Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Alfaro, Juan Antonio. (2015). Tres Motivos para Javier Acosta. Revista Digital FILHA. [en línea]. Diciembre. Número 13. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas. Publicación semestral. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 1870-5553.
Juan Antonio Alfaro es un joven poeta de San Luís Potosí, integrante del Instituto Potosino de Bellas Artes.
Odiseo, después de veinte años de ausencia, luego de luchar en la Guerra de Troya, regresa a Ítaca con el vestido de mendigo que Atenea le había puesto para enfrentar mejor a sus enemigos. Argos, el perro de Odiseo, enfermo y descuidado por los años que han pasado, es el único que lo reconoce. En un último esfuerzo, Argos saluda a Odiseo moviendo la cola. Odiseo se da cuenta de la fidelidad de su perro, derrama una lágrima y sigue su camino. Es ahí cuando el corazón del perro palpita por última vez.
De este modo, Argos se convierte en el ejemplo perfecto de la fidelidad del perro y del reconocimiento del amo. Pero, más allá de lo evidente, hay algo entre Argos y Odiseo que por su naturaleza pasa desapercibido: hay silencio. Y ese silencio permite la confidencialidad, el pleno reconocimiento. Aunque el silencio da por hecho que entre amo y perro existe una fidelidad implícita, es el significado del gesto lo que permite descubrirnos que hay un reconocimiento. Mario Montalbetti dice a propósito del significado: “(…) los significados no son verbales, son visuales, es decir, son los resultados de procesos. Esta es la idea que debemos tener en cuenta, la de la distancia entre significante y significado. Si la distancia tiende a cero, la época será visual; si tiende hacia el infinito, será verbal”. Estos procesos a los que se refiere Montalbetti son aquellos previos al origen verbal. Un ejemplo de ello podrían ser las emociones que, aunque no tienen una representación precisa, su significado es el resultado de una función cognitiva que antecede a la función verbal. Así, el silencio es anterior a la palabra.
Volviendo a la escena de Argos y retomando a Montalbetti, podría decirse que el significado avanza en un sentido catastrófico: en cuanto el reconocimiento entre perro y amo se consuma, el perro muere. Ahí, la distancia entre significante y significado se reduce a cero, lo visual es revelado y no hay necesidad de más: el misterio termina. No obstante, permanecen algunas interrogantes: ¿cómo es que el perro reconoce a Odiseo? ¿La complicidad acaso es tanta que Odiseo se reconoce en el perro y viceversa? ¿No plantea Homero una simetría entre la imagen del perro enfermo y Odiseo disfrazado de mendigo que se vuelve casi como un espejo? Es en esta última parte, en el proceso de identificación, hacia donde nos lleva Javier Acosta con este libro: 19 Poemas al oído del perro.
Otra vez Montalbetti: “(…) algunos rasgos de lo humano son accesibles, aunque para ello tengamos que simplificarlo. Una forma de simplificar al ser humano para poder hablar de él es compararlo con animales”. Aquí hago una aclaración: el ser humano es complejo por naturaleza. Simplificar al ser humano es posicionarlo en un lugar accesible y lejos de su complejidad con la posibilidad de explicarlo de forma más concreta y, para ello, un recurso es valerse de estas asociaciones retóricas que, de entrada, no son nada simples (basta recordar los poemas de Antonio Cisneros o de Ted Hughes).
Javier Acosta, en este libro, trata de plantearnos algo similar: a través de la explicación del animal —en este caso el perro—, el hombre va descubriéndose a sí mismo en un proceso de identificación. Es preciso recordar que para Lacan la identificación en un inicio está relacionada con la locura: la locura es la realización plena de la identificación, es decir, cuando el sujeto cree ser aquello con lo que se identifica. Este proceso de identificación, Javier lo va planteando de forma progresiva: en la voz poética existe un sentimiento de lejanía frente al mundo que únicamente se ve reconfortado al estar cerca del perro. El autor, entonces, escribe en el poema 2 de la serie, lo siguiente: También me descompone / el pelo de los gatos, / el autismo del hámster, / la aristocracia del caballo, / la eternidad del tigre, / la insoportable balada de los pájaros. // Pero me reconforta / tu nervioso ladrido y tu silencio, / tu relamer de pulgas, / tu orina en las encrucijadas de mi vecindario, / tu olor a perro cuando estás mojado.
En este posible inicio la voz dentro de los poemas descarta, por medio del listado, cualquier antropomorfismo que sea un lugar común. En cambio, pareciera adentrarnos a una imagen de un animal que aunque aparente ser más primitivo en su comportamiento, es también más cercano al actuar del hombre. Además, esta misma voz, vuelve a reafirmar su lejanía y, en un paso más en el proceso de identificación, reconoce al perro como el maestro de la escucha: Ya sólo quedas tú, dócil guardián de la melancolía. // Ya sólo quedas tú, maestro de la escucha.
En estos breves pero potentes poemas, Javier Acosta, comienza a dibujar un mundo desolado, en el que el temor y el misterio han perdido su atractivo debido a esa carga visual que Montalbetti mencionaba y que, por ende, vuelcan al hombre en contra de la incertidumbre: Nadie en el mundo teme a los fantasmas, se lee al principio del poema 4. Sin embargo, la comunión que se (re)crea entre hombre y perro —alejados ellos mismos de ese mundo—, es la apuesta por el misterio. El hombre pregunta: ¿Cuáles son los fantasmas / que nombra tu ladrido?
Ya en plena identificación, se confiesa: También yo tuve que aprender / a pararme en dos patas / para ganar mi plato de comida // También sé oler el miedo y esconder el rabo; / pero mi amo es invisible. Aquí encontramos una vuelta a un tema que ya antes había sido tratado por Javier en el Libro del Abandono: la extrañeza ante los hombres y ante el vacío de Dios, la ausencia de él o de algo. Por eso escribe: algo te falta ya del lobo; pero también / algo te faltará siempre de tu dueño, // también a mí — algo me falta y algo / me sobra de ser hombre. Si Montalbetti pedía entender la distancia entre significante y significado como lo verbal, y Lacan afirmaba que en esa distancia había un resto, Javier nos da un ejemplo de esa falta en los versos anteriores. El resto es el fantasma, y en estos 19 poemas en un primer momento se transforma en la madre del perro: la madre que en el sueño se constituye bajo la forma edípica y que termina, olvidando el orden simbólicamente, comiéndose a sus hijos-perros.
El segundo momento es la vergüenza ante ese “algo supremo”, el amo invisible en palabras del autor y que termina con la despedida al momento de dormir confiando su alma reducida a ceniza al perro y, por lo tanto, dando paso a la interiorización que hace el sujeto del perro mismo: Ya me voy a dormir, ahí te dejo mi alma, / reducida a ceniza en tu cazuela. / No sé si le caerá bien a tus tripas.
Con el mundo completamente alejado y el perro como Argos que espera a los pies del amo, la presencia de Dios es imposible como imposible es su ausencia: Javier Acosta nos devuelve al vacío, deshace el yo en un doble que no es ni Dios ni el perro porque el perro queda alejado, al último, como siempre; nos da una paradoja, una angustia: Ya sólo queda para mí / este mundo sin Dios y sin su ausencia. // Este insaciable apetito / de soledad y compañía.
El giro al final es interesante: el perro deja de ser el sometido, deja de tener dueño y se convierte en el maestro consumado de la escucha. El “amo” (entre comillas) cede y el perro ya no se posiciona en último lugar, es ahora el “amo” quien, despojado de toda autoridad, queda con la penosa tarea de recoger las heces del mundo // La silenciosa recolección de la mierda.
La de Javier Acosta es una poética que se distingue por la contención verbal. El lenguaje se reduce a su materialidad y calidad sonora. Existe una sustancia emotiva en su poética, pero ésta se vuelve ajena al lector por sus múltiples desdoblamientos. Y es ese alejamiento del lector lo que le permite a Javier sorprenderlo y cuestionarlo: confrontarlo de frente.
Hay quienes dicen que para hablar otro idioma es más fácil escucharlo antes que aprender a escribirlo, Javier nos introduce a su poesía del mismo modo: aprendiendo a escuchar y luego leyendo. Por esto mismo, lejos de su aparente parquedad, sus poemas huyen de un significado preciso: nos posicionan en medio del significante y el significado, en ese abismo que deja de ser signo.
Sí, Javier Acosta es un maestro de la escucha, pero también es ese Odiseo que con cada libro llega a su Ítaca, que es cada lector, sólo para posicionarnos en el abismo y seguir su camino. 19 Poemas al oído del perro son, en su brevedad, ejemplo de experiencia vital y, sobre todo, de los alcances del pensamiento reflexivo vuelto poema.