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Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.

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Filosofía y lucidez por Sergio Espinosa Proa

Julio-diciembre 2019, número 21.
Autor: Rita Vega Baeza. Título: Tulipanes. Técnica: Óleo sobre lienzo. Medidas: 50X75cm. Año: 2010.

Espinosa-Proa, Sergio. (2019). Filosofía y lucidez. Revista digital FILHA. Julio-diciembre. Número 21. Publicación bianual. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449. 

Sergio Espinosa Proa es licenciado en Antropología Social (ENAH, 1977) y doctor en Filosofía (Universidad Complutense de Madrid, 1997). Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas desde septiembre de 1981. Fundó para ella la Especialidad en Docencia Superior (1984) y la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas (1990). Ha publicado una veintena de libros de los que pueden mencionarse: La fuga de lo inmediato. La idea de lo sagrado en el fin de la modernidad (Madrid, 1999), El fin de la naturaleza. Estudios sobre Hegel (México, 2004) entre otros. Recibió el Premio Nacional de Ensayo “Abigael Bohórquez” (2006) y el Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI/UAS/ColSin (2015). Es miembro del Cuerpo Académico “Estudios de filosofía, antropología y estética” de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Contacto: sproa52@hotmail.com

FILOSOFÍA Y LUCIDEZ 

Philosophy and lucidity

 

Resumen: En este artículo, apoyado en la Dialéctica de la Ilustración de Th. W. Adorno y M. Horkheimer, así como en El nacimiento de la filosofía de G. Colli, se ofrece una valoración muy positiva de lo propio de la filosofía, griega, oponiéndolo primero a la lógica del Capital y enseguida al mesianismo judío. El resultado es una defensa de la lógica de la tragedia como forma última de la lucidez, muy próxima a la obra de Nietzsche y Schopenhauer.

Palabras clave: filosofía, Grecia, lucidez, tragedia.

Abstract: In this article, supported by the Dialectic of the Enlightenment of Th. W. Adorno and M. Horkheimer, as well as in The Birth of the Philosophy by G. Colli, a very positive assessment of philosophy itself is offered, Greek, opposing it first to the logic of Capital and then to Jewish Messianism. The result is a defense of the logic of tragedy as the ultimate form of lucidity, very close to the work of Nietzsche and Schopenhauer.

Keywords: philosophy, Greece, lucidity, tragedy.

 

I

La oposición entre el mito y la filosofía no es la de lo Irracional frente a lo Racional; más bien en uno y otra se verifican particulares trasvases y armisticios, características y curiosas fusiones, transfusiones y confusiones. El racionalismo cae en el irracionalismo sin necesariamente percatarse de ello: se convierte en positivismo, en torva o inocente apología de lo que hay, en legitimación de lo existente, en la religión de lo inmediatamente dado: es, por decirlo en una fórmula, la teología del Capital.

La apuesta por la razón involucra por sí sola un componente irracional: como muy lúcidamente advirtió Pascal, la razón no puede dar razón de sí misma. Según el impresionante examen de Th. W. Adorno y M. Horkheimer, la filosofía conserva su racionalidad sólo si cuida y agudiza su filo crítico: “lo que es, no es todo”, le espetarían en cierto Congreso a un Karl Popper menos liberal que reaccionario. A su turno, el irracionalismo, recluido en la literatura o rumiando en la obra artística, ostenta su compromiso con la libertad, condición y meta del pensamiento en cuanto tal; lo irracional, practicando extrañas o inusitadas contorsiones, alcanza mejor, más segura y más fácilmente las metas de la razón. ¿Cuáles podrían ser éstas? ¿Fueron una invención griega o pertenecen a la época moderna? ¿Hasta qué punto la modernidad, emergida del cristianismo, y en cierto modo enfrentada a él, ofrece una segunda oportunidad a la filosofía?

El diagnóstico de la teoría crítica resulta singularmente ambiguo: la modernidad es el imperio de la utilidad, el reino de la mercancía; todo, y en primer lugar el pensamiento, se ajusta a sus demandas. ¿Podría librarse de tan funesto destino? Su posición da una incómoda sensación de voluntarismo, de decisionismo; no se preocupa por fundarse en la mera razón: la promesa de edificar un mundo humano aparece no solamente incumplida, sino pervertida. La civilización es una (otra) barbarie. ¿Podría saberse a qué santos?

Desde su atalaya, la filosofía es el resultado de prohibirse una cosa: ni la maldad, ni la violencia, ni la ignorancia, sino la ingenuidad. La razón crítica ha decidido que la conversión del pensamiento en mercancía es una depravación; y es su culpa si no se despereza. La razón, el pensamiento, son expresión de la libertad. Pensar es no someterse. No, pero la idea de libertad también podría someterlo; a menos que ella no sea eso: una “idea”. Ocurre entonces una instructiva inversión: la filosofía no “define” la libertad, sino que ésta se expresa en aquélla. Literalmente, la filosofía carece de objeto; es el despliegue puro, duro y maduro del pensamiento.

La filosofía se ejerce forzosamente sin censura, sin segundas o terceras intenciones. Sin duda, pero ello deja sin explicar la degeneración realmente existente: el progreso es circular, reversible, insensato. Lo portentoso de esta visión reside en su dialéctica: la razón no se halla amenazada por su otro —por la locura o lo irracional—, sino por su propia afirmación: “La tendencia, no sólo ideal, sino también práctica, a la autodestrucción pertenece desde el principio a la racionalidad, y no sólo a la fase en que aquélla se muestra en toda su desnudez” (Adorno, 1944p. 16) ¡La razón —la filosofía— es trágica!

 

II

De las tres —mitología, tragedia, filosofía—, parece obvio que la más “positivista” es la filosofía; a despecho de ello, se presenta a sí misma como la más crítica. Deberá desandarse el camino. En su nacimiento, es un género: su forma básica es el diálogo. Formalmente, la patente pertenece a Platón, que no es ya un “Maestro de Verdad”, un iniciado, sino un heredero y un aspirante, un renovador y un intérprete. La filosofía no es la sabiduría, sino el empeño de recuperarla.

¿Qué dioses la alumbran? Sin lugar a dudas, Apolo: la mirada luminosa, el patrón de la adivinación. Practicando el método de Nietzsche, o algo muy próximo, pero aplicado en la sabiduría y no en la tragedia, G. Colli sugerirá que su fuente es el trance místico, el éxtasis de los misterios: la sabiduría, semejante en esto a la tragedia, se encuentra marcada por la ambigüedad, la oscuridad y la incertidumbre. Está hecha de signos poco comprensibles: todos precisan decodificación. El oráculo, como decía Heráclito, no demuestra ni niega nada; sólo apunta en cierta dirección, insinúa, alude, inquieta. Al mismo tiempo, esquiva. Lo nimba una suerte de pudor. Apolo no es una figura precisamente dadivosa; es cruel, insensible, celoso. Contra Nietzsche, cuya comprensión de Apolo no es incorrecta, pero sí incompleta, habría que señalar que “no es el dios de la mesura, de la armonía, sino de la exaltación, de la locura” (Colli, 1984, p. 17). Se entiende: la “locura” —la manía— designa en Grecia un exceso, una sobresignificación, jamás —como llegará a ser entre nosotros— una deficiencia o privación.

En un estrato aún más profundo, la imagen del laberinto proporcionará impulsos adicionales; metáfora del intelecto o de la razón, es en su interior donde lo humano, suponiéndose o deseándose superior al animal, terminará extraviado. La interpretación de Schopenhauer saldrá aquí fortalecida: la animalidad —la vida en su desnudez— se da a sí misma una razón, pero ésta, convertida en conciencia del sufrimiento, en lucidez pura y simple, girará en redondo para desactivar o debilitar la pulsión vital de la que ha emergido. ¿Hay salida de paradoja semejante?

Del abismo mitológico no se escapa civilizando el mundo —el laberinto lo prueba— sino más bien aprendiendo a crear nexos de amistad y connivencia con la fiebre a menudo gélida de la naturaleza. Esos lazos apuntan a una experiencia absolutamente privada, singular, impredecible e intransferible, próxima a la epopteia (al silencio místico); en ella se vislumbra, digámoslo así, el detrás del signo. Valga insistir en que tal experiencia se sitúa en el origen de la tragedia tanto como de la filosofía; los seres mitológicos, tal como se advierte, pretenden embonar una naturaleza en retirada —hostil o indiferente— con una sobrenaturaleza que se cierne sobre los mortales sin muestras aseguradas de simpatía. ¿Será la teoría de las Ideas de Platón un penúltimo latigazo de esta indesarraigable esperanza de conjunción propicia?

 

III

“El dios indica al hombre que la esfera divina es ilimitada, insondable, caprichosa, insensata, carente de necesidad, arrogante, pero su manifestación en la esfera humana suena como una norma imperiosa de moderación, de control, de límite, de racionalidad, de necesidad”  (Colli, 1984, p. 39). De conformidad con la interpretación de Colli, más o menos equidistante de Schopenhauer y de Nietzsche, el origen de la razón es lo irracional (y del orden, el desorden). Mas no en el sentido de una evolución, de un desprendimiento, de una oposición, sino en el de un cumplimiento: sólo a partir de la exposición a lo sagrado o inefable se torna practicable el sendero de la filosofía. Sin abismo no hay puente posible.

Que sea enigmático el fondo de la razón significa que entre la palabra y el contenido de la experiencia no hay continuidad ni ajuste. La experiencia se da a sí misma una palabra en la que no vale confiarse; posteriormente, esa palabra se hará fuerte y emprenderá un camino propio que la alejará de aquella vivencia oscura. La filosofía es efecto de un enfriamiento, de una declinación, de una humanización —con todo lo trivial, consolador y ligero que tal descenso involucra. Cae el fondo impenetrable, retrocede el pathos mistérico: los enigmas llegan a ser vistos como adivinanzas y acertijos, meros modos de hablar.

Con todo, la filosofía recoge el reto: razonar es resolver, descifrar, despejar enigmas, que en el principio proceden de aquel fondo insondable, vertiginoso, ajeno a la razón en cuanto tal. Es voluntad de desengaño, empeño de altivas metas; pero sus medios no podrían ser más humildes. No sabemos nada, esa es la triste verdad; hablemos entonces de ello, argumentemos y contraargumentemos a ver qué ocurre; algo sabremos. El vidente ha quedado fuera de escena y su sitio lo ocupa un (inter)locutor no por honesto menos patético. Son sabios, es decir: desencantados y tercos. Heráclito no dirá que por aparecer todo sea mentira: pensará que no por aparecer será la verdad entera. El filósofo ni cree, ni sabe (y lo acepta); quizás le basta la suspicacia. La verdad no está a la mano, ni siquiera en el trance, experiencia que el filósofo se prohíbe; pensar no es elaborar verbalmente las impresiones.

La opinión mejor fundada sigue siendo un fuego de artificio. Casi podría adelantarse que la razón, nacida del contacto con lo abismático, se convierte en su antídoto. Ahora bien, en su alborear, que no es exclusivamente un asunto de cronología, la filosofía es en esencia una reflexión no acerca del abismo como objeto externo, sino como aquello que somos. ¡Lo cual resulta pasmoso! El fondo impenetrable no está allí frente a nosotros, sino dentro: en vez de ser algo por conocer es justo lo que conoce —y reconoce. La razón con el uso se fortalece pero nace como una especie de juego; en ella también se lanzan los dados, también se apuesta a ganar. Se da una solidaridad entre mística y lógica, entre alucinación y dialéctica: la segunda prevalece al disminuir la intensidad y la ferocidad; al ganar lo puramente humano una posición más firme y estable. “Quien responde a la pregunta dialéctica ya no se encuentra en un extravío trágico” (Colli, 1984, p. 68). Está a salvo, pero sólo de manera momentánea: al mutar en filosofía, o, más exactamente, en dialéctica, la sabiduría pierde su contenido para operar con autonomía y perfilarse como una “razón destructiva”: cualquier enunciado podrá ser refutado, vuelto de revés y finalmente eliminado.

 

IV

En su basamento, la filosofía es deletérea; no afirma ni confirma, desmonta. Lo es, en cualquier caso, como método, como herramienta: cincel y martillo, taladro y gubia, cuña y cuchillo. Lo es, tal cual, como dialéctica. Heráclito está a salvo de ella: su sabiduría es gnómica, asteroidal; Parménides, aún poeta, ya se inscribe en su trayectoria. Su lenguaje es dialéctico por más que imponga prohibiciones, por más que siente los cimientos de la ontología. Con todo, el de Elea preserva en la lengua humana un trasunto divino: la verdad —aletheia— es una diosa, no un efecto discursivo.

Preservación de lo oculto en lo despejado: se abre ahí una vía constructiva para el pensamiento, un “método” no puramente destructivo, nihilizante (camino que, desobedeciendo al Maestro, seguirá, hasta su extremo, Zenón). La filosofía, por nacimiento, bascula entre el sí y el no; es afirmación —y es demolición. Afirmación de lo enigmático en Heráclito, afirmación del ser en Parménides, demolición de todo en Zenón. ¿Qué relación guarda lo enigmático y lo verdadero —o real— con el lenguaje? En los llamados presocráticos está fraguándose todo; nada está decidido. En un borde, preservar lo sagrado en el lenguaje (Heráclito); en el otro, disolverlo sin dejar residuos (Zenón, Gorgias). Modos de remisión a un real no necesariamente situado en vertical con el mundo humano, pero sí en un horizonte desgajado.

¿De qué lugar invisible e inaccesible procede cuanto aparece? ¿Aludir a él? ¿Eludirlo? ¿Integrarlo al precio de una desintegración? Lo impenetrable retrocede dejando en las playas un objeto íntegramente discursivo. La razón se presenta en el origen como una traducción, como una expresión de aquello que retrocede sin esperanza de retorno; poco a poco se enfría y solidifica, se cosifica y sustancializa, se vuelve objeto de sí misma: se humaniza, olvidándose cuidadosamente de su extraña procedencia. Se encuentra así trazado el paso no del mito (falso) al logos (verdadero), sino de lo oscuro (enigmático) a lo banal (discutible). El nexo con lo sagrado está por fin roto; un paso más y todo será retórica. “En la dialéctica se luchaba por la sabiduría; en la retórica se lucha por una sabiduría dirigida al poder. Lo que hay que dominar, excitar, aplacar, son las pasiones de los hombres” (Colli, 1984, p. 87).

En resumidas cuentas, la filosofía es un género literario florecido en la descomposición de la sabiduría arcaica, un síntoma de su decadencia; un liquen en su tronco caído. Sócrates pertenece por lo mismo a ese decaer, a ese retroceso: se diría que es un presocrático si no fuera por lo absurdo de la expresión. En todo caso, la filosofía comienza su auténtica andadura con Platón, que aúna talentos dramatúrgicos con pericia dialéctica y astucia retórica en una clara debilidad por el poder mundano: la sabiduría es ya una paideia. Este “vástago pronto atrofiado”, dice Colli, conserva para nosotros, situados a la ventura y por desventura en los confines de la modernidad, un interés menor, menos “vital” que el umbroso, elusivo, elíptico, complejo crisol del que emerge. Es mucho más vital la gruta o el nido que la incuba que la criatura ya independizada y contagiada por preocupaciones eminentemente mundanas, es decir, tecnopolíticas; el terremoto habrá alumbrado un ratón.

 

V

Volvamos ahora al diagnóstico de Adorno y Horkheimer. Cierto que su meta es una autocomprensión de la Ilustración moderna, concebida en su principio como proceso de desencantamiento del mundo. La filosofía, lo hemos visto, no ha nacido en Grecia con el mismo propósito; no exactamente. El mundo moderno se ha configurado sobre otras coordenadas y con distintos materiales. El pivote sobre el que se halla articulado es algo que en Grecia simplemente no existía como tal: a saber, el Capital. Puesta a su servicio, la voluntad de desencantamiento, que en Grecia es ante todo anhelo de verdad, en la modernidad degenera. “Sólo el pensamiento que se hace violencia a sí mismo es lo suficientemente duro como para triturar los mitos” (Adorno, 1944, p. 20).

Triturarlos a fin de despejar el camino de la sujeción, de la experimentación con vistas al sojuzgamiento y explotación de todas las cosas (y las gentes). Eso no ocurrió en la Ilustración ática. Sus productos más acabados —la Idea platónica, la Causa aristotélica— acusan sin querer su ascendencia mitológica, que para un moderno mueve a escándalo: persiste en las Ideas (o conceptos universales) un atávico “miedo a los demonios”. La cuestión o la paradoja es que la Ilustración regida por la lógica del Capital apenas puede disimular, bajo su hostilidad, una identificación con el mito y la superstición; se vuelve “totalitaria” porque repudia todo cuanto escape o resista al cálculo y la utilidad: o sirve o es rechazado.

Que todo sea numerable (o mensurable) es la clave de su éxito —y la cifra de su recaída en la barbarie: ser es contar y poder es reducir la infinita diferencia a un patrón de medida. Al final, y por principio, el mundo consiste en lo equiparable. Semejante reducción es a estas alturas un lugar común, pero los de Francfort, judíos, hacen un señalamiento muy curioso: el mito es en sí mismo un producto de la voluntad de desencantamiento. En los relatos mitológicos actúa un deseo de ordenamiento y sujeción, un espíritu dominador: “En cuanto amos de la naturaleza, el Dios creador y el espíritu ordenador se asemejan. La semejanza del hombre con Dios consiste en la soberanía sobre lo existente, en la mirada del patrón, en el mando” (Adorno, 1944, p. 25).

Desde esta perspectiva, la Ilustración no se opone al mito —éste es su efecto— sino a lo que en su época se llamó “animismo”: un real investido de sacralidad, es decir, de resistencia a la objetivación. Tal sería el enemigo, el fin, el mecanismo de toda Ilustración: la conversión de lo real —innumerable, innombrable— en objeto. ¡Hablar, contar es fascista! Al menos ahí encontraríamos su semilla. ¿Cualquier palabra cae en ello? ¿La salvación es el silencio, la inacción, la renuncia infinita? ¿Es imaginable una lengua al margen del sujeto o del ego?

Porque una vez existe un Yo, todo se torna apropiable; una vez existe el Sujeto, todo se torna objetivable. La cosa-en-sí se extingue debajo del para-mí; sólo existe aquello que puedo (podemos) dominar. ¿Magia? No, porque incluso el mago —el Chamán, en realidad— no precisa dar el rodeo de la abstracción: ejecuta su canto y danza según las cosas y no según su imagen o su símbolo: 

 

La magia es falsedad sangrienta, pero en ella no se niega aún el dominio por el procedimiento de sostener que éste, transformado en la pura verdad, es el fundamento del mundo caído en su poder. El mago se asemeja a los demonios: para asustarlos o aplacarlos, él mismo se comporta de forma aterradora o amable. Aunque su oficio es la repetición, aún no se ha proclamado (...) la viva imagen del poder invisible. Sólo en cuanto tal imagen alcanza el hombre la identidad del sí mismo, el cual no puede perderse en la identificación con el otro, sino que toma de una vez para siempre posesión de sí mismo como máscara impenetrable” (Adorno, 1944, p. 25).

 

El mal, de acuerdo con esta línea de argumentación, comienza con la anulación o supresión de lo concreto y sensible, es decir, con la abstracción... ¡y de ella son hijas no sólo la filosofía, sino, a su lado, la mitología y la tragedia!

 

VI

La abstracción es un modo de asegurar no la comprensión de la cosa, sino su aprehensión (en el sentido policial del término): entonces —y sólo entonces— puede hablarse de un “todo”. En su interior, teniéndolo constantemente a la vista, cada cosa puede ser objetivada, es decir, consignada y apresada. Esto define a la relación sujeto/objeto, que en absoluto, según se ve, es neutra. Tampoco es eterna: pensar no siempre ha sido abstraer. En su origen, vendría a ser lo contrario: no separar, sino unir, fundirse en (entre) las cosas.

La razón, en su nacimiento, o quizás antes de ello, es mimética. A lo real no se accede de otro modo —a menos que sólo interese dominarlo. ¿Podría interesar por sí mismo? Antes de objetivarse, la vida no puede más que vivirse. Pero al vivirse se pierde. ¡O vivo, o me detengo a pensar! No es fácil hacer las dos cosas a la vez. Si me paro a pensar, si la hago objeto de mi reflexión, la vida escapa: se vuelve abstracta, fría, indiferente. Si me limito a existir, no da tiempo de nada más. Cuando todo es sustituible e intercambiable, nada reposa en sí mismo. “El precio de la identidad de todo con todo es que nada puede ser idéntico consigo mismo” (Adorno, 1944, p. 28). La cosa muere, desaparece en el objeto. Está liquidada porque, en su naturaleza de cosa, es inconmensurable.

Lo real es irrepetible e irreproducible, y en cuanto tal se evapora en el concepto. La verdadera magia allí da inicio: la posesión del concepto torna al sujeto omnipotente; al menos provoca en él esa ilusión. El concepto ocupa el lugar del talismán, del amuleto, del fetiche: con él todo es posible, o, más exactamente, fungible. A cambio, la vida pierde su aura. Lo opuesto a la Ilustración —antigua o moderna— es un pensamiento susceptible de planear —planetear— en lo desconocido sin declararle la guerra. El animismo no vive lo sobrenatural como una sustancia etérea contrapuesta a la naturaleza, sino como un tejido infinitamente rico y complejo que haría mal en recortar a fin de coserse un traje a la medida. Optar por ello es sucumbir al terror.

En adelante, el sujeto irá por la vida muy orondo, acorazado de conceptos y ajuareado de definiciones; se imagina —porque se quiere— a salvo. Pero, nacidos del miedo, los conceptos no explican nada. Son fetiches, biografías de santos, escapularios. “El hombre cree estar libre del terror cuando ya no existe nada desconocido. (...) La Ilustración es el temor mítico hecho radical” (Adorno, 1944, p. 31). ¿A qué le tienen miedo el mito y la Ilustración? ¡A la exterioridad! ¡A la otredad, que es una de sus formas! Mito e Ilustración, según esta estrategia, comparten una obsesión concentracionaria, un pavor por el afuera. Configuran mundos sin salida y que se repiten sin cesar: son discos rayados, cantinelas.

Sin duda hay cambios y variaciones, glissandos y devenires, pero a fin de cuentas triunfa sobre ellos lo existente. En una visión así no se echará de menos el pathos hebreo: griegos y modernos se atascan de inmanencia, se asfixian en ella. En nombre de la libertad se ha cegado a la justicia. Desde el mesianismo, desde su discontinuidad absoluta, la filosofía, la mitología y la tragedia aparecen en el esplendor de su miseria: derivaciones todas del fetichismo. ¡Qué desoladora y desastrosa errancia! Pues el destino de ambos no es lo real, sino la positividad. Los dados están echados desde entonces. 

 

VII

No hay lengua correcta; al menos no para decir las cosas. La hay acaso para distinguir amarguras y astringencias. La abstracción opera a un tiempo como distracción. Todo ha estado por pensarse de nuevo: hoy más que nunca. El mundo acusa inquietante fragilidad; uno mismo es la deriva. ¿A qué fatalidad atribuirlo? A la ambición, sin duda; por dominar, por mantener sujeto, el sujeto pierde cada vez más el control efectivo: tal sería la “dialéctica” —la diaboléctica, como diría L. Poliakov.

Tratándose del impulso ilustrado actuante ya en la genealogía de los dioses y plenamente realizado en la matematización del mundo, la voluntad no de saber, sino de reinar por el saber, desemboca inexorablemente en una aniquilación del sujeto/objeto. La Ciencia es el Gran Fetiche. Para ella, incluso Platón resulta anticuado. El enigma de esta autodestrucción de la razón fue formulado por Kant: “No hay en el mundo ningún ser en el que la ciencia no pueda penetrar, pero aquello en que la ciencia puede penetrar no es el ser” (Adorno, 1944, p. 41). Como ciencia (exacta) o como mitología (delirante), el efecto es el mismo: clausurar el mundo, anular la esperanza. ¿Esperanza?

Naturalmente; la teoría crítica no lo sería sin ella. Es, para un judío, epítome de lo sagrado. La esperanza impide que el mundo se selle: son las “astillas del tiempo mesiánico” invocado por Benjamin o el “resplandor de lo no idéntico” privilegiado por Adorno. Es la única resistencia, la única respuesta al totalitarismo de la razón. Sin esperanza, todo se encamina al Apocalipsis:

 

El aspecto satánicamente deformado que las cosas y los hombres han adquirido bajo la luz del conocimiento sin prejuicios remite al dominio, al principio que llevó a cabo la especificación del mana en los espíritus y las divinidades y apresaba la mirada en la ilusión de magos y hechiceros. La fatalidad con la que las edades primitivas sancionaban la muerte incomprensible deviene en existencia totalmente inteligible. El terror meridiano en el que los hombres descubrieron súbitamente la naturaleza en cuanto totalidad ha encontrado su correspondencia en el pánico que hoy está preparado para estallar en cualquier instante: los hombres esperan que el mundo, que carece de salida, quede convertido en llamas por una totalidad que ellos mismos son y sobre la cual nada pueden (Adorno, 1944, p. 43).

 

Las notorias tonalidades religiosas del discurso —me excuso por la larga cita— dejan bastante qué pensar. De la Grecia homérica a Disney World una ininterrumpida y poderosa línea de materialización del totalitarismo. Ni el mito, ni la ciencia, ni la política, ni siquiera la filosofía: la solución a esta demoníaca dialéctica sólo podrá ser la religión (es decir: el mesianismo). ¿Qué resta de trágico en este resultado?

El análisis crítico de Adorno y Horkheimer pone de manifiesto el carácter trágico de la dialéctica o, más aún, de la razón: concebida como escape de la naturaleza, de la animalidad, recae irremediablemente en ella. ¿Por qué irremediablemente? Porque una sumisión no se remedia, no se alivia, no se cura, no desaparece con otra sumisión; estar sometido a la naturaleza o que un sí-mismo someta a ésta —mediante el trabajo, merced a la técnica, gracias a la astucia— reproduce una idéntica perversidad. No hay salida. No es por ahí. Seguramente no, pero el recurso a una trascendencia (incluso profana) provoca intensas y justificadas suspicacias. En este punto de nuestro camino, tal vez convenga volver al inicio: a saber, al canto de las sirenas. 

 

VIII

Lo propio de las sirenas —mixtura de pez y mujer, de naturaleza y cultura— es que conocen todo el pasado; un ente que con su inmenso peso aplana el presente e hipoteca el futuro. Las sirenas son la seducción del retorno: la tentación de una infancia perpetua. La madurez, es decir, la Ilustración, reposa en esta opresión y en este olvido: a escala del individuo concreto, la irrecuperabilidad del pasado se compensa con una contemplación de índole estética. 

Contemplación, es decir: impotencia. Odiseo asiste atado, inerme y desnudo al espectáculo; expuesto al canto de las sirenas, no puede hacer nada; en el otro extremo, la eficacia de la acción depende de ignorarlo. Es una escisión de incalculables consecuencias; la soberanía se gana perdiendo contacto con lo real. Leído en clave hegeliana, este episodio muestra, contra su optimismo ilustrado, contra su progresismo, que todo ascenso del espíritu comporta un indeseable e imparable descenso. El secreto o la paradoja está en la abstracción, es decir, en la sustituibilidad: es “la norma del dominio”, que, como un nudo corredizo, se mueve en ambas direcciones: el cuerpo se somete y actúa, pero el alma —o el espíritu— se degrada. Al cabo, todo se atrofia: el sujeto retorna no a la animalidad, sino a la monstruosidad:

 

La eliminación de las cualidades, su conversión en funciones, se transmite, a través de las formas de trabajo racionalizadas, de la ciencia al mundo de la experiencia de los pueblos y tendencialmente asemeja a éste al de los anfibios. La regresión de las masas consiste hoy en la incapacidad de poder oír con los propios oídos lo que aún no ha sido oído y de tocar con las propias manos lo que aún no ha sido tocado, en la nueva forma de ceguera que sustituye a la ceguera mítica vencida (Adorno, 1944, p. 50).

 

¿A los anfibios? La astucia de Odiseo condena a los pueblos —a las masas, que sólo obedecen— a una vida menos sin sentido que sin sentidos; sobreviven, pero mutiladas. Esta dialéctica, que en la modernidad alcanza cotas catastróficas, sería trágica en ausencia de salida. El pensamiento crítico —al parecer, por lo hasta aquí vislumbrado, una forma más o menos secular de la religión— se prohíbe caer en ello: hay un modo de escapar del destino. ¿Una vía en la que no intervenga la voluntad? ¿Caer postrados ante el dios venidero? La “salida” de este paradójico mesianismo laico (habría que ver) no es la fe, sino su antídoto, la lucidez: a la razón no le queda más que reconocer su ineludible embrollo con aquello que consciente, deliberada y programáticamente combate.

Los primitivos invisten la naturaleza con un poder absolutamente ajeno, y los modernos, haciendo lo propio, terminan por naturalizar la cultura. La Ilustración se enfrenta al mundo mítico, pero procede en forma análoga. La diferencia entre una y otro es la imagen del poder: o bien la omnipotencia del mana, en los primitivos, o bien, en los modernos, la potencia imperfecta de la civilización. La Ilustración se ilustra a sí misma mirándose en el espejo de la sumisión y el dominio; ella no nos saca de la naturaleza porque actúa igual, sometiéndolo todo a su imperio. Que hay un uso no alienado de la razón es la esperanza de esta escuela: “... la praxis verdaderamente subversiva depende de la intransigencia de la teoría frente a la inconsciencia con que la sociedad permite que el pensamiento se endurezca” (Adorno, 1944, p. 55). La lucidez es, pues, intransigencia, repudio a toda capitulación, a todo compromiso, a todo “arreglo” con las fuerzas ciegas del mercado, que entretanto han devenido naturaleza. El mana prehistórico sustituido por la mano (invisible) del mercado. ¿Podría el pensamiento librarse de este reemplazo? ¿Cómo? 

 

IX

Al cabo, la teoría crítica se ha revelado, bastante pronto de hecho, como una (entre otras) teología política: la dialéctica negativa termina disuelta en una inacabada e inacabable teoría estética (en Adorno) y en un mesiánico e injustificable anhelo de justicia (en Horkheimer). Tal vez no sea la última palabra, y menos en el caso, mucho más oscuro y denso, de W. Benjamin, que convendrá reinterrogar. Con todo, es perceptible cierto pesimismo de fondo.

El problema es la abstracción, pero en modo alguno parece posible no incurrir en ella. La “salida” de estas aporías sigue siendo la apuesta por un pensamiento otro, un pensamiento del otro; es lo distintivo de la reflexión judía, o influida por ella, de Fráncfort a París: Derrida, Levinas, Jabès, Blanchot, Weil, Scholem, Arendt, Leo Strauss... Del marasmo y la complicidad de la mitología con la razón instrumental o patriarcal se ha presumido escapar por un pasadizo de raigambre teológica. ¿Habría otros pasajes? ¿Es el judaísmo (renovado, recargado) la única alternativa? Cuestiones que nos conducen de vuelta a la perspectiva de un pensamiento (de lo) trágico.

Porque de lo que desde el principio se trata es de explorar la posibilidad de un pensamiento verdaderamente autónomo y verdaderamente radical: un pensamiento a salvo de apropiaciones teológicas, de las que la dialéctica (hegeliana y poshegeliana) y el positivismo (comtiano y poscomtiano) serían —al lado de la hermenéutica, de corte tan afín a la religión— las más conspicuas. ¿Es pesimista el pensamiento trágico? Al menos se dirá, con razón, aunque con escasa convicción, que el optimismo no es lo suyo. La postura cristiana (moderna) sabe bien que lo trágico remite a una visión si no apocalíptica sí decididamente catastrófica de la relación entre los hombres y sus dioses: el P. Festugière afirma que lo trágico es el vínculo entre “el miserable insecto humano (...) aplastado bajo el peso de una fatalidad despiadada” (Festugière, 1969, p. 15). ¡Nada puede sostenerse ni soportarse por tiempo indefinido en lazo semejante!

La obsesión ilustrada consiste en mantener todo bajo control, pero después de todo perder el control no es ni tan malo ni tan desagradable; lo irracional es someter hasta las minucias y los azares a un escrutinio racional. Los griegos no caen en eso: la tragedia es fruto de su fuerza, no de su impotencia. Es lo admirable, lo milagroso. En el momento de adviento de la filosofía (de la política) todo viene decayendo. Ellas sostienen el tinglado, muy decorosamente. Pero el acmé griego ya pasó. La lucidez está allí, frente a los dioses indiferentes, no ante su ausencia o su maldad. Menos aún bajo su bondad, que resultará fatal en todos los sentidos.

La belleza, como el horror, asalta. En una palabra, lo trágico es la afirmación de la vida en su límite absoluto: en la muerte. Ni siquiera la muerte (de los dioses, de Dios, del Hombre) es una objeción. De allí su terrible seriedad. La tragedia es seria, pero de modo distinto a la filosofía: por su optimismo, ésta suele perder el paso; pierde su confianza en la perfectibilidad de los hombres. Aquélla no se permite tal lujo; no es un saber sufriente, sino siempre insuficiente. En la tragedia no hay ostentación ni pose: mientras la filosofía va, ella, como dicen las abuelas, ya fue y vino: es la teoría y la práctica del desengaño. Pero lo es porque ante lo desconocido no hay optimismo que valga; ¡tampoco el pesimismo cabe allí!

Los dioses trágicos desempeñan el papel de no saber a qué atenerse: esa es su fuerza, que conmueve no sólo al espectador en su privacidad, sino los cimientos de su vida en común. La tragedia es devastadora; la filosofía, pese a todo, tiende a la autocomplacencia: se quiere consolación y bálsamo, se piensa a sí misma como equilibrio no de heterogeneidades, sino de contrarios. El momento más trágico de la Biblia no es la infamante muerte de Jesús, aparente o momentáneamente abandonado por el Padre, sino el clamor de Job ante un Dios distante y frío, bajo un poder absoluto menos ético que estético. 

 

X

En filosofía, el momento trágico emerge con el materialismo —antiguo y moderno— y, resuelta y desembozadamente, con Nietzsche (preparado por Schopenhauer). La Ética de Spinoza es trágica, así como los Ensayos de Montaigne y, hasta cierto punto, el pensamiento de J. Böhme y G. Bruno. El mainstream es, con el idealismo alemán a la cabeza, eminentemente antitrágico.

Lo que no significa que, por ser cristiano, no esté veteado de esos elementos; pero —incluso en Schelling, incluso en Goethe, aunque no en Hölderlin— prevalece el optimismo, la fe en el poder humano frente al desorden de los acontecimientos, frente a su frustrante entropía: es el espíritu quien lleva la batuta y termina por imponerse. Que semejante protagonismo esté ausente es la marca de lo trágico: porque la lucidez no pacta, no acuerda, no negocia, no transa ni transige, no se dobla. En suma, a la lucidez no le importa el resultado, que por lo demás no tiene por qué ser siempre negativo. Así se mide su grandeza: es su seriedad, su fondo.

La lucidez es afirmativa, nunca negativa: nunca vengativa. Y no emana de una voluntad hundida o enfrascada en lo individual: es, como dice A. Lesky, “la gran fiesta de todo el pueblo” (Lesky, 1971, p. 173). Después de Auschwitz, ¿quién duda del estrepitoso fracaso de la voluntad de Ilustración? La cultura —y su crítica— son “basura”, escribirá un crítico tan culto como T. W. Adorno. Es ese fracaso lo que vuelve a poner en primer plano la cuestión de lo trágico, que, habrá que insistir, no es voluntad de Ilustración —tampoco de ofuscación— sino de lucidez (cueste lo que cueste). La lucidez implica entereza, integridad ante lo irreparable, lo irreversible, lo irrevocable, lo irreemplazable, lo inmodificable, lo incoerciblemente real.

Integridad, no resignación, que es una forma de la cobardía. ¿Hace falta decir, con A. Artaud, que la lucidez consiste en suspender de modo indefinido el juicio de Dios? Se comprende: el Dios de la Biblia —y, dicho en general, el de la filosofía— es una fuerza ordenadora, una compulsión moral, una voluntad de sentido. Lo cual quizás está muy bien, pero no impera en una soledad abstracta; en las cosas —en la naturaleza— actúan otras fuerzas de carácter escasamente constructivo y moralmente edificante: fuerzas de disgregación, de disipación, de disolución, de desorden. No es el combate maniqueísta del Bien contra el Mal, sino la impredecible e inesperada articulación de una fuerza ciega y sorda que se otorga a sí misma, eventualmente, ojos para ver y oídos para oír.

Si Hölderlin le llamará lo aórgico Nietzsche lo identificará con lo dionisíaco, multiplicidades ensambladas respectivamente con una fuerza ordenadora que nunca tendrá la suerte de ser omnipotente. A fin de cuentas, ¿qué es el ser, sino tiempo? Un puro devenir que —sin por qué, sin para qué, como los astros— engendra y consume criaturas. El escenario que se abre a la lucidez es, entonces, el de “un inocente y despiadado juego de fuerzas” (Arancibia, 2015, p. 59) dentro del cual ninguna de ellas, por fortuna, prevalece absolutamente y para la eternidad. Ni dialéctico, ni científico, ni místico: lo real es música

 

Referencias bibliográficas

Adorno, Th. W., y M. Horkheimer. (1944). Dialéctica de la Ilustración. (edición de 2005). Madrid: Akal.

Arancibia, J. P. (2015). Tragedia y melancolía. Santiago, Chile: La Cebra.

Colli, G. (1984). El nacimiento de la filosofía. Barcelona: Tusquets.

Festugière, A. J. (1969). La esencia de la tragedia griega. Barcelona: Ariel. 

Lesky, A. (1971). La tragedia griega. Barcelona: Labor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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