FILHA U.A.Z. - Logotipo
revista_filha@yahoo.com

Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.

< Regresar

Publicaciones

Breve recorrido histórico de luchas feministas en México por Citlaly Aguilar Sánchez

Enero-julio 2020, número 22.
Autor: Jorge Pérez Cortés. Título: Disney World. Técnica: Barniz blando, Aguatinta y Serigrafía, cobre. Medidas: 20.2 x 17.3 cm. Año: 2018.

Aguilar Sánchez, Citlaly. (2020). Breve recorrido histórico de luchas feministas en México. Revista digital FILHA. Enero-julio. Número 22. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.

Handle: http://ricaxcan.uaz.edu.mx/jspui/handle/20.500.11845/1367

Citlaly Aguilar Sánchez. Mexicana. Maestra en estudios de literatura mexicana por la Universidad de Guadalajara. Doctoranda en estudios del desarrollo en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Autora del libro: La literatura zacatecana en el siglo XXI (2014). Contacto: cit.bird.bird@gmail.com ORCID ID: https://orcid.org/0000-0002-2413-6215

 

 

 

 

BREVE RECORRIDO HISTÓRICO DE LUCHAS FEMINISTAS EN MÉXICO

A brief history of feminist struggles in Mexico

Resumen: En este artículo se exponen algunos momentos en la historia mexicana en los que las mujeres han participado y logrado objetivos en sus luchas feministas. Destacan el acceso a la educación y las publicaciones dirigidas por mujeres como medios por los cuales se genera pensamiento crítico.

Palabras clave: Feminismo, historia, educación, revistas, mujeres.

Abstract: In this article some moments are exposed of mexican history, in which women have participated and achieved goals in their feminist struggles. Access to education is emphasized and publications directed by women as means by which critical thinking is generated.

Keywords: Feminism, history, education, publications, women.

 

Introducción

Es posible que el feminismo en México siempre haya existido, desde los más remotos tiempos de la época prehispánica hasta nuestros días. No obstante, no es posible rastrear todas sus manifestaciones, por dos razones primordiales: la primera, debido a que los estudios sobre el tema son recientes, y, la segunda, porque no todas las participaciones de mujeres tienen registro, pues como se sabe, hasta hace relativamente poco se les ha dado voz e importancia.

En este texto se expondrán algunos de los momentos más importantes para la historia mexicana en los que las mujeres han participado y logrado objetivos en sus luchas. Desde este panorama, destaca la importancia de la educación y, posteriormente, las publicaciones feministas como medios de expresión y difusión de ideas, mismas que lograron incentivar a otras mujeres en movimientos sociales y políticos.

El objetivo de este artículo se centra en mostrar cómo surge y evoluciona el feminismo en México. La premisa es que surge en el siglo XIX con demandas por el derecho educativo y político, para luego llegar a convertirse a finales de 1980 en múltiples feminismos con peticiones diversas. Esto es consecuencia, además, de que fueron las mujeres de clase media y alta quienes en sus inicios promovieron la igualdad entre los sexos; por tanto, las mujeres con condición de clase menos favorecida no necesariamente participaron del feminismo, pues habían estado representadas por los movimientos de mujeres con formación académica. Fue hasta el fin de la década de los ochenta cuando, como consecuencia de la polarización y profundización de desigualdades entre clases sociales y entre sexos causada por el modelo de desarrollo neoliberal, las mujeres menos favorecidas se incorporaron a demandas específicas y, con ello, surgieron múltiples feminismos.

Se dice que en México la primera manifestación feminista se puede encontrar en sor Juana Inés de la Cruz, pues como explica Anna Macías (2002), ella pugnaba porque se les concediera a las mujeres la oportunidad de estudiar. En su época, el siglo XVII, el sistema no permitía espacios para las mujeres, pues es bien sabido que si una mujer quería tener conocimientos debía ingresar como monja en algún convento, como fue el caso de la mencionada, y aún ahí el acceso a la información era restringido con respecto de los hombres. Las pugnas por espacios en diversas áreas tendrían sus primeros triunfos en México hasta el siglo XIX.

En el siglo XVIII no hay reminiscencias de alguna mujer o movimientos de mujeres en México. Quizá esto se deba a que, en este periodo, durante la Colonia se experimentó cierta estabilidad económica y política, que vino a sacudirse hasta finales de la misma, con las reformas borbónicas. 

Según Patricia Galeana: “pese a las prácticas patriarcales en la Nueva España, en 1824 un grupo de zacatecanas escribió al Congreso mostrando su interés por participar en la toma de decisiones” (Galeana, 2017, p. 102) y en la segunda mitad del siglo XIX, con algunos logros de separación entre la Iglesia y el Estado, se inició la lucha de las mujeres por sus derechos. Valentín Gómez Farías, Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada “consideraron la necesidad” de abrir instituciones educativas para mujeres iguales a las de los hombres, no solamente de orden religioso, lo cual, desde luego, fue un gran cambio, tanto en el ámbito político como en el cultural, pues con esto se estaba proponiendo una renovación en la convivencia y en el paradigma de la relación entre dos géneros, aunque, en realidad, no fueron las mismas oportunidades educativas, puesto que las mujeres no accedían a toda la oferta de carreras profesionales. Vale destacar que, aunque en general suele darse el crédito a Juárez y Lerdo de Tejada de esta iniciativa, en realidad fue una lucha que se gestó con mujeres de Zacatecas. Tiempo después, Margarita Chorné y Salazar fue la primera mujer en recibir un título profesional el 18 de enero de 1886, quien se graduó como dentista (Galeana, 2017, p. 102). 

 

Surgimiento del feminismo en México

Durante el gobierno porfirista se abrió la primera escuela para maestras y, de esa manera, el magisterio fue la primera profesión para mujeres reconocida por la sociedad mexicana. Que las mujeres tuvieran esta oportunidad vendría a impulsar la necesidad en muchas de ser algo más que amas de casa o monjas. Además, resulta simbólico que fuera la carrera de la “enseñanza” lo que se les permitiera, pues resultaba una profesión no muy despegada de las labores de crianza a las que solían ligarlas, al igual que la de las profesoras en partos u obstetras y las carreras comerciales cortas, como la de secretaria. Estas opciones educativas no resultaban tan competidas, por el contrario, ser una maestra, una partera o una secretaria resultaba un trabajo que parecía más servicial que profesional y, en ciertos aspectos, maternal.

A partir de que las mujeres empezaron a recibir educación universitaria surgieron las voces femeninas, pues el conocimiento adquirido ocasionó una necesidad de saber más y de informar a otras, buscar alternativas, abrir caminos, pensar en otros destinos. Laureana Wright abrió brecha con su artículo “La emancipación de la mujer por medio del estudio”, que causó revuelo por lo transgresor que resultaba al pugnar por mujeres que, contra la cultura antes impuesta, se pronunciaban por la posibilidad de tener oportunidades semejantes a las de los hombres, lo cual antes había sido impensable e incluso para muchas lectoras del mismo resultaba aún un sacrilegio, pues romper con ese paradigma no solamente era un problema para muchos hombres, sino también para muchas mujeres que crecieron con la firme idea de que solamente debían dedicarse a las labores del hogar y la atención de los hijos y del marido. Esta misma autora fundó en 1884 Las hijas de Anáhuac, que es la primera revista hecha por y para mujeres en México, contra la que se pronunció Horacio Barreda, y en artículos como “Hijo de don Gabino” y “Estudios sobre feminismo” se declaró en oposición de la corriente feminista (Galeana, 2017, pp. 102-104) pues veía este pensamiento como una aberración que atentaba contra los valores tradicionales, asociación ideológica conservadora que prevalece hasta la época actual cada que los movimientos feministas exponen sus exigencias.

En ese mismo siglo, otras dos mujeres destacadas son Josefa Ortiz de Domínguez y Leona Vicario, quienes apoyaron el movimiento de Independencia mediante la divulgación de información y el apoyo a los insurgentes (Del Palacio, 2002, p. 32). No obstante, la mayoría de estudios sobre estas dos suelen destacarlas solamente como auxiliares de los hombres que han sido reconocidos como protagonistas del movimiento social. 

A principios de 1800, la mujer mexicana estaba supeditada a los designios del sistema patriarcal imperante; de esto resulta significativo que generalmente se ubique solo a Josefa Ortiz de Domínguez en un movimiento tan importante para la vida del país, y esto no se debe a que no hubiera mayor participación de mujeres, pues, a final de cuentas, el cambio se dio por un descontento general del sistema político que prevalecía en la Nueva España, es decir, de hombres y de mujeres, pero solo se ha resaltado esta figura por ser la más cercana a los independentistas, característica que también la liga a un estatus social hasta cierto punto privilegiado respecto de otras mujeres de su contexto.  Según Celia del Palacio Montiel: 

 

Los estudiosos del papel de las mujeres durante la Independencia han demostrado que la participación de las mujeres fue “complementaria e igualmente valiosa para el esfuerzo bélico y que la guerra modificó el comportamiento político de las mujeres alterando su condición en la sociedad” (Del Palacio, 2015, p. 88).

 

Si bien el calificativo de “complementarias” pareciera restarle protagonismo a la lucha de las mujeres decimonónicas, esta trifulca social vino a denunciar la desigualdad en la que se vivía en ese tiempo, puesto que, si, por una parte, la condición de indígena ya era motivo de segregación, la de ser mujer profundizaba la marginación. María José Garrido ha demostrado, por medio del estudio de cartas y la defensa de mujeres apresadas, que el elemento que propiciaba la oposición de estas mujeres al régimen era la pérdida de la creencia en la legitimidad del que gobernaba, es decir, tenían una opinión propia y actuaban como seres políticos (Del Palacio, 2015, p. 88). En este sentido, las mujeres fueron también un elemento esencial en el cambio social de principios del siglo XIX en México.

Una vez que se consiguió la independencia, una de las principales discusiones entre los que quedaron en el poder giraba en torno de la educación, pues se debatía si valía o no la pena educar a las mujeres. El sector conservador consideraba que no era necesario, pues para “conservar” el sistema se tenía que mantener tal cual. En cambio, los liberales creían que las mujeres debían estudiar humanidades, algo de ciencia y “materias propias de su sexo”, ya que, de acuerdo con su papel de madres, debían educar a los nuevos ciudadanos; con esto quedaba explícita la idea de que las mujeres debían mantenerse dentro de los límites de un rol preasignado social y políticamente. En este sentido, la pedagogía era una de esas profesiones afines, es decir, mantenía similitudes con las actividades relacionadas con los roles que una mujer podía asumir en sociedad; de esta manera, las mujeres no parecían atentar contra el patriarcado, [i] pues no “sustituirían” al hombre en actividades “masculinas”. En el fondo, había una necesidad de preservar la “feminidad” de la mujer y mantenerla dentro de la sociedad con funciones muy bien delimitadas. Al ejercer como maestras, parecía que las mujeres desarrollaban la habilidad de crianza que comúnmente se les reconocía en el hogar. No obstante, Matilde Petra Montoya: “fue la primera mujer que se graduó como médica en la entonces Escuela Nacional de Medicina (ENM). Fue también pionera del feminismo en el país. Decía: ‘Hombres y mujeres deben tener los mismos derechos intelectuales y civiles’” (Guzmán, 2019, s. p.) y con ello se abría, aunque mínimamente, la posibilidad de estudiar carreras que se habían ofrecido únicamente a hombres, aunque de fondo también la Medicina tiene algo de aquellos roles con los que se ha asociado históricamente a las mujeres, es decir, se trata de una profesión en la que destacan los cuidados, actividad que había sido relacionada con mujeres aunque de manera no profesional. La importancia de esta figura femenina también es destacable por su papel como liberal, puesto que además de ser una profesionista en una carrera que a muchas mujeres les era todavía prohibida, se proclamaba abiertamente defensora de los derechos de éstas.

A finales del XIX, seguía imperando la desigualdad entre sexos. Las mujeres no podían tomar decisiones importantes por sí solas. El Código Civil de 1884 estipulaba que las mujeres casadas eran “imbéciles por razones de su sexo” y, por tanto, no podían realizar ninguna transacción con respecto de sus propiedades sin el permiso del marido (Del Palacio, 2002, p. 55-59).

Vale apuntar que, si bien es cierto que la desigualdad entre hombres y mujeres dominaba en el México de finales de ese siglo, también es cierto que la pobreza estaba muy acentuada, por lo que las prioridades tanto de hombres como de mujeres en aquella época eran otras. Las mujeres, al tener una educación conservadora que las limitaba a desempeñarse en el hogar y a la crianza de los hijos, sus preocupaciones se centraban en cuidar de la economía familiar y la educación de los niños. Así se llevaron a cabo los roles dentro de la familia mexicana casi inalterablemente hasta mediados del siglo XX en un acuerdo que parecía de mutuo consentimiento.

Autoras como Anna Macías, María Cristina Mata Montes de Oca, Celia del Palacio Montiel y Neri Aidee Escorcia Ramírez (2015) y el autor Raúl González Lezama (2015) quienes se dedican al estudio de este tema en el siglo XIX, apuntan que la educación fue un punto relevante para que las mujeres pensaran en una sublevación contra estas dinámicas, entendiendo esto como una posibilidad de tener acceso a conocimiento, independencia económica y oportunidades similares a las de los hombres. Prueba de ello es que en 1901 Juana Belén Gutiérrez de Mendoza fundó en Guanajuato un periódico opositor al régimen de Porfirio Díaz: Vésper. Desde esta trinchera, que era un foro académico, Gutiérrez criticó la situación política de México, defendió a los mineros de Guanajuato y atacó al clero, en fin, se constituyó como una periodista de oposición, por lo que fue apresada por sus ideas al igual que otros tantos periodistas en la época (Del Palacio, 2002, p. 60). 

Durante el porfiriato, hubo un hombre que hizo mucho por el feminismo, un zacatecano: Genaro García, quien incorporó a las mujeres no solamente como figuras de ornato en los festejos del centenario de la Independencia, sino como claves políticas. En su artículo “La condición de la mujer según Herbert Spencer”,  en el que “subraya la importancia de la libertad para ejercer el derecho de legar y de testar y, sobre todo, de la libertad en relación con las creencias individuales” (Ramos, 2001, p. 97) explicaba que esto era coartado en las mujeres, por lo que, además, se postulaba firmemente a favor del voto de éstas: “García [...] defendió, años antes, y en contraste con Horacio Barreda, los derechos femeninos, si bien en lo que se refiere a los derechos políticos, abogaba por una integración gradual de la mujer a la vida pública” (Ramos, 2001, p. 99). Además, en La condición de la mujer se dedicó a explicar que la mujer “ha sido tratada como un animal doméstico, una bestia de carga, una propiedad de categoría inferior que se toma y se arrebata” (Ramos, 2001, p. 101). Carmen Ramos Escandón apunta que: 

 

Esta novedad, a mi juicio, tendría dos aspectos: por una parte, su posición es sumamente original con relación al contexto de su época, cuando el favorecer los derechos femeninos era muy poco común. La segunda novedad es más importante: se trata de su coincidencia con las tesis del feminismo actual, sobre todo en su idea central de que la ley, al excluir a la mujer, lo hace con base en la diferencia sexual, y al hacerlo, contribuye a la creación, instrumentación y reproducción de la diferencia genérica (Ramos, 2001, p. 101).

 

No obstante, también resulta interesante cuestionar si en esa época la opinión de un hombre respecto de las mujeres tenía la misma importancia que las de las mujeres sobre las mujeres. Al contrastar las reacciones que tuvieron las demandas de las mujeres por sus derechos, como por ejemplo las ensayistas Laureana Wright y Hermila Galindo, quienes fueron fuertemente rechazadas en sus publicaciones con las de García, es evidente que él siguió siendo visto como una figura destacada en el ámbito académico.

Para Neri Aidee Escorcia Ramírez, “en México se presentaron algunas manifestaciones de feminismo antes de la época porfiriana. Muestra de ello fue la organización denominada La Siempreviva” (Escorcia, 2013, p. 8) y destaca la figura de Hermila Galindo, quien: “recoge la herencia dejada por las feministas del porfiriato y le agrega elementos teóricos procedentes de John Stuart Mill y August Bebel. Armada con todas estas ideas replantea el papel del sexo femenino en la sociedad” (Escorcia, 2013, p. 8) es decir, Galindo fue anterior incluso a Genaro García, pero no tuvo el reconocimiento de éste. Con estos dos ejemplos, es visible que la educación fue de vital importancia en el “despertar” femenino, pues tanto Gutiérrez de Mendoza como Hermila Galindo eran mujeres estudiadas. 

Con todo esto, se puede ver que durante el período de Porfirio Díaz en el poder, dada la acentuada desigualdad social, fueron más visibles y cobraron mayor fuerza las demandas de las mujeres, por lo que se puede hablar de que es cuando aparece el feminismo en México, tal cual es concebido en la actualidad, que en palabras de Patricia Galeana es: “la doctrina social que busca el reconocimiento y respeto de los derechos de las mujeres” (Galeana, 2017, p. 101). No obstante, según Gloria Luz Alejandre Ramírez y Eduardo Torres Alonso, la participación de las mujeres en la Revolución fue soslayada aun cuando tuvieron un papel activo en contra de un nuevo período de Díaz (Alejandre y Torres, 2016, p. 66) de hecho las luchadoras fueron antecedente y parte del Congreso Feminista de Yucatán en 1916. Patricia Galeana apunta que:

 

Al triunfo de la Revolución Maderista, en mayo de 1911, varios centenares de mujeres solicitaron al presidente interino León de la Barra su derecho a votar, bajo el argumento de que éste no estaba excluido por la Constitución de 1857, ya que la carta magna no se refería al sexo de los votantes. Se hizo caso omiso de su reclamo (Galeana, 2017, p. 106).

 

Desde luego, la cultura que prevalecía en México, en la que el hombre ejecutaba un rol de “protector” y “proveedor”, en la mayoría de las veces en consenso con las mujeres, permitía creer que quien tenía que tomar las decisiones “importantes” era el varón, no obstante, ya se visualizaba el peso sociopolítico que tendrían las mujeres si se les otorgaba tal poder:

 

El estado emanado de la Revolución buscaba la transformación de la sociedad, ella no era posible sin las mujeres. El sinaloense Salvador Alvarado sabía que para “hacer patria” era indispensable contar con la participación de la mujer. Como gobernador de Yucatán, impulsó importantes cambios, además de proporcionar empleo a las mujeres en la administración pública, logró que el servicio doméstico fuera remunerado, amplió los presupuestos para la educación femenina y reformó el Código Civil estatal para que las mujeres solteras gozaran de los mismos derechos que los hombres, al permitirles abandonar el hogar paterno a los 21 años. Alvarado organizó el Primer Congreso Feminista del 13 al 16 de enero de 1916 en la ciudad de Mérida (Galeana, 2017, p. 107).

 

A este evento asistieron seiscientas diecisiete delegadas, de entre las que destacó Hermila Galindo con su ponencia “La mujer del porvenir”, en la que “planteó la igualdad intelectual entre la mujer y el hombre, al tiempo que demandaba lo que hoy llamamos educación sexual para las mujeres” (Galeana, 2017, p. 107). 

Macías (2015) dice que Salvador Alvarado fue el único de los revolucionarios que consideró que luchar por los derechos de las mujeres era primordial para ayudar a los oprimidos, pues esto significaba el proceso en el que la mujer tendría mayor igualdad y con ello se darían pasos hacia una sociedad más equitativa y moderna. Según Alejandre Ramírez y Torres Alonso (2016) el Primer Congreso Feminista de Yucatán en 1916, tuvo como gobernador de ese estado a Salvador Alvarado y como impulsores a Felipe Carrillo Puerto y a Elvia, su hermana. Dicho evento fue la base para promover la participación femenina en los órganos de representación política, principalmente a nivel municipal y esto fue el primer “antecedente que llevó a que en el Congreso Constituyente de 1916-1917 se propusiera el derecho al voto pasivo y activo de las mujeres que, finalmente, no fue incorporado a la Constitución Mexicana, sino hasta en 1947, a nivel municipal, y en 1953 a nivel nacional” (Alejandre y Torres: 2016, p. 59) periodo de una era ya postporfirista. Galeana explica que, ya en 1922, durante el gobierno de Felipe Carrillo Puerto, el estado de Yucatán se puso a la vanguardia con la participación política de las mujeres en México, pues les concedió el voto a nivel municipal (Galeana, 2017).

En este tenor, es evidente que durante el porfiriato fue cuando apareció una manifestación mucho más tangible de pensamiento feminista, aunque en esos momentos este concepto no fuera aún adoptado como tal. Las luchas de las mujeres comenzaron a tener fuerza e importancia al lograr ponerse en la mira política y social de la época. Esto quizá se deba también a que, dada la acentuación de la desigualdad económica que se generó durante el porfiriato, se perjudicó principalmente a las mujeres, a los campesinos y a los obreros, lo cual, como se sabe, desembocó en el movimiento armado de 1910, el que, si bien se cree que fue protagonizado en su mayoría por hombres, tuvo un trasfondo en el que las mujeres y su condición tuvieron mucho que ver.

En este contexto es que, en 1915, aparece el primer número de La Mujer Moderna, revista creada y dirigida por Hermila Galindo “en la que se discutía la política nacional y otros temas considerados tradicionalmente de interés para las mujeres como belleza y cocina” (Tuñón Pablos y Martínez Ortega, 2017, s. p.), publicación con la que se inaugura esta forma de difusión del pensamiento liberal en las mujeres.

Durante la posrevolución, mujeres de todos los estados integraron el Consejo Nacional para las Mujeres, mismas que habían ejercido como magonistas, anarquistas, socialistas y algunas sufragistas, además “su órgano de difusión fue la revista La Mujer, fundada en 1920” (Galeana, 2017, p. 109).

El movimiento feminista tuvo un gran momento en la década de los treinta, cuando el gobierno reformista del general Lázaro Cárdenas “permitió” la organización de diversos frentes feministas, entre los que destacó el Frente Único Pro-Derechos de la Mujer (FUPDM). Destacadas luchadoras sociales, miembros del Partido Nacional Revolucionario, del Partido Comunista o de sectores católicos, en 1935, fundaron el FUPDM a pesar de la divergencia de sus tendencias políticas. Dicho Frente buscó mejorar las condiciones de vida de las mujeres mexicanas mediante la defensa de sus derechos civiles. Por tanto, lograr que se les concediera el voto y, con él, la oportunidad de decidir sobre la forma de gobierno más conveniente para el país, fue uno de los principales postulados (Galeana, 2017).

Anna Macías (2015) explica que el temor de que las mujeres no apoyaran a los candidatos del partido oficial fue lo que detuvo los avances de las feministas por conseguir el derecho al voto y, por tanto, esto se conseguiría hasta los años cincuenta. Según Raúl González Lezama:

 

Los ideólogos de la Reforma tenían presente la condición disminuida de la mujer en cuanto a sus derechos civiles y políticos y tenían en mente el remediar esta situación. Creían honestamente en la superioridad moral de la mujer, pero contrariamente a los conservadores, no temían que el ejercicio de mayores derechos civiles y el reconocimiento de sus derechos políticos destruyeran sus virtudes innatas. Sin embargo, sólo fue posible iniciar los primeros pasos hacia el mejoramiento social de la mujer cuando la República triunfó sobre la Intervención Francesa y el Segundo Imperio. El más importante de ellos fue en materia educativa, tal como lo reclamó en su momento Ignacio Ramírez El Nigromante (González Lezama, 2015, p. 113).

 

Al respecto, se puede decir que siempre hubo una conciencia de la importancia de las mujeres en la vida política del país y pareciera que por ello es que se trató de invisibilizarlas, pues, para los intereses políticos, era mejor dominarlas que permitir que se escucharan sus voces. Anarquistas como Emma Goldman, Mijail Bakunin y el latinoamericano Evelio Boal, desde inicios del siglo XX advirtieron la necesidad de que la mujer se emancipara para cambiar las relaciones interpersonales, políticas y económicas del mundo. Boal, en su postura sobre el amor libre, postula que este: “Exige, para llevar este acto a una feliz realización, que la emancipación económica de la mujer esté en las mismas condiciones que la del hombre y que ella no tenga, en general, que supeditarse a los caprichos de él” (Boal, 2006, p. 37) y apunta que:

 

Pues para que ésta se verifique sin trabas debemos poner a la mujer en condiciones económicas iguales a las que el hombre disfruta y el amor libre se impondrá por sí solo, puesto que es una tontería sin nombre que un individuo, hombre o mujer, se condene a vivir eternamente disgustado o en perpetua discordia con el compañero que le haya tocado en suerte. La unión de dos seres sin más pactos ni vínculos que los del amor significa la inutilidad de las instituciones civiles y religiosas y es un gran paso hacia la Anarquía (Boal, 2006, p. 37).

 

Desde luego que Boal aporta una mirada anarquista y, en ese sentido, dicha ideología se puede palpar en diversas manifestaciones del feminismo, no obstante, antes del siglo XX solamente de manera embrionaria. En el México de la Reforma las que luchaban por sus derechos fueron criticadas en El Ómnibus y tachadas de:

 

Dóciles e ingenuas víctimas de la manipulación y se da a entender que la obligación de las mujeres, dada su condición, era ser forzosamente conservadoras y, por lo mismo, habrían de guardarse mucho de interferir en cuestiones políticas, de otra manera, no podían aspirar a ser consideradas “señoras” y no merecerían ser tratadas con el respeto debido a esta condición (González, 2015, p. 102).

 

En esto queda manifiesta la importancia que se le daba a la opinión pública sobre los comportamientos de las mujeres para ser juzgadas, además de que para ser tomadas en cuenta o respetadas por los demás antes eran evaluadas socialmente, lo cual no dejaba de ser una opresión.

 

Desde 1950 hasta la actualidad

En el siglo XX, Eli Bartra distingue tres etapas en la historia del feminismo en México. La primera es la que abarca de 1970 a 1982, a la que la autora identifica con “mujeres urbanas de clase media universitaria -particularmente en la Ciudad de México- [...] que se organizaron en la ‘nueva ola del feminismo mexicano’” (Bartra, 1999, p. 14). Es importante enfatizar las dos características mencionadas, pues el factor económico y académico de las mujeres van a ser las constantes en los movimientos, luchas y logros. En este sentido, Estela Serret afirma que lo que se conoce como “movimiento feminista en México” en forma, surge en la década del setenta, como resultado de dos factores principales: 

 

El proceso de construcción de una incipiente conciencia ciudadana a partir de las demandas de democratización generadas por el movimiento estudiantil de 1968 y, por otro lado, la influencia progresiva del feminismo estadounidense, cuyos ecos se dejaron oír en México con mayor claridad precisamente hacia finales de la década del sesenta (Bartra, 1999, p. 46).

 

Para la mayoría de autoras de esta materia, el movimiento del 68 es un punto clave que detonó la aparición del pensamiento feminista, particularmente en la academia, pues fue ahí donde se gestó la lucha de los estudiantes, entre los que desde luego se encontraban algunas de las que luego serían dirigentes feministas. 

Según Ana Lau, “el movimiento feminista de los años setenta estuvo muy emparentado con la desobediencia civil, al igual que el movimiento estudiantil de 1968” (En Gutiérrez, 2002, p. 216). Lau explica que no se trataba de “un movimiento estructurado, con declaraciones de principios, ni tácticas, ni estrategias de lucha cuidadosamente reflexionadas” (En Gutiérrez, 2002, p. 216) sino que era más bien una especie de revuelta que se daba improvisadamente, “sin embargo, muy pronto aparecieron discrepancias sobre las distintas posibilidades que se abrían en cuanto a formas de proceder o de cómo seguir luchando” (En Gutiérrez, 2002, p. 216). A nivel mundial, el mencionado año ha sido emblemático del pensamiento rebelde universitario, pues los estudiantes fueron quienes, en primer lugar, comenzaron a alzar la voz para exigir mejores condiciones sociales. De igual manera, los movimientos comunistas en América Latina, particularmente en Cuba con Ernesto “Che” Guevara, influyeron en el pensamiento de muchos jóvenes mexicanos que lograron ver en las formas de gobierno desigualdades y carencias, entre las que se encontraban, precisamente, las relacionadas con cuestiones de género. [ii] 

Se sabe que las mujeres que participaron de este movimiento eran, además de jóvenes universitarias, de clase media y radicaban en la Ciudad de México, pues en la periferia el movimiento estudiantil tuvo menor fuerza. Como antecedente, Marta Lamas expone que:

 

La segunda ola de feminismo, que arranca a principios de los sesenta, queda en sus inicios integrada por mujeres de clase media, con educación universitaria, que se identifican con las posturas de la izquierda y se interesan por la discusión feminista que se desarrolla en Europa y Estados Unidos. Estas nuevas feministas se constituyen como movimiento social a partir de la crítica a la doble moral sexual y al papel de la ama de casa, con la opresión derivada de las cargas del trabajo doméstico y la crianza infantil (Lamas, 2006, p. 16).

 

Según esta autora, el movimiento se origina como un ejercicio de autoconciencia sobre la condición de las mujeres desde la discusión de la vida personal, particularmente sobre el tema de la sexualidad; ella hace una crítica sobre el estatus social de las participantes, puesto que: 

 

Al tener resuelto individualmente el trabajo doméstico y de cuidado de los hijos con empleadas domésticas, la mayoría vive el feminismo más bien como un instrumento de análisis o de búsqueda personal y no como una necesidad organizativa para enfrentar colectivamente esa problemática (Lamas, 2006, p. 16). 

 

Es decir, si pensamos en las mujeres de antaño, se podía hablar de que tenían objetivos similares en la lucha, pues todas se encontraban en la misma circunstancia de sumisión ante el patriarcado; si bien había mujeres privilegiadas económicamente, incluso esas también se tenían que sujetar a los designios de sus padres, esposos e incluso de sus hijos.

No obstante, en los sesenta, las mujeres que tenían la posibilidad de unirse a la resistencia eran de clase media, y más bien lo hacían como una manera de formar parte de la élite intelectual, pues tenían el tiempo y los medios suficientes para poder hacerlo, mientras que aquellas relegadas en las clases bajas seguían siendo marginadas. De hecho, en esa época aparecieron las primeras revistas feministas, como Fem, Cihuatl y La Revuelta, en las que desde luego participaron universitarias, tratando temas propios de la academia, por lo cual, tal vez sin así quererlo, se segregaba a aquellas que no pertenecieran a este círculo privilegiado. Es cierto que las revistas fungen como un medio informativo y de debate, pero también relegan, por ejemplo, a quienes no saben leer, y en el caso de México, en la década de los sesenta todavía no era generalizada la educación para las mujeres. 

Aunque ya había antecedentes sobre la importancia de las mujeres en la política y la cultura, el patriarcado aún restringía su participación. Eli Bartra apunta que el feminismo de México en 1970 “fue el resultado del agotamiento del modelo de desarrollo estabilizador” (Bartra, 1999, p. 15) e indica que algunas feministas coinciden en que este movimiento se gestó con mayor fuerza en dicha década, pero que a diferencia de las luchas en otros países:

 

No se centró en torno a la crítica del trabajo doméstico, el papel del ama de casa y el peso social del ejercicio de la maternidad. Ello se debió a las características de desigualdad social prevalecientes en el país que permiten pagar a una empleada doméstica para que releve a las mujeres de dicha carga y, por el otro lado, a la existencia de una familia extensa siempre lista a ayudar y a sustituir en el hogar a la mujer que trabaja (Bartra, 1999, p. 16).

 

Curiosamente, Bartra se refiere a las empleadas domésticas como si no fueran mujeres, esto es perceptible cuando habla de que son quienes “relevan a las mujeres”; incluso, en su redacción pareciera que las “mujeres que trabajan” fueran superiores a las que “trabajan en labores domésticas”. La autora sin darse cuenta cae en un discurso que diferencia a unas de otras. 

Estela Serret indica que en los setenta se organizaron diversos movimientos, como el Movimiento Nacional de Mujeres (MNM), surgido en 1973, que “se constituye como grupo siguiendo un modelo diferente al de aquellos más vinculados ideológicamente con la izquierda marxista” (Serret, 2000, p. 48). El primer paso de las que lo integraron fue institucionalizarse como Asociación Civil, siguiendo un modelo jerárquico inaceptable por los demás grupos; en este se proponían analizar la subordinación jurídica, política y social de la mujer, así como luchar contra la discriminación y despenalizar el aborto (Serret, 2000, p. 48). Según Ana Lau, el 9 de mayo de 1971 “hizo su aparición en la ciudad de México el primer grupo de lo que sería el movimiento feminista mexicano: Mujeres en Acción Solidaria” (En Gutiérrez, 2002, p. 69). Bartra expone que los movimientos de estos años se caracterizaban por su espontaneidad, espectacularidad y porque eran pocas las participantes (Bartra, 1999, p. 214). Serret narra que, en 1975, apareció el Movimiento de Liberación de la Mujer, conformado por treinta mujeres, no obstante:

 

Dada su capacidad de llamar la atención, por un lado, y debido también a la realización de la Conferencia del Año Internacional de la Mujer de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), por el otro, el movimiento tenía una auténtica presencia, no digo de masas porque ésa nunca la ha tenido, pero sí con una voz propia y sobre todo con un grito que se hacía oír (Serret, 2000, p. 214).

 

No obstante, el neoliberalismo, por medio de la globalización ha dictado modelos a seguir incluso hasta el siglo XXI. Lourdes Arizpe dice que:

 

Lo que nos ocurrió a las primeras “despertadas” feministas de los setenta requiere muchos más matices. Por una parte, la historia oficial y la no oficial de México, habían dejado hoyos negros en cuanto a la historia de las mujeres. Fuera de sor Juana, y de la Corregidora, nunca habíamos existido. A medida que surgían mujeres de los rincones más disímbolos para escribir en Fem descubrimos con alborozo que las mujeres valientes, frustradas, esperanzadas y enloquecidas por el encierro, abundaban en nuestro pasado. Con Fem logramos abrir una grieta de libertad (Arizpe, 2002, p. 67).

 

El apunte de Arizpe deja ver que la época aún no permitía la claridad para observar la importancia de las mujeres mexicanas en su historia, y, más importante aún, demuestra que la historia, como precedente, es un motor importante, pues conforme nos reconocemos en ella nos identificamos y nos impulsamos a cambiarla o a imitarla. En este sentido, los estudios sobre las mujeres no son relevantes solamente como un apunte, sino que generan en los demás una conciencia de la importancia de las mujeres en cada época. De ahí el interés por visibilizarlas.

La segunda etapa que propone Eli Bartra se desarrolla en la década del ochenta y la categoriza como de estancamiento y despegue. Según Estela Serret las movilizaciones sociales que surgen en nuestro país a partir de esta década cobran importancia decisiva, como las luchas del Movimiento Urbano Popular (MUP) y el Movimiento Amplio de Mujeres (MAM), “es decir, la construcción de un feminismo quizás menos visible como tal, pero con mucha mayor capacidad de incidir en espacios relevantes” (Bartra, 1999, p. 49). Para Bartra:

 

El Movimiento de Liberación de la Mujer (MLM) fue el grupo más importante, sirvió para sentar las bases de la nueva conciencia feminista en el país. A partir de ahí fue creciendo y multiplicándose hacia mil y un lados durante la década de los ochenta. No es que el MLM fuera el primer grupo que existió en esta última ola de feminismo, sino que, a mi modo de ver, fue el más significativo porque tuvo más presencia, más empuje, más compromiso, más cohesión (Bartra, 1999, p. 216).

 

Esta autora explica que los movimientos de esa década estaban influidos por el anarquismo, el marxismo y el socialismo, dado que se formaron en la clase media: “De ahí que se buscara el acercamiento con mujeres de las clases sociales más bajas y de que surgiera el feminismo popular que dominó la escena durante la década de los años ochenta” (Bartra, 1999, p. 218). No obstante, como lo indica Bartra, fue una fase en la que predomina el estancamiento; sin embargo, el estancamiento en esta época también significó estabilidad, puesto que se asentaron los ideales que en los setenta habían surgido de manera improvisada. En los ochenta, a decir de Lamas, las feministas no podían siquiera ponerse de acuerdo sobre el significado de la autonomía, “y por ello muchas se apartan de procesos políticos más amplios, restringiendo su perspectiva” (Lamas, 2016, p. 19).

Ya en los ochenta se produjeron reagrupamientos, pues se crearon organizaciones académicas, además de que “se logra la penetración en instituciones gubernamentales y algunas nuevas legalidades que contemplan demandas básicas (democratización de la familia, protección laboral, etc.); comienza, a partir de estos momentos, la etapa de las organizaciones no gubernamentales” (Carosio, 2009, p. 243); estas últimas, en general, tenían como objetivo el de sustituir el papel del gobierno; al respecto, James Petras explica que las ONG permitieron la consolidación del neoliberalismo en Latinoamérica, pues con la disminución del papel del Estado, éstas son proveedoras de servicios sociales:

 

Las ONG se convirtieron en el rostro de la comunidad del neoliberalismo íntimamente ligadas con los poderosos y complementaron así su labor destructiva con proyectos locales. En efecto, los neoliberales organizaron una operación de pinza o estrategia doble. Desgraciadamente, muchos izquierdistas sólo se enfocaron en el neoliberalismo desde arriba y desde fuera (FMI y BM) y no en el neoliberalismo desde abajo y desde dentro (las ONG y las microempresas) (Petras, 1996, p. 9).

 

Por lo tanto, en esta década, este tipo de organizaciones no garantizaron una defensa para las mujeres como sugiere Carosio, sino que, por el contrario, promovieron indirectamente la prevalencia de la desigualdad y eso fue perceptible en el contexto mexicano. En esta década fue en la que el modelo neoliberal se echó a andar después de la crisis de la deuda externa de 1982, con los preceptos del Consenso de Washington, mismo que auguraba mejoramiento de las economías latinoamericanas y sus mayorías, sin embargo, trajo consigo la acentuación de las desigualdades, lo cual, desde luego, contribuyó al descontento feminista puesto que las mujeres fueron las menos favorecidas. En este sentido, el modelo mencionado es afín al patriarcado. Las mujeres se defenderían de esto por medio del conocimiento y los movimientos sociales promovidos por las feministas.

Finalmente, para Bartra la década del noventa es la tercera etapa del feminismo mexicano y es en la que se generan alianzas y conversiones, puesto que en estos años predomina la teoría sobre los estudios de género y en la que caben otros movimientos, como el LGBT. Según Gina Vargas (1998), el movimiento de la década del noventa, en el marco de los procesos de transición democrática que se vivió en la mayoría de los países, se enfrenta a nuevos escenarios y atraviesa una serie de tensiones y nudos críticos caracterizados por su ambivalencia (Vargas, 1998). Se comienza a hablar de “los feminismos”, mismos que se enfrentaron a un movimiento “en transición” hacia nuevas formas de existencia, que comenzaron a expresarse en diferentes espacios y con distintas dinámicas: desde la sociedad civil, desde la interacción con los Estados, desde su participación en otros espacios políticos o movimientos, desde la academia y desde el llamado “sector cultural” (Carosio, 2009, p. 244).

Fue durante los años noventa cuando incluso la fisonomía de las ciudades cambió, dando paso a extensas zonas donde prima la pobreza extrema: “el modelo globalizador se apoya en un fuerte imaginario que se propone como integrador e igualitario, pero segregación, exclusión y desigualdad son la otra cara de la misma moneda” (Carosio, 2009, p. 231). Carosio dice que si bien el mercado se postula como algo universal “se basa en la selectividad y la segmentación” (Carosio, 2009, p. 231) por lo que:

 

En este esquema las y los individuos de la modernidad reflexiva crean sus vidas, y construyen sus propios patrones de ocupación, familia, género, vecindad y nación. El ser humano se transforma en una elección entre posibilidades, en un homo optionis: en el capitalismo tardío “todo debe decidirse” (Carosio, 2009, p. 231).

 

En este tenor, hay que puntualizar, en acuerdo con Carosio, que la globalización no solamente tiene un carácter económico, sino también uno cultural y uno político. Que las ciudades cambien de estructura, por ejemplo, perjudica a las mujeres que por alguna razón tienen que transitar por zonas marginadas, puesto que quedan expuestas a violencias, así como a otro tipo de problemáticas; de igual manera, las mujeres de clase baja serán las que estarán obligadas a trabajar en condiciones deplorables y sin posibilidades de aspirar a mejores condiciones. Aún en aquellas de clases altas, el efecto neoliberal resulta agresivo en otras formas, pues quedan expuestas como un objetivo del marketing:

 

En el imaginario de ellas, se instaló el ideal de la mujer autónoma en sus deseos y sus satisfacciones, exitosa profesionalmente, independiente y perfectamente ajustada a un modelo de belleza y eficiencia profesional y personal. Algunas mujeres de capas privilegiadas lograron incorporación efectiva al modelo predominante de desarrollo, pero bajo determinadas condiciones de eficiencia, con dislocación de la vida personal cotidiana […]. Las mujeres de “éxito” comenzaron a ser parte del paisaje de la posmodernidad latinoamericana, ejecutivas y profesionales mostradas por empresas y organismos gubernamentales como signos de la democratización del poder. Perfectas en sus trajes impecables, y en su belleza de cosméticos y bisturí. Mujeres que gastan cantidades ingentes de dinero en su apariencia porque la presencia física debe ser políticamente correcta: la imagen personal es entendida como una inversión profesional. En ellas, el cuerpo se vuelve imagen (Carosio, 2009, p. 233).

 

En ese sentido, la mujer no solamente es vista como una compradora, sino también es programada a manera de adoctrinamiento para cumplir con los requerimientos del mercado, el que le exige perfección y para acceder a la globalización será necesario obtener determinadas mercancías. Paradójicamente, según Carosio, en la década del noventa, la participación de las mujeres en el ámbito laboral creció a la vez que aumentaba el trabajo informal (Carosio, 2009) lo cual solamente permitió que algunas pudieran tener algo de aquello que el mercado indica que es propio de una mujer (belleza o delgadez, por ejemplo), mientras que el resto se esfuerza hasta el desgaste para conseguirlo. Para esta autora existe una “feminización” de la pobreza y apunta algunas causas:

 

El grupo “Madres solas jefas de hogar”, que tiene gran debilidad económica; una proporción creciente e importante de embarazo a temprana edad, con la consecuente vulnerabilidad económica (Kliksberg, 2002); la feminización de los flujos migratorios hacia los países centrales de la economía y su inserción en los circuitos alternativos (industria matrimonial y del sexo, servicios domésticos y de cuidados, trabajo informal, etc.). La feminización de la migración es también una estrategia de resistencia de las mujeres ante las situaciones de pobreza y exclusión impuestas a gran parte de la población de estos países. Saskia Sassen (2003) llama la atención sobre las mujeres que integran las que llama “clases de servidumbre”, dedicadas a realizar trabajos domésticos y de cuidado que son base de apoyo a la producción eficiente en los países centrales. En las ciudades globales de todo el mundo existe un ejército de servicio formado principalmente por mujeres emigrantes de los países pobres (Carosio, 2009, p. 236).

 

Así, en la década del noventa es cuando se acentúan las desigualdades entre hombres y mujeres como consecuencia del modelo económico dominante. Como ya se ha visto, esto repercutió en las formas de convivencia, ergo en las relaciones humanas. Estas desigualdades han desvelado la violencia sistemática en la que las mujeres han tenido que sobrevivir; dado que las condiciones inseguras y precarias de los ambientes laborales, familiares y sociales en las que se desenvuelven son características que han permanecido en la historia de México respecto de las mujeres.

En pleno siglo XXI, algunas de las añejas peticiones del feminismo en toda América Latina se mantienen, como indica Marta Lamas: “no es de extrañar que las latinoamericanas persistan en plantear la despenalización del aborto como uno de los asuntos principales en la agenda democrática” (Lamas, 2016, p. 137). Esta autora explica también que en este territorio se han radicalizado algunas posturas, como son los casos de las montoneras, tupamaras, sandinistas e integrantes del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), M19, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), etcétera (Lamas, 2016) lo cual se debe, en parte, a la prevalencia de la desigualdad económica, pero también a la necesidad de promover derechos humanos, como es el caso de “madres de desaparecidos, surgidos a la sombra de las dictaduras militares que gobernaron a más de la mitad de los países de la región” (Lamas, 2016, p. 143) de lo cual México no queda exento. Lamas apunta que:

 

El feminismo, como una de las expresiones de la conciencia democrática moderna, permite ver que lo que hoy se entiende por democratización está ligado no sólo a la racionalización progresiva de las estructuras políticas, sino a una concepción más libertaria del sujeto político ciudadano. Estas ciudadanas, que se piensan como socias en la construcción de una cultura de corresponsabilidad entre gobierno y ciudadanía para promover un saneamiento democrático de la política, han jugado un importante papel en la difusión de las aspiraciones democráticas. Tal vez su logro más sonado ha sido la difusión de una actitud cívica que valora el respeto al pluralismo y aspira a instalar la transparencia y la rendición de cuentas en el accionar gubernamental (Lamas, 2016, p. 149).

 

No obstante, también es cierto que, al fragmentarse en diversos feminismos, los logros se alcanzan de otras maneras. Victoria Lau Sánchez (2000) explica que en el siglo XXI hay unos feminismos con una visión más individual que se cuestionan por el ser personal, así como también existen los que buscan el reconocimiento laboral o los derechos por la diversidad sexual, por participar en cuestiones políticas, entre otras cuestiones, lo cual habla de la diversidad y complejidad en la que ha desembocado un movimiento que apareció con objetivos muy concretos (Sánchez, 2000). Carosio indica que:

 

El feminismo latinoamericano de hoy está recuperando su radicalidad como aporte para la verdadera emancipación social. La participación de las feministas en las movilizaciones mundiales contra cada una de las cumbres de gobiernos imperialistas, organizaciones multilaterales y otras reuniones donde se definen, en gran medida, los destinos de la humanidad es un hecho novedoso de los años recientes. Las feministas latinoamericanas (la gran mayoría profesionales educadas de clase media) están reconociendo la diversidad de mujeres pobres, indígenas y negras, en las que la colonialidad marcó una sumisión y discriminación más feroz. Se va haciendo fuerte un feminismo latinoamericano con perspectiva de clase y etnia (Carosio, 2009, p. 247).

 

Marcela Lagarde (1999) indica tres características que identifican en Latinoamérica a las mujeres del siglo XXI, y que son perfectamente aplicables a la realidad mexicana: el sincretismo, la diversidad y la transición. El primero, presente en factores como la sexualidad, el amor, la vida doméstica y la vida pública, el trabajo y las maneras de participación. El segundo, relacionado con la complejidad de las cuestiones en materia de sexualidad y de género. El tercero, refiere a que el feminismo no es aceptado de manera total pues la mayoría de sus primeras militantes tienen una edad promedio de cincuenta años (Lagarde, 1999) lo que según Carosio puede interpretarse como “resistencia de las jóvenes ante formas organizativas que no consideran propias, y también a cierta ineficacia política de las feministas, al no favorecer su discurso la participación de otra generación” (Carosio, 2009, p. 249); de hecho, las posturas de las feministas de los sesenta son diferentes de las contemporáneas, que en general suelen radicalizarse. Al respecto, Elvira Concheiro y Haydeé García Bravo indican que en el siglo XXI:

        

Habría que hablar no del feminismo, sino de feminismos y, desde esa diversidad, pensar lo que significa ser feminista hoy. Los feminismos son históricos y responden a las contradicciones de la sociedad en que surgen. Esta multiplicidad de feminismos se corresponde con la presente heterogeneidad social (Concheiro y García, 2017, p. 3).

 

Las citadas autoras entienden el feminismo como “una manera de estar, te permite ser y estar en el mundo de cierta forma” (Concheiro y García, 2017, p. 3), por lo que no necesariamente refiere a un movimiento social, es decir, a mujeres que participen de manifestaciones. En ese entendido, resulta obvio que las feministas de las décadas anteriores ya no coincidan del todo con los nuevos feminismos, puesto que la sociedad actual exige otras luchas y otras mujeres. Contrario a lo que apunta Carosio, Concheiro y García Bravo hablan de mujeres, principalmente jóvenes, y afirman que: “Hay fundamentalmente dos tipos de organizaciones: las que trabajan con mujeres de base y las dedicadas a hacer trabajo de incidencia. Además, están las colectivas, como se denominan algunos espacios autogestionados” (Concheiro y García, 2017, p. 4) para ellas, quienes inciden sobre los temas de la sexualidad suelen referir al trabajo de Judith Butler, mientras quienes prefieren una lectura menos complaciente, recurren a Nancy Fraser, quien identifica una preocupación constante: “la búsqueda de la justicia como distribución, donde la distribución económica era guía para articular el resto de las demandas” (Martínez, 2017, p. 9) por lo que Fraser busca que estos intereses no se vinculen con el debate sobre qué es ser mujer. En ese tenor, es visible al menos dos posturas claras de los nuevos feminismos. Para Carosio:

 

El verdadero feminismo, el feminismo radical en la política y en la vida de las mujeres en el umbral del milenio en América Latina, es garantía e imperativo para la real emancipación, porque la lucha de las mujeres contra el patriarcado ataca el fundamento de la dominación, sobre la que se afirma el capitalismo, en todas sus formas y versiones […]. La teoría feminista latinoamericana plantea un imperativo ético para construir una opción por un modo de poder sin dominación y una convivencia basada en solidaridad y cuidado humano para la reproducción de la vida (Carosio, 2009, pp. 242-247).

 

La autora hace hincapié en que la “ética del cuidado” es un valor público que construye ciudadanía, pues promueve el diálogo con la otredad, e incluso lo propone como una forma de emancipación; en otras palabras: “El cuidado se propone como responsabilidad social y no mera elección individual. El norte del cambio ético será la construcción de una ‘sociedad del cuidado’, no como receta para mujeres sacrificadas, sino como asunto para la transformación social radical” (Carosio, 2009, p. 249). Para esta autora, al igual que para Concheiro y García, el feminismo debe plantearse como una ética, es decir, no solamente como un ataque político o económico, sino también ideológico. No obstante, el hablar de un “verdadero feminismo” muestra división, lo cual no deja de ser una contradicción, puesto que una resistencia feminista bien podría mostrar, más que polarizaciones, una admiración por todas sus manifestaciones. Marta Lamas indica que “el desafío más interesante para las feministas es combatir el reduccionismo identitario que propicia la fragmentación” (Lamas, 2002, p. 78) en otras palabras, pugnar porque las diferencias no sean motivo de desigualdades en otros aspectos.

 

Reflexiones finales

Luego de la revisión a la historia del feminismo en México, se puede apuntar que, si bien siempre ha existido una lucha en este país por parte de las mujeres para tener acceso a derechos fundamentales, equitativos e igualitarios, también es cierto que estos se han dado a la par del desarrollo del país, entendido este concepto como una evolución de las condiciones socioculturales en la que se desenvuelven. En cada etapa histórica por la que ha atravesado esta República, los cambios económicos y políticos han dado pauta a cambios estructurales, particularmente en la cultura.

Respecto del feminismo, es pertinente enfatizar en tres puntos primordiales de la historia revisada: la importancia de la academia (revistas), la importancia de la organización y la desaparición de individualidades. Respecto de lo primero ha quedado claro que la educación ha sido un pilar fundamental del feminismo en México, que ahí se gestó y que ha sido lo que ha propiciado la generación de publicaciones que a su vez han generado diálogo; Dora Cardaci, Mary Goldsmith y Lorena Parada-Ampudia, en el artículo “Los programas y centros de estudios de la mujer y de género en México”, muestran la importancia de la educación superior en nuestro país desde el enfoque feminista, dentro de cuyos logros se encuentra Fem, que es: “la primera revista feminista en América Latina” la cual se propuso “la difusión de resultados de investigaciones sobre las mujeres a un público amplio” (Cardaci, Godsmith y Parada, 2002, 248). En otras palabras, queda manifiesto que el feminismo a partir de aproximadamente 1950 ya no es activista, sino que se encuentra más en la academia. En ese sentido, destaca que hay una relación entre género y clase, dado que las mujeres con acceso a educación han sido, tal cual se observa en el documento, de clase media o alta. Esto es relevante, dado que en el sistema neoliberal las desigualdades socioeconómicas se han acentuado y, como ya se mencionó, desfavorecen al género femenino, con lo que se puede entender que el feminismo no puede ser un movimiento neoliberal, sino su detractor.

En cuanto a lo segundo, se ha visto que conforme hay mayor información sobre el tema, se logra una mayor organización en las mujeres y con esto, mayores logros en cuanto a las demandas por las que se lucha.

Finalmente, también es perceptible que, en las primeras etapas históricas revisadas destacan los nombres de mujeres como antecedentes feministas, y a partir de mediados del siglo XX se habla más bien de “un movimiento” o “movimientos” más que de mujeres en particular, lo cual pone de manifiesto la importancia de la fuerza que han adquirido los grupos feministas, pues ya no se habla de una mujer que prácticamente sola se enfrenta a todo un sistema, sino de un ente colectivo, que, aunque aún en lucha, es fuerte, evoluciona y logra sus cometidos.

Ahora bien, dado que el feminismo en México es relativamente joven, y que sus luchas más significativas se encuentran enraizadas entre las décadas de 1960 y 1980, podemos decir que muchos de los preceptos que en pleno siglo XXI se mantienen, lejos de ser obsoletos, siguen vigentes. En este sentido, vale la pena apuntar que el feminismo contemporáneo por medio de los diversos feminismos está en ciernes. Aunque en la actualidad pareciera fragmentado, dado que ya no es un solo feminismo, algunas de sus metas han tenido mayor peso social que otras, como es el caso del derecho a abortar, la denuncia de la violencia obstétrica y la denuncia contra los feminicidios, principalmente.

Según Francesca Gargallo, “en los últimos años, las mujeres hemos vivido un vertiginoso retroceso en relación a los derechos que peleamos desde la década de 1970: los feminicidios se han incrementado en más de un 40% en México y América Central desde el periodo 2005-2009” (Gargallo, 2011, s. p.) y hasta el 2018 las cifras siguen aumentando. Dado a este y otros fenómenos que no solamente se relacionan con las dinámicas económicas, el feminismo resulta todavía una resistencia social ante la violencia y la desigualdad, por lo que, ya sea por medio de publicaciones o de movimientos sociales, seguirá perpetuando la lucha por mejores condiciones de vida y convivencia.

 

Bibliografía

Alejandre Ramírez, Gloria Luz y Torres Alonso, Eduardo. (2016). El Primer Congreso Feminista de Yucatán 1916. El camino a la legislación del sufragio y reconocimiento de ciudadanía a las mujeres. Construcción y tropiezos. En Estudios Políticos, vol. 9, núm. 39, septiembre-diciembre. 

Arizpe, Lourdes. (2002). El feminismo: del grito de los sesenta a las estrategias del siglo XXI. En Feminismo en México. Revisión histórico- crítica del siglo que termina. México: UNAM.  

Bartra, E. (1999). El movimiento feminista en México y su vínculo con la academia. Revista de estudios de género la ventana.Vol. 1 Núm. 10. Recuperado de http://revistalaventana.cucsh.udg.mx/index.php/LV/article/view/435

_______ et. al (2002). Feminismo en México, ayer y hoy. Madrid: Molinos de vientos.

Boal, Evelio. (2006). La mujer y el amor libre. En Baigorria, Osvaldo (Comp.), El amor libre. Eros y Anarquía. Buenos Aires: Utopía libertaria.

Cardaci, Dora et al (2002). Los programas y centros de estudios de la mujer y de género en México. En Gutiérrez Castañeda, Griselda. (Coord.). (2002). El feminismo en México. Revisión histórico-crítica del siglo que termina. Ciudad de México: PUEG-UNAM.

Carosio, Alba. (2009). Feminismo latinoamericano: imperativo ético para la emancipación. En Alicia Girón, Alicia y Vargas, Virginia (Eds.), Género y Globalización (pp. 229-252). Buenos Aires: Clacso.

Castro, Roberto. (2018). Violencia de género. En Moreno, Hortencia y Alcántara, Eva. (Coords.). Conceptos clave de los estudios de género. Volumen 1. (pp. 339-354). México: UNAM.

Chiocchetti, M. (2011). Cómo estudiar revistas culturales. El caso de Punto de Vista. Revista de cultura. IX Jornadas de Sociología, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires.

Concheiro, Elvira & Haydeé García Bravo. (2017). Feminismo aquí y ahora. En Memoria, revista de crítica militante (262). Recuperado de http://revistamemoria.mx/?p=1502

Del Palacio Montiel, Celia. (2012). Las mujeres de la independencia de México desde la historia y desde la literatura. Una visión desde adentro. En Independence Movements – Movimientos de independencia Forum for Inter-American research. vol. 5 no. 3. 

Escorcia Ramírez, N. A. (2013). Los inicios del feminismo mexicano. Revista GenEros. Vol. 20. Núm. 13. Recuperado de http://revistasacademicas.ucol.mx/index.php/generos/article/view/696/609

Facio, Alda y Fries, Lorena. (2005). Feminismo, género y patriarcado. En Academia, núm. 6. Recuperado de http://www.derecho.uba.ar/publicaciones/rev_academia/revistas/06/feminismo-genero-y-patriarcado.pdf

Galeana, P. (2017). La historia del feminismo en México. En Esquivel, Gerardo; Ibarra Palafox, Francisco Alberto; Salazar Ugarte, Pedro. (Coords.). Cien ensayos para el centenario. Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, tomo 1: Estudios históricos (pp. 101-119).  Ciudad de México: Instituto de de Investigaciones Jurídicas, UNAM.

Gamba, S. (2008). Feminismo: historia y corrientes. Diccionario de estudios de Género y Feminismos, Barcelona: Editorial Biblos. 

Gargallo, Francesca. (8 de marzo de 2011). Feminismo y mujeres ante el siglo XXI. Conferencia magistral leída en el Auditorio “Claustro de Maestros” de la Facultad de Derecho de la UACh. Evento organizado por el Instituto Municipal de las Mujeres, Chihuahua, Chih.

González Lezama, Raúl. (2015). Las mujeres durante la Reforma. En Historia de las mujeres en México, pp. 93-115. Ciudad de México: Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, SEP.

Gutiérrez Castañeda, Griselda. (Coord.). (2002). El feminismo en México. Revisión histórico-crítica del siglo que termina. Ciudad de México: PUEG-UNAM.

Guzmán, F. (2019). Matilde Petra Montoya, primera médica del país. En Gaceta UNAM, disponible en: https://www.gaceta.unam.mx/matilde-petra-montoya-primera-medica-del-pais/

Lagarde, M. (2006). Conferencia: Proyecto de ley por el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia en México, presentada en el marco del Seminario Internacional Derecho de las Mujeres a una vida libre de violencias organizado por la corporación SISMA Mujer y llevado a cabo en Bogotá, los días 3 y 4 de agosto.

Lamas, M. (2006). Feminismo. Transmisiones y retransmisiones. Taurus: Ciudad de México.

Lau, A. (coord.). (2015). Historia de las mujeres en México. Ciudad de México: SEP.

Macías, A. (2002). Contra Viento y Marea. El movimiento feminista en México hasta 1940. Ciudad de México: PUEG-UNAM.

Magaña Villaseñor, L. del C. (julio-diciembre, 2014). Cuestión de género: algunos aspectos clave del feminismo en la creación artística posmoderna. Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe, (11) 2.

Martínez, Cintia. (2017). Lecturas no autocomplacientes en el feminismo contemporáneo. En Revista internacional de ciencias sociales 4 (2). Recuperado de https://revistamemoria.mx/?p=1580

Petras, James. (8 de agosto 2000). Las dos caras de las ONGS. La jornada.

Ramos Escandón, C. (enero-junio, 2001). Genaro García, historiador feminista de fin de siglo. Signos históricos, 5. Ciudad de México, CIESAS. 

Sánchez, Victoria Lau. (2000). Diccionario ideológico feminista. Vol. I. Madrid: Icaria.

Sarlo, B. (1992). Intelectuales y revistas: razones de una práctica. América: Cahiers du CRICCAL, 9-10.

Serret, Estela. (marzo-abril, 2000). El feminismo mexicano de cara al siglo XXI. El Cotidiano, vol. 16, núm. 100. pp. 42-51. Recuperado de https://www.redalyc.org/pdf/325/32510006.pdf  

Tuñón Pablos, E. y J. I. Martínez ortega. (2017). La propuesta político-feminista de Hermila Galindo: Tensiones, oposiciones y estrategias. En Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, vol. 3, núm. 6, disponible en: https://estudiosdegenero.colmex.mx/index.php/eg/article/view/143/97

Vargas Valente, Gina G. (1998). Nuevos derroteros de los feminismos latinoamericanos en los 90. En C. Olea (comp.). El movimiento feminista en América Latina. Lima: Ed. Flora Tristán.

 

Notas

[i] En este documento se entiende por patriarcado “el sistema de poder y de dominio del hombre sobre la mujer” (Facio y Fries, 2005, p. 280).

[ii] En este artículo se sigue la definición de Roberto Castro respecto del género: es una "categoría que ilumina una de las formas fundamentales de la desigualdad en los sistemas sociales: aquella que se produce históricamente (es decir, con variaciones temporales, estructurales y culturales) en las relaciones entre los individuos, las instituciones y el Estado, mediante la arbitraria instauración y reproducción de la dominación de los varones y lo masculino sobre las mujeres y lo femenino" (Castro, 2018, p. 339).

Comparte esta página: