Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Espinosa Proa, Sergio. (2022). Más allá de la bioética. Revista digital FILHA. Julio-diciembre. Número 27. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.
Sergio Espinosa Proa. Mexicano. Antropólogo social (ENAH, 1977); Especialista en Investigación Educativa (UAEM, 1988); Maestro en Filosofía e Historia de las Ideas (UAZ, 1992); Doctor en Filosofía (Univ. Complutense de Madrid, 1997). Bibliotecario en la ENAH (1973-76); antropólogo en la SRA (1976-77), el INI (1977-79), el CENAC-FAO (1979), el Taller de Estudios Aplicados (1979-80) y el CIESAS-México (1980-81). Profesor-investigador de la UAZ desde 1981. Libros: La fuga de lo inmediato. La idea de lo sagrado en el fin de la modernidad (España, 1999), En busca da infãncia do pensamento. Ideias a contramão da pedagogia (Brasil, 2004), De la pernoctancia del pensar. Ensayos sobre Nietzsche (México, 2005), De los confines del presente (México, 2006. Premio Nacional de Ensayo "Abigael Bojórquez"), El fin de la naturaleza. Ensayos sobre Hegel (México, 2007), De una difícil amistad. Filosofía, literatura (España, 2008), Del saber de las musas (México, 2016. Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI), Bataille. De un sol sombrío (México, 2018), El enigma diurno. La escritura neutra de Maurice Blanchot (España, 2019) y El instinto del pensamiento (España, 2021). Miembro del Cuerpo Académico 232: Estudios de Filosofía y Antropología. Orcid ID: http://orcid.org/0000-0003-1186-435X Contacto: sproa52@hotmail.com
Beyond bioethics
Resumen: El plano de los sujetos/objetos no es todavía el plano de inmanencia en donde lo real hace acto de presencia: sujetos y objetos son efectos, producto y resultado de una reducción y una eliminación incesantemente recomenzadas. Dicho en una sentencia: lo que en la relación técnica se elimina de los seres es su existencia. Ésta designa con precisión aquello que excede y disuelve a los sujetos y a los objetos, perturbando y, en el límite, borrando su horizonte de inteligibilidad e intervención. Con las categorías de bioética y biopolítica se plantea una exigencia a la que deberá responderse sin culpas y sin tardanza: abandonar el horizonte de una modernidad que se sostiene técnica y políticamente sobre la abstracción de lo humano, definible a partir de ahora como una existencia finita, deseante e intransferible. Tomarse en serio esta posibilidad significa despedirse del teatro de la representación.
Palabras clave: bioética, ética, moral, teología, persona, modernidad.
Abstract: The plane of subjects/objects is not yet the plane of immanence where the real makes an appearance: subjects and objects are effects, product and result of an incessantly repeated reduction and elimination. Said in a sentence: what is eliminated from beings in the technical relationship is their existence. It precisely designates that which exceeds and dissolves subjects and objects, disturbing and, at the limit, erasing their horizon of intelligibility and intervention. With the categories of bioethics and biopolitics, a requirement is raised that must be answered without blame and without delay: abandon the horizon of a modernity that is sustained technically and politically on the abstraction of the human, definable from now on as a finite, desiring and non-transferable existence. Taking this possibility seriously means saying goodbye to the theater of representation.
Keywords: bioethics, ethics, morality, theology, person, modernity.
Hay un momento que se reitera, en que la modernidad ya no cree en sí misma: cuando quienes sobre ella reflexionan se deslizan entre la perplejidad, el arrepentimiento, el tedio y el cinismo. Se ingresa en una zona de revisionismo crítico y, en casos muy excepcionales, autocrítico. Ese momento es móvil, elástico, recurrente; en infinidad de zonas del orbe es fecha que ni siquiera se ha experimentado. Quizá no debido a que la modernidad —como proceso y como proyecto— haya fracasado con o sin estrépito, pero sí porque los conceptos creados para pensarse a sí misma acusen pronunciados desajustes, disfunciones y declives. No es cuestión de cambiar el mundo, sino de entender por qué, si cambia, lo hace en un sentido que algunos intelectuales (y sus expectativas e intereses) no se ven claramente reflejados o recompensados. De hecho, ya ni se cuenta con la seguridad de que los tiempos sean “modernos” pues lo que se creía pasado insiste en el presente y amenaza desde un incierto porvenir. ¿Qué es lo que resultó mal, el proyecto en sí o el programa de mantenimiento y control de emergencias? ¿No se ha logrado dirigir el proyecto porque no lo hemos entendido o, no lo entendemos porque el proyecto se desarrolla a condición de no tolerar correcciones o enmiendas derivadas de su comprensión? Si esto último fuera el caso ¿cómo continuar pensando en la modernidad como un proyecto? En suma ¿qué hay de reflexivo en la modernidad y bajo qué circunstancias es dable que ella misma sea efecto de la reflexión y de la crítica? La pregunta amenaza con ser retórica, así que intentemos sorprenderla in fraganti. Lo moderno se reconoce habitualmente como un proceso de demolición y reconstrucción de las tradiciones: designa un vínculo problemático con el pasado, un modo —un modus— de asumir el pasado aprovechando su inercia en un sentido dialéctico (o polémico) como una fuerza positiva y como una fuerza disruptiva a un mismo tiempo; hay que abrir con él la cripta y remover la losa del futuro. Es un trabajo sobre los sistemas categoriales heredados, el esfuerzo de una mirada lúcida dirigida a un mundo en el que, según la célebre fórmula de Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire” —y que se desvanece y reconfigura y vuelve a desvanecer a velocidades de vértigo. La teoría viene a remolque de los acontecimientos, que no son tales, sin embargo, si no alteran los códigos según los cuales eran más o menos inteligibles. La modernidad es, pues, y no en último lugar, un trabajo sobre las palabras, con palabras que nunca son el mero reflejo de las cosas, sino el molde merced al cual podrían llegar a ser percibidas como cosas. Con ello estoy afirmando que la modernidad no es ni una cosa —a la cual correspondería un discurso específico— ni una palabra —a la cual convendría declinar y conjugar a fin de agotar su sentido— sino la tensión esencial que las conecta en un plano que no es ni exclusivamente material ni puramente espiritual: las palabras y las cosas remiten a, y dependen de, un tercer género, un afuera del sentido, un espacio neutro del que emergen y al cual vuelven a sumergirse.
Existen numerosas palabras que la modernidad ha recibido del pasado y refundido en nuevos matraces y nuevas matrices, palabras que funcionan como fanales o como persianas, como canales o como filtros que iluminan o contrastan, que intensifican o atenúan la luz; por las palabras se visibilizan o invisibilizan las cosas, aparecen o desaparecen, coquetean o se desentienden. En determinadas palabras se encuentran condensados destinos enteros. Las palabras crean cosas, pero —tómese esto como una tesis principal—, abandonadas a su propio impulso, pueden llegar a parasitar a los cuerpos. Es como la Ceratothoa itálica o como la Cymothoa exigua, isópodos que se insertan en la lengua de algunos peces para devorarla y sustituirla con sus propios cuerpos. La palabra “Alma”, por ejemplo, y tomada en su acepción más usual, es magnífica para poner de manifiesto este fenómeno parasitario en virtud del cual el cuerpo que la aloja se transforma en su lacayo; el alma parasita al cuerpo alimentándose de, y sustituyendo, su lengua. Y algo no demasiado distinto se dirá de la palabra “Dios”, que parasita, devora y sustituye a lo real, hasta el punto en que de lo real sólo sabemos lo que Dios quiere. Vamos a comentar algunas de esas palabras extrañas, palabras a través de las cuales lo real aparece y desaparece como en juegos de prestidigitación (verbal, venial). La primera es —elegida con la justa dosis de azar, pero pensando en que algo tendría que decir a propósito de la bioética— la palabra persona. Persona es máscara; en griego, prósopon, el rostro que se adelanta, que se ofrece a la vista del otro. La relación de un individuo con otro —o con otros— no se establece sin ese prósopon, que es también como un taparrabos o un estuche peniano, como un penacho o un escudo o un estandarte. La persona no es aquello que uno es, sino aquello que uno quiere hacer creer que es (o que manda). En suma, es lo que un individuo quiere que los demás piensen que es. No lo es, por suerte. La persona es constitucionalmente —no accidentalmente— hipócrita. Ahora bien, “hipócrita” es quien desarrolla ficciones, aquel que subyace en una escritura (hipo-krinéin es quien juzga “a la sorda” y quien escribe). Las personas, como se dice, desempeñan un papel, juegan un rol, actúan. Muy bien y ¿qué papeles desempeñan, a qué juegan las personas? Juegan a imitarse. Al menos eso es lo que hacen cuando trabajan y cuando hablan. ¿Podrían hacer otra cosa, además de eso? Seguramente, pero abandonar el círculo encantado del trabajo y del lenguaje les podría quitar su condición de personas; se les tacharía de puerilidad o alienismo. Perderían, en suma, y esto es decisivo, ciertos derechos. Tal vez llegarían a ser persona non grata. La cuestión es que un individuo, cualquiera, usted o yo, ingresa al orden personal, pero no se confunde con él; conserva una parte expuesta a las inclemencias y los impredecibles cambios de humor de la atmósfera terrestre. Las personas son la parte domada de un cuerpo que sigue después de todo siendo naturaleza o intemperancia; lo cual expresa una segunda tesis. Domesticación y decencia van de la mano; no recuerda uno en qué instante se convirtió en personita, quizá en la primera comunión o al memorizar el Silabario y Catón. Antes y después, algún rescoldo queda. Actualizar esa parte indómita sigue, sin embargo, siendo teatro y alegoría; todos podemos querer en un momento dado hacerle al tigre o al oso bipolar. Estamos echados a perder, sin remedio, pero saberlo nos solivianta un poco. La persona ata sus agujetas y se peina, la persona obedece y entra en razón. ¿Quién no? Curiosa y venturosamente, hay un quién que no. Un quién agazapado, ovillado como un gato. Ese quién da un poco de miedo; es el Coco, pero dentro o cerca de uno mismo. Uno es eso —tal vez ni siquiera un quién—, y por lo tanto uno ya es al menos dos; y no paremos de contar. La persona se ajusta a lo necesario, pero presiente que por lo bajo ella en realidad no tiene ninguna necesidad de ajustarse. ¿Uno es sus defensas, sus armas? Sí, no hay mejor definición de “uno”. Es posible que, en la calle, codo a codo, dos sean más que dos; pero aquí nos preguntamos, ustedes y yo, después de todo no somos tantos, si hay en uno algo menos que uno. Es la pregunta a la que por mera gravedad nos conduce la palabra “persona”; uno es menos y más que uno, o bien: uno nunca coincide con uno, uno nunca termina de ser el mismo. Si ni uno es así, ¿cómo esperar que “el ser” se predique de todas y cada una de las cosas que saltan y se agitan en los innumerables mundos habitados y por habitar? Toda unidad es ficticia, facticia y encima fetichista. Sí, pero ¿eso lo sabe la máscara que para ser reconocidos en la vida diaria habremos de ponernos?
Las personas hablan y trabajan; eso nos vuelve —actuales o potenciales— “nosotros”. Estamos nosotros y los otros, pero los otros forman con obstinación su propio nosotros. Por fortuna, por lo bajo, sabemos que hay lugares vacíos, sin yo y sin tú y sin nosotros; sin esos lugares no podríamos escucharnos, son como cajas de resonancia, como espacios ahuecados para producir ecos, loops, sampleados: son espacios de fusión, de fisión y decididamente de insumisión. En las sinapsis nerviosas hay un borde, una zona, muy pequeña, de descontacto, la posibilidad de una interrupción del flujo. Sin ello no hay corriente, sin el salto la comunicación se enfanga. Sin fisión todo es confusión. Las personas se comunican por debajo de sus palabras y en contra de sus intereses. ¿Puede describirse ese debajo? ¿Quién sería ese quién que no responde a ninguna palabra, que desoye cualquier invocación, que desestima la provocación, la injuria o la seducción? Está el monólogo, que es en lo que caemos siempre, aunque nos dirijamos formalmente a un prójimo; la ciencia, por ejemplo, es tremendamente monológica, porque para el sujeto cognoscente no hay en el ancho mundo otra cosa que objetos conocidos o por conocer —y los objetos no le dicen nada que como sujeto de saber no esté preparado para oír. Que lo eterno exista es por ejemplo una contradicción menos en los términos que en los tímpanos. La ciencia y sus allegados no dialogan, sólo emiten monólogos a veces utilizables por otros. Está también el diálogo, más o menos arreglado, entre dos personas que tienen que ponerse de acuerdo a riesgo de sacarse los ojos o tirarse por la ventana o simplemente pasar de largo; pero las frases se toman al revés, se apachurran, se estilizan, se soplan como pompas de jabón que estallan antes de tocar al interfecto. En el diálogo son emitidas órdenes bajo la forma de la promesa, la amenaza o el desinterés; dos sujetos se comunican creyendo con candor o malevolencia que así dejan de ser el uno objeto del otro. Las personas se lo toman siempre todo a título personal. ¿Qué pasaría si no? Las personas son la parte predecible de cada uno (y el “uno”, ya sabemos, es una ficción siniestra). ¿Y la parte impredecible e innombrable? “Y así sería”, murmurará alguno, “la relación del hombre con el hombre, cuando ya no hay entre ellos la declaración de un Dios, ni la mediación de un mundo, ni la consistencia de una naturaleza” (Maurice Blanchot, La conversación infinita, Arena Libros, Madrid, 2008, p. 86). El ejército Trigarante rompe filas; sin Dios, sin Mundo y sin Naturaleza ¿hay todavía humanos? El hombre habla para que el primate en él calle; pero, en silencio, éste se torna inmortal: "Jarales estadizo de julio; viento amarrado a cada peciolo manco del mundo grano que en él gravita. Lujuria muerta sobre lomas onfaloideas de la sierra estival. Espera. No ha de ser. Otra vez cantemos. ¡Oh qué dulce sueño! (César Vallejo, “Más allá de la vida y la muerte”, Poemas póstumos, Allca, Madrid, 2002). Así, más o menos, terciaría el poema, que no el poeta, otra persona con sus derechos debidamente a salvo. De manera que al monólogo del autista no se opone nunca el diálogo del bienaventurado, sea platónico, sea hegeliano o sea habermasiano, sino la palabra desviada, desvaída y disolvente que pronuncia aquello que en caridad de Dios —del Mundo y de la Naturaleza— nos hemos visto en el trance de silenciar. La persona se imagina dueña y señora de esa zona silenciada y estrictamente desahuciada que llamamos cuerpo, porque la muerte hace presa de él. La persona, sustituto (democrático) del alma. Es lo que leemos en una persona entrañable como María Zambrano: “la persona es la parte más viva de la vida humana, el núcleo viviente capaz de atravesar la muerte biológica" (Persona y democracia. La historia sacrificial, Anthropos, Barcelona, 1988). Allí está todo.
“Persona” es, lo hemos visto, la palabra que entra al relevo del alma. La relación no se altera: sigue designando la exigencia de atravesar la muerte sin mojarse ni las plumas. Pero el devenir que somos no quiere “atravesar” la muerte, sino darle su lugar. Ella es el “tercer género” del que habla quien escribe: un intervalo, el silencio mismo, la ausencia de mundo, la retirada de Dios, la indiferencia de la naturaleza. Por la escritura —no se lea literalmente—, el habla descansa de sí. La persona habla, pero el cuerpo escribe: inscribe su silencio en la palabra. “Ahora bien, desde que somos hombres”, anota Michel Serres:
Sólo hemos sabido crecer haciendo del verbo nuestro alimento, los más grandes de entre nosotros lo adivinaron antiguamente por haberlo magnificado. Hemos perdido sin remedio la memoria de un mundo oído, visto, percibido, sentido por un cuerpo desnudo de lenguaje. Este animal olvidado, desconocido, se ha convertido en hombre hablante y el verbo modela su carne, no solamente su carne colectiva de intercambios o de percepción, uso o dominio, sino también y ante todo su carne corporal: muslos, pies, pecho, cuello, vibran, densos de verbo. Este período estable de la hominización, no digo de la historia, se acaba. Mañana nosotros, bestias con lenguaje, no veremos más el mundo o los poderes de la misma manera (Los cinco sentidos. Filosofía de los cuerpos mezclados, Taurus, México, 2002, p. 457).
¿Mañana? La persona es la apariencia que se confunde a sí misma con la esencia, que pasa o se hace pasar por ella, de modo análogo al sujeto, que llega a serlo convirtiendo su cuerpo en objeto, y al alma, que tira desde dentro, aunque no se sepa muy bien de dónde, todos los hilos que por su segmento material le amarran al mundo. En todos los casos, alma, sujeto y persona, el mismo mecanismo, consistente en subordinar lo que es —cuerpo, existencia, vida, devenir— a lo que debe ser. Sujeto, alma, persona: excrecencias morales, parásitos que llegan a comportarse como propietarios y administradores de lo real. La persona es la máscara beatífica sobrepuesta a una animalidad desde ese momento recluida en su celda y declarada culpable sin derecho de apelación. Por ello, lo humano, al igual que lo moderno, se presenta como un proyecto, como un trabajo, como una empresa, como una doma. Humanizar es civilizar, civilizar es domesticar, domesticar es hacer de cada ejemplar de nuestra especie un animal de rebaño. El animal amaestrado en que se nos convierte termina revistiendo caracteres menos monstruosos que patéticos; todos somos corderitos por fuera y lobos salvajes por dentro (basta con que nos subamos a un auto o a una motocicleta para que salga la verdad). En realidad, por muy domesticados que estemos gracias a nuestras instituciones, seguimos siendo los predadores más activos y eficientes del planeta, al grado que debemos preguntar si entre la doma y la capacidad de depredación no hay un nexo de retroalimentación e intensificación mutua. El resultado está a la vista, pero ¿hay alguna alternativa? ¿Se le puede sacar la vuelta a este esquema, que se mantiene en el núcleo metafísico de nuestras teorías y nuestras instituciones, desde el átomo familiar hasta la organización del Ejército y de la NASA y desde nuestras dietas desestresantes hasta la Organización Mundial de la Salud y desde nuestras vestimentas hasta la explotación petrolera en las islas Aleutianas y la Sonda de Campeche? Naturalmente. Porque la “persona” (moral o jurídica) es la proyección de un ideal abstracto, una categoría moral, es decir, reactiva, a la que es preciso desmontar minuciosamente a fin de dar lugar a una concepción que respete la complejidad y la infinita riqueza de los seres realmente existentes (y no sólo los humanos). Basta de alimentar al domador, hay que liberar a los tigres, que, como los perros, se vuelven más feroces al mantenerlos encadenados. Tal vez, pero, ¿qué significa liberar a los tigres? ¿Qué condiciones se han de cumplir y qué consecuencias es necesario imaginar? No parece obligado sacarse nada de la manga, pues hay en nuestra tradición sapiencial intuiciones suficientes como para encaminarse en esa dirección; intuiciones que encontraremos incluso —entre líneas— en los defensores más acérrimos del modelo domesticante. Aquí sólo puedo hacer referencia a unas cuantas, la primera de las cuales ha sido ese salto al espacio vacío del lenguaje, al tercer género de lo anónimo e impersonal y, la segunda, una reevaluación de nuestra animalidad como una anomalía: en cuanto individuos reales y existentes, no somos la particularización de un género o de una especie, sino la actualización siempre singular y excepcional de un principio virtual de variación. Cada uno es muchos y nuestro nombre es Legión. Nuestra “parte” animal remite a un plano de composición y de articulación de partes que no “realizan o se ajustan a la norma”, sino que, por contra, la estremecen, la alteran, la sacan de quicio. El ser es delirante; el delirio es su razón de ser. Lo “normal” es el resultado de un miedo cerval a la excepción, a un real que no cesa de variar, que nunca se repite exactamente igual, que jamás es abstracto; uno no es un “caso” de una regla formal o abstracta, y si lo es, será a título de desviación, improbabilidad o anomalía, de socavamiento y desequilibrio de las normas. ¿Se comprende cómo esta consideración arrumba las prevenciones institucionales que identifican a lo normal con lo saludable y confunden a la desviación con lo patológico?
Cuando empleamos la palabra “bioética” y nos apartamos de su achatado uso institucional o administrativo, no deja de surgir un extraño malestar consistente en no saber si la expresión misma da lugar a una flagrante contradicción en los términos. ¿Es ética la vida, sí o no? Es decir, la densa imbricación de vida y muerte, de sufrimiento y alegría, de azar y sentido, de ánimo y desesperación, extremos que marcan el cauce de una vida humana, ¿podría calificarse de ética? Desde el ángulo opuesto, desde la vida, ¿es ética la exigencia de someter la vida a un código moral, a un sentido trascendente, a un sistema jerárquico de ideales y valores? ¿No será ético justamente suspender, revertir o neutralizar estos patrones de conducta fundados y justificados en una concepción defensiva y culpabilizadora de la existencia? Porque efectivamente así funcionan estos aparatos discursivos, culpabilizando al paciente de sus dolencias: ¿Quiere usted vivir más tiempo? ¡Renuncie a todo lo que hasta ahora le ha dado calor, color, sabor y sentido a su vida! Y a los efectos de esa renuncia tenemos que seguir llamándole vida. La “persona”, la palabra aquí utilizada como hilo conductor, designa a esa especie de conmutador lógico, a esa instancia que, como dice Zambrano, posee el poder de “atravesar sin daño la muerte biológica” (Persona y democracia. La historia sacrificial, Anthropos, Barcelona, 1988, p. 126) designa así lo indestructible en el hombre, pero ella es una resistencia formada a efectos de la negación o interrupción de la muerte. Pues bien, de lo que se trata ahora (y en todo momento) es de interrumpir a aquello que se ocupa de interrumpir a la muerte. No es ético eliminar la muerte, como no lo es eliminar el dolor o la angustia o la depresión o la tristeza o la rabia… Lo único ético es eliminar a los eliminadores, a aquellos que prometen la vida eterna o la justicia universal a cambio de esa bicoca que es morir a la vida en cada instante. Se percibe la transacción: muere ahora, vive (para) siempre. Una institución religiosa, obviamente, pero no tan distinta de la institución médico-sanitaria o de la jurídico-policial. Porque de lo que estamos hablando es de la gran salud, esa que tiene el poder de afirmar al mismo tiempo, sin subterfugios y con la misma entereza, la vida y la muerte, el sentido y el sinsentido, la buena y la mala suerte, el placer y el sufrimiento, la gracia y la desgracia, la lucidez y el éxtasis. Eso es lo que hace de un humano un poeta. Lo indestructible de las personas es precisamente aquello que las personas, para serlo, tienen que amordazar; el alma no vive en el calabozo o en la mazmorra del cuerpo, es éste el que nos mira detrás de las rejas abstractas y translúcidas del alma. ¿Hay algo más triste que un orangután en cautiverio? No habrá de extrañarnos que La metamorfosis de Kafka sea una de las metáforas esenciales de nuestro destino como animales civilizados. Pero todo depende de comprender nuestras civilizaciones como artificios al servicio y no en contra, de la vida. Sólo así tiene sentido una bio-ética, que si se pone al servicio de la vida —humana, lo cual según vamos viendo pone en juego a su parte no-humana— se transforma cada vez más claramente en una estética y en una erótica. Puesto que, como dice Marcel Proust, “los libros bellos están escritos en una especie de lengua extranjera”. La lengua del cuerpo. La verdadera lengua.
Según advertimos al principio de esto, hay una fractura en la época moderna; dos grandes bloques se separan. ¿Se queda uno de este lado o salta al otro? Este lado es el de las categorías propias del horizonte clásico, que se resiste a ser sepultado; allí siguen trabajando personajes más o menos lúcidos y más o menos obcecados. Posicionados en el otro lado, la tarea no es remozar las herramientas y afinar los instrumentos de la filosofía política clásica o de la ética, sino “desconstruirlos”, algo así como desactivar su poder destructivo y repararlos para que sirvan a otros propósitos. Desde el otro lado de la modernidad, las categorías clásicas aparecen en su caducidad: ya no dicen nada de lo que está pasando, se quedaron “afásicas” (R. Esposito, Diez pensamientos acerca de la política, FCE, Buenos Aires, 2011, p. 12). Son conceptos que se han ido vaciando de contenido; lo primero es, pues, observar cómo se ha producido este vaciamiento. Porque no es cuestión de declarar superada la modernidad en un sentido reaccionario, como es el caso de la crítica posmoderna (la que entona el himno del fin de la historia, de las utopías, del hombre, de la política, etc.). La modernidad no está agotada —lo está su autoconciencia clásica, la que va de Hobbes a Hegel. Y no sólo su autoconciencia (filosófica), sino el dispositivo mismo llamado a neutralizar, prever o atenuar los daños producidos por el despliegue del proyecto moderno. Porque lo político —el disenso y la pugna, la divergencia y el conflicto— no ha desaparecido, sino que se mantiene e incluso se ha radicalizado. No hay reconciliación a la vista, la modernidad se asume necesariamente en su horizonte trágico; éste da nombre a la imposibilidad de la domesticación absoluta y de la pacificación total. La modernidad no es un cuento que admita un final feliz. A este sueño de reconciliación y sutura simbólica corresponde un despertador “impolítico”; no abandona (todavía) la idea de la democracia, pero sí repudia toda fe en la representación. Lo que se espera en la realidad sólo tiene lugar en el papel. El dispositivo de normalización o de ordenamiento es diabólico porque sataniza las fuentes de conflicto y disenso, como si la buena política consistiese en eliminar de cuajo los desacuerdos. Los impolíticos se oponen a la teo-política, porque es represiva: en el representante están presentes sus representados, realmente ausentes y la política es la lucha del bien contra el mal. Esta teopolítica es más bien idolátrica: “aplasta” a la justicia en la rejilla del derecho. Lo político es vertical, jerárquico, maniqueo (sólo distingue amigos y enemigos). Es el mal, pero un mal que se afirma como bien y frente al cual el mal pulula y hay que identificar, vigilar, atajar, domesticar, castigar, corromper o exterminar. Lo político es el lugar gracias al cual la ciudad humana puede y debe transitar a la ciudad de Dios. Lo impolítico da nombre a la conciencia de la perversidad de esta autoconciencia de lo político. Finalmente, ¿qué tiene que ver la ética con la técnica? Hay que resolverse a dar por descontado que la medicina (humana) es en lo fundamental una técnica, es decir: una relación determinada que se establece entre dos elementos asimétricos —el sujeto y el objeto. Este vínculo, se le den las vueltas y revueltas que se quiera, define el horizonte de la técnica. ¿Hay otro? Sí que lo hay y es decisivo, es la hipótesis que aquí hemos formulado. Porque el plano de los sujetos/objetos no es todavía el plano de inmanencia en donde lo real hace —fugaz, oscuro, anónimo— acto de presencia: sujetos y objetos son efectos, producto y resultado de una reducción y una eliminación incesantemente recomenzadas. Dicho en una sentencia: lo que en la relación técnica se elimina de los seres es su existencia. Ésta designa con precisión aquello que, en revancha, excede y disuelve a los sujetos y a los objetos, perturbando y, en el límite, borrando su horizonte de inteligibilidad e intervención. En el caso particular de la medicina (humana), lo que es eliminado en el nexo sujeto/objeto es el hecho de que los seres humanos son seres vivientes conscientes de su finitud, es decir, como diría Sören Kierkegaard, existentes. No “personas”, sino existentes. Que la existencia sea irreductible al nexo o plexo técnico-instrumental dentro del cual la oposición sujeto/objeto cobra sentido es algo que deberá tenerse siempre en cuenta. Bio-ética o Bio-política son términos que no a fuerza de repetirlos se harán menos escandalosos. El contrasentido esencial reside, lo hemos dicho, en la inserción de un elemento concreto —la vida o la existencia: bíos— en un plano definido por la abstracción: en un saber universal —ciencia o técnica—, en una jerarquía axiológica —ética o moral— o en un modelo de gestión o gobierno que —democracia o dictadura— sólo trabaja con sujetos abstractos, puntos lógicos definidos jurídica y/o económicamente. Ahora bien, existir es por otra parte y sin coartada quedarse abajo del circuito encantado del sujeto/objeto. Y, encima, es gratis. El terreno de la bioética es “resbaladizo” (R. Esposito, Tercera persona. Política de la vida y filosofía de lo impersonal, Amorrortu, Buenos Aires, 2009, p. 10); pero lo es en virtud del andamiaje teórico que supuestamente se ocupa de otorgarle consistencia.
El discurso hegemónico de la bioética —hay varios vectores—, nacido en Estados Unidos en 1970 y en la actualidad diseminado por casi todo el orbe, es de una indigencia teórica consternante; a juzgar por sus expositores, se trata solamente de una protuberancia burocrática de la lógica empresarial que domina cada vez más en todos los ámbitos de la experiencia humana del mundo, desde la economía hasta la metafísica y la religión. En ello se asemeja a la miseria teórica o filosófica de un fenómeno por otra parte tan exitoso como la ideología de la autoayuda y del desarrollo humano. Lo diré sin titubeos: no hay mucho qué hacer por esta vía; la ética no encuentra finalmente nada qué oponer al avasallador despliegue y blindaje de la racionalidad científico-técnica en su tierno romance con el “desarrollo”. Todo termina en un involuntariamente sarcástico “con su permiso” (cf. Engelhardt). No obstante, me parece que es justo tomarse en serio la cuestión. Con las categorías de bioética y biopolítica se plantea una exigencia a la que deberá responderse sin culpas y sin tardanza: abandonar el horizonte de una modernidad que se sostiene técnica y políticamente sobre la abstracción de lo humano, definible a partir de ahora como una existencia finita, deseante e intransferible. Tomarse en serio esta posibilidad significa despedirse del teatro de la representación en donde los sujetos y los objetos —las personas, las máscaras, los roles, los actores (sociales) y sus fluctuantes escenarios— han suplantado casi por completo la presencia opaca, pesada, obstaculizante y, con todo, insoslayable y majestuosa de los cuerpos. "La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir?" (Gilles Deleuze, Crítica y clínica, Anagrama, Barcelona, 1996, p. 11).
Blanchot, Maurice, La conversación infinita, Arena Libros, Madrid, 2008.
Deleuze, Gilles, Crítica y clínica, Anagrama, Barcelona, 1996.
Esposito, Roberto, Tercera persona. Política de la vida y filosofía de lo impersonal, Amorrortu, Buenos Aires, 2009.
______________, Diez pensamientos acerca de la política, FCE, Buenos Aires, 2011.
Serres, Michel, Los cinco sentidos. Filosofía de los cuerpos mezclados, Taurus, México, 2002.
Vallejo, César, “Más allá de la vida y la muerte”, Poemas póstumos, Allca, Madrid, 2002.
Zambrano, María, Persona y democracia. La historia sacrificial, Anthropos, Barcelona, 1988.