Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Acosta, Javier. (2024). Invención y fatalidad: López Velarde visitado por Octavio Paz. Revista digital FILHA. Julio-diciembre. Número 31. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.
Javier Acosta es profesor de la Licenciatura en Letras y de la Maestría en Investigaciones Humanísticas y Educativas de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado ensayo, poesía y traducción. Su poemario Libro del zepelín, el bigben y un pescado recibió el Premio Nacional de Poesía Luis G. Ledesma 2001. También ganó el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde en la emisión 2006 con el poemario Regla de tres. Recibió además el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes en 2010. Es autor de: Melodía de la i, 2001; Regla de tres, 2007; Cuadernillo del viento, 2007; Largo viaje al presente, 2008; Schopenhauer, Nietzsche, Borges y el eterno retorno, 2008; Life Happens/ La vida pasa. Cinco poetas norteamericanos, 2010; Libro del abandono, 2010. Orcid ID: https://orcid.org/0000-0002-7710-5703 Contacto: javierae@hotmail.com
Invention and fatality: López Velarde visited by Octavio Paz
Resumen: El articulo aborda la conjunción y asimetría de los aspectos formales y pasionales en la obra de Ramón López Velarde a partir de la mirada de Octavio Paz vertida en el ensayo “El camino de la pasión”. Se analizan los principales argumentos articulados por Octavio Paz y se intenta matizarlos, precisarlos y en su caso objetarlos desde la misma obra de Ramón López Velarde, a partir de su poesía, sus cartas y el par de prosas “La derrota de la palabra” y “Obra maestra”.
Palabras Clave: Forma, Pasión, Poesía, Metafísica, Crítica.
Abstract: The article addresses the conjunction and asymmetry of the formal and passional aspects in the works of Ramón López Velarde from the perspective of Octavio Paz expressed in the essay “The Path of Passion.” (“El camino de la pasión”). The main arguments articulated by Octavio Paz are analyzed, nuanced, and, where appropriate, object to them from the work of Ramón López Velarde itself, based on his poetry, his letters and in a couple of prose “The defeat of the word” (“La derrota de la palabra”) and "Masterpiece" (“Obra maestra”).
Keywords: Form, Passion, Poetry, Metaphysics, Criticism.
Al comentar la poesía de Cummings, Octavio Paz señaló que reunía el par de elementos que nos permiten distinguir la poesía de los meros artificios verbales. Extravagante en la sintaxis, en la puntuación, en el ritmo y en el corte del verso, el vanguardista Cummings se atrevía a seguir siendo un poeta ardoroso; insolente y tierno. Deslumbrado por Cummings, Octavio Paz alumbró una ecuación, en apariencia sencilla, para distinguir el poema de la mera “fabricación literaria”: el poema genuino conjuntaría, en una “rara alianza”, la “invención verbal y fatalidad pasional” (Paz, 1981, 72). Si quisieran subsistir por aparte, cada uno de estos elementos se disiparía. Tarde o temprano los meros juegos de simetrías terminan por convertirse en criaderos de polvo. Más temprano que tarde, la pasión desprovista de la audacia en la forma se evaporaría en mero patetismo, en exaltación vacua.
La pasión exige una forma, pero la forma debe, de algún modo, vivificar desde —y hacia— las dimensiones no articulables del pathos. Comentando la obra de Camus, Paz caracteriza cierto ideal de la forma en su sentido artístico, literario: las formas del poema al contrario de las ideas platónicas, deben estar vivas, “formas vivas, habitadas por la sangre y las pasiones, por el deseo de abrazar a otras formas. Ideas hechas de la carne y el alma de hombres y mujeres” (Paz, 2014, 55]). La pasión es la vida de —y en— la forma; la forma, cuando está viva, no podría, sino padecer las afectaciones de la pasión; es decir, de lo vivo.
Si la poesía es un compuesto binario (invención formal + fatalidad pasional) el binomio exige un tercer elemento: una desembocadura. “Vitalizar el ánimo” y “dar que pensar” según Kant (2003, §49: 282). Dar “otro pensar” para decirlo en clave paziana. Un ojo que se abre, un salto a la otra orilla del pensamiento. La poesía es algo más que su presumible esencia lingüística; la debe completar un elemento exógeno, un huésped necesario; esa otra cosa “más secreta de nosotros mismos” (Paz, 2013: 45) que es de un orden asimétrico con lo literario. La huella de la pasión en la —de otro modo— perfecta disposición formal.
El encuentro entre la poesía y esa “otra cosa” se da en cierta clase de verso, fatalmente impuro, impreciso, falible y por lo mismo, vivo. Se trata de una aspiración que podemos encontrar en otro de los poetas más visitados por Paz: Ramón López Velarde, en quien el pathos vital afecta directamente a la perfección y exuberancia formal. Así lo expresa en un poema dedicado a Enrique Fernández Ledesma:
¿Qué hicimos, camarada, del tanteo
feliz y de los ripios venturosos,
y de aquel entusiasta deletreo?
Hoy la armonía adulta va de viaje
a reclamar a una centuria prófuga
el vellón de su casto aprendizaje.
Mi maquinal dolencia es una caja
de música falible que en lo gris
de un tácito aposento se desgaja (López Velarde, 1994: 190).
La identificación con la “música falible” modula la poética del jerezano ya maduro, en tanto toma consciente del ripio. Pero entonces, en su madurez, el ripio le interesa más que la infalibilidad del verso tal como fue cultivada por los últimos modernistas. El poema es dictamen melancólico, en el que se reconoce cierta virtud del fallo; afín a la búsqueda de una sinceridad que de algún modo desnuda y da trascendencia al verso. La perfección en la forma pudiera ser un fracaso en el fondo. López Velarde realiza un movimiento de sumo riesgo, abrazando la falibilidad, el tropiezo, incluso el ripio. El ripio parece contener algo que el verso infalible ha perdido fatalmente: el anuncio de una posibilidad que en la grieta se asoma, una hondura metafísica inaccesible a la perfección del verso. Podría pensarse que la perfección suprime las posibilidades a las que está abierto lo falible, posibilidades desechadas, abandonadas en el camino hacia un impecable decir. Como si el vicio por la aspiración formal pudiera volver innecesario el evento por medio del cual el lenguaje se levantaría por encima de una acumulación verbal al mismo tiempo perfecta, deslumbrante y vacua.
Al describir el estilo de López Velarde, Paz no pasa por alto la frecuencia de sus yerros. Arriesga algunos incisos: estética del pulso (“del corazón y sus latidos”) de una desmesura hacia el interior y de las magnitudes infinitesimales. Su peligro, anuncia, no es lo “ampuloso”, sino lo “retorcido.” Aborda enseguida el asunto de la perfección:
Muchas de sus frases, más que de la perfección, nos dan la sensación de la tortura del idioma. Hay que confesar que con frecuencia López Velarde es alambicado y que a veces es cursi. Una considerable porción de sus escritos de juventud, en prosa y en verso, me parecen sentimentales, artificiosos y, lo diré con franqueza, insoportables (Paz, 1976: 79-80).
Velarde compartiría, hasta un punto imprecisable, la opinión de Paz. Aún en su periodo de aprendizaje, consciente de sus carencias juveniles, escribe en una carta del 27 de diciembre de 1908, a su entonces confidente Eduardo J. Correa:
La lectura de esos versos modernos suyos me decidió a hacer unos que había yo pensado hace poco, también modernos. Hoy los escribí, por fin, y se los mando. Los defectos que en ellos pueda señalar un clasicista, son procurados con toda malicia (López Velarde, 1991: 90).
El poema aludido en la carta es el célebre “Piano de Genoveva”, curiosamente evaluado por Paz como ejemplo de infrecuente perfección que sostendría la obra del jerezano. La importancia de la misiva se acentúa en los siguientes párrafos, ya que nos deja ver una idea peculiar sobre la forma; un riesgo que asume el poeta en beneficio de la “idea”. Como si fuera necesario cierto inacabamiento, cierto pecado contra la perfección, para despejar el camino —la vía— hacia la “otra cosa” del poema.
Continúa la respuesta a Correa: “En su grata me consulta sobre la métrica de sus dos poesías. Amigo, ya sabe que en ese punto estoy en feliz ignorancia” (López Velarde, 1991: 90). Para el lector común y para el clasicista la aseveración podría levantar cierta sospecha. No solo el poeta no sabe contar sílabas, sino que se complace en la ignorancia. El cómputo silábico se le ha revelado como secundario; el fatigoso conteo de las sílabas que no debería confundirse con un rigor más alto —o más profundo, como se quiera ver— que exige también una más alta precisión. La música del verso puede fallar, es una melodía, también, si la entendiéramos etimológicamente: un odos: una vía. La música en el verso sería entonces camino y no fin, una progresiva elevación hacia la visión superior, evento justificador del armazón lingüístico. Escribe Velarde:
Según entendí, está usted temeroso de la acentuación de los versos de “Noche Buena”. Yo creo que no tiene por qué arredrarse. Apréndales a Darío y comparsa. Un pecado venial contra la forma es de perdonarse si con él gana la idea. En fin, sobre esto hemos hablado largo y tendido (López Velarde, 1991: 90).
Un tropiezo formal
El poeta rompe a su manera con una antigua convicción. La forma externa es una proyección de la idea, el arte poética —entendida como tekné— consistiría en ajustar perfectamente una con la otra; pero en este caso el fallo exterior conduce a la perfección interior. Una sentencia, nimbada de cierto cinismo aparece aquí: el fin justifica los medios. También aparece la angustia creativa ante una forma que difiere constantemente del estilo, como indicaba, efectivamente, Darío: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo” (En Paz, 2013: p. 93). El hiato entre la forma y el estilo, identifica al estilo particular con una forma precaria, exterior, que se dirige, sin alcanzarla, a una forma final. Tal asimetría no será colmada con las virtudes estilísticas, sino a través de un virtuoso tropiezo —de un mal paso. La virtud interior podría requerir entonces de uno o varios deslices exteriores. Quizás como la vida misma —cuando menos la de Velarde—, que podría encontrar brotes de belleza en los deslices morales: “flores del pecado”, como el poeta los llamaba (Martínez, 1994: 11) y que ofrecen un evidente paralelismo con Baudelaire y Las flores del mal. El tropiezo moral es en Velarde correlato literario del tropiezo formal: algo así como flores que se abren también en el poema.
Se trata de una máxima altamente riesgosa, que modulará el estilo del poeta durante los años posteriores a la carta. El poema debería incluir una necesaria —y fecundante— disonancia, una anomalía, una fractura que la completa; como la vieja escultura a la que un accidente corrige su impecable disposición: el encuentro con la doble mordedura, la de lo real; la de la carne, la de la idea. Fatalidad pasional e invención verbal que no desdeña la avería en las convenciones formales que exigen perfección y soslayan el ingrediente quemante del poema. Entonces parece que la disonancia no es tal, sino, una denuncia de las elegancias externas que revelan así su fatuidad. El “pecado venial” contra la forma permitiría intuir la otra, irrealizable por medios meramente estilísticos. Derrota del estilo, o “derrota de la palabra” según el título de una de las prosas centrales de López Velarde.
¿Cuál es la “idea a la que se refiere López Velarde”? Se abren dos maneras de entender el término. La primera precisión, la podemos encontrar en un artículo del mismo Velarde, con motivo de un homenaje a Luis Rosado Vega: “un buen verso, según d’Anunzzio, es aquel que tiene sus sílabas con la cohesión del diamante y encima de ellas la idea, encerrada como en un círculo” (López Velarde, 1991: 216). El texto aparece en El observador, el 9 de mayo de 1908; para finales del año, el diamante del verso se ha rajado; la idea sigue ahí, ciertamente encerrada: para dejar salir su luz vale la grieta. La segunda precisión al término la encontramos en El arco y la lira. A propósito del Coup de dés de Mallarmé, Paz conjetura que sus versos están hechos como una:
Música para el entendimiento y no para la oreja; pero en un entendimiento que oye y ve con los sentidos interiores. La Idea no es un objeto de la razón sino una realidad que el poema nos revela en una serie de formas fugaces, es decir, en un orden temporal (Paz, 2013: 85).
Podríamos concluir que la idea sería algo así como la forma simultánea, frente a la forma diacrónica del verso. Algo así, no exactamente, porque diacronía y sincronía no encajan a la perfección. Parece entonces que el poema tiene dos formas.
¿Cuál es la forma “inalcanzable” a la que aspira López Velarde luego de 1908? Disponemos de unos cuantos indicios. Entre ellos, la apasionada confesión sobre la “combustión de los huesos” expresada en “La derrota de la palabra” (1916) como imperativo al mismo tiempo vital y poético; fórmula que adquiere el rasgo de una muy prestigiosa necesidad. Adiós a las banales elegancias del verso, adiós también a la viciosa suplantación del fuego.
Emerge así una especie metafísica práctica en la poética del jerezano. El estilo se convierte en sistema poético que deviene sistema crítico y que desemboca en “pozo metafísico” según la fórmula acuñada por el mismo poeta (López Velarde, 1994: 457). Bachelard opta por el término “metafísica instantánea” (Bachelard, 2002: 93) para referirse a este tipo de operaciones y experiencias, en el sentido que revelan, en el instante poético y por medio de la imagen, una visión completa de la realidad.
La poesía es tiempo, dice Octavio Paz en El arco y la lira. El instante poético de Bachelard refiere, como en Paz, a un pasaje mínimo en su cronología y oceánico en su revelación. Se trata, acaso, de la idea poética, en tanto forma sincrónica que planea sobre la forma diacrónica del verso. Dice Bachelard:
Así, en todo poema verdadero se pueden encontrar elementos de un tiempo detenido, de un tiempo que no sigue el compás, de un tiempo al que llamaremos vertical para distinguirlo de un tiempo común que corre horizontalmente con el agua del río y con el tiempo que pasa (Bachelard, 2002: 94).
Por su forma interior, es decir, por la manera en que modula su interioridad temporal, un poema es una torre, un rayo, un pozo metafísico. La forma externa es horizontal, está sometida a la escansión verbal. La forma interna es vertical, en ella coexisten, simultáneamente, las distintas alturas en las que sucede la revelación.
Un poema siempre es algo más que un poema, es un camino abierto por las complejas afectaciones de forma y pasión. Si la de Velarde es una via passionis ¿se trataría del camino hacia una poesía no limitada por la literatura —es decir, por el lenguaje—, hacia un interior inubicable, de la cual es un signo, como la ceniza del fuego? Una flama que ardería más allá del poema, a la que a veces —cuando es algo más que mera literatura— reconduce.
Entre los antiguos, hubo quienes identificaron al arte como un camino —odos, via. Así opinó Zenón: “el arte es una facultad que abre caminos”; literalmente: odopoietiké (Tatarkiewicz, 1991: 206). Si atendemos al mismo Paz, en López Velarde la pasión abre el sendero de la creación poética y de ese algo más que siempre, también, es la poesía. “El camino de la pasión” es el título de una visita más extensa y decisiva de Paz a la obra de López Velarde. El título remite al catolicismo —por lo tanto el via crucis— que modularía la personalidad poética del Velarde, asociándolo con Baudelaire:
Los dos son “poetas católicos”, no en el sentido militante o dogmático, sino en el de su angustiosa relación, alternativamente de rebeldía y dependencia, con la fe tradicional; su erotismo está teñido de una crueldad que se revuelve contra ellos mismos (Paz, 1976: 73).
Valdría la pena preguntarse si esta crueldad es de orden religioso, como si el catecismo corrigiera fatalmente al eros. No es así. O no de una manera tan sencilla. La herejía lopezvelardeana no se conduce a la culpa, el camino de la pasión es liberador y celebratorio, desenlazado de la confesión. La religiosidad del poeta es eróticamente autosuficiente. Reducida al único mandamiento de la veneración, expuesto en Zozobra (1919). Ahí mismo, en “El candil”, declara una triunfal castidad, proyectada por el absoluto del que se siente aquejado: “soy activamente casto/ porque lo vivo y lo inánime/ se me ofrece gozoso como pasto”. Y todo lo devora, digamos como el fuego, en una “mística gula”. Asoma entonces el único mandamiento, no dirigido a Dios, sino a todas las cosas, a “lo vivo y lo inánime”, máxima sagrada revelada frente al antiguo candil objeto del poema: “¡Oh candil, oh bajel, frente al altar / cumplimos, en dúo recóndito / un solo mandamiento: venerar!” (López Velarde, 1994: 221). Se distingue en López Velarde la religiosidad vulgar de la experiencia oceánica, de comunión erótica con cada cosa; las imágenes de dicho sentimiento aparecen en los momentos de mayor fulgor. En los versos de “En mi pecho feliz” —aparecido en El son del corazón (1932)— el poeta dice haber vivido en una “marcha nupcial”, no libre del “espanto”. Es el amor proyectado ilimitadamente, mezcla sublime —en el sentido kantiano— de la felicidad y el terror ante la disolución.
No he buscado poder ni metal,
mas viví en una marcha nupcial...
Me parece que por amar tanto
voy bebiendo una copa de espanto.
(…)
En mi pecho feliz no hubo cosa
de cristal, terracota o madera,
que abrazada por mí, no tuviera
movimientos humanos de esposa (López Velarde, 1994: 250).
No hay desdicha de la cual arrepentirse para el que se haya entregado al eros, incluido el meramente placentero con “la buena y la mala mujer”. Velarde reserva la posible angustia para aquel que haya negado el cuerpo. No desea redimirse. Es católico para poder cumplir el deseo de profanar (Huchín, 2011: 39) ya que no puede, sino venerar profanando. Cierra el poema:
¡Desdichado el que en la hora lunar
en su lecho no huele azahar!
Desposémonos con la sencilla
avestruz, con la liebre y la ardilla (López Velarde, 1994: 250).
Via crucis, via passionis. Como el arte, la pasión es también el pathos. Aquí pathos es path: sendero. Toda pasión traza un camino, es decir, un rumbo; no elegido, se entiende, sino ardorosamente padecido. El padecer implica una lógica que va más allá de las elecciones del individuo. Es su fatum. Si hay una crueldad en la existencia es la siempre inminente pérdida del fuego sagrado del deseo. López Velarde no sigue la separación entre cuerpo y alma, ni entre virtud y deseo que impone el catecismo. Si hay alguna angustia es por la pérdida del paraíso que prodiga la carne. La carne indispuesta para el placer no se convierte en un templo del alma, sino en mera y gratuita pesadez: “si la eficaz y viva rosa/ queda superflua y estorbosa”. Así lo descubren algunos lectores, entre ellos José Emilio Pacheco (2003) señalando pasajes en los que se descubre un absoluto corporal. “La última odalisca” sacraliza de una manera más o menos oscura la dureza del falo, al que se refiere con un adjetivo hasta entonces destinado a su correspondiente órgano femenino, la eficaz y viva rosa:
¡Lumbre divina, en cuyas lenguas
cada mañana me despierto:
un día, al entreabrir los ojos,
antes que muera estaré muerto! (López Velarde, 1994: 209).
No hay picardía en el poema. La alusión a la erección masculina, no invita a dibujar una sonrisa. La vida es eros o no es vida. Al cesar la eficacia de la carne, es decir su disposición para la cópula, cesa también el sentido de la existencia. La operación poética prescinde con crudeza de los sentidos espirituales que vendrían a socorrer y justificar la suprema avería de la carne, incapaz de responder al mandamiento más sagrado, el que otorga el fuego, su camino.
Pero la manifestación de la pasión como imperativo vital se desdobla en imperativo formal, expresivo; se encuentra en una de las citas más socorridas de López Velarde —: “Yo anhelo expulsar de mí cualquier palabra, cualquiera sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos” (López Velarde, 1994: 439). Se trata de un imperativo ígneo; una especie de decantación por el padecer —el pathos— con el que busca distinguirse de sus contemporáneos, entregados a los vanos juegos de palabras que denuncia en “La derrota de la palabra”. Los huesos no arden sin la doliente mordedura del fuego; la forma del poema debe responder a una interioridad —quizás más íntima que la carne— que arde, si es que existe algo así como una interioridad. Para San Agustín lo más íntimo es Dios, aquí no está Dios, sino un fuego; no el de la zarza: la voracidad de la pasión que una vez que consume la carne se entrega al combustible último del tuétano.
Aquí el corazón y el oído, el fuego y la osamenta, el alma y su silencio parecen tomar en López Velarde el valor de las formas últimas. No es el verbo, sino el fuego, el que se encarna. Carne de hombre, de mujer, de león y de virgen y esa presencia nerviosa y más feroz del tigre que solo encuentra pareja en el infinito de su soledad. En la “Obra maestra” el fuego es transfigurado en fiera del furor amatorio, encerrada en la ajustada e infinita celda de la escritura.
En El minutero (publicado en 1923) se asoma, inusitado, un tigre, lo hace trazando el mismo camino de la pasión, errante de sí mismo; también trazando, a la manera de un feroz calígrafo, el signo del infinito en el suelo de su estrecha jaula. Se convierte desde entonces en el tótem metafísico de López Velarde, tótem asumido también por otros poetas de ilustre presencia. Sin embargo, el tigre merodea desde antes la literatura, el tigre de Blake y el de Kipling, tigre con el que Borges nos muestra su descreimiento de que el lenguaje pueda decir la realidad; fundiéndolo con el jaguar, el argentino podrá sospechar en su pelaje una escritura de dios. En la “Obra maestra” de López Velarde el tigre aparece sorprendentemente pequeño.
El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más que un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan maquinal fatalidad que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio (López Velarde, 1994: 279).
En este primer párrafo podemos ya atestiguar la imposible congregación espiritual y poética, corpórea y metafísica de López Velarde. El camino del fuego es el infinito, simbolizado con un círculo llameante en la iconografía oriental; como un doble círculo, un ocho, en la imaginería minúscula del tigre. La primera perplejidad que experimenta el lector reside en la pequeñez del tigre. “Medirá un metro”, pienso en el gesto, en lo sonrisa maléfica que pudo acompañar la escritura de este enunciado, aparentemente ingenuo. El poeta es adicto a lo pequeño, al fulgor de lo mínimo, podríamos justificarlo; o condescender: nunca vio el mar, nunca un delfín, nunca un tigre. Afuera del poema, el tamaño del felino va de los dos a los cuatro metros. En la “obra maestra”, a ojo del poeta, apenas mide un metro. Pienso en el gesto, en la sonrisa afilada del poeta. Su tigre mide un metro. Un metro de arte menor, pues está encerrado en un octosílabo —el ocho infinito—, aunque si consideramos las sílabas gramaticales, eliminando la sinalefa, sale otra sílaba, son nueve, un poco más de un metro. Quizás lo necesario para que mueva la cola y la haga sangrar, siempre por el mismo sitio.
El tigre habita en los muy ceñidos rigores de la métrica; pero la estrechez del verso no es artificiosa, sino necesaria ¿para qué? para que el tigre solo pueda errar sobre sí mismo: “judío errante de sí mismo”; esta imagen encontrará amplia significación en Paz, que atisba en Velarde y en Eliot afinidades remotas ”Eliot principia donde termina López Velarde” (Paz, 1976: 78). Los acerca también, en mi opinión, esta imagen del tigre que merodea su propio ser, que se encuentra en la quietud eliotiana, que gira sobre sí misma, por ejemplo, en los Cuatro Cuartetos.
Volvamos a la Obra maestra, al felino que es presentado como un calígrafo. Dice Velarde que el tigre “describe el signo del infinito” (López Velarde, 1994, 279) con una “maquinal fatalidad”. Maquinal, es decir, con la misma adicción del corazón velardeano, con su corazón adicto, para recordar la síntesis realizada por Guillermo Sheridan. Esa escritura es infinita y fatal y no quiere otra cosa que la entrega a trazarlo, el infinito, en el claustro de una perpetua e intensa detención; de alcances cósmicos, acaso no por lo que hace, sino por lo que deja de hacer entregado a su incurable vicio. “El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza. Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas” (López Velarde: 1994, 279).
Se articula aquí otra dualidad funesta; las dos eternidades que ofrecen cada una su tarea, ambas absolutas: por un lado, la escritura infinita —de la poesía, del ocho de la soledad—; por otro, la eternidad del hijo irrevocable; un poema es corregible, incluso infinitamente, esa es su esencia, cuando menos desde el punto de vista de la “música falible”; pero "¿Quién enmendará la plana de la fecundidad?" (López Velarde, 1994: 279).
Siguiendo al zacatecano, encontramos una decantación poco estudiada en la Obra maestra e inusitada en el conjunto de su literatura.
Somos reyes, porque con las tijeras previas de la noble sinceridad, podemos salvar de la pesadilla terrestre a los millones de hombres que cuelgan de un beso. La ley de la vida diaria parece ley de mendicidad y de asfixia; pero el albedrío de negar la vida es casi divino (López Velarde, 1994: 279).
Pocas veces el poeta va tan lejos. Comienza por señalar la condición aristocrática de quien salva de la “pesadilla terrestre” a las multitudes que convoca un beso, que a su vez convoca la cópula, que a su vez convoca la procreación. Este único acto, negar la vida al hijo que demanda el eros, tiene consecuencias de orden cósmico, pues eleva al poeta casi a la altura de Dios. En su Camino de la pasión, Paz nos anota que Velarde “no quiere ser dios ni sintió nostalgia por el estado bestial” (Paz, 1976: 81) no quiere ser Dios, en efecto, pero se ve orillado a serlo, debido a que ha abrazado la ocupación de ser el perpetuo calígrafo del 8, calígrafo del infinito.
Al negar la vida a un hijo exterior, el involuntariamente divinizado y cruel poeta de la Obra maestra procrea desde sí mismo un hijo interior, en cierto modo incompleto, “pues carece de la dignidad del sufrimiento”, la dignidad del hijo del Dios, la dignidad de Cristo, sometido a la pasión de la que se libra ese que es obra maestra del poeta; este Cristo —o Adán— invertido está libre de las dualidades funestas que ordenan cruelmente este mundo; no cargará la cruz, no portará la corona espinada de la necesidad. Dice el poeta que su hijo “Existe en la gloria trascendental de que ni sus hombros ni su frente se agobien con las pesas del horror, de la santidad, de la belleza y del asco” (López Velarde: 1994, 279).
El hijo negativo es así glorificado. A pesar de no gozar de la dignidad cristiana del sufrimiento, a pesar o quizás precisamente por eso, por hacer cesar por fin el sufrimiento que ese dios —que no escribe poemas— derrama incesantemente sobre sus hijos de todas las centurias. Lo que un dios inflige a la humanidad completa, otro, el poeta, lo impide.
El hijo así glorificado no está hecho por la unión del esperma y del óvulo; no requiere un útero, sino el corazón que sufre, que ya ha sufrido por él. La operación transforma o transvalora —según el vocabulario de Nietzsche— la crueldad de negar la vida para convertirla en ofrecimiento compasivo. Mi corazón ha de sufrir en lugar del tuyo. Ni óvulo ni esperma, el hijo negativo está “Hecho de rectitud, de angustia, de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra” (López Velarde, 1994: 279).
Nos quedamos con esta confesión: el furor de gozar ha hecho al hijo. El tigre habita el metro de la jaula, es decir, del verso. El tigre vaga en torno de sí mismo, engendra un infinito dual, como el ocho acostado del suelo de su jaula. El infinito de la escritura, el infinito del hijo negativo. Ambos infinitos son engendrados por el “furor de gozar”, ambos son signo de un acto que, sin quererlo, implica lo divino. “Furor de gozar”, que ya aparece en el quizá más memorizado poema de La sangre devota (1916)
Fuensanta:
¿tú conoces el mar?
Dicen que es menos grande y menos hondo
que el pesar.
Yo no sé ni por qué quiero llorar:
será tal vez por el pesar que escondo,
tal vez por mi infinita sed de amar (López Velarde, 1994: 160).
Otra vez el infinito es doble. Primero el del pesar, que sobrepasa las inmensidades del mar; después el “furor de gozar” que se modula aquí más suavemente, en la “infinita sed de amar”. Esta infinita sed traza el camino de la pasión, primero como giro sobre sí mismo, después como un ocho incesante en el piso. Se trata de la fatalidad pasional que procrea ayuntada junto con la invención verbal, a la poesía, según la fórmula de Octavio Paz.
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