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Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.

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Publicaciones

Sobre la música como un meta-logos, expresión inmediata de lo sensible por Francisco Aranda Espinosa

Julio-diciembre 2023, número 29.
Evelyn López García. “En la celda”. Digital (Paint Tool SAI). 52x29cm. 2021.

Aranda Espinosa, Francisco. (2023). Sobre la música como un meta-logos, expresión inmediata de lo sensible. Revista digital FILHA. Julio-diciembre. Número 29. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449. DOI: http://dx.doi.org/10.48779/ricaxcan-216

Francisco Aranda Espinosa. Mexicano. Profesor Investigador de Tiempo Completo Instituto de Artes, Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Licenciado en Piano por el Instituto Superior de Música del Estado de Veracruz, Maestro en Investigaciones Humanísticas y Educativas por la Universidad Autónoma de Zacatecas y Doctor en Filosofía e Historia de las Ideas por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Orcid IDhttps://orcid.org/0000-0002-2582-4431 Contacto: franciscoarandaesp@gmail.com

 

 

SOBRE LA MÚSICA COMO UN META-LOGOS, EXPRESIÓN INMEDIATA DE LO SENSIBLE

Regarding music as a meta-logos immediate expression of the sensitive

 

Resumen: Se entenderá de mejor manera el fenómeno musical desde la filosofía de la música, en contraposición a las diferentes ópticas de la musicología tradicional. Se tratará aquí de reflexionar, desde un pensamiento especulativo, en torno a aquello que surge de la propia música sin ahondar en el análisis técnico. De la música es posible hablar, pero imposible resulta la tarea de encerrarla toda en el lenguaje. No es posible agotarla a través de lo lingüístico. Con el lenguaje común, lo único que podemos hacer es bordearla o seguirla de cerca, mas nunca terminar de explicarla pues lo que, en este caso estaríamos haciendo, sería tratar de definir o establecer el propio límite del lenguaje. Proponemos aquí una teoría filosófica musical que entiende la música como expresión inmediata de lo sensible, o, en nuestras palabras: un meta-logos.

Palabras clave: música, lenguaje, logos, sensible, lingüístico, filosofía, análisis.

Abstract: The musical phenomenon will be better understood from the philosophy of music, opposed to the different perspectives derived from traditional studies of musicology. We will try to reflect about music, from a speculative thought, without using technical analysis. We propose here a musical philosophical theory that comprehends music as an immediate expression of the sensitive, or, in our words: a meta-logos.

Keywords: music, language, logos, sensitive, linguistic, philosophy, analysis.

 

Introducción

Iniciaremos diciendo aquí que, desde nuestro sentir, se entenderá de mejor manera el fenómeno musical desde la filosofía de la música, en contraposición a las diferentes ópticas derivantes de la musicología tradicional. Trataremos de reflexionar, al generar un pensamiento especulativo, en torno a aquello que surge de la propia música, sin incursionar en el análisis técnico. Si, por el contrario, intentamos agotar dicha reflexión dedicándonos solamente a analizar la música o tratar de sistematizarla en conceptos, nos quedaremos cortos, pues no recorreríamos las peripecias de una odisea musical, resultando para nosotros la imposibilidad de vislumbrar aquello que existe dentro del fenómeno musical y aquello que se desdobla del mismo. De la música es posible hablar, pero imposible resulta la tarea de encerrarla toda en el lenguaje verbal. No podemos agotarla a través de lo lingüístico. Con el lenguaje común, lo único que podemos hacer es bordearla o seguirla de cerca, mas nunca terminar de explicarla pues lo que, en este caso estaríamos haciendo, sería tratar de definir o establecer el propio límite del lenguaje. La música debe, por tanto, entenderse aquí como una compleja articulación de sonidos, que a su vez desencadenan un complejo sistema simbólico que va más allá de lo representable en una partitura y que podríamos entender como un (meta) logos, puesto que, como dice Lévi-Strauss (2014) : “La música excluye al diccionario” (p. 89). Creemos que en el siglo XX son pocos los filósofos de primer orden dedicados al ejercicio especulativo de la música. Algunos de los más notables podrían ser Theodor Adorno, Ernest Bloch, Vladimir Jankélévitch y Eugenio Trías. Parece un tanto inquietante que autores tan prolíficos como Martin Heidegger, Jacques Derridá, Ortega y Gasset o Michel Foucault hayan dedicado poco o casi nada a la reflexión en torno a la música. El mundo–o universo–musical es, en sí mismo, infinito. Algo inagotable desde el habla y, sin embargo, de lo que nunca dejaremos de escribir. ¿Se escribe entonces, porque no se puede decir realmente algo? Este decir algo (o nada) resulta, más bien, la manifestación o el deseo de articular aquello que, en su esencia más íntima, es inefable. La música, (in) expresión excedida de logos, o meta-logos, como aquí denominaremos, está excedida en tanto que a ella misma le es imposible empatar con el lenguaje común. Por tanto, no bastará con comentar de la música para definir lo que realmente, en su conjunto, es. Lo que aquí proponemos realizar es brindar al interesado una introducción filosófica del quehacer musical apoyándonos en algunos textos y obras musicales de Kierkegaard, Mozart y Stravinsky.

 

La música, meta-logos y expresión inmediata de lo sensible

Aunque la música posee el suyo propio, no es, propiamente y, como hemos dicho ya, un lenguaje verbal. La música lo excede, incluso de forma automática. Expresa, metafóricamente, la inexpresividad en sí misma. Aquello que, para uno es una cosa y para otro, otra, para la música no es nada (algo) en concreto. La música es, por principio, una articulación de formas sonoras en movimiento, incapaz de ajustarse a las determinadas limitaciones léxicas. Según Schopenhauer (2010), no comunica algo en particular y no pertenece al ámbito de la Representación; no obstante, representa, en relación a todo lo físico del mundo, lo meta–físico y con respecto a la apariencia del mundo fenoménico, aquello que Kant comprendía como la cosa-en-sí. (Vid. Kant, 2010). La música, más en consonancia con la idea de Voluntad schopenhaueriana, designa aquello sin–nombre, apunta a lo radicalmente otro, fundamento intraducible e inefable: incompatible, por consiguiente, con las formas humanas de comunicación a través del lenguaje común. Música y lenguaje (humano, verbal) no pueden ni podrán ser nunca totalmente equivalentes en términos de significado: “La música habla de sí misma; el lenguaje habla de sí mismo” (Safranski, 2013, p. 452). Si la música habla de sí misma, debemos entender que ocurre porque no hay propiamente un sentido musical ajeno a aquello que sucederá en la temporalidad de la experiencia musical: no hay (ni habrá) palabras que rellenen el vacío que dejan las huellas de la música a su paso en (y por) el tiempo:

 

El sentido de la música, así como el de la poesía siempre le es inherente; en vano se buscará en otra parte. Cuando se recurre a una entidad exterior se rechaza, por una parte, que exista un sentido musical o un sentido poético, es decir, que la música y la poesía sean esencialmente incapaces de decir lo que dicen (Espinosa, 2017, p. 81).

 

La filosofía de la música será, para nosotros, la forma teorética y multidisciplinaria (porque incorporará a su aparato investigativo la historia, la filosofía y la musicología) más precisa del conjunto intelectual, especializada en el quehacer artístico y musical. El ejercicio filosófico–musical combinará el análisis (no agotado en lo técnico) de aquello acontecido a través de los sonidos y su articulación, basado en lo formulado en la partitura. No obstante, a diferencia del trabajo del análisis tradicional, la filosofía de la música no se enfocará–ni se agotará–de ninguna manera en el resultado del cómo deberá sonar esto o aquello, sino que se concentrará en el conjunto resultante del fenómeno presente y afirmativo que surge a partir de la ejecución musical. Dicho de otra manera: la filosofía de la música nos tratará de brindar una experiencia, que resulte de la especulación originada a partir del fenómeno de la articulación sonora (también experimental) de tal o cual obra. En tanto actividad (y actitud) reflexiva, creemos que la filosofía de la música será la única disciplina posibilitada para orientarnos, estemos o no instruidos en la técnica musical, a saber, si la obra a analizar, desde esta mirada, resulta en una experiencia de inmediatez en tanto expresión más directa y automática de lo sensible. Debemos, por lo anterior, considerar a la música como una expresión de la experiencia inmediata de lo sensible únicamente si aquello acontecido en la práctica musical no sigue las coordenadas (ni el mecanismo) del lenguaje, ni esté sujeto a un procedimiento que tuviera como objetivo primordial el presentar ideas, pensamientos o creencias.

La música, liberadora del habla, muestra la efectividad de lo real en tanto lo mantiene como un misterio oculto e inefable. No hay nada en el mundo de los sonidos (nada que pueda ser escuchado por el humano) que se mueva–o articule–de la misma forma en que lo hace la música. Por eso, compararla con el habla común constituye una reducción en tanto (in) expresividad metafórica de lo real. Por poner ejemplo claro de esto: si preguntamos a cualquier oyente: ¿esta obra musical dice algo? muy probablemente contestaría que sí, pero si le preguntamos sobre aquello en particular de lo que trata o dice, entonces seguramente no sabría responder. Debemos aclarar que esta dificultad (o incapacidad) para dar con una acertada respuesta no necesariamente sería consecuencia de una incomprensión musical por parte del escucha; por el contrario, es posible que, de esta forma, se haya comprendido mejor la propia música en tanto menos se pueda a esta verbalizar o traducir en lenguaje.

¿Qué es lo que expresa o comunica La consagración de la primavera? ¡Nada en concreto! La consagración de la primavera de Igor Stravinsky pone de manifiesto el contenido de La consagración de la primavera de Igor Stravinsky. Por tanto, resulta, como cualquier otra obra de arte abstracto (musical) una expresión inmediata de lo sensible: arte en sí mismo en tanto que no representa otra cosa exterior, más allá de su propio juego y articulación. Analizar, por tanto, la partitura será, deconstruirla hasta sus principios simbólicos y musicales. De esta forma se pretende detallar, de manera rigurosa aquello que técnicamente se derivará de ella para su correcta ejecución. Por ejemplo: la armonía, con sus respectivos grados, el comportamiento de la melodía y el ritmo, la textura del timbre o el acompañamiento, etc. El analista formal disecciona el manuscrito musical original, a modo de una hermenéutica trasladada al signo sonoro, siempre bajo sus propios términos e ideas musicales preconcebidas: aquello que resultará en una expresión interpretativa. El análisis musical, por más técnico y formal que se proponga, será siempre, desde esta mirada, hermenéutico, pues trabajará directamente con las notas y signos musicales que allí se tratan, por consiguiente, como un texto musical. El texto es la parte original de una obra, las notas escritas por el compositor en la partitura: lo que se lee para ejecutarse. Nos damos cuenta, por tanto, del lugar donde radica la diferencia del análisis técnico (o hermenéutica musical) con la tarea de la filosofía de la música: la primera trata solamente con lo positivo en la partitura musical, dejando de lado toda cuestión especulativa que surja a partir de la ejecución directa del fenómeno musical en tanto posibilitador de una experiencia única e irrepetible. Regresemos al ejemplo de la obra de Stravinsky. Si comprendemos que aquello expresado en La consagración de la primavera no es más que la articulación de formas y movimientos musicales de la propia Consagración de la primavera, podemos afirmar que la reducción de la experiencia musical en su inasibilidad, a la teoría del análisis musicológico tradicional que se enseña en las academias comunes de música, constituiría una paradoja que no desarrollaría el complejo fenómeno musical en cuanto tal. Es por eso que consideramos que la filosofía de la música, capaz de penetrar en la experiencia musical y asumirla en su carácter de meta-logos, se ha dado cuenta, de antemano, que aquello que tiene lugar en la gestación y concreción de la obra musical–incluso antes de su interpretación– no podrá ser minimizado a las conjeturas del análisis técnico, encarcelado en las paredes invisibles del logos.

La filosofía de la música comprende el meta-logos, mecanismo de la música en tanto expresión inmediata de lo sensible, que revela, sin diseccionar, lo oculto, lo real, que sólo la música puede, en su propio juego, delimitar: en términos schopenhauerianos, la sabiduría fronteriza entre la Voluntad y la Representación (Vid. Schopenhauer, op. cit., 2010). La música, carente de sentido objetivo y representacional, no pertenece al campo del logos ni de lo semántico. La experiencia musical es una contundente afirmación dinámica. El sentido se le otorga, si se quiere, pero solamente superponiendo a dicha experiencia, una teoría de comprensión musical: palabras sobre el sonido, en cada caso específico de explicación. Por esto es que quedarse en el análisis musical supone hablar de la técnica compositiva (o si se quiere, auditiva) dejando de lado lo real ocurrido en el acontecimiento musical. Ahondar en la comprensión de la estructura formal, por ejemplo, al estilo de Aaron Copland en Cómo escuchar la música (Vid. Copland, 1984) si se sigue nuestra idea, solo será, además de una reducción filosófica, una des–absolutización del fenómeno musical. Dicho con otras palabras: la música, vencida por el logos, dejará de ser un arte de la inmediatez para convertirse en rehén de la Representación schopenhaueriana. Leyendo a Copland nos damos cuenta que estamos ante uno de los modelos más obstinados en mostrar que aquello que acaece en la música puede explicarse totalmente a través del lenguaje. Y no sólo eso, sino que, además, nos dice, aunque de manera indirecta, que la música es también, un lenguaje. Eso es lo que precisamente hay que declarar como no completamente funcional si seguimos nuestra línea aquí expuesta y defendida. Si el logos vence (y mata) a la música, no es necesaria ni la filosofía de la música, ni la música misma. ¿Si a alguien se le explica, razonablemente, lo que el compositor ha sistematizado técnicamente para concebir su obra, por ende, el oyente la entenderá? ¿Es suficiente la explicación técnica para su comprensión?

La música es absoluta (expresión inmediata de lo sensible) cuando no se le usa para algo: cuando no está sujeta a ningún propósito alterno al de su propia articulación, es decir, aquella que prescinde de la palabra o la representación. “La música absoluta habrá de ser, cuando menos, música instrumental” (Scruton, 1987, p. 89) dice Roger Scruton, un filósofo británico, especializado en la estética y a esto añadiremos que, siempre y cuando la palabra instrumental no se entienda solamente si se habla de instrumentos musicales físicos (el violín, el piano o la celesta) pues, de carácter no–físico, está la voz humana. En otras palabras: los instrumentos, si logran una belleza de timbre auténtica, será porque se asemejan o, por lo menos, tratan de imitar el canto. Por lo mismo, no podríamos pronunciar una des–absolutización de la música si hablamos de la ópera, ya que, en ella, las palabras son nada más un vehículo para la articulación y el movimiento de la música, que ya es, por sí mismo, soberano. Por otro lado, no es posible pensar una música operística sin palabras: técnicamente estaría sujeta a la mera vocalización y eso tendría un impacto estético menor. No es así: la ópera puede tener música de naturaleza sinfónica, exclusivamente programática o, incluso llegar a ser el arte más absoluto de todos. Nos resulta casi inconcebible pensar en algún arte que no tenga cabida dentro de la ópera: el ballet, el teatro, la escultura, la arquitectura, la coreografía, etc., y claro está, apoyada primero en la música, que debe estar por encima de todo, encontraremos, la voz solista, el coro y la totalidad de los conjuntos.

 

Mozart y Kierkegaard y la música absoluta

Para comprender un poco más de cerca las composiciones de W. A. Mozart y la idea de expresión de la inmediatez en la música, es, para nosotros, muy importante tornar la mirada hacia Sören Kierkegaard (1813–1855) filósofo de origen danés, quien construye su pensamiento, influido por la filosofía de Schelling y, en contra de los principios de la dialéctica hegeliana, que, en resumen, atenta contra lo singular a favor de la idea del Espíritu. Hegel creía, de forma absoluta y generalista, en la idea esencialista del hombre, entendido como elemento constituyente del Espíritu (Vid. Hegel, 2017). Por el contrario, Kierkegaard afirmaba que el ser humano estaba más (y mejor) relacionado con un naturalismo de carácter existencialista y singular que consideraba la verdad como una mera subjetividad; a su vez, para Kierkegaard la existencia era una posibilidad. Para el danés, la duda será el elemento consustancial posibilitador de la fe. La angustia, que es, en su origen, generada a partir de dicha duda, desprende en el humano la necesidad de decisión entre dos opciones. No obstante, esta sensación de libertad, generadora de posibilidades, es, en sí misma, desesperante. Aquello que nos salva de la duda y la desesperación es el salto hacia la fe. Kierkegaard define la existencia a partir de tres grandes bloques que funcionan como modos de ser del individuo y que estos, a su vez, generan actitudes y formas de pensar que devienen, a su vez, en otras. El primero de estos estadios es el estético, en donde predomina el hedonismo, la falta de reflexión y moralidad. Aquí se actúa de forma ingenua y deseante. No hay, por tanto, una responsabilidad ética. Es por eso que, para Kierkegaard, el personaje que mejor encaja en este modo de ser es el protagonista de la ópera Don Giovanni de Mozart, obra de la que surge un escrito de Kierkegaard titulado El erotismo musical (Vid. Kierkegaard, 2010). El estadio estético (en la ópera mozartiana) representa y conforma la expresión de la sensualidad a través del medio más abstracto: el arte musical. Don Juan quiere, simplemente gozar: se cree libre, pero está, en realidad, eternamente insatisfecho, con un profundo apetito sensual que no puede ser nunca llenado y, por ende, próximo a la desesperación, propia resultante de este estadio.

En consonancia con el Fausto de Goethe y El Quijote cervantino, Don Giovanni de Mozart supone una afirmación directa de lo sensible en tanto proyección de la búsqueda de la felicidad que se autocorrompe, generando confusión y angustia en el individuo. Don Giovanni posee una musicalidad absoluta que representa la inmediatez de lo sensible en tanto perfecta manifestación del erotismo que no necesita de las palabras: la partitura mozartiana conforma, por tanto, el (propio exceso) de un meta-logos encarnado por el seductor libertino que desafía la conciencia y el deber (protagonizado por el Comendador) afirmando el placer absoluto. Al igual que Cherubino (de Las bodas de Fígaro) y Papageno (de La flauta mágica) Don Juan busca el placer en todo momento, creando un espiral eterno en donde el propio deseo queda siempre abierto: en suspenso, inconcluso, hasta su propia muerte. No obstante, la diferencia con los otros personajes mencionados radica en que Don Giovanni, según Kierkegaard, redunda en la seducción, incluso hasta en lo musical. En una esfera diferente, Kierkegaard, que influye en el pensamiento de los posteriores Sartre, Heidegger y Jaspers, comprende los otros dos estadios: el ético y el religioso, en donde existirá, a diferencia del estético, el predominio por los principios morales y el salto superior de fe, liberador total de la angustia y que supone la acción más importante para el ser humano.

 

Música y lenguaje: expresión y evocación

Si se quiere comprender–escuchar, en toda la extensión de la palabra–por ejemplo, la Pastoral de Beethoven, no deberá hacerse pensando, de antemano, en el campo, los animales y el reino de lo bucólico. Sabemos que esta sinfonía tendrá una impresión distinta en cada escucha; sin embargo, debemos saber que el titularla Pastoral fue un resultado colateral, un efecto secundario en la creación beethoveniana. Esto es lo que formalmente se entiende como música programática. Empero, si escuchando esa obra se tomara esa programatividad musical, in extenso, lo único que haríamos es despojar a la música de su carácter absoluto y vinculante con lo sensible. En este caso, estamos degradando la articulación musical al punto donde reina el logos: allí donde el arte ha perdido toda soberanía. Hay que distinguir, por tanto, la expresión de la evocación, incluso, de la asociación. De la Sinfonía Pastoral añadimos también que, si esta composición musical expresa melancolía o alegría, no es lo mismo que afirmar que la misma evoca o suscita la melancolía o la alegría en el oyente. Resulta, más bien, un delatar que el escucha ha hecho inconsciente esta asociación y nos ha confundido al respecto. Si describimos, pues, que tal o cual composición musical expresa una suerte de melancolía o de alegría, se está proporcionando una razón para escucharla o evitarla y, todo esto, desde el gusto particular y subjetivo del oyente. En realidad, no se le está describiendo en su conformación absoluta. A esta música, por tanto, no se le está comprendiendo de manera justa. Entender tiene relación con la raíz francesa del vocablo entendre, que significa, literalmente, escuchar. Se entiende entonces, con el oído. Formulémoslo así: es necesario escuchar para comprender realmente algo. Sólo el oído escruta en el imperio de lo real: allí donde el reino de lo visual y lo táctil se ha oscurecido. Lo real, sin embargo, no siempre suena: lo real es también aliado del silencio. Un silencio que sucede a una estática intemporalidad, a una suerte de grito implícito. El silencio –previo y posterior al sonido– es un profundo mutis que se articula en sí mismo construyendo una temporalidad auténtica. El acontecer musical no es sólo sonido: también es su propio callar. Y eso es lo que la hace absoluta, pues, afirma, desde el común de los románticos europeos, la manifestación de lo divino en la naturaleza. Resumiendo: la mirada analítica o representacional de la música va a considerar que ésta supone un lenguaje capaz de autodescifrarse a través del mismo logos. Por el lado opuesto, la filosofía de la música señalará, a este respecto una imposibilidad. Asegurar que la música signifique o diga algo es análogo a afirmar que la pregunta por el sentido de la vida pueda contestarse de manera única y contundente. En todo caso, la música podría establecer relación sólo con una variante del logos con el que se sirviera a sí misma, para seguir siendo, ella-misma. La música es, más bien, una articulación meta-léxica, carente de sustantivos; por tanto, es un lenguaje en el cual no puede decirse realmente algo y, con esto, al mismo tiempo, se dice todo.

Con respecto a la analogía que hemos precisado sobre la música, el lenguaje y el sentido de la vida, a través del logos, podemos agregar también que dicha dificultad filosófica consiste en relación al concepto de expresión (dentro o en la música) y en el cuerpo o, si se quiere, expresión de la vida en sí misma. Pensemos en un ejemplo más o menos claro de esto: decir que un rostro humano evidencia, por naturaleza, una expresión, puede ser cierto, si se piensa en que esa expresión pudiera estar relacionada con el modo de ser de tal persona. Sin embargo, no deberíamos considerar que eso bastará para afirmar rotundamente que aquello que hay tras el gesto facial o corpóreo de tal persona es, en sí, una expresión. ¿Tal gesto dice ya algo, por principio o es acaso nuestra mera asociación la que está, en este momento, operando? ¿Y este fenómeno es equiparable a la música? La tristeza o la alegría pueden entonces expresarse a través de la articulación sonora, pero de ellas no se dirá realmente nada. Ante el sonido musical, silencio léxico y ante el silencio sonoro, un doblemente callar. La tarea, pues, del analista musicológico reside, si se sigue esta intuición, en querer hacer que el obrar de los sonidos sea un actuar, por fuerza, desde las palabras. Obligar a que el silencio léxico también hable. Eso es imposible, dado que el silencio está literal y absolutamente callado; es silencio en tanto no puede –ni quiere– hablar. Y si no se concede el hecho de aceptar que el silencio simplemente es un callar léxico, entonces diremos aquí que habla, pero sin decir nada. Sentenciar que la música articula sonidos vacíos que el lenguaje debería rellenar o interpretar es el principio de aniquilación de todo arte musical. El sonido musical, silencio del logos, es una casualidad enigmática para el lenguaje profano. Es la (in) expresión de un meta-logos, desbordado, que no desea –ni podrá nunca–despejarse. La música es la múltiple sínfisis de sonidos que se afirman en sí y que no significan nada (Vid. Scruton, op. cit.).

En la ópera, donde probablemente se nos podría objetar que la música instrumental estuviera subordinada a las palabras o a la acción escénica o, por lo menos obligada a convivir con ellas, se puede inferir que ella es independiente a sus compañeras de escenario (palabra y acción); pues lo musical, sin la compañía (in) necesaria de ningún otro componente nos da qué pensar, ofreciéndonos aquello que ni la acción ni las palabras han podido representar en el escenario. ¿Acaso si no nos han contado el argumento de alguna ópera podríamos saber de antemano de qué trata? (por supuesto, sólo en el caso de que no conociéramos la lengua en la que está cantada, claro está). La respuesta más probable es que no, ya que, si no supiéramos de qué trata, no sabríamos realmente de lo que trata. Estaríamos, solamente, atentos a la escucha de lo acontecido en la articulación y el movimiento de los sonidos allí organizados. Pongamos otro ejemplo: pensemos ahora en una persona no muy dotada de conocimientos musicales. Es más, que ni siquiera le fuera comunicado el nombre de la obra a escuchar. A esa persona se le reproduce una versión de El carnaval de los animales de Saint-Saëns. La escucha. ¿Se vería disminuida o, incluso, perdida su capacidad de comprensión musical dentro de la experiencia estética adquirida al escuchar dicha obra? Comparada a la de un instruido (o no tan instruido) oyente, creemos que la experiencia obtenida de aquél que no posee un conocimiento musical previo puede ser incluso más compleja y profunda, ya que, en este último, la música, liberada de cualquier componente léxico, de evocación o asociación, pudo haber sido capaz de activar en él, su propio pensamiento y provocar una hierofanía: comunión del oyente con lo real, a través del signo y la experiencia musical. Eso no quiere decir tampoco que el que sí comprende mejor la estructura musical -estricta y académica– de una obra musical y todos sus pormenores, no entenderá realmente la música. Recordemos: entender, en su sentido más primigenio, significa escuchar. Por tanto, si la oye, quizá la entienda. Pero no la comprenderá mejor que el otro. Tal vez, si se insiste, consciente o inconscientemente, en la búsqueda del sentido musical de tal o cual obra y, por lo mismo, se aparte de lo esencialmente musical, deje de pensar, al menos en los términos que antes hemos referido.

Al margen de Schopenhauer, la música, ni siquiera en su estado indirecto, puede representar a los objetos. Por consiguiente, debemos entonces preguntarnos si la llamada música programática carece, en su objetividad, de un logos, lo excede o, por el contrario, está  subordinada al mismo, dado que es aquella que, por sí misma, tiene por objetivo la descripción de una narración o un cuento. Muestra clara de ello son las bandas sonoras de diferentes películas, donde la música se ha posicionado en el opuesto de la música absoluta, porque contiene un mensaje lingüístico per se. Ese mensaje no indica necesariamente una idea, sino que, más bien, se distingue por describir objetos y espacios temporales, sin anunciar directamente aquello que tuvo que haberse generado en una des-absolutización musical. La música, si ha de pretender mantenerse como una expresión inmediata de lo sensible, debe incluir, en su propio ejercicio, un nuevo ser (invisible) que apunte hacia la metafísica y que ello transforme al sujeto–espectador en un sujeto–móvil con características desdoblantes que posibiliten y faciliten el propio ejercicio musical. Y solamente en estos terrenos puede escrutar la filosofía de la música, que desprende, de su lectura, una explicitación del fenómeno musical en contraposición a la mirada escueta del análisis tradicional. Ante un hemisferio de naturaleza semidesértica que resulta del sólo hecho de analizar la partitura, invitamos al lector a conocer la otra cara de la moneda, que nos puede brindar algo más: el contacto de aquel fenómeno musical con lo resultante de la especulación filosófica y aquello que se ha reflexionado en torno a ella. ¿Es mejor o peor? Nosotros solo hemos tratado de dibujar una línea divisoria entre ambas disciplinas y de matizar, desde un asidero reconocido, la frescura que emana de la lectura musical con la lente filosófica, también, afortunada o desafortunadamente, avasallada y superada por el fenómeno musical, que la trasciende escapando a su análisis, precisamente debido a su carácter inmaterial e inefable.

 

Stravinsky y la (in) expresión musical

Igor Stravinsky fue, como todos sabemos, un célebre compositor ruso, nacido en 1882 y que debe su fama a obras musicales como La consagración de la primavera, Petrushka o El pájaro de fuego. Sin embargo, en su faceta como intelectual destacan sus ensayos Crónicas de mi vida y Poética musical, en donde el compositor resume una serie de ponencias a modo de seminario que impartió en Harvard en el período comprendido entre 1939 y 1940, publicadas, posteriormente, en francés con ayuda del que fuera su amigo cercano, Paul Valéry. La proximidad estética y musical entre Stravinsky y otro importante pensador de la época, Vladimir Jankélévitch, puede verificarse en la similitud con respecto a la concepción (a) temporal de la música, plasmada en la siguiente frase del compositor: “La música es el único campo donde el hombre materializa el presente” (Stravinsky, 1981, p. 67). La música, para Stravinsky como para Jankélévitch, estará siempre liberada del componente léxico; esto significa, que, en su estado de exceso de logos, como un arte absoluto, un meta-logos, la experiencia musical está en radical oposición a la concepción tradicional que la comprende (y tuerce) como un lenguaje (menos uno con pretensiones universales). La música es siempre protagonista de la escenificación sonora del movimiento de lo real, es decir, que manifestará, en su propia articulación, una proyección auto-afirmadora de constante actualización del movimiento. El tiempo temporizado de la (in) expresión musical resulta en una circulación efectiva que carece de fundamento o estructura sustancial, un sinsentido para lo cotidiano, coincidente con el plano filosófico bergsoniano de la actualización del impulso vital, referida por Gilles Deleuze en su cátedra, originalmente en francés Le bergsonisme y traducida al español como El Bergsonismo (Vid. Deleuze, 1997). En palabras de Igor Stravinsky (1981, p. 67):

 

Pues yo considero que la música es incapaz por su esencia de expresar cualquier cosa: un sentimiento, una actitud, un estado psicológico, un fenómeno de la naturaleza, etc. La expresión nunca ha sido propiedad inmanente de la música. La razón de ser de ésta no está de ninguna manera condicionada por aquélla. Si, como ocurre casi siempre, la música parece expresar algo, no es más que una ilusión y no una realidad. Es sencillamente un elemento adicional que, por una convención tácita e inveterada, le hemos prestado, impuesto, como una etiqueta, un protocolo, en una palabra, un atuendo y que, por costumbre o inconsciencia, hemos venido a confundir con su esencia.

 

La música de Stravinsky, es una suerte de meta-logos que supera la armonía tradicional puesto que, aunque ciertamente rompe los esquemas de ese lenguaje tonal y rítmico a través de la politonalidad y la polirritmia, se define a partir de su búsqueda de libertad des–sujetada de su propio ejercicio, no obstante, asumiendo las limitantes pre-establecidas por él mismo, previas a la eclosión de su creatividad. Stravinsky agrega:

 

Y diré más: mi libertad será tanto más grande y profunda cuanto más estrechamente limite mi campo de acción y me imponga más obstáculos. Lo que me libra de una traba me quita una fuerza. Cuanto más se obliga, uno, mejor se liberta de las cadenas que traban al espíritu (Stravinsky, 1986, p. 88).

 

Esta forma de pensar, a partir del juego con la libertad, en tanto creatividad estilística, la compartirán más adelante Schönberg, Berg y Webern, compositores que pertenecieron a la llamada Segunda Escuela de Viena. Stravinsky consideraba que asumir la música como una expresión era el resultado de una conspiración que, sin saberlo, trastocaba los elementos y valores musicales verdaderos e intrínsecos en su propia composición estilística. Esto suponía una calibración interesada a partir de una necesidad ajena a los propósitos e inspiración musical y artística. La inexpresividad del ejercicio musical es, en cambio y siguiendo al compositor, la afirmación pura e íntima, el deseo apolíneo de dar forma abstracta a la materia concreta. Lo ordenado, bello y anti-caótico de la composición musical es un meta-orden para las limitantes del logos. Desde la mirada analítica de Stravinsky, a partir de la politonalidad y la polirritmia se conjugan las tres nociones: por un lado el orden, por otro el desorden y finalmente la organización en un bucle retroactivo. La especulación musical a la que invita la filosofía de la música consiste, de esta manera, en dar lugar a lo diferente, a lo desordenado, a lo inesperado.

La música para Stravinsky como para Schopenhauer es la única de las artes que vuelca y superpone al hombre ante un hemisferio de lo desconocido, que nada tiene que ver con la cotidianidad del logos y la mediación humana con el mundo de los objetos. La música, soberana absoluta de su propio quehacer, es capaz de articular, sin objetivación y sin palabras, el operar de la Voluntad: sustrato y potencia de lo otro del mundo. La música supone una afirmación de lo real en tanto prescinde y supera toda objetualidad. Es tan poco objetiva que ni siquiera se dirige a tal o cual sentimiento, sino, más bien, al sentimiento en sí mismo, a la subjetividad más primigenia, absolutamente carente de referente en el mundo. Por otra parte, aunque en sintonía con el pensamiento de Stravinsky, Jankélévitch definirá lo musical como aquello que expresa más que su propia esencia. No es un lenguaje en tanto que no (conoce ni) expresa ideas o intenciones humanas. Y, aunque tiene su propio lenguaje de símbolos, como son las figuras y silencios musicales o la barra de compás, la experiencia musical ocurre sin entrar en comunión con el logos: se trata, en suma, de un devenir, acontecimiento por la gracia que tiene que ver con el deseo autónomo de alteridad. Ese deseo sólo puede desarrollarse a través del mismo dinamismo del devenir porque, en realidad, está condenado a nunca resolverse.

 

¿Qué es la música?, se pregunta Gabriel Fauré en busca del “punto intraducible”, de la irreal quimera que nos eleva “por encima de lo que es...” Son los días en que Fauré esboza el segundo movimiento de su primer Quinteto, y aún no sabe qué es la música, ¡ni siquiera si es algo! En la música se da una doble complicación que genera problemas metafísicos y morales, una incidencia deliberada que alimenta nuestra perplejidad. Por un lado, la música es expresiva e inexpresiva a la vez, seria y frívola, profunda y superficial. Tiene sentido y carece de él. ¿Es un divertimento fútil?, ¿o acaso se trata de un lenguaje cifrado, como el jeroglífico de un misterio? ¿O ambas cosas al mismo tiempo? (Jankélévitch, 2005, prólogo).

 

La música es pura inconmensurabilidad que escapa del intelecto humano mientras suena como una vez ocurrida: se desvanece ella misma en su propia (a) temporalidad. Encierra, en su devenir incesante, la combinación paradigmática de transcurso, sonido, devenir y temporalidad. La música carece de sustancia; ni siquiera la Sustancia spinoziana le da potencia o la hace ser ella misma. Empero conserva, en su carácter meta-lógico, el enigma del infinito. Es la incógnita que no puede (ni debe) despejarse. La música patentiza el misterio de aquello que no puede revelarse: preservación más auténtica de lo desconocido en tanto (todo-lo-otro), lo que no puede conocerse. Si se tiene la arrogancia de intentar despejar la incógnita que vela el fenómeno musical, lo revelado (o rebelado) debe desconocerse como música. Enrica Lisciani–Petrini, musicóloga italiana de la actualidad, no tiene reparos en afirmar que Jankélévitch ve en la música un asidero ontológico que supone la experiencia de la finitud y lo irrepetible. En otras palabras: la música afirma la verdad en su propia (a) sincronía con lo otro del mundo (Vid. Lisciani–Petrini, 2005, traducción propia).

 

Conclusiones: el fin último de la música, la afirmación de lo real

La filosofía de la música es una búsqueda de lo musical como fin último e inherente de la propia música: la afirmación de su propio ser, sin objetivación ni representación mundana y, por ende, profana. La música produce una comunión con lo real: es, por tanto, una experiencia de lo sagrado. Y solamente, en tanto la articulación sonora se encuentre liberada del componente lingüístico, es que la propia música se mantendrá como expresión inmediata de lo sensible: afirmación de un meta-logos. Y es un arte excedido de logos porque no contiene lenguaje ni el menor contacto con él. El lenguaje es su propia negación, dado que no incluye, en su ejercicio, a lo real. Lo real es, y solamente, es. No es traducible al lenguaje: es sonoro. Toda lógica es inadmisible en el terreno de lo real, que tampoco admite experiencias acumulativas. Lo sagrado, en tanto experiencia humana de lo real es siempre único e intransferible y así sucede con el contacto con la música. La música será absoluta únicamente si, en su articulación infinita, se muestra ella como fin en sí mismo, fascinación inmaterial e indescriptible de lo real como sonido puro. Y si hay afirmación total, sin negación, la consideraremos absoluta, porque no buscará nada fuera de ella misma. Nos seducirá, provocando en nosotros un encantamiento que consistirá en el olvido del lenguaje y de lo humano: nos recordará el ser, desmoronando las ideas y las palabras ante la fuerza de lo real, que es invisible, pero sonoro. Podemos sentenciar entonces que la música, creando amalgama con lo sacro, constituye una afirmación de lo real en su libre ejercicio, ganando la batalla final contra el logos.

 

Referencias bibliográficas

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–Deleuze, G. (1997). Le bergsonisme. Francia: Presses Universitaires de France.

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–Hegel, G. W. F., (2017). Fenomenología del espíritu. México: Fondo de Cultura Económica.

–Jankélévitch, V. (2005). La música y lo inefable. España: Alpha Decay.

–Kant, I. (2010). Crítica de la razón pura. España: Gredos.

–Kierkegaard, S. (2010). Los estadios eróticos inmediatos o El erotismo musical. España: Gredos.

–Lévi–Strauss, C. (2014). Regarder, Écouter, Lire. France: Plon.

–Lisciani–Petrini, E. (2005). Charis. Saggio su Jankélévitch. France: Mimesis Filosofie.

–Safransky, R. (2013). Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía. Barcelona: Tusquets.

–Schopenhauer, A. (2010). El mundo como Voluntad y Representación. España: Gredos.

–Scruton, R. (1987). La experiencia estética. México: Fondo de Cultura Económica.

–Stravinsky, I. (1981). Chroniques de ma vie. France: Denoël.

–___________(1986). Poética musical. Madrid: Taurus.

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