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Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.

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El humanismo de Alciato ante su espejo barroco: los comentarios de Diego López al Emblematum Liber por Gonzalo Lizardo

Diciembre 2018, número 19.
Autor: Arturo Barrientos Luján. Título: Noveno infinito. Técnica: Óleo sobre papel. Medidas: 35cm x 35cm. Año: 2018.

Lizardo, Gonzalo. (2018).  El humanismo de Alciato ante su espejo barroco:  los comentarios de Diego López al Emblematum Liber. Revista Digital FILHA. [en línea]. Diciembre. Número 19. Publicación bianual. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.

Gonzalo Lizardo es un narrador, ensayista, diseñador gráfico e investigador literario mexicano. Nació en Fresnillo, Zacatecas, el 19 de noviembre de 1965. Radica en la Ciudad de Zacatecas desde 1980. Entre sus obras destacan Jaque perpetuo, Corazón de mierda, Invocación de Eloísa, Inmaculada tentación y otras fábulas crónicas, todas ellas editadas por Era, entre otros. Ha ganado dos veces la beca para "Jóvenes Creadores" que otorga el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes: en los períodos 1989-1990 y 1999-2000. Es docente investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Contacto: gonzalolizardo@gmail.com

EL HUMANISMO DE ALCIATO ANTE SU ESPEJO BARROCO: LOS COMENTARIOS DE DIEGO LÓPEZ AL EMBLEMATUM LIBER

 

Resumen: En este texto se expone la historia del Emblematum liber de Andrea Alciato, un libro que fundó un género editorial muy exitoso entre los siglos XVI y XVIII: los “libros de emblemas”, caracterizados por mezclar textos e imágenes, epigramas y exégesis eruditas. Por las modificaciones que fue padeciendo el texto original de Alciato en manos de sus editores, traductores, ilustradores y comentaristas, es posible rastrear en sus distintas ediciones la deriva del pensamiento humanista europeo, desde sus orígenes renacentistas hasta su metamorfosis barroca: cuando llegó a las colonias españolas de América, traducido al español y comentado por Diego López. De ese modo, a través de los avatares editoriales de este libro excepcional, se pretende visualizar el voluble pensamiento de una época marcada por el cambio.

Palabras clave: Emblemas, Andrea Alciato, Humanismo, Renacimiento, Neoplatonismo, Reforma, Contrarreforma, Barroco.

Abstract: This text presents the history of the Emblematum Liber by Andrea Alciato, a book that founded a very successful publishing genre between the 16th and the 18th centuries: the "emblem books", characterized by mixing texts and images, epigrams and scholarly exegeses . Due to the modifications that Alciato's original text suffered in the hands of its editors, translators, illustrators and commentators, it is possible to trace in its different editions the drift of European humanist thought, from its Renaissance origins to its baroque metamorphosis: when it arrived at the Spanish colonies of America, translated into Spanish and commented by Diego López. In this way, through the editorial avatars of this exceptional book, it is intended to visualize the voluble thought of an era marked by change.

Key words: Emblems, Andrea Alciato, Humanism, Renaissance, Neoplatonism, Reformation, Counter-Reformation, Baroque.

 

 

I. Los jeroglíficos de una época laberíntica

Hay libros de tal fama y tal influjo que pronto ensombrecen a sus autores, cuyo aporte se opaca con el tiempo tras el trabajo de tanto editor, dibujante, traductor, comentarista y censor: esas invisibles manos que van mutando el texto original hasta hacer de él una obra impersonal, casi inconsciente, casi colectiva. Es el caso del Emblematum liber de Andrea Alciato, publicado por primera vez en Augsburg (1531) y luego en París (1534), antes de volverse el libro más leído y comentado de su siglo. Si bien ya había obras que conjuntaban la imagen con el texto, ninguno pudo competir con el de Alciato, cuyo éxito puede medirse por sus “más de 150 ediciones, incluyendo las traducciones a todas las lenguas cultas de Europa”,[i] sin contar con que inauguró un género “basado en la unión de elementos naturales o artificiales que pueden poseer sentido simbólico“ y del cual “se han inventariado más de tres mil títulos”.[ii]

Aunque el libro concedió renombre internacional a su autor, irónicamente opacó el resto de su obra. A decir de Mino Gabriele, durante todo el siglo XVI Andrea Alciato fue célebre como jurista, “estimadísimo por los soberanos y el papa, disputado de las mayores universidades italianas o extranjeras por su fundamental e innovadora contribución al derecho romano”, pero que “debe a un minúsculo volumen, escrito en sus horas libres de compromisos, su fama imperecedera y su persistente actualidad, desde el siglo XVI hasta la fecha”.[iii] Este librito fue estimado no solo por los académicos, sino también por el clero, fuera católico o protestante. Así, casi sin querer, el Emblematum liber promovió el gusto renacentista por estos onerosos libros,[iv] cuyo éxito, según Carlo Ginzburg, se debió en gran medida a su novedoso uso de las ilustraciones, un arte que se había devaluado con el arribo de la imprenta:

 

Los libros de emblemas, al estar basados en las imágenes, podían franquear fácilmente las fronteras lingüísticas, aun cuando no estuvieran escritos en una lengua internacional como el latín. Pero su amplia circulación europea atravesó no sólo las fronteras nacionales, sino también las confesionales. De hecho, tales libros se remitían por lo general a un nivel cultural más profundo y extendido, basado en premisas inconscientes, o sólo parcialmente conscientes, como por ejemplo la idea de la analogía entre las jerarquías cósmicas, religiosas y políticas.[v]

 

Fig. 1. De izquierda a derecha: frontispicios de la edición Steyner (1531) y de la Wechel (1534).

 

Para comprobarlo, en el presente ensayo se examinan algunas de las metamorfosis editoriales más decisivas del Emblematum liber, desde la princeps de 1531 hasta la que comentó Diego López en 1615. Puede suponerse que estas sucesivas correcciones, gráficas o tipográficas, estarían ligadas a las fluctuaciones del contexto que rodeó a su autor, a sus editores y a sus lectores: un contexto muy voluble, que se forjó durante el Renacimiento, fue configurado por la Reforma y dio fundamento al Barroco Novohispano, esa peculiar forma de pensamiento que aún perdura en la neobarroca Hispanoamérica.En una época de conquista y expansión, es posible imaginar que la obra de Alciato viajó al resto del mundo metida en el baúl de algunos nobles, clérigos y letrados, uno de los cuales se instaló en Zacatecas, como lo sugiere el ejemplar que aún conserva la Biblioteca Elías Amador: una traducción al español de 1615, impresa en Nájera y comentada por Diego López. De hecho, basta comparar este prolijo volumen con la escueta edición de Augsburg —44 fojas en dieciseisavo—, para advertir que el prestigio de la obra había crecido junto con el número de sus páginas. Preocupado por deleitar a sus lectores sin transgredir el dogma, cada nuevo editor enfrentó el abismo de la proliferación y de la censura. Así, luego de un siglo, la intención original del autor fue absorbida por la ideología dominante, la cual canonizó su obra a cambio de “normalizarla”, es decir, a cambio de regular su sentido para evitar cualquier desviación de la ortodoxia.

 

II. Los enigmas de una obra (casi) involuntaria

Hijo de una familia noble, originaria de Alzate —de donde proviene su mote—, Andrea Alciato nació en Milán en 1492: un año decisivo para Occidente, si se considera que en esas fechas los reyes católicos reconquistaron España, Colón descubrió América y los otomanos rindieron Constantinopla. Doctorado en leyes a los veintidós años, Alciato pudo impartir clases en Pavia, Bolonia y Basilea, donde conoció a Erasmo. Por esa misma época escribió De verborum significatione, donde habla sobre las sutiles relaciones entre signo, significante y significado: “la palabra significa, la cosa es significante”, escribe: “Aun más, a veces las cosas significan, como los jeroglíficos de Horus y de Cheremone, argumento sobre el cual hemos compuesto un librito en verso, cuyo título es Emblemata”.[vi] Además de confesar que ya trabajaba en el libro que lo haría célebre, el joven asegura que ese Emblemata se inspiraba en dos libros que conjuntaban las imágenes con el texto: el Hieroglyphica de Horapolo o el Hypnerotomachia Poliphili de Colonna.

A pesar de ello, Mino Gabriele supone que Alciato jamás previó que sus epigramas serían ilustrados por algún artista. Si la primera edición, impresa en Augsburg en 1531, apareció con sus afamadas xilografías, fue por capricho del editor Heinrich Steyner, quien se tomó la libertad de encargarlas a su grabador Breuil y otros artistas. Publicada sin permiso expreso de su autor, esta edición fue un éxito instantáneo, pese a las numerosas erratas tipográficas que tanto molestaron a Alciato. Éste debió de agradecer, sin embargo, el afortunado aporte de Steyner, al grado que decidió imitarlo cuando encomendó la nueva edición al impresor Chrétien Wechel y este contrató a Jean Mercure Jollat para hacer las nuevas xilografías.

Más allá de esta decisión, lo significativo, según Mino Gabriele, es que Alciato, al momento de reunir sus obras completas, ordenó que los poemas del Emblematum liber fueran publicados sin grabados. Esto indicaría que originalmente él deseaba que el lector imaginara en su mente las imágenes que él describía mediante écfrasis: imágenes que él construía con doctas referencias, producto de su interés filológico por el mundo clásico, mediante las cuales planteaba al lector una especie de acertijo. En ese sentido, Steyner no hizo sino obedecer al poeta, consciente de que sus xilografías, al ser confrontadas con los versos, no resolverían sus enigmas, sino los duplicarían. Lo cierto es que, entre ambos, urdieron una nueva e insólita forma de expresión:

 

[El Emblema] desarrolla de ese modo un discurso circular que habla a veces con imágenes y a veces con palabras, sobre diversos planos artísticos e intelectuales, concretando ideas y sugiriendo de nuevo, según un dispositivo poético-figurativo, en el cual subsisten la plena libertad creativa y el intento especulativo. Serán precisamente estas modalidades compositivas y expresivas las que imponen el Emblema en el mundo literario europeo y confirman su éxito duradero.[vii]

 

A la manera de los cadáveres exquisitos compuestos por los surrealistas, la colaboración azarosa pero afortunada entre el poeta, el editor y los dibujantes dio un resultado que superó toda expectativa, fijando la forma canónica del “emblema triplex” como un género conformado por tres piezas: la inscriptio (o “título”), la pictura (o “imagen”) y la subscriptio (o epigrama en verso), como muestra la figura 3. La misma etimología del término alude a su carácter híbrido: proveniente del griego, emblema en latín “significa aquello que se inserta o incluye como ornamento de otra cosa, tal como ocurre con los taraceados, los mosaicos, los bordados de la ropa o los relieves aplicados sobre otra materia, por ejemplo, las efigies doradas que se fijan en los vasos de plata”.[viii]

El emblema, en resumen, propone dos niveles de lectura: primero, como objeto sensible que complace a la vista y al oído; segundo, como “dispositivo poético-figurativo” capaz de suscitar en el lector una serie de exégesis éticas, políticas, filosóficas y teológicas. El emblema responde, por tanto, a una estética neoplatónica —propia del humanismo renacentista—, según la cual el arte, a partir de un objeto sensible y bello, propone al espectador un puente para transitar hacia un sentido inteligible, verdadero: el jeroglífico como vía hacia la revelación. Así lo establece Plotino: todo aquel que quiera alcanzar el bien debe elevar su alma de lo sensible a lo inteligible; al percibir la belleza, debe intuir que lo bello es uno y que esta virtud lo elevará al Ser, a lo inteligible, a lo Uno.[ix]

Esta idea —muy renacentista— implicaba que cada persona debe alcanzar la  salvación mediante un esfuerzo individual, una creencia muy popular en la época del Emblematum liber y los tratados sobre la dignidad del hombre. Para Ynduraín, a partir del siglo XV, en Italia, la valoración del ser humano se cimienta “en su capacidad de ascender ad astra, a Dios, etc., como el eros clásico, como los neoplatónicos y los primeros padres […]. La perfección del hombre no es lo dado, es algo que se conquista con esfuerzo”.[x] Dentro de este contexto, es fácil ver que el emblema cumplió una función al mismo tiempo cognoscitiva y religiosa: ejercitar en el lector su pericia interpretativa, para que fuera capaz de elevarse de lo sensible a lo inteligible: de la materia al espíritu, del Mundo a Dios.

Fig. 2. Estructura del emblema triplex. Fascímiles de la edición Wechel (1534).

 

Pero los tiempos cambian y, a pesar de su insólita eficacia, la estructura ternaria del emblema triplex pronto se volvió insuficiente para los editores, quienes se vieron forzados a integrar una cuarta pieza: la explicatio o comentario, donde un erudito se encargaba de explicar a sus lectores —como un pastor a sus feligreses— las referencias clásicas del emblema, así como sus implicaciones morales y filosóficas. Esta apostilla docta era indispensable no solo para instruir a sus potenciales lectores, sino también porque algunos de los emblemas planteaban situaciones ambiguas y peligrosas donde era fácil tropezar y caer en la heterodoxia.

 

III. Del emblema humanista al emblema barroco

El primer Emblematum liber en español apareció en 1549, editado por Mathia Bonhomme, en Lyon, a partir de una traducción de Bernardino Daza Pinciano: un profesor de leyes en la Universidad Valladolid que propuso traducirlos porque “vi que otro ninguno no tenía los aparejos que yo (sic), así porque tenía entera noticia de ellos, como porque venido a Francia tuve un ejemplar de estos Emblemas corregido y aumentado de otros muchos (como aquí veréis) de la mano del mismo Alciato”.[xi] Se puede inferir que dicho ejemplar “corregido y aumentado” era el manuscrito latino que Mathia Bonhomme y Guillaume Rouillé estaban editando para su versión latina: la edición, según Mino Gabriele, pronto se volvió la preferida de los eruditos, “por cuanto fue revisada por el mismo Alciato antes de morir”. Publicada en Lyon el año de 1550, la versión latina tiene los mismos epigramas y xilografías que la traducción de Daza.

Aunque su trabajo como traductor fue criticado por su mala versificación y su “poca calidad literaria”,[xii] Daza contribuyó a difundir el libro en España y en sus colonias. Frente al original de 1534, el Emblematum liber publicado por Bonhomme y Rouillé —en ambas versiones, latina y castellana— destaca por la calidad de sus ilustraciones —un trazo menos burdo, una figuración más realista—, pero también porque el número de emblemas ha aumentado: 104 en la edición de Augsburg, 113 en la de París y 143 en las de Lyon. Lo cual implica que durante estos años —entre 1534 y 1550— Alciato continuó escribiendo epigramas, acaso motivado por las ventas de su obra, por las críticas de sus lectores y las sugerencias de sus editores, así como por sus nuevas lecturas y experiencias.

 

Fig. 3. Emblema CXIV (Lyon, 1549) y Emblema XXIII (Valencia, 1615).

 

Entre los emblemas añadidos por Alciato en las ediciones de Lyon, hay un buen número dedicado a la simbología de los árboles y a los pecados capitales. Uno de los más curiosos es justo el emblema CXIV, Que la prudencia se aumenta con el vino, donde el autor compara el nacimiento de dos dioses Palas y Baco. Para empezar, ambos fueron engendrados por Júpiter: de su cabeza nació Palas, que se volvería diosa de la sapiencia; de su muslo nació Baco, quien se volvería dios del vino. Los versos finales parecen contradecirlo: “quien del todo el vino de sí alcanza / de la Diosa jamás favor alcanza”.[xiii] ¿Acaso insinúa el autor que la prudencia es antagonista de la sabiduría? Si el vino aumenta la prudencia, pero impide alcanzar la sabiduría, entonces no se puede ser prudente y sabio al mismo tiempo: una interpretación que alegraría a muchos poetas, pícaros y goliardos, pero no tanto a la Iglesia (ver figura 3). Muy probablemente, por detalles como éste la traducción de Daza fue tan criticada.

Mejor fortuna tuvo la edición erudita de 1572 que Guillaume Rouillé publicó en Lyon, editada y comentada por Francisco Sánchez, alias el Brocense. Nacido en Las Brozas en 1523, éste último ha sido recordado por su colaboración activa en la reforma de los estudios clásicos en España: una renovación intelectual, influida por Erasmo, que fue apoyada por Antonio de Nebrija y por su protector, el cardenal Jiménez de Cisneros, pero que desde el inicio halló acres enemigos dentro de la Iglesia y las universidades castellanas.

Entre la edición princeps de Wechel (1534) y la erudita del Brocense (1573), los cambios en el Emblematum liber son incontables. Los emblemas no solo aumentaron de 143 a 210, sino también modificaron su orden e incluyeron al menos uno que no fue escrito por Alciato, en concreto, el emblema III, “Nunquam procastinandum”, donde se explica la etimología de su nombre mediante un alce que sostiene la divisa de los Alciati: “nada debe aplazarse”. “Es sabido que Alejandro respondió así a uno que le preguntaba cómo había podido realizar tales hazañas en tan breve tiempo. Dijo: ‘no difiriendo nunca nada’, lo cual indica el alce: cuanta mayor pereza te dé alguna cosa, más debes apresurarte a hacerla”.[xiv] Un caso curioso de asociación iconográfica, donde un animal, por asociación con un apellido, adquiere los atributos de su poseedor, en este caso, la capacidad de no procastinar de los Alciato termina por ser asociada con el alce.

Más significativa es la inclusión de comentarios: textos eruditos que el Brocense introdujo al final de cada emblema; esa forma dejó de ser triplex para volverse “quatruplex”. A decir de Santiago Sebastián, los paratextos del Brocense siempre tendieron “a la búsqueda correcta de las fuentes, compulsando al mismo tiempo las interpretaciones realizadas por autores italianos o franceses”, de modo que logró hacer, como los mejores filólogos de su época, “un comentario con fines puramente científicos, apartándose de las características didácticas y moralizadoras, que son las propias de la emblemática española”.[xv]

 

Fig. 4. Emblema III en la edición del Brocense (1550) y de Diego López (1615).

 

Bajo este neutro rigor filológico, cabe suponer que los editores se esmeraran en no despertar sospechas entre los censores. Conscientes de los peligros de la libre interpretación, el editor luterano, calvinista, anglicano o católico debía colaborar con sus pastores, conduciendo a sus respectivos feligreses por los caminos más seguros, alejados de cualquier exégesis blasfema o subversiva. En algunos reinos, como España, donde el Santo Oficio y las facciones conservadoras de la Iglesia tenían mayor poder, esta vigilancia debió de ser más celosa, sobre todo cuando un libro era traducido a un idioma vulgar y podía infectar a un público más amplio.

En una época donde una opinión “herética” implicaba la muerte, a nadie debiera extrañar que el Emblematum liber se apegara al dogma del conocimiento vedado: es decir, que apoyara la idea de que la sabiduría es peligrosa. Como exigía la Iglesia, Alciato citaba la advertencia de San Pablo, “Noli altum sapere”, pero “debidamente malinterpretada” para condenar la soberbia intelectual de los astrólogos y otros sabios heréticos; mientras que, en el texto original,[xvi] San Pablo usaba esas palabras para advertir contra la soberbia de los cristianos que se creían superiores a los judíos. Según Carlo Ginzburg, al malinterpretar así las palabras de San Pablo, Alciato y sus editores reproducían la opinión aprobada por la Reforma y la Contrarreforma, que por fin coincidían en algo: en condenar a cualquier soberbio intelectual que profanara los altos misterios divinos. Una hipótesis interesante, pero tal vez inexacta, como se verá más adelante.

Irónicamente, aquellos que deberían sentirse aludidos por esta prohibición dogmática del conocimiento —los alquimistas, los astrólogos y otros humanistas heréticos— fueron también, al parecer, ávidos lectores del Emblematum liber. Lo cual induce a sospechar que su éxito algo tuvo que ver con su don para conciliar los gustos y credos más variados y contradictorios. O que la ambigüedad propia de los emblemas permitió cierta libertad a los editores y comentaristas, para que introdujeran en ellos sus propias ideas y exégesis.

 

IV. El espejo barroco de Diego López

Por lo expuesto en los apartados anteriores, puede inferirse que las mutaciones editoriales del Emblematum liber podrían usarse para describir el cambio de mentalidad que experimentó Europa entre el Renacimiento italiano y el Barroco español, representado por la Declaración magistral sobre las Emblemas de Andrés Alciato con todas las historias, antigüedades, moralidad y doctrina tocante a las buenas costumbres, impresa por Juan de Mogastón en Nájera, el año de 1615, con comentarios en español de Diego López.

Poco se sabe sobre el comentarista, excepto que nació en Valencia y era integrante de la orden de Alcántara, alumno del Brocense en Salamanca y catedrático de latinidad en Toro, Olmedo, Cáceres, Mérida y Santo Domingo de la Calzada. Además de traducir y comentar a Virgilio, Persio, Valerio Máximo y Juvenal, Diego López escribió el Comentario en defensa del libro cuarto del Arte de Gramática del maestro Antonio de Nebrija (1610): una gramática castellana para uso escolar, basada en la Minerva de Francisco Suárez, el Brocense. Por su notoria cercanía con este último, es comprensible que su traducción se apegue a la edición latina de su profesor, con la misma cantidad de emblemas y el mismo orden, casi. De hecho, sólo dos emblemas cambiaron su lugar: el CXLVII de la versión latina aparece como el CXLIV en la castellana.

La intención explícita de López era rescatar el sentido original de los emblemas —diluido con el transcurso de los años—, urdiendo un espejo donde Alciato pudiera admirar, como Narciso, su propia obra reflejada. Así lo expresa su alumno, Francisco de Cevallos en el soneto que presenta el volumen:

 

Dudo si el mismo Alciato bastara

A declarar las fuentes de sus temas

Con tan varia lección, gracia y aviso.

Mas no dudo, si ahora se mirara

Explicado por vos en sus emblemas

Que fuera de sí mismo otro Narciso.[xvii]

 

Para lograr ese objetivo, López, paradójicamente, decidió dejar en latín los epigramas de Alciato, sin traducirlos, seguidos por su propia exégesis. Pese a ello, para Santiago Sebastián el resultado no es tan neutro ni riguroso como el de su maestro, el Brocense, “a quien llama respetuosamente el Maestro Sánchez”:

 

[Diego López] Hace gala de sus conocimientos de los autores clásicos: Ovidio, Horacio y Virgilio, especialmente, y, a veces, siguiendo la metodología filológica, alardea de sus conocimientos, aunque los comentarios son muy desiguales, según los emblemas. Al margen de su erudición histórica y filológica, carga el acento en la intención didáctico-moralizadora, religiosa, y trae glosas que poco tienen que ver con el pensamiento de Alciato.[xviii]

 

Los cambios son más notorios en las imágenes: las nuevas xilografías tienen un trazo más ingenuo y aparecen invertidas, como reflejadas en un espejo, acaso porque el grabador, más bien novato, copió directamente las xilografías de 1550, en vez de hacerlo a través del espejo, para que sus imágenes, al ser impresas, quedaran orientadas como su modelo (ver figura 4). El color de su tinta, distinta a la de la tipografía, delata que las nuevas imágenes se imprimieron después que el texto, por lo que algunas se encuentran desalineadas. Aun así, por notorias que sean estas fallas, el lector puede perdonarlas en cuanto se concentra en el texto y puede constatar la sincrética destreza del comentarista: su barroca habilidad para fundir los dioses paganos con los dogmas cristianos, abusando a discreción de la alegoría y el símbolo, la correspondencia, la analogía.

Esta gula exegética, que roza a veces la sobreinterpretación, se vuelve más evidente en algunos emblemas. Es el caso del emblema VIII,[xix] que Alciato tituló Qua Dii vocant eundeum y que López traduce como “Que hay que ir por donde los dioses nos dicen”, antes de hacer una curiosa analogía entre Cristo, sus obispos y el dios Mercurio, patrono de mercaderes, ladrones y poetas. Así traduce Santiago Sebastián el epigrama de Alciato:

 

En la encrucijada hay un montón de piedras, del que sobresale

una imagen truncada de Dios, hecha sólo hasta el pecho,

pues se trata de un túmulo de Mercurio.

Dedícale, caminante, una guirnalda, para que te muestre el camino recto.

Todos estamos en una encrucijada,

y en esta senda de la vida nos equivocamos.[xx]

 

Fig. 5. Arriba: Emblema LXXVII (ediciones 1531 y 1534).

Abajo: Emblema VIII (ediciones Brocense, 1550, y López, 1615)

 

De acuerdo con Mino Gabriele, Alciato aludió con este emblema a una fábula antigua, llamada “Hércules en la encrucijada”,[xxi] donde el héroe se topa de pronto con una intersección de caminos, presidida por una herma consagrada a Hermes o Mercurio. Diego López agrega que estos túmulos de piedra (o ermàion) eran colocados en las encrucijadas para orientar a los caminantes, quienes arrojaban al pasar una guirnalda (es decir, una piedra o erma) a los pies del dios. Con este gesto, evocaban dos relatos mitológicos que Diego López narra con gran detalle: la muerte de Argos en manos de Mercurio y el posterior juicio de Mercurio frente a los dioses.

En sus Metamorfosis, Ovidio narra que Júpiter, para amar en secreto a Io, creó una neblina que los cubriera, sin contar con que Juno, celosa, la disiparía para sorprenderlos en el acto. En el último momento, Júpiter transformó en ternera a su amante, pero Juno, segura de que su marido la engañaba, exigió como regalo a la ternera y la hizo custodiar por Argos, un gigante de cien ojos que nunca dormía. Por órdenes de Júpiter, para liberar a Io, Mercurio “se convirtió en pastor, y tocó una zampoña tan dulcemente, y cantó al son de ella la fábula de Pan y Siringa, con tanta suavidad que se durmió Argos con todos cien ojos, y luego le confirmó el sueño con la vara, con la cual decían los antiguos que infundía sueños”.[xxii] De ese modo Mercurio cortó la cabeza de Argos y pudo liberar a la ternera.

Al enterarse, furiosa, Juno acusó a Mercurio ante los dioses por la muerte del gigante y la fuga de la ternera. El mensajero de Júpiter, para justificarse, dijo que había obrado por órdenes de Júpiter, a quien no podía desobedecer. Una vez que se retiraron a deliberar, los dioses votaron el veredicto, eligiendo una piedra blanca o una negra: “con las blancas le absolvían y con las negras le condenaban, y si las blancas excedían al número de las negras, quedaba absuelto y libre, y si las negras eran más que las blancas, condenábanle a muerte”.[xxiii] De ese modo, Mercurio quedó libre y por eso los viajantes arrojaban una piedra a los pies de la herma, para celebrar así la libertad del dios de los viajeros, los comerciantes, los ladrones, los poetas y los hombres de ciencia: un dios que se salvó por seguir siempre —como reza el título— el camino que Júpiter le indicó.

Tras glosar los atributos de Mercurio —su sombrero, sus alas talares, su caduceo—, López concluye que su figura representa a “los confesores, los doctores y los predicadores, que todos nos están diciendo Qua deus vocat, eundum: hemos de ir por donde nos llama Dios”. Así, el relato pagano deviene fábula cristiana, gracias a una analogía que sería aprobada por cualquier inquisidor: las ovejas deben procurar al pastor, para que este les indique el camino de Dios. Con la venia del Concilio de Trento, este consejo fue promovido por la Compañía de Jesús en sus aulas, donde impuso a sus alumnos el deseo de cultivar la “virtud con letras”. Un ideal —que algunos llaman “humanismo cristiano”— para el cual la virtud, la dignidad y la salvación deben obtenerse con esfuerzo personal, sí, pero siempre con el consejo de un confesor. Solo así los cristianos debían aspirar a la sabiduría, libremente, pero sin perder la humildad, la obediencia ni el respeto a las jerarquías.[xxiv]

 

5. El translúcido umbral entre la ortodoxia y la heterodoxia

Propia del siglo barroco y de la Contrarreforma, la exégesis de Diego López no borra la posibilidad de otra —más sincrética y menos ortodoxa—, que pudo ser formulada un siglo antes y que el mismo López parece prever. Cuando apareció el Emblematum liber, dominaba en Europa el “humanismo tradicional”: un pensamiento que derivaba del estudio de las letras clásicas, paganas, fueran romanas o griegas,[xxv] que buscaba revalorizar lo humano frente a lo divino. Este pensamiento fue catalizado por el Corpus hermeticum (1471), una compilación de manuscritos, traducidos por Ficino, que reactivó el interés por la astrología, la alquimia y otros saberes incubados en la era helénica, cuando la filosofía griega y la egipcia se amalgamaron en torno a la figura mítica de Hermes-Mercurio, transformado en Hermes Trismegisto, el apócrifo autor del Corpus.

Es factible, entonces, que estos humanistas entendieran el emblema Qua Dii vocant eundeum en un sentido menos embrollado: al estar presidido por el túmulo de Mercurio, el título debería referirse a ese dios (y no a Júpiter, ni mucho menos a Yahvé). En tal caso, el epigrama invitaría a seguir el camino de Hermes: la ruta de la sabiduría que cada iniciado debe seguir, eligiendo alguno de los tres caminos de la imagen (cuyo número aludiría a la “triple grandeza” de Hermes Trismegisto). Pese a la condena que Alciato formula en algunos emblemas —como aquel donde alude a los astrólogos y a los sabios imprudentes con los ejemplos de Ícaro y Prometeo—, hay otros que invitan al arte y al estudio, como el emblema anterior, o como el titulado Ars naturam adivvans,[xxvi] que no aparece en las ediciones de 1531 ni 1534, pero claramente incita a “corregir” la naturaleza mediante el arte:

 

Fig. 6. Emblema Ars naturam adivvans (Brocense, 1550, y Diego López, 1615).

 

 

Así como la Fortuna descansa en una esfera,

así Hermes lo hace en un cubo. Él preside

diversas artes: ella, las casualidades, El arte se

ha hecho contra la fuerza de la fortuna, pero

cuando la fortuna es mala, a menudo

requiere la ayuda del arte. Aprende, pues,

la juventud estudiosa, las buenas artes,

que tienen en sí las ventajas de una suerte cierta.

 

En su comentario, el mismo Diego López supone que Alciato nos invita a conocer los oficios y las buenas artes, “significadas por Mercurio, autor de ellas”,[xxvii] lo que nos ayudará a protegernos de la voluble Fortuna, representada por una mujer a la que el viento desnuda. Mientras Mercurio reposa firme sobre un cubo, la Fortuna intenta sostenerse sobre una esfera, mientras el aire intenta arrebatarle su manto. Según Diego López, con este emblema Alciato afirma que Mercurio inventó el arte y los oficios (sobre bases muy sólidas) para contrarrestar a la Fortuna (y su carácter voluble), de ese modo, en aquellos casos que esta nos fuera adversa, lo más conveniente sería buscar el favor del Arte:

 

Esto es lo que dijo Agathon en un verso que traduce de esta forma el Maestro [Brocense]: Fortuna chara a est arti, ars quoa fortuna. Y no se contradice con lo que dice Alciato, que el arte se hizo contra la fuerza de la fortuna. El Maestro lo concierta con una similitud, diciendo: están los árboles muy cargados de fruta, y porque los ramos no se caigan los suelen ayudar unas horquillas y maderos, para que estén firmes. [xxviii]

 

Con esta analogía entre horticultura y arte, a través del Brocense y de Diego López, nos regala Alciato una definición muy peculiar sobre la función y la esencia del arte. El Arte es necesario porque nos ayuda a prevenir los azares de la Naturaleza, y porque el Arte en sí mismo es una fuerza natural, producto de la Gracia de Dios: una acción mediante la cual la Naturaleza se cuida a sí misma. Para los humanistas tradicionales la noción de Arte trascendía lo estético, al grado de confundirse con la Ciencia (por vía de lo técnico) y con la Filosofía (por vía de lo hermenéutico). En ese sentido, el Arte podría definirse como un amor natural o deseo irresistible por la Sabiduría.

Por tanto, puede sospecharse que Alciato, al condenar la astrología, no pretendía condenar todo tipo de conocimiento, como lo supuso Carlo Ginzburg. Si el Emblematum liber atacaba a sus practicantes era porque Alciato consideraba que dicha ciencia era falsa. Lo mismo opinaba otro doctísimo humanista, Pico della Mirandola, cuyo amor a la sabiduría humana no impidió que atacara a los astrólogos, pues consideraba erróneo delegar los poderes y la gracia de Dios al influjo de los astros.[xxix] En su travesía editorial a través de esos siglos tan cambiantes y violentos, era imposible que una obra como el Emblematum liber expresara una filosofía coherente, completa y constante. Al contrario. Concebidos para excitar nuestra potencia interpretativa, la mayor virtud de sus emblemas radica en que ofrecen, aun en nuestros días, un misterio en el cual se reflejan, como en un espejo mágico, los misterios más hondos de nuestra existencia.

 

Bibliografía

 

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Notas

[i] Santiago Sebastián, “El comentario de Alciato”, en Alciato, Andrea, Emblemas, p. 20.

[ii] Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, p. 186.

[iii] “…stimatissimo da sovrani e papi, conteso dalle maggiori università italiane e straniere per i suoi fondamentali e innovativi contributi sul diritto romano [ma che], deve a un minuscolo volume, scritto nelle ore libere da impegni, la sua imperitura fama e continua attualità, dal ‘500 a oggi”. Mino Gabriele, “Introduzione”, en Il libro degli Emblemi, pp. XIII-XIV.

[iv] En los inicios de la imprenta, resultaba muy caro hacer libros ilustrados, pues las ilustraciones —por lo general, xilografías o grabados en metal— se realizaban aparte del texto y aun en ocasiones se imprimían por separado, lo cual duplicaba el tiempo de impresión. Sin embargo, en el Renacimiento había un amplio mercado para los libros suntuosos, con ilustraciones llamativas y encuadernaciones de lujo, ya que la posesión de estas joyas bibliográficas otorgaba prestigio intelectual a sus propietarios. Anthony Grafton lo explica con una analogía: “el humanista se acercaba a su libro, la primera vez, como un quinceañero californiano de los cincuenta a un coche fabricado en Detroit”. “El lector humanista”, en Historia de la lectura en el mundo occidental, p. 346.

[v] Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, p. 98.

[vi] “Verba significant, res significantur. Tametsi es res quandoque significant, ut hieroglyphica apud Horum et Chaeremonem, cuius argumento et nos carmine libellum composuimus cuius titulus est Emblemata”, citado por Mino Gabriele, op. cit., p. XLIV.

[vii] ”[L’Emblema] sviluppa in tal modo un discorso circolare che ora parla per immagini ora per parole, su diversi piani artistici e intelletuali, concretando idee e suggerendone di nuove, secondo un congegno poético-figurativo, in cui sussistono piena libertà creativa e intento speculativo. Saranno proprio queste modalità compositive ed espressive a imporre con suceso l’Emblema nel mondo letterario europeo e a sancirne il duraturo suceso”. Mino Gabriele, ibidem, p. LXIV.

[viii] “…significa ciò che si introduce o include per ornamento in un’altra cosa, come accade nell’intarsio, nel mosaico, nel ricamo delle vesti, oppure nelle forme in rilievo applicate su altra materia, per esempio un tondo d’oro con effigie sbalzata fissato sopra un vaso d’argento”. Mino Gabriele, op. cit., p. XXXV.

[ix] Plotino, “Enéada Primera”, en Selección de las Enéadas, p. 81.

[x] Domingo Ynduráin, El fin del humanismo tradicional, p. 65.

[xi] Bernardino Daza Pinciano, “Prefación de Bernardino Daza Pinciano sobre los Emblemas de Alciato traducidos por él mismo, a sus amigos”, en Los Emblemas de Alciato traducidos en rimas españolas. Añadidos de figuras y de nuevos emblemas, p. 10.

[xii] Santiago Sebastián, op. cit, p. 22.

[xiii] Andrea Alciato, Los Emblemas de Alciato traducidos en rimas españolas, p. 149.

[xiv] Santiago Sebastián, op. cit., p. 30.

[xv] Ibidem, p. 23.

[xvi] Bien; por su incredulidad fueron desgajadas, pero tú por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, sino teme”. Romanos, 11, 20.

[xvii] Citado en Declaración magistral sobre las Emblemas de Andrés Alciato con todas las historias, antigüedades, moralidad y doctrina tocante a las buenas costumbres, s/p.

[xviii] Santiago Sebastián, op. cit., pp. 23-24.

[xix] En las primeras ediciones (Augsburg, 1531, y París, 1534) este emblema aparecía como el número LXXVII. Cfr. Andrea Alciato, Il libro degli Emblemi, p. 409.

[xx] Santiago Sebastián, op. cit., p. 37.

[xxi] Mino Gabriele, op. cit., p. 410.

[xxii] Diego López, op. cit., f. 34.

[xxiii] Ibidem, f. 35.

[xxiv] Cfr. Luis Gil Fernández, Panorama social del humanismo español (1500-1800), p. 273.

[xxv] Domingo Ynduráin, El fin del humanismo tradicional, p. 33.

[xxvi] En la edición del Brocense (1573) aparece con el número XCVIII por un error editorial, pues la numeración se saltó el LXXX.

[xxvii] Diego López, op. cit., f. 252v.

[xxviii] Ibidem, f.254.

[xxix] Giovanni Semprini, La filosofia de Pico della Mirandola, p. 176.

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