se expresa en lugar de la suya, mientras que usted, por su parte, habla como autor. Es falso [explica Cioran]. Si lo hiciera como autor, hablaría de lo que escribo. No es así. De lo que yo hablo es de mis exasperaciones y mis estupores más o menos cotidianos, lo que, al fin y al cabo, hasta una criada podría comprender. [lii]
Quizá al lector purista de Cioran le irrite encontrarse, en el cuerpo de este ensayo, con algunas referencias del pensador zamorano Agustín García Calvo. He de advertir que para excusarme encontré las siguientes justificaciones, acaso no justificables. Por un lado, en los últimos años me he acercado fascinado a su obra porque (por disímiles que sean) juzga, al igual que Cioran, que la peor farsa ideada por el hombre es la de su maldito yo (o su perversa persona). A la par, coinciden en que ese guirigay sangriento que a diario malvivimos es el corolario de las miserias impuestas por la horda de criminales que nos esclavizan, dentro de eso que con petulancia denominan Realidad.
Me permito abrir un paréntesis para hablar acerca de la usanza, más o menos abusiva, que Cioran hizo de las letras mayúsculas. Sobre su talante escritural: el empleo de las itálicas, de los signos de puntuación y de las comillas, la estudiosa colombiana María Liliana Herrera escribió un excelente ensayo titulado Condensaciones y ampliaciones. [liii] Ahora bien, sobre la obstinación de Cioran por servirse de las mayúsculas allí donde debiera contentarse con las minúsculas, encuentro oportuno citar a José Blanco Regueira (sospecho que Cioran comulgaría con sus consideraciones): “Hay palabras que conviene escribir siempre con Mayúsculas para conjurar el sinfín de emociones minúsculas que nos obligan a escribirlas. ¿Qué sería de nosotros si no pudiéramos mayusculizar las pequeñas atrocidades, los pequeños vicios, los minúsculos estremecimientos?” [liv] (A decir verdad, había planeado escribir esta aclaración en una nota al pie de página, sin embargo, poco antes de hacerlo recordé el excelente argumento que en contra de esa escolástica práctica profiere Rafael del Águila:
Lo que me produjo una profunda impresión fue una frase en la que Noel Coward resumía su sensación ante el pie de página: «tener que leer un pie de página es como tener que bajar las escaleras para abrir la puerta mientras se está haciendo el amor»”. [lv]
En este mismo sentido, Mijail Malishev considera que trazar amplias notas al pie de página es síntoma de cobardía intelectual.)
Por otro lado, Cioran y García Calvo fueron los formadores intelectuales de Fernando Savater quien, en su mocedad, fue ávido asistente de los seminarios dirigidos por Agustín García Calvo en la Academia de la calle Desengaño, en Madrid, donde se dialogaba acerca de Lucrecio, Parménides y Heráclito. En palabras de Savater: “De Agustín puedo decir, como Beckett en Assez: «Todo lo que conozco me viene de él.»”. [lvi] Años más tarde, el ensayista vasco sería el encargado de presentar a Cioran al mundo hispanoparlante. No obstante, su trato no fue meramente profesional pues, entre ellos floreció una amistad que duraría poco más de dos décadas, hasta la muerte del pensador rumano-francés. “Traté a Cioran durante más de veinte años. Nos escribíamos con frecuencia y yo le visitaba siempre que iba a París una o dos veces por año. Me dispensaba una enorme amabilidad y paciencia, supongo que incluso con cariñosa resignación”. [lvii]
Además, a comienzos de la década de los setenta, Savater presentó como tesis Doctoral, en la Universidad Complutense de Madrid, un trabajo a propósito del por entonces ignoto Emil Cioran y se la dedicó al célebre Agustín García Calvo:
En las pocas manzanas de casas parisinas que abarcan el 30 de la rue de Bièvre y el 21 de la rue de l’Odéon tengo a las dos personas que más decisivamente han influido en mi vida intelectual, o, mejor, en mi vida sin más. Esta tesis trata del pensamiento de una de ellas; es justo que vaya dedicada a la otra. [lviii]
Sospecho que por mediación de su discípulo común ambos pensadores se leyeron. (En uno de los “Apéndices” de su Ensayo sobre Cioran, Fernando Savater menciona haber debatido con su maestro español algunos postulados de Del inconveniente de haber nacido, de Cioran). Cabe también especular que a través suyo se detestasen, según puede inferirse de las palabras del mismo Savater: “Siempre me ha dolido que, en la mayoría de los casos, mis amores se hayan detestado entre sí y hasta a través mío…”. [lix]
Aunque ninguno hace mención del otro (y por antitéticos que sus estilos parezcan) comulgo con Savater en que sus preocupaciones son afines:
La obra de Cioran, uno de los mejores orfebres de la prosa francesa de este siglo, también está marcada -como la de García Calvo- por el signo de la negación. Un alma feroz y desengañada, de tamaño mayor que el normal, provista de un instrumental estilístico de absoluta precisión. [lx]
Aclaro: de ninguna manera pretendo insinuar que la obra de Cioran armoniza con la de García Calvo. Ahora bien, aunque ambos pensadores son indefinibles, nada los define mejor que la precisión de sus letras: precisión en el lenguaje. Uno y otro, son harto precavidos de las palabras que utilizan y de las que se dejan utilizar.
Savater se expresó detallada y afectuosamente de sus mentores en A decir verdad [lxi] y en Mira por dónde: autobiografía razonada. [lxii] Asimismo, en Heterodoxias y contracultura [lxiii] les dedicó un apartadito titulado: Dos heterodoxos ejemplares: E. M. Cioran y A. García Calvo, en el que los considera como los pensadores que mejor encarnan la figura de la discrepancia radical en la cultura contemporánea. A su maestro rumano lo describió bajo los siguientes términos:
Cioran pasa revista cruel a nuestras convicciones y nos va aligerando a zarpazos de ellas; al mismo tiempo, va dando voz a nuestros más íntimos temores. Lo más curioso es que el resultado de este ejercicio no es el agobio o el decaimiento sino una especie de extraña exaltación, una característica ligereza que nos hace sentirnos absurdamente vivos más allá de todas nuestras razones para vivir. [lxiv]
Mientras que a su preceptor español le dedicó estas líneas:
García Calvo ha sostenido y sostiene una larga batalla contra la seducción afirmativa del lenguaje, contra las creencias que su propia estructura nos impone hasta cuando pretendemos con más brío rechazarlas. Sólo la negación es abierta y libre: lo demás -Yo, Mundo, Revolución, Ciencia, Justicia, Dios…- todo son ideas, es decir, una fraudulenta combinación de mentira y realidad. [lxv]
Llegados a este punto es natural que se me recrimine mi sospechosa simpatía por Savater. Sucede que gracias a él, los hispanoparlantes conocimos a Cioran -de ello hablé líneas arriba. He de añadir asimismo que el mejor libro que se ha escrito en castellano sobre el pensador rumano-francés es el citado Ensayo sobre Cioran, de Savater (Cioran lo juzgaba así.) Además, considero al filósofo vasco como una de las máximas autoridades intelectuales contemporáneas, pese a la mala prensa que se ha granjeado entre el airado gentío de cultos universitarios quienes, movidos por el glacial encono que provocan las apabullantes ventas de sus libros, pretenden negarle el ampuloso título de filósofo, reproche que él acepta de buena gana, dicho sea de paso:
Usted es un filósofo best-seller, lo que genera el desprecio de algunos de sus colegas quienes consideran que su popularidad se debe a trivializar la filosofía. ¿Es posible pensar con rigor y alcanzar la popularidad? Me parece que dentro de la filosofía moderna hay autores que son muy complejos y sin embargo resultan triviales. O sea que la idea de que la complejidad exculpa a la trivialidad es falsa. [lxvi]
Si bien es cierto que me siento especialmente atraído por los textos que Savater escribió en las décadas de los setentas y ochentas, no lo es menos que jamás pierdo el tiempo leyéndolo. Lo estimo como uno de esos espíritus raros -¡y más en filosofía!- de los que, a pesar de su sencillez de expresión (o quizá precisamente por ella) siempre se comprende algo. “Prefiero ser coadjutor de sólidas obviedades que nigromante de profundidades que nadie comprende de buenas a primeras y que cesan de ser interesantes en cuanto se entienden”. [lxvii]
Antes de finalizar este apartado deseo reseñar la que quizá sea la única ocasión en que Agustín García Calvo habla acerca de Emil Cioran, si bien no lo hace explícitamente, la referencia me parece clara. Debo confesar que hasta ahora no he localizado en los textos de Cioran ninguna noticia sobre el pensador de Zamora. En las Cartas de negocios de José Requejo [lxviii] de García Calvo (que no es sino el compendio de una correspondencia imaginaria entre él y Savater) me encontré con algunas líneas, posiblemente referentes a Cioran. En ellas, el pensador zamorano cuenta cómo a finales de la década de los sesenta, por circunstancias de variada índole, su pupilo se apartó de él y de sus clases en la Academia de la madrileña calle Desengaño.
En realidad, el comienzo de su separación se debió a las represiones ejercidas por la dictadura española de entonces (García Calvo fue expulsado de la universidad por simpatizar con los movimientos estudiantiles) y se consumó más tarde bajo el pretexto de la publicación de un escritor norteamericano (un tal señor Stone [lxix]) en torno a Sócrates. En último término, su ruptura fue inevitable pues quien se abraza ciegamente al maestro corre el riesgo de convertirse en su feligrés. En todo caso, la mejor prueba de fidelidad para con el preceptor y para con el ejercicio de lucidez, estriba en el rompimiento. De otra manera el pensamiento se vuelve credo.
Sea como fuere -los otrora alumno y maestro-, luego de su obligado distanciamiento en la capital española, volverían a coincidir como habitantes del Barrio Latino de París, aunque en esta ocasión el filósofo vasco como ávido escucha de las disertaciones de Emil Cioran. Agustín García Calvo relata la diligencia de Savater para con aquél como sigue: “[…] allá en su buhardilla de al pie de San Sulpicio pasaba elucubrando las horas que le permitían el frío y los amigos o sus propias desazones, y por lo demás, yendo a oír a salto de mata las disertaciones de algún sabio, hurgando en las bibliotecas o despotricando en el café cada vez que se le terciaba”. [lxx] Es casi seguro que el sabio al que hace referencia el pensador zamorano sea Cioran. Sobra decir que Savater viajó a la ciudad luz especialmente para conocerle.
Es obligado señalar que tras el paso de los años suelen olvidarse, casi invariablemente, las fuentes o referencias de algunas (por no decir bastantes) ideas o pensamientos, motivo por el cual se tiende a conjeturar que son de la propia autoría, sin serlo, claro está, aunque así se desee con todas las fuerzas. Por ello, me disculpo (no por las numerosas citas utilizadas en este escrito -¡honestamente, nada me hubiese gustado más que escribirlo completamente a base de ellas!-, pues, comulgo con Cioran en que: “En una obra de psiquiatría sólo interesa lo que dicen los enfermos; en un libro de crítica, las citas”). [lxxi]
Insisto en disculparme por las omisiones no intencionales:
Sólo en ocasiones excepcionales ocurre que la literatura nos fuerce a considerar que nuestras pasiones se están expresando a través de las palabras de otro. Entonces no podemos soportar la usurpación y acabamos por apropiarnos de las palabras de una manera tan íntima y definitiva que ya no se puede decir que no sean nuestras. [lxxii]
En este sentido, deseo apuntar que después de algunos años de frecuentar a Cioran -escuchándole a través de mis ojos- me ha dado por alucinar que compartimos ciertas muecas y tics. En mis arranques de deliro me jacto de que determinados caprichos de entonación y variantes verbales (piénsese estilísticas) nos son comunes, como si nos imitásemos el uno al otro. Naturalmente, ello no es más que un desvarío. Lo cierto es que, de manera más o menos premeditada, lo he imitado, como se imitan los amantes tras su cotidiana intimidad. Tal como apuntó Joseph Lluís Seguí:
Acabarían por parecerse. Todos los amantes llegaban a tener cierto parecido físico entre sí. ¿Tomaría ella algo de su mirada, la tristeza de sus ojos, el aspecto cansado que siempre mostraba en su rostro? ¿Y él?, se preguntó, ¿qué rasgos de ella, de su amante, irían marcándole? [lxxiii]
¿Es menester recordar que la filosofía surgió del regazo de Philia?:
Es estricta y literalmente cierto que para los grandes atenienses el pensamiento es una derivación del diálogo erótico. Mejor dicho, esa trama entre un cuerpo que hay que conquistar como una fortaleza y el vuelo metafísico, es, para Platón, la imagen misma del eros”. [lxxiv]
No se puede negar que el amor por el saber nace del diálogo-flirteo con el preceptor:
Lo que pasa es que amor y pedagogía tienden a confundirse en una misma cosa; la relación entre el amor y la pedagogía no puede entenderse simplemente en el sentido de que el amor sea el objeto de la enseñanza y el aprendizaje, sino además en el sentido de que la pedagogía está alentada por el amor, siendo el amor motor de la enseñanza”. [lxxv]
Reconozco que mi arrobo por Cioran se debe a que mi corazón fue mordido por su tintineo dialogal: de modo similar al de Alcibíades, tras escuchar arengar a Sócrates. [lxxvi] Recordemos que también Cioran fantaseaba con las supuestas afinidades entre él y sus escritores predilectos:
Los dolores de oídos que padecía Swift son en parte la causa de su misantropía. Si las enfermedades de los demás me interesan tanto, es para hallarme inmediatamente puntos comunes con ellos. A veces tengo la impresión de haber compartido todos los suplicios de aquellos a quienes he admirado. [lxxvii]
Más aun, en sus ataques de delirio, Cioran se comparaba con Macbeth: “Sí, me comparo con Macbeth, aunque no he matado a nadie, pero, interiormente, he vivido lo que él vivió y lo que dice podría haberlo dicho yo. En mis accesos de megalomanía, lo acuso de plagio”. [lxxviii]
Emil Cioran (1931-1944) Soledad y destino; [Singur?tate ?i destin], Hermida Editores, Madrid, 2019 [1ª ed.].
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-(1964) La caída en el tiempo; [La Chute dans le temps], Laia/Monte Ávila, Barcelona, 1988 [2ª ed.].
-(1973) Del inconveniente de haber nacido; [De l’inconvénient d’être né], Taurus, D.F., 2015 [1ª ed.].
-(1977b) Ejercicios de admiración; [Exercices d’admiration], Tusquets, Barcelona, 2007 [4ª ed.].
-(1979) Desgarradura; [Écartèlement], Tusquets, D.F., 2013 [1ª ed.].
-(1987) Ese maldito yo; [Aveux et anathémes], Tusquets, D.F., 2010 [2ª ed.].
-(1957-1972) Cuadernos; [Cahiers], Tusquets, Barcelona, 2000 [1ª ed.].
-(1995) Conversaciones; [Entretiens], Tusquets, D.F., 2012 [1ª ed.].
-(2005) Ejercicios negativos; [Exercices négatifs. En marge du «Précis de décomposition»], Taurus, Madrid, 2007 [1ª ed.].
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[i] Emil Cioran, Ese maldito yo, p. 39.
[ii] Sigifredo Esquivel Marín, Estancias críticas. Trayectos desde Velarde, Reyes y Paz, p. 9. (Énfasis del texto).
[iii] Cf. Emil Cioran, Antología del retrato.
[iv] José Blanco Regueira, Estulticia y terror, p. 69. (Énfasis del texto).
[v] Citado por Lars Svendsen, en Filosofía del tedio, p. 124.
[vi] Emil Cioran, Ejercicios de admiración, p. 77.
[vii] Faustino Manuel López Manzanedo, E. M. Cioran: fragmentos de una estética imposible, p. 13. *(En el original, el autor se refiere a 'un libro', sin embargo, cambié ese sintagma por el de 'un artículo' porque ilustra de mejor manera la imagen que deseo trazar.)
[viii] Emil Cioran, Extravíos, p. 99.
[ix] Emil Cioran, Breviario de podredumbre, p. 116.
[x] Emil Cioran, Conversaciones, p. 33.
[xi] Emil Cioran, Silogismos de la amargura, p. 23.
[xii] Emil Cioran, Ejercicios de admiración, p. 154. (Énfasis del texto).
[xiii] Emil Cioran, Del inconveniente de haber nacido, p. 76. (Énfasis mío).
[xiv] Emil Cioran, Ese maldito yo, p. 31.
[xv] Emil Cioran, Cuadernos, p. 126.
[xvi] Ion Vartic, Cioran ingenuo y sentimental, p. 167.
[xvii] Emil Cioran, Soledad y destino, p. 381.
[xviii] Agustín García Calvo, De los modos de integración del pronunciamiento estudiantil, p. 55.
[xix] Emil Cioran, La caída en el tiempo, p. 81. (Énfasis del texto).
[xx] José Luis Álvarez Lopeztello, Emil Cioran: El drama de la caída en el tiempo, p. 22
[xxi] Emil Cioran, Breviario de podredumbre, p. 246. (Énfasis del texto).
[xxii] Emil Cioran, Conversaciones, p. 38.
[xxiii] Idem, p. 200.
[xxiv] Emil Cioran, Ese maldito yo, p. 144.
[xxv] José Blanco Regueira, Sobre la teoría kantiana de la imaginación trascendental, p. 9.
[xxvi] Paul Auster y J.M. Coetzee, Aquí y ahora. Cartas 2008-2011, p. 217. (Énfasis del texto).
[xxvii] Emil Cioran, Soledad y destino, p. 382. (Énfasis del texto).
[xxviii] Fernando Savater, “El asombro de Cioran”, en Figuraciones mías, p. 18.
[xxix] George Steiner, George Steiner at The New Yorker, p. 298. (Énfasis del texto).
[xxx] Emil Cioran, Conversaciones, p. 20. (Énfasis del texto).
[xxxi] Emil Cioran, Desgarradura, p. 131.
[xxxii] Fernando Savater, Ensayo sobre Cioran, p. 151.
[xxxiii] Mijail Malishev, “Emil Cioran: destronamiento de ilusiones en la existencia humana”, en Roberto Andrés González, Variaciones de antropología filosófica, p. 56.
[xxxiv] Emil Cioran, Soledad y destino, p. 252.
[xxxv] Susan Sontag, “Pensar contra sí mismo: reflexiones sobre Cioran”, en Estilos radicales, p. 106.
[xxxvi] Esther Seligson, op. cit., p. 80.
[xxxvii] Errata Naturae, Madrid, 2010.
[xxxviii] Siruela, Madrid, 2006.
[xxxix] Cf. Rüdiger Safranski, ¿El mal o el drama de la libertad?, Tusquets, D.F., 2014.
[xl] Jacques Le Rider, “Entrevista”, en Ciprian Valcan, Cioran, un aventurero inmóvil, p. 147.
[xli] Fernando Savater, “El descubridor español”, en Carlos Cañeque, op. cit., p. 19.
[xlii] Emil Cioran, Silogismos de la amargura, p. 22. (Énfasis del texto).
[xliii] Emil Cioran, Ejercicios de admiración, p. 81. (Énfasis del texto).
[xliv] Agustín García Calvo, 20 ventanas y 36 adolescencias, p. 112. (Énfasis del texto).
[xlv] Iris Murdoch, La salvación por las palabras, pp. 24-25.
[xlvi] Lars Svendsen, Filosofía del tedio, p. 124
[xlvii] Emil Cioran, Ejercicios negativos, p. 74. (Énfasis del texto).
[xlviii] Ion Vartic, op. cit., p. 166.
[xlix] Gabriel Liiceanu, E. M. Cioran. Itinerarios de una vida, p. 99.
[l] Idem, p. 110. (Énfasis del texto).
[li] Catalina Elena Dobre, Encuentro con Cioran, p. 23.
[lii] Emil Cioran, Conversaciones, p. 116.
[liii] Cf. María Liliana Herrera y Alfredo Abad Torres, Cioran en Perspectivas, Universidad Tecnológica de Pereira (UTP), Pereira, 2009.
[liv] José Blanco Regueira, Estulticia y terror, p. 57.
[lv] Rafael del Águila, Sócrates furioso. El pensador y la ciudad, p. 28. (Énfasis del texto).
[lvi] Fernando Savater, “Prólogo” a La filosofía tachada, p. 84.
[lvii] Fernando Savater, “El asombro de Cioran”, en Figuraciones mías, p. 18.
[lviii] Fernando Savater, “Dedicatoria” a Ensayo sobre Cioran, p. 23.
[lix] Fernando Savater, A decir verdad, p. 17. (Énfasis del texto).
[lx] Idem., p. 20.
[lxi] Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1987.
[lxii] Taurus, Madrid, 2003.
[lxiii] Montesinos, Barcelona, 1989.
[lxiv] Idem., p. 82. (Énfasis del texto).
[lxv] Idem., p. 83. (Énfasis del texto).
[lxvi] Carlos Alfieri, “Entrevista a Fernando Savater”, en Conversaciones, p. 118.
[lxvii] Fernando Savater y José Luis Pardo, Palabras cruzadas, p. 46.
[lxviii] Lucina, Zamora, 1981.
[lxix] Cf. Agustín García Calvo, “¡Viva Sócrates!”, en Que no, que no, Lucina, Zamora, 1998.
[lxx] Agustín García Calvo, Cartas de negocios de José Requejo, p. 20. (Énfasis mío).
[lxxi] Emil Cioran, Del inconveniente de haber nacido, p. 166.
[lxxii] Juanma Agulles, Piloto automático, p. 146.
[lxxiii] Joseph Lluís Seguí, La amante fea, p. 9.
[lxxiv] Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía, pp. 75-76.
[lxxv] Agustín García Calvo, “Prólogo” a Marqués de Sade, Instruir deleitando o la escuela de amor, pp. 13-14.
[lxxvi] Cf. Platón, Banquete, 218a.
[lxxvii] Emil Cioran, Ese maldito yo, p. 21.
[lxxviii] Conversaciones, pp. 116-117.