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Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.

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La experiencia audiovisionaria por Ernesto Pesci Gaytán y Salvador Alba Cardona

Diciembre 2017, número 17.
Autor: Thalía Rangel Herrera. Título: Alma. Técnica: Linoleografía. Medidas: 56x76cm. Año: 2017.

Pesci Gaytán, Ernesto y Alba Cardona, Salvador. (2017). La experiencia audiovisionaria. Revista Digital FILHA. [en línea]. Diciembre. Número 17. Publicación bianual. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.

Ernesto Pesci Gaytán es egresado de la maestría en filosofía e historia de las ideas de la Universidad Autónoma de Zacatecas es docente investigador de la Unidad Académica de Docencia Superior de la Universidad Autónoma de Zacatecas, fue director de la mencionada Unidad, fue ganador del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico de Zacatecas PECDAZ, es autor del libro: El Multivium de lo Virtual. Contacto: ernesto.pesci@gmail.com

Salvador Alba Cardona es licenciado en derecho por la Universidad Autónoma de Zacatecas y maestro en investigaciones humanísticas y educativas por la misma universidad. Ha sido profesor de preparatoria en el colegio de bachilleres del estado de Zacatecas. Actualmente es abogado postulante, pero se interesa por el cine y el análisis cinematográfico. Contacto: chavaquintero7@hotmail.com 

LA EXPERIENCIA AUDIOVISIONARIA

 

Resumen: El presente ensayo se propone reconocer la dimensión mítica, poética y “espiritual” del arte cinematográfico a través de lo que los autores denominan La Experiencia Audiovisionaria entendida como la capacidad que tiene el cine para conjugar ojo, oído, cerebro y espíritu en un espacio mental de lo poético, equivalentes a los modelos mentales que se proponen para explicar las epistemologías a través de las cuales puede ser comprendido el poder de la imagen.

Palabras clave: cine de pensamiento, pensamiento audiovisual, imagen.

 

Abstract: The present essay shows the mythical, poetic and "spiritual" dimension of cinematographic art through, what the authors call: the Audiovisionary Experience, understood as the ability of cinema to combine eye, ear, brain and spirit in a mental space of the poetic, equivalent to the mental models that are proposed to explain the epistemologies through which the power of the image can be understood.

Keywords: cinema of thought, audiovisual thinking, image.

 

Introducción

O quam grave onus la empresa de investigación académica pretendiendo una metodología precisa cuando nuestro objeto de estudio, el cine de pensamiento, es un “lenguaje” cuya única especificidad es su carácter particularmente inespecífico. Al afirmarnos en la fe de su existencia como un arte de la integración y como posibilidad de una nueva epistemología, aceptamos el desafío de tal iniciativa. Lo anterior tiene su grado de dificultad si consideramos que para tratar de llegar a feliz término comprendemos en nuestro bagaje de conceptos nociones como “mito”, “poesía” y “espíritu”, en un ethos universitario atrapado en gran medida en las redes de un objetivismo y cientificismo que descalifica a priori palabras y conductas que no “entran” en su universo. 

 

Y es que el cientificismo de nuestros días pretende explicar y resolver el conjunto de los fenómenos humanos. Pero el cientificismo no es la ciencia. Si el cientificismo consiste en extender ilegítimamente el campo de un saber científico o en dar a los teoremas científicos un status filosófico o metafísico que no es el suyo, entonces dicho discurso comienza allí donde se detiene la ciencia (Kuri, 2011, p. 85).

 

De ahí que, si bien este trabajo no cuestiona al cientificismo y su pretensión de proporcionar a las ciencias humanas el único modelo metodológico válido, sí lo hace indirectamente al otorgar a la dimensión mítica y poética del arte cinematográfico, la experiencia del “mundo de la vida” y su relación íntima con la fuerza del espíritu. El “mundo de la vida” y su relación entre fuerza y sentido, articula per se una crítica al cientificismo desde la experiencia anterior a la relación sujeto-objeto que proporciona a este trabajo su tema rector.

Acudimos por ende a campos de conocimiento como la fenomenología, la antropología lingüística, la comunicología para  establecer un método que tenga la capacidad de conformar en un solo halo (para bien de nuestro ensayo) la luz que podamos obtener de cada uno de estos sistemas de pensamiento. Por lo tanto, la metodología que ha guiado el presente estudio es la llamada “cualitativa”, con énfasis en las consideraciones y previsiones que nos otorga la llamada “Taxonomía de Bloom”, misma que consiste en la jerarquización nominal de los objetivos que dentro de una pesquisa de este carácter se pueden obtener. Con base en esta taxonomía nuestro estudio tiene un alcance descriptivo y correlacional, con la finalidad de sintetizar distintas teorías y/o concepciones para proponer lo que denominamos “experiencia audiovisionaria”. Asimismo, ha sido menester recurrir a un razonamiento abductivo, a la manera de  Gregory Bateson (1991) y Charles S. Pierce (Barrena, 2013), para aspirar a operar lógicamente hipótesis mínimamente pas vu, como destello de comprensión y salto por encima de lo sabido como estrategia para dejar “libre” la mente en el concurso de la imaginación y el instinto, materias primas indispensables en los procesos creativos; igualmente para preferir la forma ensayo de interés holístico más que una disertación científica, ensayo de inspiración godardiana y siguiendo rumbos que Josep M. Catalá (2014) nos ha sugerido.

¿Qué significa la experiencia audiovisionaria para el presente reconocimiento? Significa la capacidad que tiene el cine para conjugar ojo, oído, cerebro y espíritu en un espacio mental de lo poético. Ojo, oído, cerebro y espíritu equivalen a los modelos mentales que dentro del actual reconocimiento se proponen para explicar las epistemologías a través de las cuales puede ser comprendido el poder de la imagen para arribar a sistemas de pensamiento tan complejos como el que discurre por el noúmeno de la alta filosofía, al igual que en otros modos de intuición como aquella de la cosmogonía mesoamericana en sus diversos componentes y sustratos. El ojo equivale al “modelo mental fenoménico”; el oído al “modelo mental aurático”; el cerebro equivale al “modelo mental del cogito”, y el espíritu al “modelo mental mitológico”, patrones que, diría Sloterdijk (2004), han sido creados y soportados –onus orbis– por Europa. Pero es preciso afirmar que este gran sistema encuentra réplica complementaria en la defensa de una cultura intercontinental como la de Carlos Fuentes (Jansen, 1983) puesto que, dijo muchas veces el gran literato, además de las revoluciones Industrial y Francesa, además de Descartes y las grandes tradiciones de la Crítica, en México además tenemos el Popol-Vuh, por ello para considerar al cine como proveedor de una experiencia audiovisionaria es necesario proponerlo como técnica de la cuádruple causalidad, y por lo tanto, como arte que desoculta el mundo, pero el mundo entero. La experiencia audiovisionaria es en este sentido ese acceso al umbral de lo poético universal. Es, en términos comunicológicos, un canal a la comprensión de cómo piensa el cine nuestra realidad.

 

Antropología y sustratos de la imagen 

Conscientes de que un programa de estudios como el que hemos enunciado anteriormente es toda una multidiversidad académica, entregamos en esta ocasión un análisis de la imagen en tanto potencia intuitiva como conocimiento pre-lingüístico y antepredicativo del mundo, para lo cual hablamos de la muerte (sí, la muerte) como primera experiencia fenoménica del ser humano y, por lo tanto, como primera vinculación con el mundo. La muerte será para los objetivos de este primer ensayo una “ceguera irreversible”, con todas las implicaciones antropológicas que esto sugiere. La primera de estas implicaciones, es decir, la mitología que se desprende de la mirada en razón de su condición de sentido preponderante en la actividad sensorial del ser humano, es tratada para explicar cómo la vista de nuestros ancestros no estaba contaminada por la mediación de un cogito y sus prejuicios con respecto al mundo. Empezaremos ya a definir lo que significan dos modelos mentales: el modelo mental fenoménico y el modelo mental del cogito.

La cuestión del surgimiento del lenguaje en el ser humano ha sido objeto de numerosos estudios e investigaciones a lo largo de la historia, estudios e investigaciones que transitan por el campo de la filosofía, de la antropología, de la filología y, por supuesto, por el dominio pretendidamente omnisciente de la lingüística y la semiología. Decimos pretendidamente omnisciente porque, aun cuando estas disciplinas construyan sus teorías de manera lógica y científica, y por lo tanto sus conclusiones tengan el carácter de irrefutables, a su principal herramienta de dilucidación de la realidad, es decir el lenguaje, le falta expresar algo inasible, algo que trasciende a su constructo y que en todo caso es algo pre-lingüístico: la génesis de la imagen en la mente del hombre y su posterior plasmación en un soporte físico.

Esta génesis por supuesto ve su nacimiento en la mente del hombre como producto de la capacidad de representación de éste, empero no quiere decir que las facultades cognoscitivas del hombre, ex nihilo, traigan a la luz los objetos y el conocimiento que sobre ellos se puede adquirir. Esta discusión, que puede parecer a primera vista intrascendente o pueril, tiene una importancia mayúscula en la dilucidación del objeto del presente trabajo de ensayo, pues las diferencias/semejanzas/integraciones entre materia, mente, y lo que nosotros llamamos espíritu, componen el sinuoso camino por el que deberemos transitar para definir nuestro concepto central: la experiencia audiovisionaria. Ya que la realidad es una y se nos presenta como un alud de información por descifrar (independientemente de los estratos y las plataformas en la que la pueda dividir la más concienzuda filosofía), nos plegaremos, por el momento y de manera parcial, a lo observado por el filósofo francés Merleau-Ponty, que indica:

 

La fenomenología es el estudio de las esencias, y según ella, todos los problemas se resuelven en la definición de esencias: la esencia de la percepción, la esencia de la consciencia, por ejemplo. Pero la fenomenología es asimismo una filosofía que re-sitúa las esencias dentro de la existencia y no cree que pueda comprenderse al hombre y al mundo más que a partir de su “facticidad”… Es el ensayo de una descripción directa de nuestra experiencia tal como es, sin tener en cuenta su génesis psicológica ni las explicaciones causales que el sabio, el historiador o el sociólogo puedan darnos de la misma…  (Merleau-Ponty, 2000, p. 7)

 

La facticidad, los hechos incontestables (y aún indescifrables), han constituido para el género humano la fuente primera de su despertar a la existencia. Por eso, si tratáramos de imaginar la manera en que el hombre primitivo y antepasado nuestro se enfrentó por primera vez al surgimiento de la imagen en su conciencia, afirmaríamos, con Debray, lo siguiente:

 

Es lícito pensar que la primera experiencia metafísica del animal humano, indisolublemente estética y religiosa, fue este desconcertante enigma: el espectáculo de un individuo que pasaba al estado de anónima gelatina. Tal vez el verdadero estadio del espejo humano: contemplarse en un doble, alter ego, y, en lo visible inmediato, ver también lo no visible. Y la nada en sí, “ese no sé qué que no tiene nombre en ninguna lengua”. Traumatismo suficientemente angustioso para reclamar al momento una contramedida: hacer una imagen del innombrable, un doble del muerto para mantenerle con vida y, a la vez, no ver ese no sé qué en sí, no verse a sí mismo como casi nada… Así pues, la imagen procede, strictu sensu, de ultratumba, como la pequeña estatua fang sentada sobre la tapa del cofre relicario en el que reposan los huesos del ancestro (imago y ossa, en latín, son a menudo equivalentes) (Debray, 1994, p. 27).

 

La muerte, fatalidad metafísica e inevitable degradación orgánica, estuvo por lo tanto desde un principio ligada a la percepción y elaboración de las imágenes, constituyendo la primera experiencia fenoménica y el primer encuentro fáctico (en su sentido más pleno) con el mundo. Tanto así que “La importancia del aparato ocular y de la visión ha sido reconocida por el ser humano desde tiempos muy remotos, mediante la acuñación de numerosos mitos que no eran más que formulaciones precientíficas o intuitivas de su protagonismo sensorial” (Gubern, 1987, pág. 1). Una breve revisión de los mitos que se han desprendido de la preponderancia de la vista –en una primera acepción fenomenológica– sobre los otros sentidos y su consiguiente importancia fabuladora nos llevaría demasiado tiempo, bástenos señalar que indudablemente el ojo humano ha sido la fuente imprescindible de donde surgen las visiones más estremecedoras y preclaras en las que el hombre ha basado una parte importantísima del conjunto de su imaginario, tanto individual como colectivo y social.

¿Pero por qué la vista (eso que cuando se pierde, según Sófocles y su Edipo, por fin nos permite acceder a la luz) es en nuestra civilización occidental fuente voluptuosa y profusa de experiencias y conocimientos? La concepción de Regis Debray, que nos presenta a la vista como el sentido que nos permite el acceso al mundo fáctico y fenoménico considerado como materia de donde provienen todas las experiencias humanas primigenias, pude ser complementada por una revisión breve a la obra del filósofo alemán Martin Heidegger. En su escrito La época de la imagen del mundo (1995) da cuenta de que “La metafísica fundamenta una era desde el momento en que, por medio de una determinada interpretación de lo ente y una determinada concepción de la verdad, le procura a ésta el fundamento de la forma de su esencia. Este fundamento domina por completo todos los fenómenos que caracterizan a dicha era, y viceversa: quien sepa meditar puede reconocer en estos fenómenos el fundamento metafísico” (p. 63). La comprensión de la metafísica que fundamenta una era, y por lo tanto del paradigma en el que esta se encuentra inscrita, es, sin embargo, la manera más efectiva de comprender la forma en que el hombre se relaciona con su inmediatez y establece la base de su conocimiento con respecto a la realidad. Lo más evidente constituye muchas veces, vaya paradoja, también lo más elusivo. 

La manera intelectual y fría en que actualmente nos relacionamos con el mundo, es decir, la falta de esa mirada ancestral que nos permitía como género humano acceder a los fenómenos desnudos de la naturaleza sin darles una sobre-interpretación y otorgarles una desmedida causalidad; en suma, nuestra falta de inocencia con respecto a lo que el mundo nos ofrece generosa y desinteresadamente, es, según Merleau-Ponty, causa de que:

 

Descartes y, sobre todo, Kant, desvincularon el sujeto o la consciencia haciendo ver que yo no podía aprehender nada como existente si, primero, no me sintiera existente en el acto de aprehenderlo; pusieron de manifiesto la consciencia, la absoluta certeza de mí para mí, como la condición sin la cual no habría nada en absoluto, y el acto de vinculación como fundamento de lo vinculado (Merleau-Ponty, 2000, p. 9).

 

Somos cogito y en la medida en que lo comprobamos podemos concluir: ergo sum. Nuestra era está fundamentada sobre el control absoluto por parte de sujeto en torno a la comprensión y aprehensión del mundo. Esta afirmación de talante filosófico encuentra su confirmación en los hechos que nos circundan: la pérdida de los dioses y el ascenso del hombre como “medida de todas las cosas” es evidente en un mundo donde la trascendencia se limita a nuestra relación intelectual con la materia cósmica a la que nos enfrentamos cotidianamente. Es precisamente esta circunstancia la que señala Merleau-Ponty como la desvinculación del sujeto. 

¿Fue por lo tanto la muerte esta primera vinculación del sujeto con el mundo, ese primer dejar de ver y por lo tanto de estar en el mundo sensible, ese primer fenómeno que le otorgó al hombre su más plena mundanidad? La muerte como primera vinculación fenoménica con el mundo, que antecedió con su conocimiento profundo de la naturaleza al moderno y limitado cogito ergo sum, es también y por esta misma circunstancia, la fuente primaria de mitos y creencias. La muerte ha sido el tránsito a la vida extraterrena, a la vida no sensorial y, por lo tanto, a la existencia mitológica y sagrada de la que todas los culturas y épocas, sin excepción alguna, se han ocupado. Esta ceguedad irreversible pone énfasis en el sentido de la vista y da cuenta de que “Con todos estos mitos y símbolos, culturas muy alejadas entre sí expresaron en lenguaje fabulador y precientífico la importancia fundamental de la vista para la esencia y supervivencia humanas. Esta convicción penetraría también en la cultura popular moderna, cristalizando en numerosos aforismos, refranes y proverbios” (Gubern, 1987, pág. 3). Este lenguaje “fabulador y precientífico” estaba basado en una noción del mundo todavía no contaminada por la irrupción del cogito y su consecuente apropiación del mundo como juicio, que en realidad es prejuicio acerca de su verdadera y profunda carnalidad. Si la muerte es fuente del mito y constituye una verdadera ceguera ancestral, vemos como el énfasis en el sentido de la vista tiene un origen antropológico, sí, pero también evidentemente fenoménico (por la relación directa e inocente con el mundo y sus acontecimientos), y por lo tanto, filosófico. Nos dice Merleau-Ponty:

 

La realidad es un tejido sólido, no aguarda nuestros juicios para anexarse los fenómenos más sorprendentes, ni para rechazar nuestras imaginaciones más verosímiles. La percepción no es ciencia del mundo, ni siquiera un acto, una toma de posición deliberada, es el trasfondo sobre el que se destacan todos los actos y que todos los actos presuponen… La verdad no “habita” únicamente al “hombre interior”; mejor aún, no hay hombre interior, el hombre está en el mundo, es en el mundo que se conoce. (Merleau-Ponty, 2000, pp. 10-11)  

 

La realidad como ente antepredicativo es un concepto difícil de asir. ¿Qué sería de la realidad –preguntaría nuestro ego– sin nuestra humana presencia? “No sería nada, (contestaría el mundo), simplemente seguiría siendo”. Esta visión existencial del destino del hombre es sumamente opaca, el acceso a su pensamiento está soterrado por el devenir tecnológico y científico que, con estridencia, nos dice: “el hombre es creador y sus creaturas están a su servicio; por lo tanto, todo lo que él piense e imagine será realidad”. Esta soberbia no comprendida u olvidada por la relativa comodidad en la que vivimos (amén de las grandes injusticias sociales sobre las que tiene una muy cierta responsabilidad la razón tecnológica), tiene su comienzo en la investigación científica, investigación que incluso le otorga una dimensión meramente cientificista a la muerte, cuando hemos observado en Debray las implicaciones imaginarias y fenomenológicas que este suceso inscribe en el terreno de lo humano.

La esencia de eso que hoy denominamos ciencia es la investigación. ¿En qué consiste la esencia de la investigación? Consiste en que el propio conocer, como proceder anticipador, se instala en un ámbito de lo ente, en la naturaleza o en la historia… Se produce cuando en un ámbito de lo ente, por ejemplo, en la naturaleza, se proyecta un determinado rasgo fundamental de los fenómenos naturales. El proyecto va marcando la manera en que el proceder anticipador del conocimiento debe vincularse al sector abierto. Esta vinculación es el rigor de la investigación. Por medio de la proyección del rasgo fundamental y la determinación del rigor, el proceder anticipador se asegura su sector de objetos dentro del ámbito del ser. (Heidegger, 1995)

La investigación se instaura en nuestro mundo como condición necesaria y antecedente empírico del conocimiento científico. Esta investigación se funda en la representación de sus objetos de estudio para su efectividad y para la realización del conocimiento científico. Sin embargo, esta representabilidad no considera al mundo en todas sus dimensiones, pues lo que principalmente le interesa a ella es el ser como ente susceptible de ser cuantificado, y por lo tanto, que a través de él se genere una exactitud matemática que dé paso a leyes científicas. En este tenor, tenemos que para la ciencia moderna lo que se puede ver, y por lo tanto cuantificar, es aquello que es susceptible de investigación científica. ¿Se está renunciado con esta predisposición hacia el ser a los estratos fácticos y fenoménicos a los que podemos acceder a través de nuestra experiencia (digámoslo de una vez) audiovisionaria en el mundo? Porque una cosa es ver para cuantificar y para dominar el mundo a través de una razón tecnológica que nos hace dueños absolutos de la materia; pero algo muy distinto es ver para acceder a los misterios inefables que le dan sustento a nuestra existencia como hombres: la pródiga y cruel naturaleza y la muerte como primer vínculo con el mundo. 

Sin embargo, esta importancia medular de la vista en torno a la investigación científica tiene justificación por la manera en que su perfeccionamiento como órgano ha influido en la evolución del ser humano como especie. Es por lo anterior que ahora debemos detenernos un poco y meditar acerca de la optimización gradual que ha tenido el sentido de la vista en el hombre. Gubern, en su libro La mirada opulenta. Exploración de la iconósfera contemporánea (1987), nos indica que la evolución le permitió al hombre adquirir la visión que actualmente ostenta, muy distinta a la que los animales, en general, poseen. La jerarquización de los sentidos, que también provocó la evolución, favoreció ampliamente a la vista, sentido más complejo y con mayor potencialidad intelectual. La complejidad de este sentido atendió, básicamente, a las siguientes necesidades evolutivas: manejo manual de materias primas (con su correspondiente foco de atención visual), constante tensión visual para protegerse de los predadores, diferenciación de los alimentos disponibles en la naturaleza, etc. La relevancia de la vista en nuestra vida biológica está, en este sentido, más que comprobada, y por lo tanto, la influencia en los campos emotivo, intelectual y creativo es innegable.

La evolución del sentido de la vista en el género humano, entonces, atendía principalmente a necesidades de supervivencia, sin embargo, esta función vital del ojo fue transformándose poco a poco, hasta colmar el campo emotivo e intelectual del ser humano. Es en este punto cuando el acontecimiento siguiente nos parece muy posible:

 

30.000 años a. C., en la gran indigencia paleolítica, la imagen brota en el punto de encuentro de un sentimiento de pánico y de un inicio de técnica. Si el pánico es más fuerte que el medio técnico, nosotros tenemos la magia, y su proyección visible, el ídolo. Cuando la panoplia técnica se impone poco a poco al pánico, y la capacidad humana de aliviar la desdicha, de modelar los materiales del mundo, de dominar los procedimientos de figuración puede, por fin, contrarrestar la angustia animal ante el cosmos, pasamos del ídolo religioso a la imagen de arte, ese justo término medio de la finitud humana… La belleza es siempre terror domesticado (Debray, 1994, p. 33).

 

Imaginemos un gran arrebol en el horizonte virgen de nuestros antepasados: las nubes incendiadas podrían constituir para ellos una amenaza inconmensurable, una advertencia del mundo y sus confines. Sin duda la belleza y el terror de semejante visión debieron sacudir su incipiente comprensión del planeta y sus fenómenos, llevándolos a no sólo comenzar a elaborar mitos primigenios, sino a tratar de plasmar a través de medios visuales el asombro que les producía lo desconocido: un primer acercamiento a la imagen y sus poderes a través de lo puramente fenoménico.

 

 

En un filme vigoroso, “2001: Una odisea en el espacio” (Kubrick, 1968), se nos trata de transmitir, entre otras cosas, ese espectáculo original que padecieron los primeros homínidos. Kubrick crea imágenes y situaciones que ejemplifican el cisma que significaron, para el ojo y sus avatares, los grandes valles desolados, las cordilleras áridas, las noches frías e insondables. ¿Qué implica esta visión, si no una manera precientífica y prelingüística de interiorizar el mundo? Esta imagen fenomenológica a la manera de Merleau-Ponty se contrapone y, como veremos más adelante, resulta complementaria a la imagen del mundo de la que nos habla Heidegger, puesto que el último afirma:

Lo decisivo no es que el hombre se haya liberado de las anteriores ataduras para encontrarse a sí mismo: lo importante es que la esencia del hombre se transforma desde el momento en que el hombre se convierte en sujeto. Naturalmente, debemos entender esta palabra, subjectum, como una traducción del griego ?ποκε?μενον. Dicha palabra designa a lo que yace ante nosotros y que, como fundamento, reúne todo sobre sí… Pero si el hombre se convierte en el primer y auténtico subjectum, esto significa que se convierte en aquel ente sobre el que se fundamenta todo ente en lo tocante a su modo de ser y verdad. El hombre se convierte en centro de referencia de lo ente como tal. Pero esto sólo es posible si se modifica la concepción de lo ente en su totalidad. (Heidegger, 1995, pp. 72-73)

Para el filósofo alemán el hombre empieza a concebir al mundo como imagen cuando se ve liberado de las ataduras que lo unían con un ser trascendental del que se desprendía su existencia. Su fe, otrora depositada en las Escrituras y la doctrina de la Iglesia en su consideración como fuente de toda verdad, ahora se funda en sí mismo como subjectum. Estos dos modelos mentales, el que se describe a través de las consideraciones de Merleau-Ponty y Debray, y el que propone Heidegger, son en realidad fenomenologías complementarias que, en razón de una interpretación de la historia de las ideas muy diversa, parece contrapuesta. Sin embargo, ahí donde unos consideran al mundo y su materia como lo antepredicativo que impacta en la consciencia del hombre, el otro no hace sino corroborarlo: en razón de una liberación del hombre que atendía a una visión particular del mundo (la vida como pecado, expiación y redención), el hombre se enfrenta a la imagen del mundo ahora mediada por su situación de orfandad y soledad ante el universo, y por lo tanto el mundo fenoménico empieza a ser interpretado, sólo que ahora a través de una concepción antropocéntrica. 

En el filme “Derzu Uzala” de Akira Kurosawa (Kurosawa, 1975), esta aparente contraposición de fenomenologías se establece en la comparación de los modelos mentales de Vladimir Arseneiv y su grupo de expedicionarios (deudores del cogito) y el gran protagonista de la obra, Derzu Uzala (inmerso en el mundo fenoménico donde naturaleza y muerte son los principales vínculos con el universo). Derzu Uzala se relaciona con la naturaleza sin intermediación de su ego, es decir, sin ser un subjectum a partir del cual las imágenes y su sentido se moldean. Por el contrario, su actitud es netamente fenoménica, al considerar a la nieve, a la madera, al tigre como sus semejantes, sin usar códigos lingüísticos que prefiguran y prejuician su relación directa, fáctica, con el cosmos. El inicial cerco que separa la visión de Vladimir con la de Derzu, sin embargo, se ve rota en uno de los momentos más dramáticos de la película: ambos se ven extraviados en la taiga y, ante la inminencia de la noche gélida y cruel y la amenaza de la muerte (primer experiencia fenomenológica, como anteriormente apuntamos), sus almas y sus cuerpos se funden en un trabajo por salvar su vida que significa la relación más pura con el mundo y su materialidad descarnada.

 

 

Asimismo, Derzu Uzala no es preso de un nominalismo abstracto que hace del mundo un ser etéreo y brumoso. Nos dice Merleau-Ponty que “es función del lenguaje hacer existir las esencias en una separación que, a decir verdad, sólo es aparente, ya que gracias a él se apoyan aún en la vida antepredicativa de la consciencia. En el silencio de la consciencia originaria vemos cómo aparece, no únicamente lo que las palabras quieren decir, sino también lo que quieren decir las cosas, núcleo de significación primaria en torno del cual se organizan los actos de denominación y expresión” (Merleau-Ponty, 2000, p. 15). Así como para Derzu, “lo próximo y lo visible no era a los ojos de nuestros ancestros sino un archipiélago de lo invisible, dotado de videntes y augures para servir de intérpretes, pues lo invisible o lo sobrenatural era el lugar del poder (el espacio del que vienen las cosas y al que vuelven)” (Gubern, 1987, pág. 29). Actualmente, todo indica que lo visible, en muchas ocasiones, sólo nos remite más que a la cosa vista en sí misma, sin ningún sustrato o misterio que se esconda en su seno. Cosa diametralmente opuesta a lo que la visión mítica y religiosa les permitía crear, conocer y experimentar a nuestros ancestros.

Es en este punto cuando estamos en condiciones de afirmar, a manera de cierre de este primer hiato diegético, que las reminiscencias del “modelo mental fenoménico” (el que en este estudio se ha sustentado a través de la visión de Debray, Gubern y Merleau-Ponty) actúan, ciertamente, como sustrato del “modelo mental del cogito” (sustentado a través de las alusiones a la obra de Heidegger, pero que propiamente se inaugura con la irrupción del pensamiento de Descartes y el advenimiento del humanismo y el antropocentrismo del Renacimiento). Y es en este punto, asimismo, cuando podemos afirmar que la experiencia audiovisionaria –en una primera instancia–  es esa síntesis entre ambos modelos mentales, donde la razón del subjectum se ve nutrida, completada y compelida por un inconsciente mitológico deudor de una relación fenoménica milenaria con el cuerpo desnudo del cosmos. Y es el cine, como arte dialéctico y sintético (pues así como establece un diálogo permanente con todas y cada una de las Bellas Artes también abreva y se nutre de ellas) de lo audiovisual, esa ventana a una experiencia que por tener como principal materia prima a la imagen, puede provocar en nosotros una serie de movimientos espirituales que nos hacen viajar de un modelo mental a otro, captando lo más valioso de cada uno, enseñándonos a diferenciarlos, y, a guisa de Kurosawa en “Derzu Uzala”, mostrarnos que todavía es posible su armonía y convivencia.

 

Referencias

 

-Barrena, N. (2013). Charles S. Pierce (1839-1914): un pensador para el siglo XXI. Pamplona: Eunsa.

-Bateson, G. (1991). Pasos hacia una ecología de la mente. Lumen: Argentina.

-Català, J. M. (2014). Notas sobre el método. Intexto, Porto Alegre, UFRGS, n. 31, p. 20-51, Intexto E-ISSN 1807-8583.

-Debray, R. (1994). Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en occidente. Ediciones Paidós Ibérica: España.

-Gubern, R. (1987). La mirada opulenta. Exploración de la iconósfera contemporánea. Editorial Gustavo Gili S. A: Barcelona.

-Heidegger, M. (1995). Caminos de bosque. Editorial Alianza: Madrid.

-Jansen, A. (1983). Carlos Fuentes, defensor de una cultura intercontinental. En: Anales de literatura hispanoamericana, num. 12, Edit. Univ. Complutense, Madrid.

-Kuri, R. (2011). La mordida de la nada. Ed. Coyoacán: México.

-Merleau-Ponti, M. (2000). Fenomenología de la percepción. Ediciones Península S. A: España.

-Sloterdijk, P. (2004). Si Europa despierta. Reflexiones sobre el programa de una potencia mundial en el fin de la era de su ausencia política. Pre-textos: España.

 

Películas

 

-Kubrick, S. (1968). 2001: una odisea del espacio. Coproducción Reino Unido-EEUU Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) / Stanley Kubrick Productions.

-Matsue, Y., Sizov, N., Kurosawa, A. (1975). Derzu Uzala. Coproducción URSS-Japón Mosfilm / Atelier 41.

 

Imágenes

 

-2001: una odisea del espacio, obtenida desde: https://www.google.com.mx/search?q=2001+odisea+en+el+espacio&rlz=1C5CHFA_enMX523MX711&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=0ahUKEwiI1bTy9O7YAhVJR6wKHYFhBeMQ_AUICigB&biw=1489&bih=959#imgrc=KL-qrTkHhlo8TM:

 

-Dersu Uzala, obtenida desde:

http://www.fracturaexpuesta.com.ar/cine-dersu-uzala-y-un-viaje-a-otro-tiempo/

 

 

 

 

 
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