Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Espinosa Proa, Sergio. (2015). Humanismo y finitud. Revista Digital FILHA. [en línea]. Diciembre. Número 13. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas. Publicación semestral. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 1870-5553.
Sergio Espinosa Proa es licenciado en Antropología Social (ENAH, 1977) y doctor en Filosofía (Universidad Complutense de Madrid, 1997). Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas desde septiembre de 1981. Fundó para ella la Especialidad en Docencia Superior (1984) y la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas (1990). Ha publicado una veintena de libros de los que pueden mencionarse: La fuga de lo inmediato. La idea de lo sagrado en el fin de la modernidad (Madrid, 1999), El fin de la naturaleza. Estudios sobre Hegel (México, 2004) entre otros. Recibió el Premio Nacional de Ensayo “Abigael Bohórquez” (2006) y el Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI/UAS/ColSin (2015). Es miembro del Cuerpo Académico “Estudios de filosofía, antropología y estética” de la UAZ. Contacto: sproa52@hotmail.com
HUMANISMO Y FINITUD
Resumen: El animal humano se hace un mundo y se instala en él, pero al hacerlo, por hacerlo, experimenta, una como nostalgia de lo inabordable. Cuando cree encontrar en ello a “Dios”, ya le ha vuelto, sin fijarse, a darle la espalda. El hombre es después de todo un animal al que se le ha quebrado la pecera, o la probeta. El “mundo” del animal es su medio, un medio que lo ha construido a él mismo, individual y colectivamente, disponiendo de inmensas dosis de tiempo. A su turno, el hombre habita un medio que es producto de decenas o cientos de generaciones. Se modifican o se alteran en una relación, por así decir, bipolar. Al danzar, al romper, al cortar, al parlotear, al andar, al escarbar, el animal humano se hace su mundo.
Palabras clave: Filosofía, Humanismo, Finitud, Hombre, Heidegger, Muerte, Vida, Ser, Tiempo, Cioram, Pensamiento, Ontología.
Abstract: The human animal build a world and it is settled in it, but by doing it, just for doing it, experimient, a kind of nostalgia for the unapproachable. When he believes to find "God" in this creation, the human animal is one more time giving to God the cold shoulder. Man is after all an animal that has been broken the tank or the test tube. The animal kingdom is his medium, a medium that has shaped him, individually and collectively, using huge dose of time. At his time, man inhabits an environment that is the result of tens or hundreds of generations. They are modified or altered in a relationship, so to speak, bipolar. While dancing, breaking, cutting, chattering, walking, digging, the human animal built his world.
Key words: Philosophy, Humanism, Finitud, Man, Heidegger, Death, Life, People, Time, Cioran, Thought, Ontology.
UNO
De los hombres me separan
Todos los hombres.
E. M. Cioran,
El ocaso del pensamiento, II
Eso de “ser” “hombres” da por supuestas demasiadas cosas. Cuestionar aquello que permanece sin pregunta es lo propio de la filosofía. Por ejemplo, nos agrada imaginar que “lo propio” del hombre es su “libertad”. Los animales quedan presos de sus instintos; los humanos —según la célebre expresión sartreana— estamos “condenados a la libertad”. Es, sin el menor doblez, la opinión de un moderno. Obsequio o conquista, gracia o desgracia, por lo pronto nos da lo mismo. Podemos hacer lo que nos plazca, pero debemos hacer sólo determinadas cosas. El espacio de la libertad se acoge o somete a esta distancia entre el poder y el deber. Kant deja además esbozado el sitio para otro “poder”, o quizás para otro “deber”, que es la esperanza. Muy bien: libre, pero no sabemos de qué —y menos aún para qué. He aquí la primera posibilidad: se es libre de ir contra lo necesario. Segunda: se es libre de querer lo necesario. Y tercera: se es libre de eludir esta oposición. En cualquier caso, deberá preguntarse qué o quién es el sujeto de esta libertad. Hay siempre un quién: a saber, el hombre. Pero preguntémonos qué pasaría si no: preguntemos si hay algo —no un “quién”— que se libera en el hombre. No será mi poder humano quien se libera (de ciertas restricciones efectivas y afectivas, fuerzas contrariantes, etc.), sino algo distinto. ¿Qué? No lo sabemos. Ahora bien, este no saber pertenece al hombre al mismo título que su “supuesto saber”. Pensemos un segundo en esto: no saber algo se entiende de dos maneras: o bien no lo sabemos, pero es posible llegar a saberlo —es la posición de la razón, de la técnica, de la ciencia—, o bien no sabemos y no resulta posible en modo alguno alcanzar saberlo —que vendría a ser la posición de la “religión”, o al menos de las religiones que crecen en torno de un núcleo mistérico impenetrable—. Se presumirán posiciones intermedias o mixtas. O todo puede saberse, o no todo: tenemos la libertad de elegir. Pero esto mismo no es nada seguro. Se opta, sin duda. Sí, pero, ¿desde dónde? ¿Para asegurar qué? Normalmente, es decir, en la vida promedio, los humanos deambulamos relativamente acorazados. Ni experimentamos el infinito peso del mundo, ni tenemos noticia de aquello acerca de lo cual no hay la menor noticia. ¿Qué hacemos cuando simplemente “vamos tirando”? Pues eso está claro: nos hacernos los “occisos”. De pronto es posible sentir tanto miedo o tanto vértigo que lo mejor es irse anestesiando de a poquito. Esto es lo normal. No es que esté “mal”. Pero permanece cerrada la vía que, más allá o más acá de lo “normal”, nos informa o nos deja ver eso que en cada caso “somos”. Llegados aquí, la pregunta gira de nuevo: ¿somos libres, o algo en cada uno podría liberarse? Por ponerlo en un ejemplo crítico: ¿somos libres de tirarnos un pedo, o es el pedo lo que a pesar nuestro pugna por liberarse? Esto es bastante majadero, pero los científicos son libres de disertar horas y horas —incluso en televisión— sobre las hemorroides, la criptorquidia o la vaginitis y nadie protesta. Al contrario, esos discursos son muy necesarios. Acá, intentando pensar “nuestra” “identidad” y “diferencia” con respecto de los animales que desde luego no son como “nosotros”, discursos de índole semejante como que se desdibujan. Porque, a ver: ¿a quién debemos dirigir estas preguntas? Un científico, si es lo suficientemente materialista, propondrá interesantes inventarios. El hombre es un espécimen curioso, y acaso hasta “único”, pero tal unicidad no lo pone realmente a salvo de ser lo que es: un antropoide particularmente evolucionado. “Poco pelo, pero bien peinado”, como dicen los vendedores ambulantes. ¿Sólo eso? Sí, básicamente. El muchas veces gigantesco y siempre en extremo variado paisaje de las “culturas” no es percibido —o no debería serlo— como índice de una diferencia radical. ¿Las culturas? Exacto: son a los seres humanos lo que los plumajes a las aves. Este materialismo —el de Leslie White, el de Marvin Harris, el de Desmond Morris, el de Ashley Montagu, incluso el de Robert Ardrey— me es particularmente simpático. Con todo, como que se queda muy corto. Un materialismo que por mera higiene pasa de largo por el idealismo alemán siempre quedará medio lisiado. Tampoco es que Hegel, la verdad, convenza mucho; pero es sin duda menos obtuso. ¿Quién, entonces, debe responder? ¿La ciencia, la filosofía… o la poesía? Es probable que estemos buscando algo distinto de simples —o muy exhaustivas— descripciones. La filosofía ha practicado varias de ellas. No obstante, en esa un tanto indigerible zona filosófica ocupada por Heidegger, la descripción (pretendidamente imparcial) cede su sede a la… conjura. Se le pide al pensamiento “no describir la conciencia del hombre, sino conjurar la existencia en el hombre”[i]. Prestidigitación menos del ensalmo o del silencio que de la pregunta. Nunca será sencillo quitarse de encima las losas de la metafísica. Ni siquiera sabiendo que la ciencia y el sentido común son, aquí y allá, metafísica de closet. No habría en ello nada casual. Para esta filosofía, el hombre ni es libre ni no libre; no de antemano. Lo que sabemos —aun si no “a ciencia cierta” es que no sabemos; ergo, la cuestión. La pregunta como encantamiento —para salir del encantamiento. ¿Cualesquier pregunta? El hombre es, hasta donde se sabe, el único animal que hace preguntas; pero no cualquier pregunta le nace de, o le devuelve a, su “ser” “humano”. No es que en la “vida promedio” formulemos siempre preguntas estúpidas. Las preguntas de la ciencia también son muy inteligentes. Pero ese no es el problema. Tampoco es que se trate de hacer preguntas muy “profundas”. Para esta fenomenología, el preguntar decisivo consiste en impedir que se cierre el espacio del preguntar en sí. La “estructura” de este preguntar suena a: de acuerdo, pero… O: aun así… Los puntos de suspenso tienen su eficacia. De hecho, querer trazar una diferencia obedece a una determinada forma de posicionarse entre las cosas. ¿Qué hay? Fraguadas en el horno de esta tradición, hay tres inmensas “áreas”: Al César lo que pertenece al César… Sí: está Dios, luego está su obra, y nosotros arrojados a ella —atareados en dominarla. Los humanos, para esta tradición, pertenecemos al mundo… y no. Aunque el movimiento es más lineal: nos introducimos entre el mundo y Dios. En la medida en que obedecemos a Dios el mundo nos obedece. Lo diabólico del mundo aparece cada vez que, por azar o por consigna, el Divino Plan es obstruido. Uno puede o no atragantarse con estas articulaciones, dejarlas pasar como elementos de la realidad. Más difícil será distinguirlas cuando cambian la escenografía y la terminología. El hueso de esta posición se deja compactar en lo siguiente: para un hombre, el mundo es lo que sirve. (Si no sirve de inmediato, ya se verá qué se hace). Así que “lo humano” se distingue del resto por una singularidad que afecta a su “tener” o “no tener” mundo. ¿Se ha salido del esquema divino?
Intentemos verlo.
DOS
El hombre no es un animal hecho para la vida.
Por ello gasta tanta vitalidad en el deseo de morir.
E. M. Cioran,
El ocaso del pensamiento, XI
La filosofía pregunta por diferencias esenciales, no superficiales o externas. Apunta o a la cabeza o al corazón. Debe preguntarse primeramente en qué consiste ser (un) animal. ¿Se manifestará así en qué consiste ser (un) hombre? La filosofía es un preguntar dando vueltas, un “circunvalar”. Un preguntar “melancólico”, dirá Heidegger siguiendo a Aristóteles[ii]. No es que a mí me importe en especial; podría haber dicho que ese “temple” era la alegría o la desesperación y seguiríamos leyendo. “Humano” viene a desembocar nuevamente en un poder. Ya es de agradecer que entre las galaxias, los rayos cósmicos, la roca, la vorticela, el avestruz, los lémures y el hombre (la lista es inacabable) no se postule una jerarquía, superioridad o excelencia específicas. De todas formas, hay distancias, diferencias, faltas, nostalgias, miserias y excesos. ¿De qué? Correcto: de poder. “La piedra es sin mundo; el animal es pobre de mundo; el hombre configura el mundo”[iii]. Por supuesto (y llama la atención que no incluya a las plantas, las esporas, la dehiscencia de las flores): antropocentrismo. A menos que estas dotaciones de poder no sean índice de perfección. Merced a su poder mayor, el hombre domina —circunstancia que no lo justifica ni, menos aún, honra. Un poder comparativamente mayor, que por otra parte le abre líneas de “progreso”. Se abren, notemos esto, líneas de progreso, de acumulación, de consolidación, de ejercicio del poder. Sin duda, también de consolación. Un “primate” “evolucionado”, se ha dicho. Sí: también “revolucionado”. Todas sus hazañas saltan a la vista. ¿Es todo? Apliquemos el mismo tratamiento reclamado por su apetito de saber: ¿no pertenece a este animal un determinado impoder, un talante concordante con lo que en él y en torno de él se ofrece como imposible? El animal puede lo que puede y sanseacabó. El animal humano, por su parte, puede lo que puede —y se asusta, reacciona con nerviosismo o mal humor cuando no puede todo lo que sueña (o cree que quiere) poder. En tal respecto no es ni digno de respeto —ni digno de escarnio. Tal vez de los dos al mismo tiempo. Más bien de ninguno. Un animal equívoco, se concederá[iv]. ¿Podría la ciencia enfocar —sin bizquear— a un ser tan estereoscópico? Pongámonos mínimamente de acuerdo en que eso de lo que carece la ciencia no se lo repondrá la “metafísica”. ¿La “religión”? Pero si son como gotas de agua. Consolaciones, en primer y en último lugar. No: en penúltimo lugar. Resta lo último, lo último es lo que habrá de restarse de tan positiva suma (de poder, de saber). En momentos de todo esto emana un pútrido hedor a teología negativa, pero es preciso soportarlo. Esta teología es incapaz de negar a Dios; le basta con pensarlo en cuanto negatividad. Ahora bien, hay, sin escape, sin oportunidad de reciclaje, una negatividad insensata. Los hombres se imponen, quién sabe por qué, un “no” que por contrapartida encontrará territorio fértil. Este “no” es como el semen. Millones de “posibilidades” cuya esencia consiste íntegramente en perderse. Lógica del dispendio, del desperdicio, del porque sí —según mostró Bataille (pensando con Nietzsche) en sus días. En particular, somos libres de saber, libres para el saber. Para lo otro del saber, estos días resultan en extremo aciagos. ¿Libertad? Ni en sueños. La ciencia como destino. Si la dialéctica es la respuesta ante un “apuro”, la ciencia sólo lo es ante una universal coerción. Todo se tambalea si sólo, o preferentemente, se sabe aquello que se debe. Pertinencia, eficacia, eficiencia, transmisibilidad, evaluatividad… no es necesario detenernos a constatar cómo operan estas líneas “progresivas”. Las ciencias se pierden con frecuencia en semejantes pesquisas; gracias a Dios, (todavía) hay filosofía. Es obvio que en tal tarea no se resguarda su carácter. Pero por ahí, véase en cualquier “Simposio” de esos que circulan a estas fechas, escurre lastimeramente. Los filósofos, en la época de la ciencia (única frase afortunada del por multitudes venerado Hans-Georg Gadamer) aportan su miseria de arena: a saber: “el Hombre”. Unidad de lo material, de lo vital, de lo espiritual. Cúspide, no se nos olvide. Max Scheler en la memoria. A estas alturas, produce a lo más un bostezo y un cabeceo incómodos. ¿Nos interesa saber lo que somos, o verdaderamente nos conformamos con un analgésico? ¿Tiene límites el narcisismo? No muy cercanos, a juzgar por los tamaños de nuestros complejos (de inferioridad). Esta fenomenología sostiene, contra viento y marea, que la diferencia es de grado. (Con el mineral es otra cosa). El animal no está privado de mundo, sólo está hundido en él. Indistinto de su mundo en virtud de que no es su producto. El animal humano se puede dar ese lujo: al fin y al cabo, es obra nuestra. Tenemos “libertad” allí y cuando sabemos que el mundo es nuestro hijo —aun si lo vivimos como si fuera obra del Padre, amén —. No es desmesurado advertir que la religión —esta religión— nos mantiene y retiene en cierto estado de animalidad. Al quedar de acuerdo con la animalidad como sujeción cuasi absoluta al mundo, no hay de otra. ¿Qué nos reportan los misterios? Que no todo es efecto de nuestro trabajo y concentración. “¡¡¡Porque hay un Dios!!!”. Cuesta trabajo aceptar que también o, en principio, Dios es hijo nuestro. “Nuestro”, el pronombre es hechicero. “Dios”, “Hombre”, la filosofía ha aprendido, no sin derramamientos de sangre, no sin pogromos, a equipararlos. Observemos: Heidegger se abisma en su primera catarata después de Sein und Zeit. Allí ha practicado una descripción fenomenológica del Dasein; ahora se impone compararlo. ¿Por qué no es Dasein la catarata misma, el helecho, la tortuga, el termitero, el macaco? ¿Qué decir de la rata o la cucaracha de Kafka, la avispa de Proust, la garrapata de Uexküll, el pinzón de Darwin? El punto es delicado. “El animal es pobre de mundo”[v]. ¿Y el “hombre”? ¿Es simple y sencillamente “rico”? Un puente entre la miseria y la opulencia (de mundo). El animal no humano tiene un gigantesco poder, poder de ser, pero ese poder no es infinito. Y no hace falta que se imagine el tenerlo. En realidad, vive en el borde de la indigencia. Es significativo que los animales más “resistentes” acompañen al animal humano en su periplo. No estoy pensando en los domésticos, sino en los parásitos, micro y macroscópicos. La situación se antoja nuevamente paradójica: el hombre habita en un mundo más rico porque la naturaleza no ha tenido tiempo de proporcionarle uno ya hecho. La riqueza del mundo depende de su falta (de necesidad). La diferencia, léase bien, se des implica de cualquier presunta superioridad. La diferencia consiste en que el animal humano se desliza irremediablemente sobre una línea progresiva, acumulativa, incrementable, autopoiética. No parece ocasión de darnos gusto. Esta peculiaridad plantea más dificultades de las que puede resolver. En absoluto es neutralmente evaluable la complejidad. ¿Más complejo? En efecto: más complejos. Si se cae en sucesivos callejones sin salida, la salida será el inconfesable objeto de toda inteligencia. De todo saber, de todo poder.
Y así sucesivamente.
TRES
Los pueblos que no se marchitan
No han vivido nunca.
E. M. Cioran,
El ocaso del pensamiento, VI
Media entre lo animal a secas y lo animal humanizado una distancia casi estrafalaria. ¿De qué es símbolo la riqueza de mundo? De una mayor fragilidad. Por no mencionar, sino lo más evidente: un hombre tiene el poder de depravarse, un animal difícilmente. La “depravación”, y esto suena extrañísimo en el Heidegger del período inmediatamente anterior al nazismo, remite a la exigencia de un “superior”[vi]. Ilusiones: cada animal es perfecto en sí mismo. Incomparable. Sí, aunque continúen existiendo especímenes alimentados expresa y profusamente para devorar los huesos de un filósofo ya (si no es que siempre) indefenso. ¿Quién necesita un “superior”? ¿El cristiano, el judío, el nazi? De ser rigurosos, sí: cualquiera de ellos. Seamos honestos: no hay tanta diferencia entre el Dios Misericordia, el Dios Cólera y el Dios Líder del Mundo. Esto toca de cerca al idealismo teutón: Geist als Führer. Aun así, no conviene distraernos: el hecho es que el animal no tiene necesidad de superiores. Y no la tiene en virtud de que su mundo es pobre. ¿Pobre? Digamos, siguiendo las etimologías: inánime[vii]. La línea animal del hombre hace gravitar su poder —poder de configuración del mundo— hacia su propio límite. Se va aclarando el embrollo: nuestra animalidad —jamás nuestro “espíritu”, es decir, su negación determinada, su “aprovechamiento”— es lo que nos hace dignos de ser aquello que somos. De acuerdo, pero… ¿en qué sentido? En el de que, en principio, el animal habita un mundo desprovisto de promesa. Promesa de un más allá del mundo en sí. Dado que el hombre crea un mundo y habita dentro de él, la promesa de un mundo más allá del mundo le es concomitante. Pues el mundo es todo aquello a lo que se tiene acceso, el mundo es de lo que se trata. Queda, como en sombra, como en sospecha, como en entresueño, quizás como en déjà vu, lo inaccesible, lo intratable. El mundo es el doble de lo real —para hablar por una vez como Rosset—, luego entonces hay un antes del doble que permanece en calidad de espectro, o, mejor, de numen. El animal humano se hace un mundo y se instala en él, pero al hacerlo, por hacerlo, experimenta, de tarde en tarde, una como nostalgia de lo en esencia, y no por casualidad, inabordable. Cuando cree encontrar en ello a “Dios”, ya le ha vuelto, sin fijarse, a dar la espalda. El hombre es después de todo un animal al que se le ha quebrado la pecera, o la probeta. El “mundo” del animal es su medio, un medio que lo ha construido a él mismo, individual y colectivamente, disponiendo de inmensas dosis de tiempo. A su turno, el hombre habita un medio que es producto de decenas o cientos de generaciones. Se modifican o se alteran en una relación, por así decir, bipolar. Al danzar, al romper, al cortar, al parlotear, al andar, al escarbar, el animal humano se hace su mundo. Los otros animales no es que no lo modifiquen; pero prácticamente todo se les da previamente articulado: la roca en el desierto, el agua salina, la flor del níspero. ¿Habría avispa sin su orquídea? En estos pasajes hay que pisar con sumo cuidado. Si los animales tienen y no tienen un mundo, ¿qué lazo le lanzan a las cosas, o éstas a aquéllos? No les pasa como a nosotros, que, sin dejar de ser animales, aunque ese es justamente el problema, establecemos una relación pro-ductiva, in-ductiva, con-ductiva, causal, práctica, racional, utilitaria y, en breve, servil con las cosas. Da la impresión de que los humanos somos animales con un a fin de cuentas insostenible exceso de mundo. Por lo mismo, en cuanto animales, se nos abre la posibilidad —imposible— de habitar el mundo, y a la vez de transponernos en lo no humano. Aquí ni siquiera es cuestión de “ponerse en lugar de…”, no es cuestión de malabarear en presencia de semejante imposibilidad, sino de simplemente liberar en lo humano aquello que ya no o todavía no lo es. La noción inicial de libertad como atributo del “ser” “humanos” ha dado una voltereta. Heidegger lo formula aquí en términos de “acompañamiento”. Con eso se ahorra por lo pronto tentaciones típicamente burguesas como la empatía, la simpatía, la compasión, etcétera. En la compañía no hay telepatía que rife. Comparece de nuevo la paradoja: ser humanos consiste en ser-con-otros, en constituirse a sí mismos en el elemento de lo común y comunicable. Animales parlantes… con esto ya estamos como invadidos de prójimos (y extraños). Invadidos, lo cual equivale a reconocer obligatoriamente un elemento de evasión. Somos lo que somos porque somos en, por y con el otro, pero de ahí a que se nos dé el poder de la compañía hay un abismo. Ser-con significa —no en obediencia a alguna consigna— un ser-contra. Y esto ocurre incluso en el interior de la propia conciencia. Estoy siempre conmigo mismo, pero no siempre puedo acompañarme. Basta, a veces, mirarnos las caras, sensibilizarnos a la estupidez insondable que también hemos llegado a ser. El sólo enunciado (metafísico) del yo, pienso, es tremendamente problemático, por no decir embustero. En efecto: ¿quién en mí, “piensa” que “yo”, y de modo no accidental, “pienso”? Este “yo” se presenta en verdad muy fragmentado y elusivo. A Freud no le costó tanto esfuerzo exhibir su naturaleza ficcional, ilusoria, transaccional, defensiva, provisoria. Este “yo” es en realidad un efecto del lenguaje, un “fetiche”. Un fetiche, pues, que bloquea no nuestra “comunicación” con los animales en general, sino con lo animal que hay en cada uno de nosotros. Yo y Dios van de la mano. Allá ellos, diría —si pudiera, si quisiera— el animal. Desastrosamente, el animal que sin escapatoria somos ni puede ni quiere decir nada. Yo y Dios se yerguen como Amos Absolutos, como Dueños y Señores del Mundo. El salto al “nosotros”, maroma que con frecuencia vemos dar torpe o diestramente en las arenas de la filosofía política, a izquierda y a derecha, es un alarde de bufonería inconsciente. Todo ocurre como si cada individuo tuviera la obligación —es la medida y la justificación de su libertad— de convertirse en another brick in the wall. No ya devenir-piedra, sino devenir-ladrillo. Venimos de ello, no sé por qué tanto alboroto. Pero es que de eso se trata en la posición metafísica. Una posición dominada íntegramente por las exigencias del Mundo (y el Mundo es un Texto, el Tejido de la Ley). Por las coerciones, se comprende ahora, de lo humano. En esta línea de fuerza, o sometidos a ella, perdemos de vista de algo en verdad decisivo. Lo humano se concibe —y se experimenta, o se padece— dentro de una jaula de oro. El Yo, el Dios y el Nosotros conforman un armazón o, mejor, una armadura. Constituyen el misterio acorazado de la Santa Trinidad. Ni siquiera el pensiero débole —éste seguramente menos que cualquier otro— queda a salvo de su asfixia. Esta armadura se alimenta de una negación de pavorosas y acaso laxativas consecuencias. La metafísica se aleja, como dice Heidegger, de una finitud incomprendida —como si de una peste se tratara— para aplacarse en una infinitud arrogada[viii]. Todo está en esto. Ha sido —y sigue siendo— el origen, el destino y la desembocadura de la civilización occidental cristiana.
¿Árbol que crece torcido?
CUATRO
Siempre que pienso en la muerte me parece que moriré menos,
Que no puedo extinguirme sabiendo que voy a extinguirme,
Que no puedo desaparecer sabiendo que voy a desaparecer.
Y desaparezco, me extingo y muero desde siempre.
E. M. Cioran,
El ocaso del pensamiento, II
Al famoso “ser humano” se le ha despojado, acaso “por humanidad”, de aquello sin lo cual podría “hacerse cargo” de prácticamente cualquier cosa. ¡Que es exactamente lo que ha hecho! No decimos que la irresponsabilidad sea el antídoto. Decimos que esta “infinitud arrogada” despoja al ser humano de aquello que merece la pena soportar. A saber: su muerte, o, en términos menos duros, su finitud. En esta operación reside la insuperable dificultad de “ser” “humanos”. Es la fractura en donde tendría que pasarse del homo sapiens, o de la intensamente metafísica “unidad de alma y cuerpo” al territorio encriptado del homo tragicus. El “devenir-animal” de Deleuze —aun si este no es momento de darle lugar— halla en este suelo a sus rizomas. La finitud es el “hasta aquí”, el límite interior que un hombre es: “De la finitud forma parte”, señala el filósofo, “—no como defecto ni como situación de apuro, sino como fuerza operante— la in-consecuencia. La finitud hace imposible la dialéctica, la demuestra como apariencia. De la finitud forma parte la falta de consecuencia, la falta de fundamento, el fundamental estar ocultado”[ix]. Somos finitos, pero insertos en el mundo (humano) ya no somos capaces de responsabilizarnos de semejante inconsecuencia y falta de ser. Esta irresponsabilización es responsabilidad del lenguaje, y de la herramienta, precisamente aquello de lo que carece o prescinde el animal. En particular, en el lenguaje se produce esa anulación de la finitud en el seno de una “infinitud arrogada”, según la expresión de Heidegger. De modo que la “pobreza” animal es aquello que nos hace más falta si lo que se pone en juego es la posibilidad de asumirse en cuanto “ser” “humano”. En esta asunción se cifra la existencia como tal. Porque existir sólo se predica de un ente finito. Esto es bastante fuerte, pues propende a sostener que, si Dios no existe, tampoco existe la naturaleza. De acuerdo con estos análisis, el animal “vive”, mas no existe “propiamente”. No se entiende eso de que el animal “tiene y no tiene mundo”. ¿Qué es, pues, el “mundo”? Es importante detenerse en esto porque lo más fácil será deslizarse hacia una insufrible humanización del animal —con o sin la ayuda de Walt Disney y San Francisco de Asís. Como si no hubiera existido Schopenhauer. No sé aun si lo inverso termine por imponerse. El animal puede infinidad de cosas. Tal vez viene siendo hora de acelerar de nuevo el paso. Las cosas se ocultan detrás de las palabras y de su uso, o, más bien dicho, de su utilizabilidad. El noúmeno no “es”, sino que consiste en su desaparición, en su ocultamiento. En el mundo de los humanos, las cosas se hunden por debajo de su interés. A ello suele llamársele “poner los pies en la tierra”. En este sentido, el hombre, como cualquier ente de la naturaleza “animada”, se encuentra dotado de un poder. Sin ir más lejos, posee o despliega el poder de configurar un mundo. Dado que es un plexo de signos y de herramientas, el mundo se sostiene en la anulación de un “sí mismo”, de la auto mismidad de cada ente que entra a formar parte de él. Preguntar “¿qué es…?” equivale a preguntar: “¿para qué sirve…?”. Efectos, todos, del poder de configuración del mundo. Por formularlo en el lenguaje que le corresponde, se propondrá ahora que el hombre es un animal, sí, pero un animal técnico. La diferencia que se abre entre el mundo (humano) y la tierra (no humana) es el sentido. Hay mundo desde el momento en que es posible asignarle un sentido —o varios— a lo que hay. La tierra no tiene sentido alguno; en el mundo, todo tiene, es susceptible de, o debe tener (un) sentido. El mundo es el sentido; la tierra “carece” de él. Si es admisible este razonamiento, quedará al descubierto el enigma de la animalidad. Pero, además, será perceptible todo lo que debe el humano a su animalidad. En medio del mundo, ensartado por los procesos civilizatorios, el humano es el animal que se ha despeñado en el intento de servirse de sí mismo, o, más estrictamente, de poner toda su animalidad al servicio de aquella “infinitud arrogada” de la que hace un instante hablábamos. No es relevante si este empeño se hace en mi nombre, en nombre sea de Dios o en nombre de una “Humanidad” cuyos perfiles, por más borrosos que en general puedan presentarse, terminan recortándose con nitidez de su fondo animal. Lo animal del “ser humano” consiste entonces en cierta zona incoercible e indomesticable que de todos modos “acompaña” al hombre en su “configuración del mundo” —como una sombra siniestra, como una persistente e impredecible amenaza de real. Posición desde la cual resultan risibles las tentativas de establecer un nuevo “pacto” con la naturaleza, como si esta parte maldita que sólo da fe de nuestra finitud tuviera algún interés —o alguna posibilidad— de “firmar” contratos de cualquier índole. Risibles y todo, forman parte inerradicable de los procesos configuradores de mundo. De ahí la farragosa hipocresía que, como un pelo en la sopa, acompaña y ensucia a todos los ecologismos, ambientalismos y desarrollismos autosustentables, tan bienpensantes ellos. Esos discursos simplemente fungen como aderezo del hecho indisimulable de que el hombre, en cuanto “configurador de mundo”, es un predador que la tierra ha sido, es y será incapaz de limitar. Un parásito que ha inventado, desarrollado y patentado la inverosímil capacidad de parasitarse a sí mismo. ¿Quién sabe por cuánto tiempo? No es creíble que mucho más del que ha invertido en su mundo tal y como hasta hoy lo conocemos. La escena del saber es antigua. Midas, símbolo de asa “riqueza” y de esa “curiosidad” específicamente humanas, pregunta a Sileno —ese ente a medio camino del hombre y del animal— qué es lo mejor para el hombre. Primero, “rígido e inmóvil”, Sileno calla, pero, luego, forzado, contesta en medio de una gélida y estrepitosa carcajada:
Estirpe miserable de un día,
Hijos del azar y de la fatiga,
¿Por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír?
Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti:
No haber nacido, no ser, ser nada.
Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto[x].
Sabiduría amarga, tal como cuadra a un animal que en primer y en último lugar es finito —pero que “humanamente” ha construido todo un mundo para eludir semejante (sin) sabor, semejante (no) saber.
Absolutamente en vano, ¿verdad?
Cioran, Emile. (1940). El ocaso del pensamiento. Edición de 2006. Traducción de Joaquín Garrigós. Tusquets Fábula: Barcelona.
Heidegger, Martin. (1984). Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad. Edición de 2007. Traducción de Alberto Ciria, Madrid: Alianza Editorial.
Nietzsche, Friedrich (1873). La filosofía en la época trágica de los griegos. Edición 2003. Tr. L. F. Moreno C. Madrid: Valdemar.
[i] Martin Heidegger, Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad, tr. Alberto Ciria, Alianza Editorial, Madrid, 2007, p. 222.
[ii] Ibíd., p. 232.
[iii] Ibíd., p.243.
[iv] Escribe Heidegger: <>. Ibíd., p. 238.
[v] Ibíd., p. 243 y ss.
[vi] <>. Vemos a partir de esto que es oscuro aquello de lo cual hablamos aquí de altura y profundidad. ¿Hay en lo esencial algo superior y algo inferior? ¿La esencia del hombre es superior a la esencia animal? Todo esto es cuestionable ya como pregunta>>. Ibíd., p. 245.
[vii] Armut, literalmente, pobreza, conecta con Ar-mut, sin ánimo.
[viii] Ibíd., p. 259.
[ix] Ibídem.
[x] Cit. en Friedrich Nietzsche, La filosofía en la época trágica de los griegos, tr. L. F. Moreno C., Valdemar, Madrid, 2003, p. 51.