Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Orejudo Pedrosa, Juan Carlos y Dávila Hernández, Alberto de J. (2015). Rousseau y la opinión pública en el siglo XVIII. Revista Digital FILHA. [en línea]. Diciembre. Número 13. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas. Publicación semestral. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 1870-5553.
Alberto de Jesús Dávila Hernández es Licenciado en Ciencia Política y Administración Pública por la Universidad de Tolosa, Zacatecas. Maestro en Ciencia Política por la Universidad Autónoma de Zacatecas, y actualmente, alumno del doctorado en Ciencia Política por la Universidad Autónoma de Zacatecas.
Juan Carlos Orejudo Pedrosa es doctor en filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid con la tesis titulada El pecado del conocimiento en la obra de Baudelaire. Actualmente desarrolla su actividad docente-investigadora en la Universidad Autónoma de Zacatecas (México), en la Unidad Académica de Ciencia Política. Es Perfil Promep y Miembro del sistema Nacional de Investigadores. Contacto: juancarlos_orejudo76@yahoo.es
ROUSSEAU Y LA OPINIÓN PÚBLICA EN EL SIGLO XVIII
Resumen: Dentro de la filosofía política es fundamental el estudio de la opinión pública porque determina, en gran medida, la legitimidad de los regímenes democráticos vigentes. Rousseau se percata de lo anterior, por lo que en su obra El contrato social menciona, pero no desarrolla algunos aspectos que son necesarios para entender, clarificar e interpretar su pensamiento filosófico-político.
Palabras clave: Opinión Pública, Costumbres, Legitimidad, Siglo XVIII, Régimen Democrático, Contrato Social, Burguesía.
Abstract: Within political philosophy it is essential the study of public opinion, because it determines to a large extent, the legitimacy of existing democratic regimes. Rousseau knew that, that’s why in his work The Social Contract mentions but does not develop some aspects that are necessary to understand, clarify and interpret their philosophical and political thoughts.
Keywords: public opinion, customs, legitimacy, eighteenth century, democracy, social contract, bourgeoisie.
El propósito de este ensayo consiste en analizar el concepto de opinión pública en la obra de Jean-Jacques Rousseau. Actualmente el estudio de la opinión pública como concepto, como idea o como teoría, es fundamental para el entendimiento y el desarrollo de los regímenes democráticos contemporáneos. Esto se debe a que sus elementos, sus características y sus procesos de formación, determinan la legitimidad del régimen democrático. El proyecto ilustrado tal como fue enunciado por Kant en su opúsculo titulado ¿Qué es Ilustración? (1784) plantea una concepción pública de la razón emancipada del yugo del pasado, descrita por Kant como la “salida del hombre de su auto culpable minoría de edad” (Kant, 1784, p. 21). Kant, como pensador liberal defiende, como harán más tarde Rawls y Habermas en el siglo XX, el proyecto ilustrado centrado en la idea de libertad o de autonomía, la cual ocupa un lugar central en el pensamiento de Rousseau:
Pero para esta Ilustración únicamente se requiere libertad, y por cierto, la menos perjudicial entre todas las que llevan ese nombre, a saber, la libertad de hacer siempre y en todo lugar un uso público de la propia razón (…) Por todas partes encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿Qué limitación impide la Ilustración? Y, por el contrario, ¿Cuál la fomenta? Mi respuesta es la siguiente: el uso público de la razón debe ser siempre libre; sólo ese uso puede traer la Ilustración entre los hombres (Kant, 1784, p. 23).
La íntima relación entre “libertad” y “uso público de la razón” no pasa desapercibida en la obra de Rousseau. Kant define a Rousseau como el “Newton de la moral” (Cassirer, 2007). Rousseau concibe al hombre como un ser libre que se auto-determina a través de las leyes que emanan de su propia razón. En su obra El contrato Social de 1762, Rousseau extiende la idea de libertad al ámbito de lo público y de lo político. La sociedad es el origen de la desigualdad y de la injusticia entre los hombres, no el hombre natural salido de las manos del creador, sino el hombre del hombre, el hombre modelado por el hombre a través de la opinión y de los artificios de la falsa civilización. El Contrato Social de Rousseau trata de restituir la verdad del hombre expresada a través de la voluntad general. Rousseau, por otra parte, no puede dar totalmente la espalda a la diversidad ni a la libertad individual, la cual se plasma en el espacio público dentro del contexto de la sociedad burguesa:
El Estado moderno, si quiere ser libre, exige una población numerosa y diversa. Aparece entonces como una polis deliberada y, artificialmente extendida y diluida (…) se interponen dos artificios: por una parte, el filtro de la representación; por otra, una legislación que favorezca las libertades individuales, en especial, la libertad comercial. En la nueva comunidad, el ciudadano casi nunca es inmediatamente ciudadano: es en principio el agente de sus intereses privados, tanto “morales” como “materiales”, y en la medida en que es ciudadano, necesita la mediación de sus representantes. Se puede decir, como Rousseau, que no es libre más que “durante la elección de los miembros del Parlamento”, pero de esta manera se puede tener libertad sin tener guerra (Manent, 2003, p. 61).
Es precisamente la multiplicación de los intereses lo que más desespera a Rousseau. Es la visibilidad de los intereses lo que se torna peligroso en la sociedad moderna dividida en ricos y pobres (Manent, 2003, p. 60-61).
De esta manera, nos proponemos con base al pensamiento político de Rousseau, explicar y clarificar algunos aspectos concernientes a la formación de la opinión pública dominante en Francia durante el siglo XVIII, en contraste con la concepción de “opinión pública” necesaria para la unidad de la teoría política de Rousseau. Recordemos que para el ginebrino, la opinión pública y las costumbres son parte complementaria de su teoría del contrato social para la legitimidad del poder político. Rousseau distingue entre la ley política, la ley civil y la ley penal, aunque reconoce el rol crucial e importante de la ley de las costumbres y la opinión. Lo dice al final del capítulo XII del libro segundo de El contrato social (1762) de la siguiente manera:
A estas tres clases de disposiciones hay que añadir una cuarta, la más importante de todas, que no se esculpe en el bronce ni en el mármol, sino en el corazón de los ciudadanos; ley que funda la verdadera constitución de Estado, que se robustece todos los días; que cuando las otras leyes envejecen, las reanima y las suple, conserva un pueblo en el espíritu de su institución y sustituye insensiblemente la fuerza de la autoridad con la del hábito. Hablo de las costumbres, y, sobre todo de la opinión, parte desconocida por nuestros políticos, pero de la cual dependen todas las demás; parte de que se ocupan en secreto los grandes legisladores, mientras que en apariencia se limitan a reglamentos particulares, que no son sino la cinta de la bóveda, de la cual las costumbres, más lentas en nacer, forman, al fin, la inquebrantable clave (p.82).
Aunque Rousseau no desarrolla cabalmente estos postulados, es necesario hacer algunos señalamientos y observaciones con el fin de entender su teoría del contrato social. Los planteamientos de autores como Jürgen Habermas (1981) y Elisabeth Noelle-Neumann (1995), quienes acreditan el origen del concepto de opinión pública a los escritos del ginebrino, nos ayudarán a comprender mejor su pensamiento político y el desarrollo histórico de la opinión pública como elemento cultural para la legitimidad del poder político en las democracias modernas.
Los estudiosos de la opinión pública se remontan a partir de la segunda mitad del siglo XVIII[1]. En este periodo, comenzaron a consolidarse una serie de mecanismos sociales, económicos y políticos, que influyeron en el desarrollo de las democracias modernas occidentales, entre ellos, la formación de la opinión pública, la cual amalgamó la opinión con referencia a lo público como juicio colectivo de lo político. Sartori (1993) explica:
La expresión “opinión pública” se remonta a los decenios que precedieron a la Revolución francesa de 1789. La coincidencia no es fortuita. No se trata sólo del hecho de que los iluminados se asignaban la tarea de difundir las luces y por lo tanto, implícitamente, de formar la opinión de formar un público amplio; sino también de que la Revolución francesa preparaba una democracia en grande que a su vez presuponía y generaba un público que manifiesta opiniones (p.56).
En apoyo a esta idea Price (1994) afirma:
La combinación de público y opinión en una expresión única, utilizada para referirse a juicios colectivos fuera de la esfera del gobierno que afecten a la toma de decisiones políticas, apareció siguiendo varias tendencias políticas, económicas y sociales europeas. Aunque al menos un historiador acredita que los ingleses usaban frases tales como «opinión del pueblo» y «opinión del público», en época tan temprana como 1741, se considera a los franceses, la mayoría de las veces, como inventores y popularizadores del concepto (p.22).
En este sentido, algunos autores como el mismo Price (1994), Habermas (1981) o Noelle-Neumann (1995), coinciden en que Rousseau fue, alrededor de 1750, el primero en utilizar el concepto de l’opinion publique. Habermas (1981) al respecto señala:
En efecto: un año antes se había hablado por primera vez de opinión publique; Rousseau fue el primer autor que utilizó esa expresión en su célebre Discurso sobre las artes y las ciencias [1749]. Rousseau emplea la nueva noción en el viejo sentido de opinión; el atributo publique denota de todos modos el cambio de perspectiva de la polémica. Los críticos, se dice ahora, sepultan los fundamentos del creer y aniquilan la virtud, dedican su talento y su filosofía a la destrucción y al socavamiento de aquello que los hombres consideran sagrado; se enfrentan a la opinión pública (c’est de l’opinion publique qu’ils sont ennemis) (p.127).
Siguiendo este orden de ideas, Noelle-Neumann (1995) hace un interesante análisis de la idea de opinión pública en Rousseau. Comienza afirmando que el ginebrino, siendo secretario del embajador de Francia en 1744, al escribir una carta a Amelot, utiliza el concepto de opinión pública asemejándola a un “tribunal cuya desaprobación hubiera que protegerse” (p.112), por lo que todavía no la relaciona el concepto directamente con el juicio a lo político. Noelle-Neumann (1995) afirma que es a partir de 1750 cuando “la preocupación por el poder de la opinión pública empapa los escritos de Rousseau” (p.112).
La preocupación de Rousseau por la opinión pública, inició con el acoso (a veces infundado por su delirio de persecución), que sufrió por parte de los generadores de la opinión pública de su tiempo por lo controvertido de algunas de sus obras. Recordemos que se enemistó con Voltaire, uno de los principales publicistas de la naciente opinión pública, que a través de panfletos, folletos, cartas y su mismo discurso, influía en los círculos que frecuentaba, los cuales a su vez influían en la sociedad parisina. Matthew Josephson (1958) con respecto a la rivalidad entre Rousseau y Voltaire menciona:
La sola mención del nombre de Rousseau bastaba para despertar en Voltaire una cólera irrefrenable. Se vengó en una serie de cartas difamatorias, en innumerables folletos, que escribía secretamente, o instigaba, cuya paternidad negaba después con el mayor descaro. Sus insultos eran frecuentemente innobles, puesto que se referían sarcásticamente a la descendencia plebeya de Rousseau. (…) Voltaire se consternó y encolerizó. Publicado el libro de Rousseau en 1758, originó una tormenta memorable: alrededor de cuatrocientos folletos de ataque y defensa aparecieron durante los años siguientes (Pp. 262 y 261).
Los ataques de Voltaire surtieron efecto en la opinión pública y en las autoridades de la época. Rousseau pronto fue censurado por el clero, desaprobado por la aristocracia y desprestigiado por algunos colegas enciclopedistas. Es por lo anterior que Rousseau percibió y sintió el poder que la opinión pública iba tomando y que posteriormente encaminaría directamente al juicio político de las instituciones francesas que culminaría en la Revolución Francesa.
Mientras tanto, la concepción de Rousseau de la opinión pública, vista como juicio político, cada vez iba tomando mayor consistencia en sus escritos a partir de 1755, ya que la relaciona directamente con la normatividad social. Noelle-Neumann (1995) afirma que Rousseau se debate entre evaluaciones ambivalentes o contradictorias acerca de la opinión pública: por una parte, la opinión pública es la guardiana de la moralidad y de las tradiciones; y por otra, la opinión pública es un prejuicio vacío que es enemigo de la reflexión consciente. La politóloga alemana explica:
No podemos seguir ignorando la ambivalencia de Rousseau: a veces dice que la opinión pública es un prejuicio vacío y en otras ocasiones le asigna el objeto de proteger lo más permanente y más valioso: las costumbres, la tradición y la moralidad. Es fácil descubrir esas contradicciones en Rousseau (p. 117).
Sin embargo, a nuestro parecer, la contradicción sólo es aparente y fácil de esclarecer si tomamos en cuenta la distinción entre el es y el debe ser, entre el constructo del contrato social y el constructo del anti-contrato social[2].
De esta manera, debemos tener en cuenta que Rousseau cuando habla de la opinión pública no especifica entre la que es un prejuicio vacío y la que es protectora de los principios morales, por lo que no distingue entre la opinión pública históricamente dominante, que lo persiguió y acosó por sus críticas a la cultura de su tiempo y la opinión pública necesaria para su teoría del contrato social. El ginebrino ya observaba, a partir de su realidad inmediata, el gran poder que la opinión pública (en general) iba construyendo[3], no la concibió desde un estado conjetural o hipotético como su estado de naturaleza, sino que avistó en la opinión pública histórica las manifestaciones tanto positivas y negativas que se siguen discutiendo hasta ahora.
Como se explicó anteriormente, fue la opinión pública dominante de la época, la que popularizó, pero también condenó a Rousseau por sus escritos polémicos. Habermas, en su obra Historia y crítica de la opinión pública. La trasformación estructural de la vida pública (1981), explica y analiza los elementos históricos que dieron pie a la formación de la opinión pública dominante que se desarrolla hasta nuestros días. Plantea su origen en “La publicidad representativa burguesa”, que en primer instancia estaba constituida por la relación entre la sociedad cortesano-aristócrata y la clase burguesa, principalmente la clase instruida, ésta última fue la que se impondría política, y por supuesto, económicamente. Habermas (1981) señala:
La publicidad representativa no es, evidentemente, una publicidad autóctonamente burguesa; conserva cierta continuidad con la publicidad representativa de la corte real. La vanguardia burguesa de la capa media instruida aprende el arte del raciocinio público en comunicación con el «mundo elegante», una sociedad cortesano-aristócrata que, obviamente, iba distanciándose, a su vez, de la corte y formando un contrapeso en la ciudad a medida que el moderno aparato estatal se autonomizaba frente a la esfera personal del monarca (p.67).
La publicidad burguesa se fue consolidando y alejando de la sociedad cortesano-aristócrata, en la medida en que, a través de medios literarios, quitaron el monopolio a las autoridades tradicionales en torno a la crítica y al carácter de lo estético, lo que tuvo como consecuencia una ampliación, pero también una exclusión del público juicioso. Roger Chartier (2003) señala al respecto:
Este juicio [político] es emitido por las instituciones que establecieron al público como una instancia de la crítica estética: los salones, los cafés, los clubes, los periódicos. Esta publicidad, que quita a las autoridades tradicionales (la corte, las academias competentes, los expertos) el monopolio de la evaluación de las producciones artísticas es, a la vez, una ampliación y una exclusión (p.33).
Chartier (2003) explica que esta publicidad fue una ampliación del público, porque la publicidad e ideas llegan a un mayor número de personas, cualquiera que supiera leer o que estuviera expectante de los acontecimientos podía ser influido. Y exclusión, porque de cierta manera se necesitaba un bagaje cultural que no todos poseían. Lo dice de la siguiente manera:
Ampliación, porque gracias a múltiples soportes —en particular los periódicos— se crea una comunidad crítica que incluye a “todas las personas privadas que, en su carácter de lectores, oyentes y espectadores —siendo supuesta su posesión de bienes y cultura— estaban en condiciones de dominar el mercado de los temas de discusión” (p.33).
Y exclusión:
Porque “bienes y cultura” no son el patrimonio de todos y porque del debate político, salido directamente de la crítica literaria, está alejada de la mayoría, privada de los conocimientos que permiten “el uso público que las personas privadas hacían del razonamiento” (p.33).
En otras palabras, sólo la clase burguesa cumplía con las características sociales, económicas y culturales que les permitía hacer juicio autónomo de lo político. De esta forma, la opinión pública se desarrolló con mayor intensidad en la segunda mitad del siglo XVIII, la cual, tiene sus orígenes en el proceso de fortalecimiento de la burguesía en su etapa mercantil que comenzó siglos atrás y que el naciente liberalismo apoyó incondicionalmente. Según Habermas, el tráfico de noticias fue inherente al tráfico de mercancías, lo que propició el medio idóneo para que las personas privadas se reunieran a discutir un tema de interés público. Habermas (1981) señala:
El tráfico de noticias se desarrolla no sólo en relación con las necesidades del tráfico mercantil: las noticias mismas se han convertido en mercancías. La información periodística profesional obedece, por tanto, a las mismas leyes del mercado, a cuyo surgimiento debe ella su propia existencia. (…) La publicidad burguesa puede captarse ante todo como la esfera en la que las personas privadas se reúnen en calidad de público. Pronto se reclaman éstas de la publicidad reglamentada desde arriba, oponiéndola al poder público mismo, para concertar con ella las reglas generales del tráfico en la esfera —básicamente privada, pero públicamente relevante— del tráfico mercantil y del trabajo social (p.59 y 65).
La formación de la opinión pública históricamente dominante, obedece pues, al desarrollo de la burguesía y a sus intereses de expansión. Es decir, “la teoría de la sociedad burguesa se complementa por medio de la doctrina de la opinión pública política” (Habermas, 2008, p.82 y 83). La burguesía a través del modelo liberal, impuso sus intereses económicos en relación con sus intereses políticos al cuestionar el orden social y los excesivos privilegios del monarca, por lo que se puede deducir que las instituciones de la publicidad burguesa difundían ideas de “libertad” que ayudaron a la proclamación de los derechos individuales del hombre, pero, con el trasfondo de los intereses burgueses.
Esa misma “libertad” se traslada al ámbito económico, el cual beneficia al tráfico mercantil y por consecuencia genera riqueza y poder de facto a la burguesía, trayendo como consecuencia su reposicionamiento ascendente en la escala social. Por lo que la burguesía y su opinión de lo público y de lo político, se emancipó de cualquier normatividad que limitara la producción, comercialización y distribución de mercancías para la acumulación de capital. Habermas (1981) explica:
Los poseedores de mercancías pueden considerarse, en cierto modo, autónomos. En la medida en que se han emancipado de las directivas y controles estatales, deciden libremente de acuerdo con criterios de rentabilidad; y en este proceso nadie es sometido a la obediencia, sino que todo el mundo se encuentra a merced de las anónimas leyes del mercado, regidas, al parecer, por una racionalidad económica que le es inherente (p.83).
Aunque la opinión pública burguesa tenía y tiene cierta autonomía, podemos decir que la opinión pública en general, (que incluía, además de los burgueses, a todo aquel que fuera económicamente dependiente: a la clase plebeya, sirvientes y asalariados); no fue en sí misma autónoma, ya que la misma burguesía mantenía influencia predominante y dictaba la agenda de los temas públicos y políticos con base a sus intereses particulares. En este sentido, es la burguesía la que controlaba a partir del tercer tercio del siglo XVIII la opinión pública en Europa.
Desde luego, no podemos dejar de mencionar los logros de la opinión pública burguesa en el ámbito de los derechos civiles a través del liberalismo político. La mayoría de las revoluciones y movimientos independentistas subsecuentes en América surgieron, precisamente, de las ideas publicitadas de pensadores ilustrados burgueses que movilizaron a las masas con el fin de modificar el orden social. Sin embargo, estos movimientos, en la mayoría de los casos, sólo reacomodaron a la clase burguesa políticamente, con lo cual lograron la imposición de sus directrices y formas de organización social y cultural, en cambio, el ancho de la población (los desposeídos), a pesar de que ganaron el reconocimiento de ciertos derechos políticos, su condición y dignidad humana siguió siendo violentada y superada por el poder fáctico y económico real.
Rousseau cree que esa opinión pública que lo acusó y persiguió es lo que detiene el conocimiento del propio ser, por lo que en sus textos confesionales (1765, 1770), trata, a través de la recuperación espiritual de sí mismo de despojarse de lo que para él, era un obstáculo para la felicidad. Starobinski (1983) cita a Rousseau: “Empleé todas las fuerzas de mi alma en romper las cadenas de la opinión general, y en hacer valerosamente todo lo que me parecía bien, sin preocuparme en absoluto por el juicio de los hombres” (p.52). Es por lo anterior que Rousseau denunció la parte de la opinión pública que mantenía al individuo fuera de sí, porque creía que la opinión de los sujetos estaba enajenada principalmente por la opinión de la clase burguesa que imponía sus gustos y sus formas de pensar a través de diferentes instrumentos. Noelle-Neumann (1995) comenta y cita a Rousseau:
Rousseau considera la compulsión al consumo como un efecto concomitante de la opinión pública: «En cuanto desean una tela por ser costosa, sus corazones han caído presos de la lujuria y de todos los caprichos de la opinión, ya que este gusto ciertamente no ha surgido espontáneamente de ellos» (p.117).
Para el ginebrino, el consumo ya era un malestar social porque a través de la compra de mercancías y servicios, el hombre sentía la comodidad seductora y engañosa del lujo, lo que aniquilaba el desarrollo de sus virtudes, ya que el trabajo forma parte constitutiva del hombre[4]. Esto puede verse con claridad en el Emilio (1772), en donde señala: “…trabajar es un deber indispensable al hombre social. Rico o pobre, poderoso o débil, todo ciudadano ocioso es un bribón” (p.224). Rousseau afirmaba que a consecuencia del lujo se disolvían las costumbres y el sentido de pertenencia a una comunidad, lo que tenía repercusiones negativas en el apego y seguimiento a la ley. En su primer Discurso (1750) señala:
…la disolución de las costumbres, consecuencia necesaria del lujo, acarrea a su vez la corrupción del gusto. Y si por casualidad entre los hombres extraordinarios por sus talentos, se encuentra alguien que tenga firmeza de alma y que se niega a adecuarse al genio de su siglo y a envilecerse por producciones pueriles ¡pobre de él! Morirá en la indigencia y el olvido. (…) con el dinero se tiene todo, excepto las costumbres y los ciudadanos (p.34 y 35).
Recordemos que Rousseau estaba fuertemente inclinado a la teoría sensualista, pensaba que la opinión pública no surgía libremente del razonamiento, ni de los sentimientos y necesidades de cada persona, sino eran impuestas por la sociedad burguesa. Rousseau (1750) lo dice de la siguiente manera:
Si nuestras costumbres nacen de nuestros propios sentimientos cuando vivimos en soledad, en la sociedad surgen de la opinión del prójimo. Cuando no se vive en sí, sino en los demás, son los juicios de éstos los que regulan todo. Nada les parece bueno o deseable a los individuos, sino lo que el público ha juzgado como tal, y la única felicidad que la mayor parte de los hombres conoce es la de ser considerados felices (p.83).
Es decir, para el ginebrino la felicidad nace de sí mismo, no se es feliz en la medida en que los demás consideran que alguien es feliz. Según Rousseau (1762), para tener una opinión no enajenada, el individuo tiene que aprender a estar consciente de todas esas sensaciones y elaborar un juicio reflexivo a través de la razón y el conocimiento de sí mismo. Él afirma que: “La conciencia de toda sensación, es una proposición, un juicio. Por tanto, en el momento que se compara una sensación con otra, se razona. El arte de juzgar y el arte de razonar son exactamente lo mismo” (p.237).
En este sentido, Rousseau vio claramente el lado negativo de la opinión pública de su época, y que de cierta manera, con sus posteriores desarrollos, todavía lo sufrimos. Para que una democracia funcione correctamente y el poder político sea legítimo, debe tener como elemento primordial cierta autonomía en la formación de la opinión pública, la cual nace exclusivamente de la individualidad, la cual nace de sí misma para sí misma, pero encaminada a la utilidad y permanencia de la esencia humana. Rousseau en su teoría del contrato social, exalta y rescata las características que debiera tener dicha opinión pública y que tienen como base al individuo autónomo y moral.
Rousseau en El contrato social relaciona dos aspectos que son complementarios y fundamentales para establecer los principios del derecho político. El primero es la opinión pública y el segundo las costumbres. Estos dos aspectos están relacionados entre sí y forman parte de una concepción de cultura que Rousseau da a entender en contraposición con el análisis y la crítica de la sociedad de su tiempo, es decir una concepción de cultura que podríamos llamar: “contra-Ilustrada”. El ginebrino es muy claro, cuando al mencionar los tres tipos de leyes del Estado: la ley política, la ley civil y la ley penal; añade estos dos aspectos que le parecen más importantes.
En esta cita mencionada al principio de este apartado, Rousseau relaciona directamente la opinión con el interés público y la política, ya que para él el individuo hace de las costumbres y de la opinión la “ley que funda la verdadera constitución”, la cual es más fácil de cumplir porque el individuo conoce la utilidad de su aplicación en la que la opinión independiente juega un papel decisivo a la hora de determinar las condiciones en que la acción discursiva se vuelve “verdad”.
Aquí, la opinión pública autónoma funciona como censor regulador o normativo de la acciones de los ciudadanos, lo que ayuda a proteger los principios morales y aligera la carga coercitiva del Estado. Noelle-Neumann (1995) se apoya en Christine Gerber, quien revisó las obras de Rousseau en busca de una definición de opinión pública, la cual reproduce:
La única definición de opinión pública que encontró Christine Gerber en Rousseau en este contexto es ésta: «La opinión pública es una clase de ley administrada por el censor y que él, como el príncipe, sólo aplica en casos específicos». Rousseau también explica la función del censor. «La censura conserva los modales y la moral evitando la corrupción de las opiniones, conservando su rectitud con medidas inteligentes y, en ocasiones, incluso determinándolas cuando todavía son dudosas» (p.114).
La opinión pública como censor está directamente relacionada con la normatividad social, tras lo cual, esa misma opinión pública se consolida en la “voluntad general”, y posteriormente produce la ley legítima, es decir, se traduce en normatividad jurídica. Noelle-Neumann (1995) afirma:
El censor fortalece lo mejor de las convicciones colectivas del pueblo. Expresa, proclama o hace tomar «consciencia», como diríamos actualmente, de esas convicciones. En cuanto el censor se «independiza» y afirma que hay acuerdo sobre algo sobre lo que de hecho no hay consenso popular, sus palabras no producen efecto. No hallan respuesta o serán ignoradas. En este sentido, el censor es portavoz. Rousseau configura esta operación de opinión pública mucho más cuidadosamente que sus seguidores del siglo XX. Según Rousseau, no puede recurrirse a ninguna coacción. Todo lo que puede hacerse es que el censor recalque los principios morales básicos (p.114).
El censor de ninguna manera es coercitivo en el sentido jurídico porque es un criterio normativo que tiene su origen en lo social, por lo que es legítimo en sí mismo. Rousseau cuando habla de “censura” se refiere a una forma social de corrección o reprobación de algún aspecto que pueda perjudicar las relaciones interpersonales, para él, la censura no puede ejercerse por una sola persona sino solamente como criterio público informado y justo. Éste solamente puede ser validado y caracterizado por las peculiaridades de una sociedad determinada. Considerar ciertas conductas aberrantes al orden social es un tipo de censura: intolerancia, robo, racismo, corrupción, etc.
La censura se aplica de la sociedad para la sociedad, de ninguna manera la censura es parte del poder político o del gobierno, ni de ningún delegado o representante público. Dicha censura cumple con la función de fortalecer la opinión pública para que ésta no esté sometida a un grupo o a una élite. De esta manera, debe surgir de la misma sociedad que la hace positiva en un lugar y momento determinados, por lo que es inútil copiar o trasladar características censorias de otras culturas o sociedades porque los valores bajo los cuales protegen los principios morales tendrían efectos onerosos en su aplicación indiscriminada a otras culturas, ya que su efecto normativo sería nulo. Rousseau (1758) afirma:
…de un pueblo a otro hay una prodigiosa diversidad de costumbres, temperamentos y caracteres. Sólo hay una naturaleza humana, estoy de acuerdo; pero modificada por religiones, gobiernos, leyes, costumbres, prejuicios y climas, se hace tan diversa que no podemos buscar entre nosotros lo que sería bueno para la generalidad de los hombres, sino lo bueno para ellos en un momento y país determinados (p.21).
En la teoría política rousseauniana, los dos aspectos que son parte de la cultura: las costumbres y la opinión pública, también son parte importante de la “voluntad general” ya que una modifica a la otra, es decir, las costumbres proponen los criterios o los parámetros a través de los cuales se va a juzgar lo público y a su vez establece sus límites; por su parte, la opinión pública modifica las costumbres al juzgar los preceptos que se vuelven hábitos en su carácter de temporalidad, funcionalidad y/o esteticidad. “La volonté générale podría imaginarse quizá como una consolidación de la opinión pública; y a su vez se consolida en las leyes que proceden de la misma” (Noelle-Neumann, 1995: p.115). Habermas (1981) afirma: “Rousseau, (…) fundamenta con toda la claridad deseable la autodeterminación democrática del público, liga la volonté générale a una opinión publique que coincide con la opinión espontanea, sin reflexión, con la opinión en sus disposiciones hechas públicas” (p.129).
Rousseau trata de que la opinión pública, y por lo tanto, la voluntad general, esté en armonía con la naturaleza, lo cual implica la observación de las leyes naturales transformadas y adecuadas por la razón y la conciencia para que en el estado civil perdure en sus valores el criterio de lo “humano”, lo que ayudará al hombre para que tenga a “bien” gobernarse bajo sus propias leyes. La teoría política de Rousseau y su concepción positiva de la opinión pública, es opuesta a la opinión pública históricamente dominante formada por la burguesía y el liberalismo económico, el cual, a través de la idea de la total autonomía en el aspecto privado ?sobre todo en aspectos de tipo económico? determina los valores y las leyes que privilegian los artificios negativos desprendidos de la división del trabajo, el consumo, el desarrollo de la técnica y la propensión al lujo. Habermas (1981) sostiene:
También Rousseau quiere construir en el «estado social» un ordre naturel; pero éste no le parece inmanente a las leyes de la sociedad burguesa, sino, en definitiva, trascendente a la actual sociedad. La desigualdad, igual que la falta de libertad, se siguen de la corrupción de un estado natural en el que los hombres no realizaban sino su naturaleza humana, mientras que la ruptura entre naturaleza y sociedad escinde a cada individuo en homme y citoyen. El primitivo acontecimiento de la auto enajenación hay que cargarlo en el haber del proceso civilizatorio. El genial artificio que es el Contrato social habrá de reparar el desgarro: cada uno subordina a la comunidad persona y propiedad, así como todos los derechos, para participar de los derechos y obligaciones de todos a través de la voluntad general. El pacto social exige un traspaso sin reservas, el homme se fusiona con el citoyen. Rousseau proyecta la poco burguesa idea de una sociedad política desinhibida en la que la esfera autónoma privada, la sociedad burguesa emancipada del Estado, no tiene espacio alguno. Su base no resta desconsiderada: la propiedad es a la vez pública y privada, de tal modo que todo ciudadano sólo en calidad de participante en la voluntad común se tiene a sí mismo por súbdito (p.130).
Habermas en esta extensa cita, resume en gran parte el papel que juega la voluntad general en la teoría del contrato social de Rousseau, la cual se forma con base a la cultura que a su vez tiene en las costumbres y la opinión sus elementos constitutivos que determinan sus leyes y sus normas; estas tienen que estar “íntimamente unidas en el corazón de sus ciudadanos” para “formar un solo cuerpo” (Rousseau, 1758: p.83). Habermas (1981) complementa su análisis haciendo referencia a El contrato social:
La volonté général, garantía de un estado de naturaleza restaurado bajo las condiciones de un estado de la sociedad, brota más bien como una especie de instinto de la humanidad, brota, por tanto, del estado de naturaleza y penetra salvadoramente en el estado de sociedad. Así ve Rousseau, contradiciendo a Montesquieu, el espíritu de la Constitución no inscrito en mármol, ni en metal, sino anclado en el corazón de los ciudadanos, esto es: en la opinión («hablo de costumbres, de uso y, especialmente, de opinión popular») (p.129).
En este orden de ideas, afirmamos, junto con Elisabeth Noelle-Neumann (1995), que Rousseau percibió, en lo que parece una contradicción, dos aspectos fundamentales que ayudan a esclarecer la naturaleza de la opinión pública para las teorías contractuales modernas. La politóloga alemana afirma:
En esa aparente contradicción Rousseau capta más claramente que nadie antes que él el aspecto esencial de la opinión pública, permitiéndonos reconocer por fin todas sus manifestaciones: representa una transición entre el consenso social y las convicciones individuales. El individuo se ve obligado a buscar una solución intermedia, obligado por el «yugo de la opinión» y por su naturaleza vulnerable, que le hace depender del juicio ajeno y resistirse a la separación y al aislamiento. Así lo expresa Rousseau en Emilio: «Como depende tanto de su propia conciencia como de la opinión pública, debe aprender a conocer y reconciliar ambas leyes, y sólo conceder primacía a la conciencia cuando esas leyes se opongan»; en otras palabras, sólo cuando sea absolutamente imposible evitarlo (p.117).
Como es propio de la filosofía rousseauniana, el ginebrino más que proponer una solución en aspectos políticos, hace plantearse problemáticas profundas acerca del statu quo: ¿La burguesía y el liberalismo económico proponen una teoría de la opinión pública adecuada para el funcionamiento de la democracia moderna? ¿Puede sostenerse que la opinión pública en los regímenes democráticos es autónoma? ¿No será más bien la opinión pública dominante burguesa la que impone y enajena la verdadera opinión pública del pueblo? Estos son algunos de los cuestionamientos que deben ponerse a discusión, ya que su consideración es el punto de partida para poder enfrentar por medio de la razón los problemas en las sociedades democráticas modernas.
Podemos concluir que los dos aspectos (negativos y positivos) son y serán inseparables en la opinión pública histórica, por lo que su equilibrio es indispensable para que los sistemas democráticos gocen de mínima legitimidad y cumplan con las demandas del verdadero soberano: el pueblo. El pensamiento político de Rousseau nos ayuda a comprender y a considerar no sólo las contradicciones del hombre moderno, sino también la misma exigencia de la razón para intentar resolver los conflictos y contradicciones de la modernidad.
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[1] Desde luego es importante tener en consideración que para el estudio histórico de la opinión pública del siglo XVIII, los procesos de su formación corresponden a determinadas características políticas, culturales y económicas de las sociedades en que se desarrollaron. Por ejemplo, la formación de la opinión pública en la Francia dieciochesca es diferente a la Inglaterra de ese mismo periodo.
[2] El anti-contrato social al que nos referimos es parte de la construcción metodológica de Rubio Carracedo (1990), en la que lo explica como la realización histórica y depravada del contrato social legítimo.
[3] Rousseau en la Carta a D’ Alembert (1994) señala que: “…por más que se haga, ni la razón ni la virtud ni las leyes vencerán a la opinión pública mientras no se encuentre el arte de cambiarla. Una vez más, dicha habilidad no viene de la violencia”.
[4] Rousseau no ve el trabajo sólo en el sentido productivo o material, sino como elemento indispensable para desarrollar el espíritu, es decir, lo entiende, en primera instancia desde el punto de vista moral.