Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Jiménez Moreno, José Alfonso. (2022). Aproximaciones de la relación entre estados emocionales y felicidad. Revista digital FILHA. Enero-julio. Número 26. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449. Handle: http://ricaxcan.uaz.edu.mx/jspui/handle/20.500.11845/2895
José Alfonso Jiménez Moreno. Mexicano, Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional Autónoma de México, Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Zacatecas, Maestro en Psicología y Doctor en Pedagogía por la UNAM. Investigador en el Instituto de Investigación y Desarrollo Educativo de la Universidad Autónoma de Baja California. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel I. Correo: jose.alfonso.jimenez.moreno@uabc.edu.mx ORCID: https://orcid.org/0000-0003-0704-7883
Approchement to the relationship between emotions and happiness
Resumen: El artículo aborda la pregunta por la felicidad y su relación con las emociones. La reflexión parte de diferentes teorías filosóficas sobre la constitución de las emociones, para, a partir de la perspectiva aristotélica de la eudaimonia, y de la visión de John Stuart Mill, discutir el papel de las emociones en la constitución de la felicidad. La conclusión resalta cómo la felicidad mantiene una relación adjetiva con las emociones agradables y desagradables; la discusión se orienta respecto a cómo lo moral e intelectual favorecen la consolidación de la felicidad en la vida práctica, más allá de los estados emocionales.
Palabras clave: Aristóteles, Utilitarismo, Filosofía moral, Eudaimonia, Emociones.
Abstract: The article addresses the question of happiness, particularly its relation to emotional states. The reflection starts from the review of various philosophical theories about the constitution of emotions, and later, from the Aristotelian perspective of eudaimonia, and the utilitarian vision of John Stuart Mill, discuss the role of emotional states in the constitution of happiness. The conclusion highlights the way in which happiness maintains an adjective relationship with pleasant and unpleasant emotional states; the discussion focuses on how the moral and intellectual factor favors the consolidation of happiness in practical life, beyond any emotional states.
Keywords: Aristotle, Utilitarianism, Moral Philosophy, Eudaimonia, Emotions.
La felicidad es uno de los grandes temas de la filosofía, cuya discusión ha logrado trascender a otras esferas de reflexión, como la psicología e, incluso, es objeto de charlas de diverso tipo, volviéndose asunto de lo cotidiano. Su amplio espectro de discusión no le resta el valor que tiene como tema filosófico que sigue pensándose en la actualidad, aunque su comprensión resulta de tal profundidad que orilla a preguntarse sobre elementos esenciales de la vida humana.
Acercarse a una comprensión filosófica de la felicidad es la intención última de este texto. No se presenta como la comprensión de la misma, pero sí como una modesta examinación de algunos factores que permiten su constitución, particularmente lo relacionado con los estados emocionales y las emociones que suelen asociarse con nuestro encuentro con una vida feliz.
Esta intención se relaciona con la pregunta por la felicidad y los elementos que la constituyen. Si bien tradicionalmente se le identifica como algo positivo, y, en lo cotidiano, con emociones favorables (como alegría, plenitud, satisfacción, placer, entre otros), ¿qué sucede con los estados emocionales que no resultan tan deseables? Tal es el caso de la pena, la ira o el miedo, por ejemplo. ¿Estos juegan algún papel en la felicidad? Si es así ¿qué lugar guardan los estados emocionales coloquialmente entendidos como contrarios a la felicidad?
El método filosófico que se presenta en este trabajo comienza con una indagación inicial sobre los estados emocionales, cómo se constituyen y el papel que juegan dentro de la conformación de la vida feliz a través de la identificación de estudios filosóficos previos. En un segundo momento, se valoró necesario adoptar un marco analítico que ofreciera caminos de interpretación del papel de los estados emocionales en la felicidad. Se optó por hacer uso del marco propuesto por la eudaimonia de Aristóteles, así como de la perspectiva del filósofo utilitarista John Stuart Mill. La racionalidad de esta selección se fundamenta, principalmente, en que estos autores plantean a la felicidad como finalidad de la vida, además que ambas posturas proponen una mirada que permite estimar el rol de estados emocionales en la conformación de una vida feliz. Para este objetivo, el artículo resalta el papel de los estados emocionales con la felicidad, la antagónica relación existente entre aquellas emociones que son consideradas favorables y las que no resultan tanto en la vida humana, para revisarlas ante la mirada de Aristóteles y, finalmente, desde el utilitarismo de John Stuart Mill.
La felicidad es un estado difícil de conceptualizar, a pesar de la condición universal que la caracteriza. Para iniciar la discusión respecto de aquello que asociamos con la felicidad se puede comenzar afirmando que, en parte, ésta se conforma o está relacionada con diversos estados emocionales; por lo que su entendimiento implica necesariamente una reflexión sobre este tipo de estados en el ser humano. Con la intención de acercarnos a la comprensión de los estados emocionales afines y ajenos a la felicidad, a continuación, se presenta un breve panorama de algunas de las diferentes posturas filosóficas que han abordado este problema.
Esta pregunta ha traído una amplia diversidad de argumentos y posturas. De acuerdo con Calhoun y Solomon (1996: 10), para el análisis y comprensión de las emociones, la literatura filosófica nos ofrece el siguiente esquema: 1) En su diferenciación respecto a otros estados mentales, por ejemplo, cuestionando cuáles son las diferencias que las emociones tienen respecto a creencias u otros estados cognitivos particulares de las personas. 2) Respecto a su ordenación, por ejemplo, marcando la distancia cualitativa entre las emociones que se orientan hacia el disfrute humano de las que tienden al sufrimiento. 3) A partir de los trastornos en su conformación, como las experiencias emocionales suscitadas bajo el uso de estupefacientes. 4) La relación que tienen las emociones respecto a cuestiones morales, por ejemplo, la influencia que alguna emoción tiene en la formación de valores.
Estas cuatro líneas de análisis se reflejan en las diversas teorías de las emociones, las cuales se enfocan en la explicación de estos estados a partir de un elemento rector en particular. Una primera línea es la teoría de la sensación (Calhoun y Solomon, 1996: 15). En ella interesa cómo es que la gente experimenta las emociones, de tal manera que un análisis basado en la decantación de los sentimientos psicológicos o agitaciones mentales relacionadas con las emociones pueda orientar una explicación plausible respecto a lo que conforma una emoción. Una de las perspectivas más conocidas en el ámbito de la filosofía y la psicología coincidente con esta idea es la teoría de William James, difundida a fines del Siglo XIX, la cual establecía una identidad orgánica de las emociones, argumentando que éstas mantienen una estrecha relación con las reacciones fisiológicas (Calhoun y Solomon, 1996: 140). Esta teoría concibe a la emoción como el acto de percepción de los trastornos que experimentamos; bajo esta lógica, las emociones se equiparan a las manifestaciones fisiológicas. Por ejemplo, sentir determinadas sensaciones al experimentar ansiedad. Si bien pareciera una explicación lineal entre lo fisiológico y la emoción, las teorías centradas en las sensaciones y los cambios orgánicos representaron un importante avance en el entendimiento de las emociones, permitiendo identificar el papel introspectivo en su comprensión, al igual que el rol de lo fisiológico en ellas.
Por otra parte, en una perspectiva un poco más amplia, la teoría de la emoción de Hume (Calhoun y Solomon, 1996: 15) puso en duda el papel de la fisiología como base de las emociones. La crítica de Hume se enfocó en que las emociones no necesariamente se acompañaban de sensaciones físicas localizables, elemento que permitiría pensar a las emociones desde una mirada más amplia, y no anclada a los procesos fisiológicos que los humanos experimentan. Hume orientaba la discusión a que las emociones pueden desarrollarse sin necesidad de establecer una relación causal física; un claro ejemplo de esta idea es el fastidio, el cual se experimenta sin necesidad de tener una relación con sensaciones fisiológicas. Para Hume (ver Calhoun y Solomon, 1996: 15), las emociones no están determinadas por lo fisiológico, sino que se acompañarán de una idea, diversificando así la perspectiva de este problema.
Considerando el avance en la comprensión de las emociones más allá de la sensación, Schachter y Singer retoman la idea de la reacción fisiológica como base explicativa de la emoción, aunque argumentan que debe complementarse con la consideración que el factor cognitivo juega dentro de su conformación, particularmente como un medio para su regulación; es decir, bajo esta perspectiva, el factor cognitivo puede ser una cuestión que se relaciona con la génesis de las emociones, y no únicamente como una manifestación fisiológica (ver Calhoun y Solomon, 1996: 10).
Estas perspectivas han sido una fuerte influencia en el entendimiento psicológico de una emoción, aunque particularmente en filosofía se ha reflexionado respecto sobre este posible valor de lo cognitivo en las emociones, específicamente los estados ligados a ellas como parte de su génesis. ¿Son las emociones producto de la creencia o, aún más, las incluyen como uno de sus componentes? En esta reflexión también permite valorar cómo las emociones parecen ser intenciones evaluativas y, por lo tanto, cognitivas.
Tradicionalmente se considera a las emociones como un elemento interno a los agentes (ya sea cognitivo o fisiológico) y, a la conducta observable como una exposición de las emociones. En esta afirmación cabe plantear más de un cuestionamiento: ¿es la conducta parte de la emoción o solo su manifestación? Específicamente en lo que respecta a lo cognoscente en las emociones, ¿la cultura cumple un papel en la posibilidad de experimentar determinadas emociones?
Ampliando más la idea del papel de lo cognoscente en las emociones, podemos analizar las teorías de Thalberg y Solomon (Calhoun y Solomon, 1996: 307), que pueden englobarse como teorías cognoscitivas-evaluativas, las cuales ofrecen una mirada distinta respecto a la relación entre la cognición y los estados emocionales. A diferencia de las perspectivas previas que otorgaban un papel preponderante a las sensaciones, el entendimiento de las emociones bajo esta mirada implica establecer a la racionalidad como su eje. Para Thalberg, el elemento fundamental de una emoción no es necesariamente el objeto con el cual se le asocia. De esta manera, para este autor, la emoción puede fundamentarse en la racionalidad. Thalberg no describe una relación directa causa-efecto entre razón y emoción, como si la razón fuera la causante directa, sino que lo que afirma es que se necesita identificar la creencia para poder comprender una emoción en particular.
Por su parte, Solomon (Calhoun y Solomon, 1996: 321) es un autor mucho más radical respecto al papel de las creencias en la emoción en comparación con Thalberg. Para Solomon, las emociones no son una sensación ni un aspecto fisiológico, sino que se deben entender completamente desde el plano racional, pero, además, incrementa el problema del entendimiento de las emociones al incorporar el factor de la intencionalidad en la conformación de las emociones (abriendo así brecha mayor con la perspectiva de Thalberg). La intención requiere que la emoción se relacione con un objeto determinado, en este caso, el factor objeto es requerido para la manifestación de la emoción. Por otra parte, las emociones se constituyen también por la intensionalidad (con s) (Calhoun y Solomon, 1996: 35). La intensionalidad refiere a que la emoción no solo se relaciona explícitamente con un objeto, sino también con la descripción de dicho objeto.
Con los conceptos de intencionalidad e intensionalidad, para Solomon, las emociones cumplen un valor importantísimo en la vida humana, ya que se relacionan con juicios. La intención de la emoción de Solomon es que se corresponden con creencias o descripciones de objetos. Estas ideas abonan a la comprensión de las emociones en el sentido de su génesis, ya que se identifican con un objeto y las descripciones que asociamos a ellos.
Las diversas perspectivas filosóficas sobre las emociones ofrecen un panorama amplio para su entendimiento, con algunas orientaciones que permiten perfilar elementos básicos para su análisis. Los aspectos fisiológicos de una emoción, como las sensaciones, pueden estar presentes en muchas experiencias emocionales, aunque no son un elemento imprescindible para su conformación. Por otra parte, coloquialmente se atribuye a las emociones una génesis contraria a la razón, sin embargo, a excepción de las teorías de la sensación y fisiológica, la cognición parece ser una constante dentro de las perspectivas que pretenden explicar las emociones.
En otra perspectiva, Nussbaum (2001: 33) afirma que, efectivamente, las emociones tienen una relación estrecha con procesos evaluativos en las personas, pero, además, nos permiten orientarnos en la supervivencia con el resto de nuestros congéneres (2001: 24). De tal suerte que las emociones no solo son parte fundamental de la estructura cognitiva, sino que nos permiten combinar ideas e información acerca de los sucesos del mundo; son nuestra forma de registrar cómo son las cosas respecto a los elementos externos que consideramos relevantes para nuestro bienestar (Nussbaum, 2001: 24).
Considerando las teorías cognoscitivas-evaluativas, los estados emocionales pudieran estar más relacionados con la interpretación del mundo y la manera en que nos conformarnos como personas. Por ejemplo, siempre tienen un objeto, guardan relación con las creencias personales, se manifiestan a través de la conducta y, además, muchas de ellas mantienen una cercanía directa con los esquemas morales en los cuales se desenvuelven los sujetos, guardando así relación con el factor cultural. [i]
La felicidad suele relacionársele con determinados estados emocionales, particularmente de percepción placentera o agradable; de la misma manera, se asume una relación de oposición de la felicidad respecto a emociones que resultan ser desagradables para las personas. El análisis sobre los estados emocionales que suelen relacionarse y oponerse a la felicidad no es baladí y no se fundamenta solo en la comprensión conceptual de aquello que denominamos “felicidad”, sino que permite un acercamiento hacia el papel de las emociones dentro de la vida de las personas.
La consideración de estados emocionales cercanos u opuestos a la felicidad implica una escisión categorial de las emociones, las cuales asociamos como deseables o agradables y que, a su vez, consideramos como cercanas a determinado goce, que es como coloquialmente solemos relacionar a la felicidad.
Para comprender más a fondo la idea de la oposición y afinidad de estados emocionales respecto a la felicidad podemos referir a Baier (2009), a Solomon (2007) y a Pawelski (2013), quienes, desde diversas perspectivas, apuntan sobre el objeto de las emociones y su relación con la conformación de la felicidad. Baier (2009: 110) –haciendo uso de la filosofía de Descartes y los postulados psicoanalistas de Freud– afirma que las emociones que experimentamos son parte de nuestra búsqueda de comprensión de la verdad del mundo circundante. Para Freud (Baier, 2009: 113), la génesis de las emociones está en función de nuestros primeros años de vida; se asume la existencia de objetos originales en la generación de emociones; ansiedad, culpa, amor, miedo, todos se relacionan con un objeto intencional.
Además de la necesidad de un objeto en el cual se enfoquen las emociones, su manifestación y consecuente interpretación social es parte de su constitución. En este sentido, las emociones son un factor relevante no solo de la comprensión del mundo, sino de la importancia de ciertos objetos (que suelen denominarse “focos de emoción”) en la vida de las personas, que, además, abonan a nuestra conformación social. La emoción juega así un papel importante, ya que nos indican cuando algo es importante. Bajo esta idea de Baier (2009: 127), en la cual las emociones permiten resaltar qué tanto los focos de emoción son relevantes en nuestra vida, es factible pensar que aquellas emociones agradables y asociadas a la felicidad, así como las opuestas, son una manifestación de aspectos importantes en la conformación de uno mismo.
Emociones coloquialmente asociadas a la felicidad, como la dicha, la alegría, el bienestar, son, sin duda, agradables o placenteras, lo cual nos hace desearlas. Los objetos de intención a los que asociamos estas emociones reflejan la relevancia de dichos objetos en nuestra vida, que a nivel personal nos orientan hacia el bienestar. En contraparte, la pena, la ira o la tristeza son emociones poco agradables que preferimos evitar. Bajo la perspectiva de Baier (2009: 157), este tipo de emociones representan, al igual que las que son agradables o asociadas a la felicidad, indicios de elementos importantes en la vida.
En este sentido, la escisión que hacemos de las emociones agradables y desagradables, positivas y negativas, deseables e indeseables, etc., y, a su vez, la relación que hacemos de éstas con la felicidad pareciera indicar que hay emociones que son excluyentes entre sí, de tal suerte que, si se da la presencia de determinadas emociones no favorables, la felicidad no parece posible. Al respecto, Pawelski (2013) ofrece una mirada interesante. Inicialmente debemos considerar que la enunciación de opuestos nos permite una comprensión de los términos que pretendemos conocer. Por ejemplo, diferenciar “felicidad” respecto a “infelicidad” nos permite –como se ha comentado– un conocimiento superficial de lo que debemos esperar de ser feliz, de manera similar como podemos hacer con otros conceptos, como “bueno” y “malo”, o “frío” y “caliente”. Sin embargo, el uso de antónimos no reflejará que los conceptos de interés son necesariamente incompatibles.
En algunos casos, los opuestos son directos o continuos, como “izquierdo-derecho”. Esto es así debido a que son antagónicos, la presencia de uno implica la ausencia del otro. En el caso que nos atañe, habría que preguntarse si ser feliz o infeliz pueden ser contrarios de este tipo, es decir, ¿son antagónicos? ¿o podría haber grados de felicidad y de infelicidad? Tomemos una idea para ahondar más en ello: ¿mientras más deje uno de ser infeliz, más feliz se vuelve? Esto es cuestionable. Según Pawelski (2013), hay evidencia de que la felicidad e infelicidad no son contrarios de este tipo. Podemos pasar el día en una variedad de estados emocionales que relacionamos con la felicidad y la infelicidad. De esta forma, pareciera haber diferentes niveles de graduación entre lo que nos hace felices y lo que nos hace infelices. En este sentido, felicidad e infelicidad no son “opuestos existenciales” (Pawelsky, 2013: 329), como puede ser “izquierda-derecha”, los cuales son antagónicos; pareciera ser que las emociones no necesariamente son determinantes para la vida feliz.
La perspectiva de los opuestos directos nos ofrece un panorama en el que pensar a la felicidad como existencialmente contraria a la infelicidad es similar al modelo médico, en el cual la infelicidad se “cura” a través de la disminución de los elementos negativos (como la salud aumenta al disminuir la enfermedad). Esto es, sin duda, una forma cuestionable de comprender la felicidad y las emociones relacionadas con ella. Solomon (2007) nos ofrece una perspectiva distinta que permite comprender más a fondo esta aparente distancia entre las emociones contrarias y afines a la felicidad. Para Solomon, coloquialmente la pena o duelo (el término inglés utilizado por el autor es grief), y la felicidad suelen ser entendidas como dos extremos emocionales (2007: 72); sin embargo, la pena, al igual que otras emociones poco placenteras, es necesaria en la vida independientemente de su sensación desagradable. En ese sentido, si bien poco deleitable, no podemos considerarla como completamente ajena a la vida misma (al igual que otras emociones, como la ira, por ejemplo). La pena, la tristeza y otras emociones tradicionalmente concebidas como contrarias a la felicidad no son sentimientos ni emociones episódicas, sino que se acercan más a procesos emocionales que reflejan sucesos y objetos importantes en la vida de las personas.
De esta forma, considerar que las emociones son en sí mismas afines o distantes de la felicidad resulta una sobre simplificación. La experimentación de la ira, la pena, la tristeza u otras emociones consideradas ajenas a la felicidad es resultante del proceso de vida, en palabras de Solomon (2007: 76), son el reflejo de una herida en el yo. La presencia de las emociones poco placenteras no es entonces existencialmente ajena a la felicidad, sino que representan el proceso de una persona respecto a objetos o focos emocionales importantes para ella.
Si como humanos nos centráramos en la nulificación de las emociones que nos resultan poco placenteras o deseadas como medio para alcanzar la felicidad, seguramente nos encontraríamos con dificultades, ya que –como ya lo afirmaba Pawelski–, las emociones poco placenteras no necesariamente son contrarias existencialmente a la felicidad. Buscar evitarnos penas en la vida, así como tristezas, frustraciones o enojos no nos llevará a la felicidad, sino que solo nos guiaría a negar que existen objetos y hechos importantes en la vida.
La comprensión de las emociones no es simple, implica la consideración de la razón, lo fisiológico, las creencias y la cultura. En cualquier caso, bajo las perspectivas cognoscitivas-evaluativas, las emociones son un indicador de la relevancia que las personas damos a los eventos, personas y objetos, lo cual no es menor. El problema se incrementa cuando nos interesa conocer el papel de las emociones dentro de una vida feliz, incluso no solo bajo la perspectiva cognoscitivo-evaluativa; más aún cuando coloquialmente se clasifica a algunas emociones como afines a la felicidad, o bien, como distantes. La polarización de las emociones como cercanas o distantes a la felicidad permite una comprensión superficial de aquello que constituye la felicidad, que es el objeto de análisis principal de este trabajo; sin embargo, esta polarización conceptual de las emociones no es sustancial para el entendimiento de la felicidad.
A partir de esta primera reflexión el problema parece cobrar complejidad, ya que no basta con preguntarnos por esos estados mentales que son las emociones afines a la felicidad, sino que parece importante considerar cuál es su relación con las condiciones externas a la persona.
En el apartado previo se analizó la manera en que los estados emocionales se consideran constitutivos de la felicidad; así como su polarización ha permitido cierta comprensión respecto a las condiciones internas de los sujetos relacionadas con la felicidad. A partir de ello, este apartado se centra en la relación entre las condiciones externas a la vida de las personas respecto a las emociones afines y contrarias a la felicidad.
Como eje interpretativo de esta relación se hace uso de dos perspectivas teóricas, en particular: los argumentos de la ética aristotélica y el utilitarismo de John Stuart Mill. La selección de estas dos perspectivas como ejes analíticos se fundamenta en la posibilidad de comparación de dos posiciones teóricas que ofrecen miradas distintas sobre el papel de las condiciones externas en la conformación de la felicidad.
Este análisis inicia resaltando que Aristóteles, en su Ética Nicomáquea (1095a-15), determinó a la felicidad como el fin último de la vida humana. El concepto aristotélico de la felicidad no debe entenderse como solemos comprenderlo de manera coloquial; en realidad, Aristóteles refería a la eudaimonia como la finalidad de nuestra vida, el mayor de los bienes posibles para los seres humanos. Si bien el término ‘eudaimonia’ no tiene una traducción directa al castellano actual, es comúnmente traducido como ‘felicidad’ bajo el entendimiento tradicional del término; en el caso de este trabajo, se hace uso de ‘felicidad’ como sinónimo de ‘eudaimonia’ solo en el marco de análisis aristotélico.
De acuerdo con Aristóteles, todas las acciones humanas tienden hacia un fin, hacia la obtención de un bien en particular. La consecución de los bienes particulares, si nuestra vida está orientada por la razón, tendría que apuntar hacia la búsqueda del mayor de los bienes posibles: la felicidad. Es así entonces que la eudaimonia es la vida más deseable, el sumo bien para los humanos (Cázares, 2014: 12), la finalidad última de nuestras acciones.
En la vida humana existen determinados bienes (Ética Nicomáquea, 1098b-10), algunos se dan meramente por la fortuna, como nacer en una familia acaudalada. Otro tipo de bienes se relacionan con la salud física, que pueden ser influidos tanto por la fortuna como por las acciones del agente, como no tener enfermedades que mermen nuestra vida cotidiana o tener una vida activa y alimentación saludable. Además de este tipo de bienes existen algunos que se relacionan con el buen uso de nuestra racionalidad, tanto para nuestro actuar en el mundo como para la comprensión teórica. Este tipo de bienes, los bienes del alma, se consideran como virtudes, y éstas pueden ser tanto morales como intelectuales.
De esta forma, la felicidad como bien mayor se compone no solo de los bienes que pudieran ser dados por la fortuna, como nacer en una familia pudiente o ser atractivo físicamente, sino que también —y de modo esencial— se conforma de la virtud (moral e intelectual). En palabras de Aristóteles: “Puesto que la felicidad es una actividad del alma de acuerdo con la virtud perfecta, debemos ocuparnos de la virtud, pues tal vez investigaremos mejor lo referente a la felicidad” (Ética Nicomáquea, 1102a-5).
Respecto a los bienes, debe considerarse que aquellos externos no son el fin último o bien supremo de la vida humana. El ser humano tendría que buscar bienes del cuerpo y exteriores no como la finalidad última de la vida humana, sino como partes constitutivas de un bien mayor: la felicidad. Así lo afirma en Ética Nicomáquea, 1102a:
Pero, quizá, la precisión en estas materias es más propia de los que se dedican a los encomios; pero, para nosotros, es evidente, por lo que se ha dicho, que la felicidad es cosa perfecta y digna de ser alabada. Y parece que así es por ser principio, ya que, a causa de ella, todos hacemos las demás cosas, y el principio y la causa de los bienes lo consideramos algo digno de honor y divino (Ética Nicomáquea, 1102a).
De esta manera, es la felicidad el bien mayor de la vida humana, al que se orientan nuestras acciones humanas.
Para Aristóteles, las virtudes requieren de la acción para alcanzar su perfección. Como se comentó, un primer tipo de virtud son las virtudes morales, las cuales –al igual que cualquier virtud– requieren del uso de la racionalidad para orientar nuestras actividades de tipo práctico. La vida del hombre está llena de pasiones, búsqueda de placeres y evitación de dolores, pero son las acciones virtuosas las que evitan los excesos de nuestra pasión. En otro sentido de virtud, Aristóteles considera que la actividad intelectual también juega un papel importante. Las virtudes intelectuales, como la sabiduría o la prudencia, también son bienes que ayudan a la conformación de la felicidad.
La virtud moral e intelectual, así, implicará poner en acto nuestro ergon. El ergon es la actividad que es distintiva de determinada especie. En el caso de los humanos, según Aristóteles, la actividad que le es propia y marca la diferencia respecto a otras especies es la razón (Cázares, 2014: 30). Pero, no basta con el ejercicio de la razón en sí para alcanzar la felicidad, sino que tal ejercicio debe tender hacia la arete, la excelencia, la virtud perfecta [ii]. De esta forma, para Aristóteles, los humanos podemos alcanzar la felicidad mediante la virtud (bienes del alma), así como con el soporte de bienes externos y del cuerpo; algunos de estos bienes serán medios para alcanzar la felicidad (como tener algo de dinero, por ejemplo), mientras que otros serán constitutivos y necesarios (como tener salud, que no solo es un medio, sino que es necesario para la buena vida del hombre).
En este momento, cabe considerar la existencia de dos interpretaciones de la felicidad aristotélica respecto al uso de la razón: la perspectiva intelectualista y la comprehensiva (Cázares, 2014: 37). La primera de ellas identifica a la felicidad con la actividad contemplativa, es decir, con el ejercicio de las virtudes intelectuales teóricas. De tal suerte que la vida contemplativa o dedicada al conocimiento de lo que nos rodea, resulta ser la mejor vida posible para el ser humano, ello debido a que Aristóteles la asocia con el ejercicio de la razón dirigido sólo al conocimiento de lo necesario, universal, eterno —que dice ser la racionalidad propia de la divinidad—:
Pues, mientras toda la vida de los dioses es feliz, la de los hombres lo es en cuanto que existe una cierta semejanza con la actividad divina; pero ninguno de los demás seres vivos es feliz, porque no participan, en modo alguno, de la contemplación. Por consiguiente, hasta donde se extiende la contemplación, también la felicidad, y aquellos que pueden contemplar más son también más felices no por accidente, sino en virtud de la contemplación. Pues ésta es por naturaleza honorable. De suerte que la felicidad será una especie de contemplación (Ética Nicomáquea, 1178b-30).
Desde esta perspectiva, la felicidad excluiría a otro tipo de bienes, ya que la vida dedicada a la teoría sería autosuficiente (Cázares, 2014: 41). Esta perspectiva intelectualista o exclusivista de la felicidad no es la única que puede atribuirse a Aristóteles, ya que dentro de la Ética Nicomáquea refiere a otra perspectiva respecto a la felicidad, la cual tiene una mayor relación con el conjunto de diversos bienes.
En esta segunda postura, que podemos denominar comprehensiva (Cázares, 2014: 37), los bienes corporales o los exteriores son condiciones que posibilitan la felicidad y que, además, en algunos casos, son valiosos en sí mismos; sin olvidar que las virtudes morales, y ya no solo intelectuales, son siempre valiosas por sí mismas. En lo práctico, una persona pudiera acercarse a una vida feliz en tanto que disfruta de estos tres tipos de bienes, es decir, exteriores o externos, del cuerpo y del alma.
¿Qué papel juegan entonces los bienes corporales y exteriores en la felicidad, según la concepción comprehensiva de ésta? Recordemos que, de acuerdo con esta concepción, la felicidad implica virtudes morales e intelectuales. En ese sentido, la felicidad es propia del ser humano, pero no de todos ellos, sino de aquellos dispuestos a conducir su vida de manera virtuosa. Además, el rol de otro tipo de bienes también es factor de análisis. Como comenta Aristóteles: “De los demás bienes, unos son necesarios, otros son por naturaleza auxiliares y útiles como instrumentos” (Ética Nicomáquea, 1099b-29). De esta forma, además de la acción virtuosa en nuestra vida, se requieren determinados bienes que favorezcan una vida feliz; si bien los bienes materiales no nos ofrecen la mejor de las vidas, nos ayudan a ello porque favorecen no solo una vida cómoda, sino el tiempo y condiciones para favorecer la reflexión.
De esta manera, los bienes externos y corporales pueden ser valiosos instrumentalmente porque facilitan que una persona ejercite algunas virtudes, como la generosidad, la justicia, entre otros. Los bienes materiales, las relaciones sociales, una buena salud, entre otras cosas, no son la base unívoca de la felicidad, pero ayudan a que cada persona pueda centrarse en el ejercicio racional de sus acciones. Bajo la perspectiva comprehensiva, la felicidad implica la posibilidad de satisfacer diferentes dimensiones de lo humano, desde lo corporal hasta la virtud.
Ahora, respecto a la manera en que las emociones se relacionan con la felicidad, desde la perspectiva comprehensiva los estados emocionales juegan un papel relevante. No es que bajo la perspectiva aristotélica las emociones sean el elemento constitutivo esencial de la felicidad; de ser así, solo aquellas personas con estados emocionales puramente favorables serían felices, además que la felicidad sería equiparable a la experimentación de determinados estados emocionales, sin conexión necesaria con logros objetivos como los de un carácter virtuoso. Retomando la perspectiva comprehensiva de la eudaimonia, podemos comentar que los estados emocionales serán parte de los bienes anímicos. Si las personas experimentan estados emocionales favorables a causa de otros bienes (como el contar con una pareja, tener hijos, tener cosas materiales, lograr entender una teoría, actuar generosamente, entre otros), éstos abonarán a la felicidad. Por supuesto, ello no implica que al experimentar estados emocionales no favorables se suprima la posibilidad de llevar una vida feliz debido a las mismas razones expuestas.
De esta manera, para Aristóteles –al menos bajo la perspectiva comprehensiva–, las condiciones externas son parte de los bienes que favorecen la posibilidad de la mejor de las vidas. Los bienes externos pueden estar relacionados con determinados estados emocionales favorables o desfavorables, que pueden estar conectados con el ejercicio de acciones virtuosas que nos orienten hacia la felicidad. Por ejemplo, la alegría que alguien encuentra en compartir sus bienes con su familia cuando los trabajó lejos de ella; ser honesto en una situación que traerá consecuencias no placenteras por dicha decisión (como aceptar la culpa en un accidente de tránsito); o bien, cuando alguien es tolerante con las personas que lo discriminan o atacan.
De esta manera podemos analizar cómo bajo la mirada de Aristóteles, las emociones no son totalmente ajenas a la felicidad. Si bien existe una relación entre las emociones favorables y la felicidad, esta última considerara las condiciones de vida, el uso de la virtud intelectual y la realización de acciones moralmente virtuosas como claves para alcanzar la felicidad. Las emociones afines a la felicidad conforman parte de las condiciones en las cuales ejercemos nuestra actividad práctica.
Para ofrecer una segunda perspectiva teórica respecto a la felicidad y el papel de las condiciones externas en su constitución se pueden considerar los argumentos de John Stuart Mill, filósofo inglés del Siglo XIX, quien dedica gran parte de su obra El utilitarismo a describir las características que, bajo su perspectiva, constituyen la felicidad. Inicialmente se debe considerar que, para Stuart Mill, el término utilitarismo se aleja de la concepción coloquial que refiere a una persona que busca un beneficio pragmático de la vida. Para Stuart Mill:
El credo que acepta como fundamento de la moral la utilidad, o el principio de mayor felicidad, mantiene las acciones correctas en medida que tienden a promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad (Stuart Mill, 2007: 49-50).
Esto no debe entenderse solo como un gozo relacionado con lo que Stuart Mill refiere como “apetitos animales” o “corporales” (2007: 51), sino también a satisfacciones que él llama “superiores”. Estos apetitos animales o corporales son aquellos que compartimos con otras especies, como la satisfacción del hambre, la copulación, entre otros; mientras que los categorizados como superiores son de índole “mental” (Stuart Mill, 2007: 51), como ser culto, por ejemplo. Para el utilitarismo milleano el placer no resulta en un desdeñamiento de lo corporal, que, si bien resulta importante, no tienen el mismo peso que aquellos placeres que pueden valorarse como superiores. Además, la felicidad no recae solo en acumular placeres y evitar dolores en lo individual, sino que, como humanos, un criterio que nos lleva a la mayor felicidad es el de la moralidad (Stuart Mill, 2007: 58). En ese sentido, el utilitarismo resulta ser una propuesta de filosofía moral enfocada hacia los placeres o satisfacciones superiores del ser humano.
La perspectiva de Stuart Mill deviene de una influencia directa del utilitarismo del londinense Jeremy Bentham, cuyos argumentos éticos se enfocaron en la manera en que el orden social se da a partir del ejercicio del Derecho (Solanes, 2006: 140). En lo particular, la postura ética de Stuart Mill se establece bajo la premisa del control social en función de las consecuencias, la cual es derivada de la idea de Benthman respecto a la necesidad de regulación del orden social. La búsqueda de regulación social por medio del Derecho propuesta por Bentham se orienta hacia el reconocimiento de las consecuencias de las acciones humanas. Cuando las consecuencias de las acciones implican sanciones, éstas se convierten en los motivos de la actividad humana, de tal suerte que el comportamiento humano se dirige hacia la evitación de un sufrimiento (Solanes, 2006: 135).
Este principio de utilidad de Bentham respecto a evitar el sufrimiento es relevante para comprender el núcleo de la propuesta milleana de la felicidad. Para el utilitarismo clásico el placer es el único bien intrínseco, ya que se presenta como lo único en sí mismo deseable en la vida humana; en contraparte, el dolor es lo único intrínsecamente indeseable y debe ser evitado. De esta forma, el criterio para juzgar las acciones humanas se basa en su utilidad; la utilidad, en este sentido, da cuenta de las consecuencias placenteras o dolorosas de la acción humana (Cázares, 2014). Stuart Mill retoma la idea original de Bentham sobre el sentido consecuencial del comportamiento humano para ejemplificar la manera en que la felicidad se relaciona estrechamente con la identificación del placer y la búsqueda de alejarse del dolor:
Quienes saben algo del asunto están enterados que todos los autores, desde Epicuro hasta Bentham, que mantuvieron la teoría de la utilidad, entendían por ella no algo que ha de contraponerse al placer, sino el propio placer junto con la liberación del dolor y que en lugar de oponer lo útil a lo agradable o a lo ornamental, han decidido siempre que lo útil significa, entre otras cosas, estas cosas (Stuart Mill, 2007: 48-49).
Stuart Mill coincide con Aristóteles en el sentido que es la felicidad el fin último de la vida humana, sin embargo, mantiene una importante distancia al subrayar la ausencia del dolor y la importancia del placer como su fundamento esencial. Esta aseveración no es menor, ya que la búsqueda de la felicidad personal implicará que todas nuestras acciones cotidianas se orientan hacia su encuentro, debido a que los contrarios a la felicidad resultan completamente indeseables. Esta idea hedonista implica que nuestra finalidad en la vida, en lo individual, es lograr que los placeres que experimentamos superen ampliamente a los dolores; en la medida de lo posible, estar ausentes de todo dolor. Sin embargo, la moralidad no consiste en buscar mi propio placer, sino el placer general, el mayor placer para el mayor número de personas. En ese sentido, moralmente el utilitarismo se encargará de orientar al sujeto hacia el mayor placer posible para el mayor número de gente. Para alcanzar esto, el hombre requiere ser educado moralmente, ya que solo de esa manera podrá orientar sus acciones hasta este fin:
Conforme al Principio de la Mayor Felicidad, tal como se explicó anteriormente, el fin último, con relación al cual y por el cual todas las demás cosas son deseables (ya estamos considerando nuestro propio bien o el de los demás), es una existencia libre, en la medida de lo posible, de dolor y tan rica como sea posible en goces, tanto por lo que respecta a la cantidad como a la calidad (Stuart Mill, 2007: 58).
Pero ¿qué sucede en el caso de la vida de otros seres, como los animales? ¿También tienen a la felicidad como la finalidad de su vida al alejarse del dolor? La vida humana dista de la vida animal principalmente en sus facultades, que en los humanos le permiten trascender los apetitos corporales que compartimos con otras especies. Este fundamento es importante para los postulados milleanos, ya que la felicidad se relacionará con la satisfacción de esas facultades, aquellas que son superiores a la mera complacencia de necesidades mundanas y carnales (Stuart Mill, 2007: 55), como, por ejemplo, la racionalidad, la imaginación o la moralidad.
En ese sentido, la felicidad no debe interpretarse como un estado emocional altamente desbordado. El placer exaltado durará solo unos instantes, pero una vida satisfactoria solo se alcanzará a través de la cultura intelectual (Stuart Mill, 2007: 60). Con esto no debe interpretarse que Stuart Mill es un intelectualista, sino que refiere a que cuando nos mantenemos abiertos a las fuentes de conocimiento y a aprender elementos morales que guíen nuestra conducta, nos permitirá que encontremos motivos de interés en todo lo que nos rodea.
Conforme cada persona va siendo responsable de su propia felicidad se van desarrollando procesos reflexivos sobre sí mismo y su propia vida. En esta acción se corre el riesgo de sentirse poco satisfecho con la vida propia y la vida común, dado que necesariamente involucra un examen sobre uno mismo. La búsqueda de la felicidad implica la probabilidad de dicho conflicto, pero, según Stuart Mill, este riesgo debe correrse, en aras de alcanzar una vida feliz al alcanzar placeres superiores; en sus palabras: “Es mejor un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho” (Stuart Mill, 2007: 55). Es claro entonces que, para el utilitarismo, la felicidad requiere el ejercicio responsable de las facultades humanas. Moralmente, la felicidad que se busca en la perspectiva milleana no se reduce a cualquier tipo de placer, sino a lo que los humanos moralmente desarrollados desean (Pallas, 2007: 39). En ese sentido, una persona moralmente desarrollada dirigirá sus acciones a la consecución de los placeres superiores, y no única ni primordialmente a la consecución de los placeres físicos.
Por otra parte, vale resaltar cómo, para Stuart Mill, determinadas condiciones externas son medios para la experiencia del placer. Por ejemplo, el dinero, el poder y la fama –por mencionar algunos aspectos que cotidianamente suelen relacionarse con una vida de goce– son elementos que ayudan a satisfacer diversos deseos, que, si bien abonan al placer individual, en ciertas personas se corre el riesgo que el deseo por éstos rebasa las condiciones de vida fundamentales que se pueden obtener de ellos:
Lo que un tiempo se deseó como instrumento para la obtención de felicidad, se desea ahora por sí mismo. Al ser deseado por sí mismo, no obstante, resulta deseado como parte de la felicidad. La persona es feliz, o cree serlo, por su mera posesión, y es desdichada si no es capaz de conseguirlo (Stuart Mil, 2007: 99).
Esta idea ayuda a matizar el papel de los elementos externos como constitutivos de la felicidad. Los bienes externos al sujeto, como los materiales, abonan como medio de obtención de placer, y, a su vez, de felicidad; sin embargo, debe cuidarse que no se conviertan en fuente de desdicha individual al ser solo una posesión.
Para el utilitarismo, el placer es el último fin de las cosas que deseamos. De tal suerte que otras cosas que deseamos distintas al placer, solo las deseamos porque son un medio para obtener éste. Pero ¿qué conexión hay entre la búsqueda de mi placer o felicidad personal y la búsqueda del placer o la felicidad general? Esto es un tema importante, ya que si la felicidad solo es para lo que representa para el agente que desea, entonces, por ejemplo, robar a alguien puede abonar a la felicidad, por lo menos para quien comete dicho acto. Sin embargo, Stuart Mill aborda la idea que la felicidad general es un bien para cada persona:
Puesto que dicho criterio [de felicidad] es, de acuerdo con la opinión utilitarista, el fin de la acción humana, también constituye necesariamente el criterio de la moralidad, que puede definirse, por consiguiente, como ‘las reglas y preceptos de la conducta humana’ mediante la observación de los cuales podrá asegurarse una existencia tal como se ha descrito, en la mayor medida posible, a todos los hombres (Stuart Mill, 2007: 58).
Es decir, las acciones que orientan a la felicidad serán moralmente correctas en tanto se dirijan a alcanzar la máxima felicidad posible para el mayor número de personas. Este pensamiento surge como consecuencia al conflicto que puede existir entre los deseos particulares y el bienestar general; en relación con este asunto, Stuart Mill considera que siempre y cuando las personas no estemos en una posición tal que con nuestras acciones podamos causar la felicidad o infelicidad de muchos (como sucede con funcionarios públicos, tomadores de decisiones, entre otros), “la única obligación que tienen los agentes en estas circunstancias es la de no interferir conscientemente con la búsqueda de la felicidad que los demás hacen” (Cázares, 2014: 93). De esta manera, la felicidad se convierte como el fin de la conducta humana, pero, a su vez, “como uno de los criterios de la moralidad” (Stuart Mill, 2007: 95).
El asunto es, en este sentido, que la vida tiene como fin la búsqueda para eludir el dolor y alcanzar el placer. En lo que respecta al objetivo de este ensayo, el rol de las emociones en la constitución de la felicidad de Stuart Mill nos ofrece un panorama distinto al visto con Aristóteles, porque ya que las emociones asociadas a la felicidad –como la alegría o la plenitud— se experimentan en sí mismas de forma placentera o agradable, y las emociones opuestas a la felicidad –como la pena, tristeza o ira—se experimentan por sí mismas de modo doloroso o desagradable, entonces, experimentar las primeras por sí mismas y de manera directa constituye parte de nuestra felicidad.
Experimentar emociones poco favorables no abonará a la felicidad, y, por tanto, nuestra conducta tenderá a evitarlas, buscando el placer en términos individuales. Por supuesto, no debemos perder de vista la afirmación de Stuart Mill respecto a cómo la felicidad no debe solo atender al individualismo, sino que es un fundamento importante de la moralidad. Si bien ello representa un problema en sí mismo, para efectos de este trabajo baste considerar la relevancia del placer —y por tanto de las emociones que se experimentan de modo placentero o agradable— como constitutivo de la felicidad.
En ese sentido, bajo la postura de Stuart Mill, a nivel individual, realizaremos las acciones necesarias que nos orienten hacia la experimentación de emociones placenteras o favorables, cuidando que en esta búsqueda no entorpecer el sentido de felicidad utilitarista de los congéneres.
Es claro así que, si bien la felicidad puede ser un eje de la moralidad, a nivel psicológico, representa una perspectiva subjetiva, en el cual las emociones placenteras juegan un rol importante, como uno de los aspectos deseables dentro de nuestra vida. Si bien la felicidad y las emociones favorables no son equivalentes, representan una posibilidad de deseo de placer por parte de los agentes.
El presente trabajo tuvo por objetivo examinar el papel que tienen las emociones en la constitución de la felicidad. La discusión sobre la felicidad no es baladí y no debe darse por simplista o interpretarse como un elemento propio de temas meramente cotidianos. La pregunta respecto a la felicidad implica la reflexión sobre lo humano y la posibilidad de comprensión de la complejidad que nos caracteriza.
El primer problema para la comprensión filosófica de la felicidad implicó el entendimiento de los estados emocionales, ello debido a que esta reflexión requirió identificar aquello constitutivo o conectado con la felicidad. Existen emociones que nos resultan favorables y otras que no lo son tanto. Solemos relacionarlas como cercanas o distantes a la felicidad, asumiendo en lo cotidiano que aquellos estados que valoramos como poco positivos o favorables en nuestra vida determinan la posibilidad de ser felices.
Como se analizó, las emociones —como elemento interno de las personas— se relacionan con lo cognoscente y los juicios que hacemos sobre lo cotidiano, lo cual nos permite relacionarlas con las estructuras morales y culturales de nuestro entorno, e, incluso, de acuerdo con Calhoun y Solomon (1996: 48), pueden ser un elemento que nos permite comprender la conformación de nuestras estructuras mentales que, a su vez, favorecen el entendimiento del mundo circundante. De esta manera, los estados emocionales no necesariamente guardan una relación lineal entre aquello que consideramos que nos lleva a la felicidad, debido a que cualquier estado emocional nos refiere a factores importantes de nuestra vida, incluso aquellos que no resultan favorables.
Los estados emocionales positivos y negativos no son entonces categorías excluyentes entre sí dentro de la vida humana. Es decir, la aparente dicotomía existente entre estados emocionales favorables y desfavorables no mantienen una distancia existencial entre sí. Es posible experimentar emociones poco favorables y favorables en el transcurso de lo cotidiano. Esta aproximación presentó un problema de segundo orden, ya que, si los estados emocionales favorables y desfavorables no guardan una relación antagónica entre sí, ¿son constitutivas de la felicidad?
Frente a esta complejidad, resultó necesario considerar ejes de análisis para comprender el papel de los estados emocionales en la felicidad. La felicidad, entonces, no debe ser entendida como un estado emocional favorable, sino como la finalidad de la vida humana. Para una mayor comprensión, la postura Aristotélica permitió la comprensión que la felicidad implica alcanzar todo lo que es un bien para la vida humana, en ello, los estados emocionales favorables son parte de los bienes y condiciones en los cuales ejercemos nuestra actividad. Si bien los bienes externos y corporales tienen una condición instrumental y algunos de ellos incluso pueden ser bienes en sí mismos, la realización de la virtud intelectual y las acciones virtuosas determinarán la posibilidad de felicidad.
De esta forma, para Aristóteles, los estados emocionales que solemos valorar como favorables pueden apoyar a una vida feliz, pero no son exclusivos de ella. Bajo la mirada aristotélica, la eudaimonia se relaciona con estados emocionales en medida que puedan ser consecuencia de acciones que resulten virtuosas. Si bien la virtud no es el medio en sí para la felicidad, sino el componente esencial de ésta, se relaciona estrechamente con los estados emocionales favorables.
En el caso del utilitarismo de John Stuart Mill, que también sirvió de eje analítico para el tema que atañe a este trabajo, al tener una perspectiva hedonista, los estados emocionales pueden abonar a la vida feliz y placentera en el plano individual. Las emociones que valoramos como poco favorables pueden llevar a consecuencias no deseables en la vida cotidiana, lo cual no abona a la vida feliz. Para Stuart Mill, los estados emocionales favorables, al ser placenteros, son constitutivos de la felicidad. En Aristóteles la relación de los estados emocionales con la felicidad también existe, sin embargo, la felicidad no se fundamenta únicamente en el placer.
Por supuesto, el análisis vertido en este trabajo no representa un completo entendimiento de la felicidad. Sin embargo, muestra la necesidad de reflexionar sobre el valor de los estados emocionales como constitutivos de la vida humana, pero, más aún, la importancia de evitar la supresión de estados emocionales poco favorables en nuestra vida. La falta de correspondencia lineal entre estados emocionales favorables y felicidad que ya la postura aristotélica evidencia, evitará adoptar la perspectiva unívoca respecto a que este tipo de estados sean propios siempre de la felicidad. Al contrario, la felicidad entendida como la finalidad de la vida humana requerirá de una reflexión seria respecto a la imprescindible presencia de los estados emocionales poco favorables.
En contraste, la perspectiva de Stuart Mill ofrece una visión más enfocada en la importancia de los estados emocionales favorables como factores propios del placer, y, por ende, de la felicidad tal como él la entiende. Independientemente de su origen, las emociones como la alegría, la plenitud o el amor abonan en sí mismos a una vida feliz. Esta perspectiva tiene algunas limitaciones, como el dilema moral que puede causar velar por la búsqueda de placeres y estados emocionales favorables cuando éstos no corresponden al bien común. En este sentido, la reflexión moral de nuestras acciones orientadas al bien general resulta una brújula de utilidad para la realización de acciones que abonan al placer.
Posterior a analizar estas dos perspectivas, me parece importante resaltar la intención por evitar la reducción de la felicidad a estados emocionales, a entender al desbordamiento de emociones favorables como la forma de sabernos felices. Es una imposibilidad humana mantenerse constantemente bajo estados emocionales favorables, además que aquellos estados poco favorables también reflejan eventos y cogniciones relevantes en nuestras vidas. En esta reflexión, queda abierta la posibilidad de pensar a mayor profundidad sobre el papel de los diversos bienes en la vida, la relevancia de la vida intelectual como eje de nuestras acciones, el valor de la moralidad y nuestra relación con los otros como medio de constitución de la felicidad.
La amplitud de elementos y el rol que pueden jugar todos ellos dentro de la finalidad de la vida humana es vasto, de tal forma que su reducción a los estados emocionales favorables solo nos ofrecerá una visión limitada de la complejidad de lo que implica ser feliz. Si la felicidad se concibe como la finalidad de la vida humana, su reducción a estados emocionales favorables implicará el abandono de otros bienes, como los intelectuales, o bien, renunciar a considerar nuestras acciones orientadas hacia el bien común, a la vida intelectual, y más aún, a las experiencias importantes de la vida humana que se manifiestan a través de estados emocionales poco favorables. La tristeza, la ira, la pena, la frustración, y otros estados coloquialmente ajenos a la felicidad son parte de la vida humana, como tal, reflejan aspectos importantes de nuestra vida, relaciones y perspectiva de nuestra vida. En este sentido, la visión de Aristóteles y de Stuart Mill han permitido ampliar el panorama sobre el papel de los bienes, el placer, la moralidad y la vida intelectual dentro de la felicidad.
Aristóteles (1985). Ética Nicomáquea. Trad. Julio Pallí Bonet. Madrid: Gredos.
Baier, A. (2009). Reflections on How We Live. Oxford: Oxford University Press.
Calhoun, C. y Solomon, R. (1996.). ¿Qué es una emoción? Lecturas clásicas de psicología filosófica. Trad. Mariluz Caso. México: Fondo de Cultura Económica.
Cázares, R. (2014). La felicidad. Concepciones objetivas y subjetivas. México: Fontamara.
Pallas, C. (2007). La relación entre felicidad y virtud en John Stuart Mill. Actio, núm. 9, pp. 35-56.
Pawelski, J. (2013). Happiness and its opposites. En: David, S., I. Boniwell, y.A. Conley, (eds.), The Oxford Handbook of Happiness. Oxford: Oxford University Press. 326-338.
Solanes, A. (2006). El camino de la ética a la política: la sanción en Jeremy Bentham y John Stuart Mill. Anuario de filosofía del derecho, núm. 23, pp. 131-156.
Solomon, R. (2007). True to our feelings. Oxford: Oxford University Press.
Stuart Mill, J. (2007). El utilitarismo. Un sistema de la lógica (Libro VI, capítulo XXI). Traducción de Esperanza Guisán. Madrid: Alianza.
[i] Las perspectivas de los autores Ryle, Bedford y Kenny (en Calhoun y Solomon, 1996:269-296) pueden ampliar el papel de las creencias y la cultura en la conformación de estados emocionales y, a su vez, cómo las emociones permiten la conformación de estructuras en el entendimiento del mundo.
[ii] Considerando la interpretación de Urmson (excelencia) y de Gómez (perfección). Ambos descritos en Cázares (2014: 30).