Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Aranda Espinosa, Francisco. (2024). La flauta de Dionisos o la sabiduría de la tragedia en la música: una filosofía polifónica en torno al pensamiento de Friedrich Nietzsche. Revista digital FILHA. Julio-diciembre. Número 31. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.
Francisco Aranda Espinosa. Mexicano. Profesor investigador de tiempo completo del Instituto de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Licenciado en piano por el Instituto Superior de Música del Estado de Veracruz. Maestro en investigaciones humanísticas y educativas por la Universidad Autónoma de Zacatecas y doctor en filosofía e historia de las ideas por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Orcid ID: https://orcid.org/0000-0002-2582-4431 Contacto: franciscoarandaesp@gmail.com
The flute of Dionysus or the wisdom of tragedy in music: a polyphonic philosophy around the thought of Friedrich Nietzsche
Resumen: La filosofía de Friedrich Nietzsche se destaca por ser singular, intempestiva: dionisíaca, en contraposición a la dialéctica hegeliana y el pensamiento nihilista. Para Nietzsche, la música es fundamental en su doctrina, expresando de manera directa la complejidad de la existencia humana y la voluntad de poder. A través de sus meditaciones musicales, especialmente en las relacionadas con Richard Wagner, Nietzsche profundiza en conceptos clave como la voluntad de poder, el eterno retorno y el superhombre. Aunque inicialmente admiraba a Wagner, Nietzsche se alejó de él debido a sus diferencias estéticas e ideológicas. Esta ruptura con Wagner simboliza la independencia de Nietzsche y su rechazo a adherirse a sistemas preestablecidos. Estamos seguros que las especulaciones musicales de Nietzsche nos ofrecen una perspectiva única sobre su filosofía, explorando la existencia humana desde un enfoque estético y afirmativo, más allá de la ética y la moralidad tradicional.
Palabras clave: Filosofía, Música, Nietzsche, Voluntad de Poder, Dionisíaca, Tragedia.
Abstract: Friedrich Nietzsche's philosophy stands out for being singular, untimely, and Dionysian, in contrast to Hegelian dialectics. For Nietzsche, music is fundamental in his thought, expressing viscerally the complexity of human existence and the will to power. Through his musical reflections, especially in those related to Richard Wagner, Nietzsche delves into key concepts such as the will to power, the eternal recurrence, and the übermensch. Although he initially admired Wagner as his mentor, Nietzsche distanced himself from him due to their ideological and aesthetic differences. This break with Wagner symbolizes Nietzsche's independence and his rejection of adhering to pre-established systems. We are sure that Nietzsche's musical meditations offer a unique perspective on his philosophy, exploring life from an aesthetic and affirmative approach, beyond traditional ethics and morality.
Keywords: Philosophy, Music, Nietzsche, Will to Power, Dionysiac, Tragedy.
Introducción
En las antípodas de la dialéctica hegeliana surge la filosofía disruptiva de Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844–1900), un pensamiento singular, antisistémico e intempestivo, en una palabra: dionisíaco, que irradia, según nuestra lectura, una esencia pura y resueltamente musical. En lugar de adherirse a estructuras lógicas y sistemáticas, Nietzsche abraza la complejidad de la existencia humana buscando expresarla de manera más visceral como vital. Desde sus primeras incursiones en El nacimiento de la tragedia, hasta su vasta obra posterior, la música se yergue como canto de cisne a lo largo de su discurso. La expresión musical, en la visión del filósofo, encarna la esencia misma de la experiencia humana, proporcionando una expresión más directa de las emociones y la voluntad de poder. La música, para Nietzsche, es medio y fin en sí mismo que trasciende las limitaciones del lenguaje verbal y la razón sistemática, permitiendo una conexión más profunda con la realidad.
Consideramos que, a pesar de la complejidad y amplitud de la doctrina nietzscheana, su estructura esencial puede comprenderse a través del estudio de sus consideraciones musicales, especialmente las que exploran su relación de amor-odio con Richard Wagner. Aunque inicialmente admiraba a Wagner, con el tiempo, Nietzsche se alejó del compositor y el wagnerismo, debido a sus diferencias ideológicas, filosóficas y personales. La ruptura con Wagner simboliza la independencia del filósofo y su abierto rechazo a adherirse a cualquier sistema preestablecido. Desde un punto de vista filosófico, las meditaciones musicales de Nietzsche nos abren una ventana a su comprensión de la voluntad de poder, el eterno retorno y el superhombre. En el universo nietzscheano, la música se convierte en una metáfora que explora la vida desde un fenómeno estético y afirmativo, en lugar de ser dominada por la ética y la moralidad tradicional.
En casi todos sus escritos, Friedrich Nietzsche despliega una rebelión reactiva contra el hegelianismo, gestada bajo la influencia del que fuera su maestro indirecto, Arthur Schopenhauer (1788–1860). El de Danzig plantea, en El mundo como Voluntad y Representación, la escisión dicotómica de la realidad en dos conceptos: el de voluntad y el de representación. El obrar de la voluntad se halla intrínsecamente ligado al sufrimiento primigenio, imposible de eludir. Esta voluntad enigmática de Schopenhauer sólo puede objetivarse, según el propio autor, a través de la música, que actúa como una forma de liberación-negación de su esencia tiránica. Para Schopenhauer, la música supone el arte supremo, reflejando esa misma voluntad y superando a todas las demás artes como agente liberador:
La música se señala respecto al resto de las artes por el hecho de no constituir una copia del fenómeno, o, más exactamente, de una adecuada objetividad de la voluntad, sino una copia inmediata de la propia voluntad; por tanto complementa todo lo físico del mundo y todos los fenómenos al representar aquello que es metafísico, la cosa en sí (Schopenhauer, 1969, vol. 1, pp. 262-263).
Sin embargo, a pesar de su predilección por la música, Schopenhauer no abraza la ópera de su tiempo (lo que sí hace con las obras de Bellini y Rossini), considerando que las palabras, la fabulación, la escenografía y toda la ornamentación escénica restaban valor al poder sublime de lo musical. Quizá, de haber vivido en otro siglo y haber presenciado obras como Pelléas et Mélisande de Debussy, Salome de Strauss, Turandot de Puccini, u otras joyas de la ópera postromántica, su percepción hubiera cambiado, enriqueciendo sus consideraciones sobre el arte operístico.
Las reflexiones filosóficas de Friedrich Nietzsche, profundamente influenciadas por el legado schopenhaueriano, representan una cisura con las coordenadas ideológicas de su tiempo: el filósofo se rebeló contra las corrientes predominantes de la época, liberándose, de este modo, de las limitaciones impuestas por el kantianismo, el hegelianismo y el cristianismo, que Nietzsche percibía como fuentes, causas, o incluso consecuencias del nihilismo que amenazaba la vitalidad y la creatividad humanas. Contra Hegel, y las diferentes manifestaciones del nihilismo, Nietzsche se valió del antídoto schopenhaueriano, buscando ir más allá de su propia sombra romántica.
Schopenhauer había planteado ya la idea de la voluntad –y su negación necesaria– como la esencia impulsora fundamental detrás de la existencia, una fuerza ciega e irracional subyacente en todas las manifestaciones de la realidad. Nietzsche capturó esta idea, reinterpretándola en términos de voluntad de poder: aquello que supone el motor detrás de la vida y la evolución: “Este concepto victorioso de la fuerza, mediante el cual nuestros físicos han creado a Dios y al universo, requiere un complemento; hay que atribuirle un poder interno que yo llamaré la voluntad de poder” (Nietzsche, vol. II, p. 309). En lugar de asumir la realidad como un telos final, o una mera progresión hacia algún fin predeterminado, Nietzsche propone con el principio metafísico de voluntad de poder una visión más dinámica y afirmativa, donde ésta impulsaría la creatividad, la superación (no en términos de superación personal), y la búsqueda constante de nuevos horizontes éticos y estéticos.
Al liberarse del marco cronológico del pensamiento romántico, Nietzsche también rechaza las categorías morales tradicionales impuestas por el cristianismo, postulando una ética más allá del bien y del mal. Más estética que ética, ciertamente, pues su crítica al nihilismo no buscaba negar o destruir, sino afirmar la vida en su totalidad, incluso en medio de la tragedia y el sufrimiento inherentes a la esencia humana. Así, Nietzsche se esforzó (hasta el cansancio y la locura) por trascender la sombra exaltada y también romantizada de su admirado Schopenhauer, dando un giro distintivo y radical a su pesimismo primigenio. En vez de precipitarse en la pasividad, la negación, o cualquier otro modo de (auto)resignación, en el fondo, también nihilista, Nietzsche medió por la afirmación de la existencia: búsqueda constante de la individualidad y la creatividad como expresiones inequívocas de la voluntad de poder. En este sentido, su filosofía constituye una respuesta vital, un grito de ¡sí!, al nihilismo que él mismo percibía como amenaza al florecimiento del arte y la cultura.
Para el simpatizante hegeliano, y desde la perspectiva nihilista, según la interpretación de Nietzsche, el acto de pensar y el desenvolvimiento del Espíritu suponen manifestaciones que operan intrínsecamente en el transcurso del tiempo. Hegel sostiene que no hay nada fuera de este continuo temporal; para él, lo real es tiempo y, además, es racional, nada más anti-nietzscheano. Hegel concebía la realidad como un proceso dialéctico, es decir, en pugna dicotómica, y en constante evolución, donde las ideas y los conceptos se desenvolvían a través del tiempo. El tiempo, en la filosofía hegeliana, no es simplemente una sucesión lineal de momentos, sino un medio a través del cual se despliega la autoconciencia del Espíritu Absoluto. Por lo mismo, en la dialéctica, el pensamiento y la historia están interconectados. La expansión del pensamiento humano se manifiesta a lo largo del tiempo a medida que las contradicciones inherentes a las ideas son superadas y sintetizadas en niveles más altos de comprensión consciente. Para Hegel, este proceso dialéctico culmina en la realización autoconsciente del Espíritu Absoluto, que se conoce plenamente a sí mismo a través de la historia y el pensamiento del ser humano.
Nietzsche critica este enfoque hegeliano y, en general, el de las estructuras de pensamiento que insistían en una progresión lineal y teleológica de la historia. Desde la asunción trágica, Nietzsche cuestiona la idea misma de un progreso absoluto y el principio de una verdad objetiva y universal. Para él, la realidad es múltiple, plural y perspectivista: el sentido de la existencia no puede ser encapsulado en una narrativa única. Sugiere, además, que el acto de pensar y el desenvolvimiento de la existencia (humana) deberían ser comprendidos desde una perspectiva más fluida y polifacética –polifónica, si queremos ser más musicales–, liberándose así de las limitaciones impuestas por estructuras filosóficas que buscarían, por el contrario, condensar la realidad en un marco temporal y conceptual específico. En lugar de buscar una verdad universal, Nietzsche aboga por la afirmación de la vida en toda su diversidad, imponiéndose a las categorías y limitaciones impuestas por la linealidad del tiempo y la lógica dialéctica, triunfadora con el hegelianismo. Contrarrestando el predominante resultado del sistema de Hegel y Kant, Nietzsche disintió del pensamiento germánico casi en su totalidad (por eso también un día aborreció a Wagner), alineándose con Heráclito, Parménides y el universo helénico pre-platónico, dejando atrás el Deutschland, Deutschland über alles (Nietzsche, 2005, p. 117), del wagnerismo y sus fieles adeptos, apuntalando, por consiguiente, hacia una existencia trágica y sin condiciones: un absoluto sí a la vida. Estas sentencias iniciales anticipan la consigna del eterno retorno, un concepto que se explorará líneas más abajo.
La naturaleza de la existencia trágica y sin condiciones representa, para Nietzsche, el motor tras la metafísica de la voluntad de poder, intención consustancial del ser humano que da sentido a su propio ser: búsqueda de la autoperpetuación, la inmortalidad y la trascendencia, pero en una inmanencia tan profunda que se impone a cualquier concepto ultraterreno: “Sólo la voluntad de poder es quien quiere, no permite ser delegada ni alienada en otro sujeto, aunque sea la fuerza” (Deleuze, 1986, p. 73); respuesta a lo que el propio Nietzsche rumiaba: “¿Quién entonces, quiere el poder? Absurda pregunta, si el ser en sí mismo es voluntad de poder…” (Nietzsche, I, p. 204; II, p. 54).
La voluntad de poder se basa en el anhelo humano de poder-ser, y, por extensión, de filosofar. No se confunda este poder con el dominio vertical de las religiones y los dogmas. El poder es un poder ser, poder dar, poder comprender. El filosofar se presenta, a su vez, como una afirmación de las pulsiones humanas, identificadas por Nietzsche como instintos fundamentales. Estos impulsos, al indagar hasta qué punto pueden haber sido los inspiradores de la filosofía, se objetivan en la propia figura del filósofo. Cada instinto busca superponerse y, en esta búsqueda, tiende a filosofar. Así, estos genios-demonios-duendes, según Nietzsche, encuentran su expresión en la figura del pensador. Cada filósofo, en su pesquisa por lograr el máximo de conocimiento y poder, contribuye al flujo continuo de la voluntad de poder en la historia (Nietzsche, 2014).
La aspiración de poder, ya sea del mundo, de la información, o del conocimiento por sí, según la voluntad nietzscheana, encarna una virtud que otorga sentido al ser humano. Este estímulo no sólo busca la conquista material, sino que también se proyecta en la creación artística, la ciencia y los valores. La voluntad de poder, en este sentido, se transforma en una fuerza que trasciende los dualismos básicos entre bien y mal, dando lugar a la multiplicidad y la diversidad de expresiones humanas. Al afirmarse, provee y libera el conocimiento, tornándose en una fuerza de sublimación de la existencia, “(…) la voluntad de poder sólo hace volver lo que es afirmado: ella es quien, simultáneamente, convierte lo negativo y reproduce la afirmación” (Deleuze, 1986, p. 275).
Siempre distante de Hegel, cuya dialéctica se centraba, como hemos analizado, en la autorrealización del Espíritu a lo largo de la historia, Nietzsche propone una lógica descentralizada, desalineada, pluralista y polifónica de la existencia. La voluntad de poder impulsa la diversidad de cosmovisiones filosóficas, desconfiando de las prosas ideológicas lineales y progresivas e intercediendo por la afirmación de la vida en su complejidad –pero también simplicidad– vital. En este sentido, la filosofía nietzscheana se torna en una aserción de la distinción, asunción de la tragedia y lo real: celebración de la multiplicidad de la existencia, en lugar de pretender dar con una verdad universal, o una síntesis contundente dentro del sistema de pensamiento.
“La música y la religión -así lo exigía el espíritu romántico- constituyen lo primero que tiene acceso a lo indecible y, con ello, al secreto del mundo” (Rudiger Safranski).
La concepción musical de Nietzsche se alinea con la óptica de Schopenhauer: la música es el reflejo más directo de la voluntad de poder, emergente desde la autenticidad de lo real. Para Schopenhauer, el dolor, sustrato estructurante de la existencia y fondo más abismal de la voluntad, sólo podrá evitarse con un modo de ser ascético (o enteramente musical), que finalmente concluirá con la negación de la voluntad existencial. Para el aquel entonces joven Nietzsche, esto se volvía un tanto contradictorio puesto que la necesidad de superación, siguiendo a Schopenhauer, tendría que ver más con una negación que con una afirmación, como él lo entenderá, desde la concepción de lo trágico. En estrecha consonancia están implicadas El nacimiento de la tragedia, su primera gran obra, con El mundo como Voluntad y Representación en donde la música obtendría sus fuerzas del principio y fundamento de la voluntad y su especial conexión con la naturaleza del ser humano. La percepción humana, siguiendo la idea de ambos, no podría tener relación más estrecha con la voluntad si no es a través de la música, que la vincula directamente con la esencia de la realidad.
A pesar de las similitudes entre el maestro (Schopenhauer) y el discípulo (Nietzsche), se evidencia, desde el inicio de sus postulaciones teoréticas, una diferencia marcada: el pesimismo inherente a la lógica del dolor según Schopenhauer no es adoptado sin objeción por Nietzsche. Contra el no de Arthur Schopenhauer, la filosofía de Nietzsche deviene en un ejercicio trágico. Y no trágico porque este ejercicio vital adopte una actitud de tragedia en su constitución, sino porque se vuelve relativo y asertivo de la tragedia experimentada por los antiguos griegos: la esencia más singular de la catarsis existencial: su auténtica finitud. Dice Nietzsche, siguiendo las directrices de Schopenhauer:
La música es el lenguaje inmediato de la voluntad; sentimos nuestra fantasía estimuladora a dotar de forma o, cuando menos, a materializar en un ejemplo análogo, ese mundo de espíritus cuya voz nos habla y que, aunque invisible, está lleno de movimiento y de vida (…) la música despierta la visión analógica de la universalidad dionisíaca (…) Allí donde la tragedia proclama, "creemos en la vida eterna" la música es la idea inmediata de esta vida (Nietzsche, 2014, pp. 108-109).
Debido a su naturaleza inmaterial y metafísica, la música revela lo propiamente no humano: un fundamento que, a su vez, representa el abismo del ser, lo que sumerge al oyente totalmente dentro del fenómeno artístico. La música no actúa como mediadora, sino como el puente que une lo real con la inteligibilidad humana, siempre en constante cambio. Sin mediar entre su ser inherente o la voluntad (del mundo), y su impacto en la recepción estética, la música se permite activar, para Nietzsche, directamente desde –y también para– lo real, abstrayendo, de esta forma, la voluntad en sí misma. En subversión tácita contra el lenguaje verbal y lo lingüístico, el arte sonoro proclama, en su misma esencia musical, que el asiento de su ser abismal se halla en un continuo estado de metamorfosis: una especie de movimiento que potencia los estímulos de la fantasía. Nietzsche precisa que la reflexión musical no debe regirse por el mismo canon filosófico que se aplica a otras formas de arte. Antes de que se plasme en la partitura y se ordene en sonidos con altura, duración e intensidad, la música, en su estado caótico y pre-compositivo, ya afirma la existencia del hombre en su forma más esencial: la configuración de un fenómeno inherente de la propia música (Frey, 2007).
Para Nietzsche, lo más interesante y rescatable de la postura pesimista de Schopenhauer, es una especie de (propuesta de) musicalización de la existencia. La música se vuelve, para el pesimista, el único asidero, o al menos, el puerto más sabio en el que uno, como humano, desearía encallar. Siguiendo esta idea, quizá más poética que filosófica, pero ahora en el reino Nietzsche, debemos comprender que la esencia de la música trascendería el espacio, el tiempo y la causalidad. Esta intuición constituye un compendio de la experiencia estética: el momento en el que el mundo se detiene, se pausa, y se alcanza un silencio que suspende el ser y el tiempo, articulación que cesa de hablar y escribir, el lugar donde la obra de arte interrumpe la continuidad de tiempo y espacio. El dolor inherente al mundo, característico de la perspectiva schopenhaueriana, tiene lugar en las concepciones de Nietzsche, pero sólo como trasfondo oculto de lo real, unido, en la superficie, a un carácter vital y de autosuperación humana. Esta ponderación nietzscheana no busca una superación personal, ni se limita a la superficialidad de la filosofía contemporánea; se cristaliza, más bien, en una actitud de afirmación incondicional de la vida.
La sabiduría trágica y musical de Nietzsche está concretizada en la figura protagónica de Así habló Zaratustra, lo que invita a la deshumanización de la naturaleza, a su vez, naturalizando la especie humana: Zaratustra nos devuelve al origen del ser previo al (y lo) humano (Nietzsche, 2011). La naturaleza no deberá, para Nietzsche, considerarse nunca humana: al contrario, el hombre es quien deberá, según esta postura, naturalizarse. El übermensch, o superhombre, es un concepto instintivamente antidialéctico, que apunta a aquél ser que adopta, haciendo suya, la postura ideológica de Zaratustra: un humano –deshumanizado, mas no inhumano– que, más que controlar o dominar, juegue con el mundo:
El superhombre va dirigido contra la concepción dialéctica del hombre (…) En Nietzsche la relación esencial de una fuerza con otra nunca se concibe como un elemento negativo de la esencia (…) la fuerza que se hace obedecer no niega la otra o lo que no es, afirma su propia diferencia y goza de esta diferencia (Deleuze, 1986, p. 17).
Este jugar con el mundo [i] del Zaratustra prefigura, en términos generales, una imposición a la moral del Romanticismo, explicada por Nietzsche en su Genealogía de la moral, una crítica sombría e incisiva al morar del hombre moderno, enraizado en las meta-estructuras del nihilismo, la dialéctica y el cristianismo (Nietzsche, 2002). Dice Deleuze (1986): “Lo que quieren las voluntades en Hegel [o el pensamiento dialéctico moderno], es hacer reconocer su poder, representar su poder” (p. 19). Esto supone una mala intelección de la esencia de la voluntad de poder, concebida tal cual por Nietzsche, quien enunciaba que el superhombre, apoyado en las enseñanzas y el conocimiento, ya comprendido y asumido cabalmente a través de la voluntad de poder, era quien podría dar la vuelta de tuerca a la moral decadente del común de los románticos.
El superhombre (no está de más decirlo) no es un Superman, ni siquiera, el temerario Batman; tampoco es un tipo de hombre-araña, y mucho menos, el ejemplar Mickey Mouse, ser (indefinido, porque es un ratón parlante) de moralina excesiva (en el fondo ingenuidad), y en ocasiones, incluso, sumido en el racismo más vil, eterno subyugador y castrante de Donald, quien realmente resulta ser más discreto como honesto. El criticar a los personajes del quizá congelado Walt Disney no es, ni de paso, nuestro objetivo aquí; empero, para que se comprenda mejor, sí es importante mencionar que el superhombre sería lo más radicalmente opuesto a estos siniestros personajes de la televisión norteamericana. Disneylandia, nada más alejado de la realidad del superhombre nietzscheano: aventurero, artista y amante, (des)sujeto (y des-sujetado) de la perfección, proyección de la fuerza, de la creatividad y el poder inconmensurable de la voluntad de poder; el superhombre vive del arte: de la moral construida y de las actividades donadoras del sentido (propio) y la sensibilidad. Es quien, pese al rechazo social, el sufrimiento emocional, o cualquier otra adversidad con la que cuente su vida y/o su entorno, se impone en pos de sus objetivos más prioritarios. En un paralelismo a lo aquí expuesto, para Schopenhauer no hay (ni debería haber), como tal, un superhombre puesto que, de existir, ya se le habría instado a darse por vencido: dedicar un rotundo no a la vida, es decir, abstenerse y alejarse, lo más posible, de los sufrimientos más intrínsecos a la existencia.
El superhombre, aunque no optimista, no es pesimista: representa, en términos generales, la superación de uno mismo y de las características más humanas que nos estructuran y también nos lastran. El supuesto –utópico o incluso virtual– será un individuo, en el mejor de los casos, de carne y hueso, que asuma sus propios valores, gustos y objetivos, sin dejarse confundir por las tendencias de la sociedad en general, que, para Nietzsche, destruyen la fuerza y la unicidad de la individualidad a favor del sometimiento. El hombre, en su andar peligroso, mediador entre el animal pulsante y el superhombre, deberá jugar con todos estas particularidades, que lo constituyen y lo sustentan de forma concisa. Así dice Nietzsche del hombre:
Es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre (...) es una cuerda sobre un abismo. Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse. La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es un tránsito y un ocaso (Nietzsche, 2011 p. 49).
El juego de Zaratustra puede sentenciarse así: un sonar el mundo: el superhombre zaratustriano no es otro más que Dionisos, el flautista. Conocido como Baco o Líbero en la mitología romana, Dionisos es una figura divina de la mitología griega, asociada no sólo con el vino, las pasiones, la exaltación y el desenfreno de las bacantes, sino también con la música, específicamente con el sonido de la flauta. Su imagen evoca la celebración, la libertad y la espiritualidad a través de la conexión del arte sonoro con el estado mental extático. A lo largo de la historia, Dionisos ha sido venerado y reinterpretado en diversas culturas, y su papel como flautista, o el dios auténtico de la música, ha dejado huella en la cultura universal.
En la mitología olímpica, Dionisos era hijo de Zeus y de Sémele, una de las conquistas mortales del dios. Su nacimiento está rodeado, como el común de la mitología helena, de misterio y tragedia, ya que Sémele pierde la vida al contemplar la verdadera forma de Zeus. El dios supremo salva al feto y lo lleva hasta su muslo, donde su hijo Dionisos completa su gestación. Este nacimiento peculiar establece el tono para la naturaleza única y enigmática de Dionisos, el nacido dos veces. En la mitología, se atribuye a Dionisos la invención de la flauta doble, conocida como el aulos, un instrumento popular en la antigua Grecia, y su asociación con el dios sugiere una relación profunda entre la música y la espiritualidad. En las bacanales, o festividades dionisíacas, la música, especialmente el sonido de la flauta, ejercía un papel central. Se creía que la música tenía el poder de conectar a los hombres con lo divino y de inducir en estos estados de éxtasis y trance. Dionisos lideraba los coros trágicos de seguidores que participaban en danzas rituales y celebraciones en su honor que precedieron a la tragedia:
Esta tradición afirma con firme resolución que la tragedia nació del coro trágico, y originariamente fue coro y nada más que coro: es de aquí de donde deducimos nuestra obligación de adentrarnos en el corazón de este coro trágico, en cuanto genuino drama original, sin darnos por satisfechos en cualquier caso con los habituales tópicos artísticos que lo identifican con el espectador ideal o con la representación del pueblo frente a la regia dimensión escénica (Nietzsche, 2014, p. 53-54).
El extatismo dionisíaco no era concebido simplemente como una indulgencia en el placer sensorial, sino también como un estado psicológico y espiritual, vehículo para alcanzar un estado de comunión con el dios. Los helenos creían firmemente que, al liberar la mente de las preocupaciones cotidianas, dejándose llevar por la fuerza de la música, la danza y el vino, los dionisíacos podían experimentar una transformación interior, un renacimiento espiritual que los acercaba a la divinidad. En la posterior mitología romana, Líbero se convirtió en un garante de la fertilidad y la agricultura, además de mantener su rol como dios del vino, la música y la exaltación de las pasiones. Los romanos, al incorporar y adaptar la figura báquica, continuaron con las celebraciones en su honor, donde la música, la danza y el disfrute del vino seguían desempeñando un papel crucial.
La imagen simbólica del flautista divino –o poseído por la divinidad– persiste hoy en día en la literatura, la música y las representaciones visuales. Artistas y pensadores han explorado la naturaleza dúplice de Dionisos, que encarna tanto la liberación extática como la amenaza caótica. La relación, también dual, entre la música y la divinidad ha sido tema recurrente en la historia de la música, desde el análisis sinóptico de las óperas y las sinfonías de antaño, como las de la autoría de Berlioz o Prokofiev, hasta el de los géneros contemporáneos, por ejemplo, en obras de Ligeti o Gorecki, que probaban inducir estados alterados de conciencia.
En un contraste también evidente con la filosofía hegeliana, que busca una síntesis final y una autorrealización del Espíritu a lo largo de la historia, la figura ambivalente, nómada y plural de Dionisos abraza la multiplicidad y la heterogeneidad de la existencia. Mientras Hegel propone un proceso dialéctico que avanza hacia un objetivo final, Dionisos –como la filosofía trágica nietzscheana– extrema y radicaliza la naturaleza cíclica y la eterna renovación. A través del juego con la música, la tragedia y la autorrealización, Dionisos celebra la vida en todas sus facetas, sin mediación, salvación u ocultamiento de la verdad. Su enfoque, como el de Nietzsche, no busca un progreso lineal, es meta-cronológico: conexión continua con lo divino y afirmación de la existencia en su expresión total. La música, como lo dionisíaco, es no-lineal, metafísica, meta-expresiva, metacronológica, intempestiva: surge, vive, y se articula en su propio (no) tiempo. La música, como formulación más objetiva y característica de la voluntad de poder, conforma, por todo lo anterior, un canal para explorar la diversidad plural y polifónica de la existencia humana. A través del sonido que emana de la flauta de Dionisos, la música se eleva más allá de la expresión sonora, encarnación del arte más primitivo, convirtiéndose en un puente hacia la legitimidad de la realidad.
El eterno retorno en Nietzsche es para nosotros una idea compleja y, a la vez, licenciosa. No sugiere, solamente, un regreso constante a lo que ya ha sido, sino que también esboza una contemplación filosófica del cómo enfrentamos y moldeamos nuestro futuro en el presente, invitación a la especulación sobre el significado de la acción y la percepción del tiempo. ¿Cómo afrontamos el futuro si sabemos que inevitablemente se nos presentará una y otra vez en un ciclo sin fin? ¿Cómo no rechinar los dientes y patalear sin tregua? La premisa del eterno retorno en Nietzsche desencadena una importante interrogante: ¿Cómo nos gustaría que fuese nuestra vida si tuviésemos que vivirla, una y otra vez, de igual manera, infinitas veces? Esta suposición implica que cada momento de nuestra existencia, con todas sus alegrías y sufrimientos, se repetiría exactamente de la misma manera una y otra vez, por toda la eternidad.
La abstracción del eterno retorno conlleva una carga existencial abrumadora. Nietzsche plantea que si aceptamos la posibilidad del eterno retorno debemos vivir nuestras vidas de tal manera que estaríamos dispuestos a experimentar cada momento, incluso los más dolorosos, una y otra vez, para siempre. Esto puede generar una sensación de profunda soledad existencial, ya que supone la confrontación del individuo con la responsabilidad de su propia existencia y el peso de sus elecciones más importantes. La soledad, en el contexto del eterno retorno, no es simplemente la ausencia de compañía física, o incluso espiritual, sino una sensación de aislamiento frente al eterno ciclo de la vida. El individuo se enfrenta a la realidad de unicidad en esta experiencia y la urgencia de encontrar su propio significado y propósito en un universo aparentemente indiferente a sus meditaciones más íntimas.
El eterno retorno, como casi todas las propuestas nietzscheanas, cuestiona la comprensión convencional del tiempo y la linealidad. En lugar de asumir el tiempo como una progresión unidireccional, el eterno retorno sugiere que el tiempo es cíclico y sempiterno. Esta noción confronta al individuo con la inmensidad y la fugacidad de su propia existencia en el gran esquema de lo real y las cosas. La confrontación consciente con la eternidad puede generar una sensación de temor y asombro puesto que el individuo se enfrenta a la realidad de que su vida, con todos sus momentos fugaces y efímeros, se repetiría incesantemente en un lapso temporal sin fin aparente. Esta comprensión metafísica del tiempo aniquila la idea de progreso y desarrollo lineal, rudimentos propios del nihilismo y la filosofía de Hegel, invitando al nietzscheano a reconsiderar la interrelación del pasado, presente y futuro.
Mientras que la posición ideológica del nihilismo, llámese cristianismo, hegelianismo, dialéctica, kantianismo o, incluso, schopenhauerismo-budista, abogaría por una infinitud del sujeto y su alma, la posición trágica de Friedrich Nietzsche se deja ver, más claro que nunca, en el siguiente fragmento del aforismo de La ciencia jovial, que reza:
El peso más pesado. –Qué pasaría si un día o una noche se introdujera a hurtadillas un demonio en tu más solitaria soledad para decirte: ‘Esta vida, tal como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla no sólo una, sino innumerables veces más; y sin que nada nuevo acontezca, una vida en la que cada dolor y cada placer, cada pensamiento, cada suspiro, todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida habrá de volver a ti, y todo en el mismo orden y la misma sucesión —como igualmente esta araña y este claro de luna entre los árboles, e igualmente este momento, incluido yo mismo. Al eterno reloj de arena de la existencia se le dará la vuelta una y otra vez- ¡y tú con él, minúsculo polvo en el polvo!’ (Nietzsche, 2010, pp. 531-532).
Compréndase bien: no se trata, por lo tanto, de negar la voluntad o la finitud, en nombre de una infinitud falsa y desmesurada, como aquellas mostradas en las distintas formas del nihilismo, tan repudiadas por Nietzsche. Por el contrario, se trata de afirmar esa finitud, infinitamente. Eso es, en suma, lo trágico: Dionisos (la música) contra el Crucificado: ahora se entiende. El que muere porque sí, versus el que lo hace, por todos nosotros. Tragedia pura, sin el drama obstaculizante (humano, demasiado humano) de la existencia religiosa. Para Nietzsche, decir existe es lo mismo que decir finito, temporal, mortal. En una palabra, vital. Y a eso, sólo puede suceder un sí, como el sí que se la da la propia vida.
La creatividad brota como una respuesta espontánea a esta necesidad existencial, característica más destacada de la postulación trágica. Esta capacidad creativa del hombre establece una disposición que requiere de la energía conservada, limitada y controlada. Surgirá únicamente en los momentos de introspección: cuando nos sumergimos en la lectura, la escritura o en el disfrute del tiempo a solas. La soledad, para Nietzsche, se revela como un terreno fértil para la manifestación de la creatividad, ya que permite el desenvolvimiento más pleno de la voluntad de poder: el superhombre debe aprender a estar consigo mismo, a rastrear –y convivir con– la profundidad de su ser en el sosiego del aislamiento. No obstante, la contemporaneidad, con su constante exposición al ruido, a la interconexión y a lo que Heidegger denominará el alejamiento del ser, impone una complicación a esta soledad necesaria. Hoy en día, el humano se halla frente a un déficit de tiempo de calidad para la introspección y la creatividad. En el afán de estar siempre conectados, se desvanece la energía antes canalizada hacia la introspección. Este vacío resultante puede minar la esencia misma de la creatividad, ya que el pensamiento creativo se nutre de la abstracción de la información, tarea que florece únicamente en la tranquilidad y el recogimiento. Schopenhauer añadiría quizá que también serían necesarios el ascetismo y el anacoretismo. Por lo dicho, la modernidad es, con todas sus letras, una suerte de inflexibilización antizaratustriana. No habrá pues, creatividad sin apartamiento social. No hay eterno retorno ni afirmación de la vida sin soledad. En otras palabras: no habrá arte verdadero en comunidad. Este viaje introspectivo no es, para Nietzsche, un lujo, sino la necesidad más intensa de hoy en día. En un mundo desacralizado, saturado de estímulos externos, hallar la calma y el silencio es esencial para cultivar y dar lugar a esa potencia inventiva, cualidad y motor del arte. Será, ese instante reflexivo, el espacio donde se modelará el propio futuro, consciencia de que cada elección presente tendría el poder de influir en el eterno retorno de nuestras vidas.
Hay que decirlo así: Richard Wagner obsesionó a Friedrich Nietzsche. Y durante toda su vida, en la cual el filósofo dedicó gran parte de sus ideas, pensamientos y escritos a la obra del compositor. Wagner, como Nietzsche, era partidario y admirador de la filosofía de Schopenhauer. En su filosofía musical, Wagner partía de la idea de la función del arte como una entidad estética que (se) expresa, que construye algo; entidad sugerente de una suerte de creación-creadora. Hemos visto: tanto para Nietzsche como para Schopenhauer, el arte, y más concretamente, la música, nos clarifica de alguna manera, la esencia de la vida. Nos muestra su esencia más contundente. Conviene, además, precisar la consideración de Wagner sobre la obra de arte como creación trágica y de sentimiento afirmativo, ideas que se acercarán más al pensamiento nietzscheano; de este modo, el arte expresaría la naturaleza indecible e inexplicable de la existencia. Tanto Wagner como Nietzsche comparten este pensamiento, aunque hasta cierto punto. La distancia que tomará Nietzsche de Wagner marcará la segunda mitad de la obra del filósofo y el último desarrollo de su estética, pues, según Nietzsche, al final de su producción musical, Wagner daría un giro con respecto a su pensamiento.
Nietzsche se sintió defraudado al ver el destino del arte y de la música en manos del compositor de Leipzig; se lamentaba que, después de Götterdämmerung la flauta de Dionisos había dejado de sonar en la música de Wagner, que el carácter ágil y ligero, vehículo musical, que expresaba el sentimiento puro o confuso de la propia existencia, se habría convertido entonces en una especie de ornamentación de la decadencia. Para Nietzsche, tras el golpe final de su última ópera, la música de Wagner se había convertido en un medio de representación de la Idea platónica, traicionando su propia esencia: “(…) ¿De qué sufro cuando sufro del destino de la música? De que la música [con el último Wagner] ha sido desposeída de su carácter transfigurador del mundo, de su carácter afirmador…” (Nietzsche, 2005, p. 115). Wagner, siempre bajo la sombra e influencia de Hegel. Y es que, recordemos, el músico había sido el ídolo de Nietzsche a lo largo de toda su producción pues, según el filósofo, Wagner era quien mejor conocía y el que más se adaptaba a los preceptos de la tragedia griega. Tannhäuser y Lohengrin, ¡maravillosas, por trágicas!, El anillo del Nibelungo, excelsa, sublime, la más original de todas…todo bien, hasta la aparición de Parsifal, en palabras del filósofo, “(…) la obra de la redención por la idea, llámese cristiana, céltica, política o religiosa” (Nietzsche, 2006, p. 389).
El proyecto de Parsifal, y por extensión toda la obra musical de Wagner, adquiere un significado crucial en el pensamiento de Nietzsche. Desde la perspectiva del filósofo, Wagner amalgama elementos del pensamiento de Schopenhauer y su conexión con la filosofía vedanta, así como influencias de las sagas nórdicas, la tragedia griega y la filosofía occidental. No obstante, para Nietzsche, el giro radical ocurre cuando Wagner introduce la redención cristiana al final de Parsifal, su última ópera. Nietzsche percibe que Wagner, en su intento por crear una obra trascendental, adopta una postura repudiada por él mismo. En Parsifal, el compositor parece proponer una huida del mundo hacia un reino ultraterreno. Este escape se manifiesta en un espíritu que Nietzsche identifica esencialmente como cristiano y decadente, promoviendo la represión de las pasiones, la negación del placer sensorial y la subrogación de ciertos aspectos asociados a la mentalidad oriental, bien comprendida por Schopenhauer. Para Nietzsche, la crítica va más allá del tratamiento de los personajes y del libreto de Wagner, pues sugiere que el compositor aspira a convertirse en un creador absoluto, casi divino, o incluso a asumir el rol de la divinidad en la música. Esto, según Nietzsche, conlleva una postración –quizá enmascarada– ante el Dios cristiano, caracterizado por la negación de la vida presente. El filósofo considera que Wagner, a pesar de su profundo conocimiento de la filosofía pesimista de Schopenhauer y su genio musical, desplaza el papel de la música como principal protagonista hacia un segundo plano, relegándola a meramente complementaria frente al mensaje redentor cristiano del protagonista de la ópera.
Parsifal supone el triunfo absoluto de la racionalización sobre los instintos, mejor dicho, el adormecimiento de los mismos: la imposición más potente de un reblandecimiento sensorial, el logos declarado vencedor de lo real, lo que en el horizonte de Diapsalmata constituiría la victoria preponderante del estadio religioso sobre el estético (Kierkegaard, 2015). Más concretamente: en Bayreuth, y con Wagner, la música había perdido y, con esto, Wagner se había declarado el máximo vencedor, sobre la propia música. Nietzsche perdía todo su terreno: ¿Y qué, acaso no fue él el filósofo que dijo “sin música la vida sería un error”? (Nietzsche, 1984, p. 34). ¿Y ese cambio de Wagner, con respecto a su concepción musical, había acaso surgido de una mala comprensión resultante de la lectura de Schopenhauer? ¿De sus ideales filosóficos, que en el fondo no eran más que religiosos? ¿De una subconsciente influencia socrática? No olvidemos que, según Nietzsche, Sócrates debía ser considerado como “el primer genio de la decadencia” (Deleuze, 1986, p. 24).
Para Nietzsche, y al contrario que Wagner, el concepto de arte –y, por ende, de la música– era y debería mantenerse siempre, trágico. No dramático, porque ello involucraría (o devendría en) una acción. Y esa acción (o drama) es contraproducente para la conducta del trágico: un hacer que representa una especie de no-aceptación, principio de la negación y del nihilismo. Para el filósofo, en palabras de Deleuze (1986, p. 144), el arte “no cura, no calma, no sublima, no desinteresa, no elimina el deseo, el instinto ni la voluntad”. El arte simplemente, es. Lo contrario a la ópera de Wagner, que todo lo que quiere es hacer y, por ende, negar su propia esencia musical, fundamento básico y estructural. Aún peor: la obra de Wagner lo que pretende es un decir, un comunicar, lo que, para Nietzsche, equivale a la traición más intensa a sus propios principios intelectuales, pues, de este modo, la música sería forzada a entrar en las coordenadas lingüísticas, haciendo de sí misma, una limitación encarcelada. Y es que las composiciones del último Wagner, ajustadas al libreto y los preceptos religiosos, es decir, una vez privadas de su libertad, se convertían en partidarias de la moral cristiana del Romanticismo, (siempre colectiva y des-individualizada) y, por lógica, chocante con aquello único y subjetivo por lo que el filósofo había apostado con la voluntad de poder.
Fue en 1861 cuando llega a manos de Nietzsche, por entonces con diecisiete años, una transcripción para piano de Tristán e Isolda. Al leer algunos acordes al piano, el filósofo queda embriagado al instante por una especie de licor que más tarde no repara en aborrecer. En principio, Wagner y Nietzsche compartían la idea de que para que la existencia tuviera algún sentido, en caso de ser posible, lejos de la mediocridad, de lo superfluo y lo cotidiano, el amor, alejado también de los convencionalismos sociales, y de la promiscuidad, debería ser una especie de fin último a la reflexión humana. La muerte se manifestaría así, como un remedio contra el hastío y la vulgaridad: el sinsentido de la vida. Progresivamente, y a medida que avanzaron los encuentros entre ambos, Nietzsche toma distancia de la familia Wagner, al sentir que tanto su intelecto como su alma se hallaban presos en una cárcel de barrotes invisibles, atados con sólidas cadenas forjadas por la música y las propias palabras del compositor a la luz del pensamiento –o al menos, su lectura, algo tendenciosa– de El mundo como Voluntad y Representación.
El concepto de arte como agente de transformación y curación es una idea central en el pensamiento de Nietzsche. Para él, el arte tiene el poder auténtico de elevarnos por encima de la monotonía y la banalidad de la vida cotidiana, ofreciendo un escape hacia una dimensión más elevada de la existencia. A través del arte es que podemos experimentar una sensación de plenitud y vitalidad que nos permite trascender nuestras limitaciones y conectarnos con la fuerza vital que anima el universo. El instante musical cura el exceso de supervivencia. Cura, también, según Nietzsche, de la moral que nos ha vuelto sujetos de la decadencia. El arte nos transforma, aunque sea, de forma perecedera. Nos reforma y convierte en ese ser saludable. Empero, también nos enferma, pero nos enferma bien. Al menos, mejor que lo que el tedio de la cotidianidad nos provoca: el arte genera –y también provee– una bocanada de aire fresco. Se torna, para Nietzsche, en un modelo de fotosíntesis creativo-artística de la existencia, puesto que, para el autor, el humano también se enferma a costa de no querer enfermarse. Y el arte permite ser; y entonces así nos sería lícito enfermar saludablemente. Y es que el arte resulta estimulante, motor y fundamento de la voluntad de poder, que sólo puede plantearse como afirmativa en relación con las fuerzas activas de una vida activa. Como agente de transformación y curación, el arte también, sin embargo, adormece (mas no a los sentidos): de cierta forma, pausa el (y al) ser pensante. ¿Acaso, como su admirado Schopenhauer, Nietzsche estaría pensando (quizá de forma inconsciente) que ese adormecimiento negaría, por principio, la voluntad?
La diferencia que resalta en relación al punto de vista de ambos es que Schopenhauer considera que la voluntad está inmediatamente objetivada desde la música. Es decir, la música expresa directamente hacia, y desde, esa gran masa que da cabida al movimiento de lo real: la voluntad. Y esa música que objetiva lo real también es su propia negación porque suspende el ejercicio de la voluntad: es un quehacer que representa y detiene todo lo demás. Supone ese momento de paz donde el humano olvida el peso de la propia existencia. Donde la consciencia, por un momento, descansa. Y eso, para Schopenhauer, proporciona un alivio al sufrimiento constante de estar vivos. Resumiendo: la voluntad se ve abolida con la música, cuando el espíritu, en realidad, y aunque lo ignore, está filosofando, y ahí, solamente ahí, es donde el hombre puede aspirar a la alegría pues ha dejado de lado todo lo que concierne al peso de la vida.
El arte, en su capacidad para estimular y motivar, se vuelve una fuente de energía y creatividad que impulsa nuestra voluntad de poder. No obstante, como hemos dicho, Nietzsche reconoce que el arte también tiene el potencial de pausar al ser pensante, pues, en cierto sentido, lo sumerge en un estado de contemplación y absorción que puede conducirlo temporalmente fuera del tiempo y del espacio. Esta suspensión del pensamiento consciente puede ser vista como una forma de descanso para la mente, un momento de liberación del constante flujo de pensamientos y preocupaciones. Para Nietzsche, la música puede inducir estados de paz y tranquilidad, pero también puede ser un manadero de inspiración y vitalidad. En lugar de suprimir la voluntad, la música es capaz de despertar nuevas posibilidades de expresión, pensamiento y acción. Esto supone, en suma, la transmutación o inversión de los valores: las dos cualidades de la voluntad de poder, o, dicho en jerga del autor, la transvaloración: afirmación (nietzscheana) en lugar de la negación (nihilista o schopenhaueriana). Tanto para Nietzsche como para Schopenhauer, el arte musical simboliza un refugio del sufrimiento humano y una vía hacia la experiencia de la alegría y la plenitud. A través de la música podemos encontrar un sentido de conexión con aquello más grande, y más allá de nosotros mismos, sea el universo, lo real, la naturaleza, o la experiencia humana compartida. En este sentido, la música, o el arte trágico de Dionisos se vuelve un medio de celebración de la vida en todas sus facetas, incluidas, por supuesto, la tragedia y la comedia.
Entre Wagner y Nietzsche sucede algo similar a lo que antes había ocurrido –aunque indirectamente– en la relación entre Schopenhauer y Kant: en su vertiente filosófica, el compositor de Leipzig no se limitó a seguir estrictamente la matriz ideológica de Schopenhauer, sino que, según él, la corrigió. Esta diferencia radicaba en conferir a la poesía y al drama (entiéndase drama como acción) un puesto más fuerte que a la misma música. En otras palabras: en Wagner, la representación vence finalmente a la voluntad. Pero como, en realidad, no la niega ni la suprime, el proceso queda inconcluso: no hay obra de arte absoluta aquí.
Para Wagner, el músico debía ser la unión entre el poeta y el dramaturgo, para luego los tres converger en una misma persona, en un mismo arte, lo que debía ser un medio y no un fin: se deberá, de este modo, dar sentido cabal y perfecto a la expresión musical. Allí estaba el problema de Nietzsche con Wagner: la música como medio. ¿El fin último sería entonces el lenguaje o la religión, incluso la lingüística? El arte musical, para Nietzsche, que sintetiza a Schopenhauer, dándole un último sí a toda su filosofía, manifiesta el lugar donde se patentiza el misterio de lo real: lo radicalmente desconocido por el hombre; y ese ámbito de lo desconocido no debe –ni realmente puede– desvincularse de sí: sujetarse para ser (re)conocido. Pese a cualquier cosa, lo real siempre permanece oculto en otra parte.
Dicho lo anterior, la música sólo podría considerarse un ejercicio de la tragedia porque en ella se indiferencia el bien y el mal: la moral queda tachada, aplastada por el yugo de la creatividad y atravesada por la imaginación. El arte sonoro, libre de toda consonancia con el lenguaje verbal, está excedido de logos: su ser radica en sí mismo. No depende concretamente de nada: es anterior al (y a lo) humano y lo supera pues su mecanismo de acción es un fluir sin parar, un continuo escapar de las manos y oídos humanos. La música, jugándose, sonándose, en un spiel, y, al discurrir de su propio tiempo, se vuelve un scherzo infinito de sí misma. Parsifal, la obra postrera de Wagner supone para Nietzsche el triunfo de la modernidad en todas sus aristas. Dicho de otra forma: la batalla ganada del lenguaje contra el ser. El predominio del logos sobre lo real. Al ocurrir esto, decepcionado, el filósofo retorna a compositores más antiguos como Mozart, Cimarosa y Rossini, predilectos también de su antecesor Schopenhauer, en un raso rechazo hacia las posturas estéticas de la modernidad, acorde con él mismo, heredera directa del Romanticismo cristiano y decadente. Es por ello que prefirió la Carmen de Bizet, concomitante a la concepción de lo trágico, y se negó a escuchar y seguir de cerca la música del para entonces joven Richard Strauss, quien realmente estaba más en consonancia con sus ideas musicales y filosóficas.
Deleuze, G. (1986). Nietzsche y la filosofía, trad. Carmen Artal. Barcelona: Anagrama.
Frey, H. (2007). La sabiduría de Nietzsche. Hacia un nuevo arte de vivir. Ciudad de México: Porrúa-UDLA.
Kierkegaard, S. (2015). Diapsalmata, trad. Enrique Bernárdez. Madrid: Hermida Editores.
Nietzsche, F. (2014). El nacimiento de la tragedia, trad. Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Gredos.
Nietzsche, F. (2006). Fragmentos póstumos, trad. Diego Sánchez Meca y Conill Sancho. Madrid: Tecnos.
Nietzsche, F. (2002). Genealogía de la moral, trad. Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza.
Nietzsche, F. (2014). Más allá del bien y del mal, trad. Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Gredos.
Nietzsche, F. (1984). El crepúsculo de los ídolos, trad. Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza.
Nietzsche, F. (2010). La ciencia jovial, trad. Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Gredos.
Nietzsche, F. (2005). Ecce homo, trad. Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza.
Nietzsche, F. (2011). Así habló Zaratustra, trad. Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza.
Schopenhauer A. (1969). The World as Will and Representation, trad. E. F. J. Payne, Nueva York: Dover.
Schopenhauer, A. (2010). El mundo como Voluntad y Representación, Libro Tercero, trad. Rafael-José Díaz Fernández y María Montserrat Armas Concepción. Madrid: Gredos.
[i] Jugar, en alemán: spiel, significa lo mismo que tocar o sonar.