Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Espinosa Proa, Sergio. (2021). Ver lo no visible. Revista digital FILHA. Julio-diciembre. Número 25. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449. Handle: http://ricaxcan.uaz.edu.mx/jspui/handle/20.500.11845/2773
Sergio Espinosa Proa. Mexicano. Antropólogo social (ENAH, 1977); Especialista en Investigación Educativa (UAEM, 1988); Maestro en Filosofía e Historia de las Ideas (UAZ, 1992); Doctor en Filosofía (Univ. Complutense de Madrid, 1997). Bibliotecario en la ENAH (1973-76); antropólogo en la SRA (1976-77), el INI (1977-79), el CENAC-FAO (1979), el Taller de Estudios Aplicados (1979-80) y el CIESAS-México (1980-81). Profesor-investigador de la UAZ desde 1981. Libros: La fuga de lo inmediato. La idea de lo sagrado en el fin de la modernidad (España, 1999), En busca da infãncia do pensamento. Ideias a contramão da pedagogia (Brasil, 2004), De la pernoctancia del pensar. Ensayos sobre Nietzsche (México, 2005), De los confines del presente (México, 2006. Premio Nacional de Ensayo "Abigael Bojórquez"), El fin de la naturaleza. Ensayos sobre Hegel (México, 2007), De una difícil amistad. Filosofía, literatura (España, 2008), Del saber de las musas (México, 2016. Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI), Bataille. De un sol sombrío (México, 2018), El enigma diurno. La escritura neutra de Maurice Blanchot (España, 2019) y El instinto del pensamiento (España, 2021). Miembro del Cuerpo Académico 232: Estudios de Filosofía y Antropología. Contacto: sproa52@hotmail.com. Orcid ID: http://orcid.org/0000-0003-1186-435X
See the not visible
Resumen: El poeta es un guardián de la belleza. Pero sólo porque sabe que con ella y ante ella no es posible hacer nada. Si la belleza es aquello que se sostiene a sí mismo desde un impoluto encima del tiempo, lo bello lo es por su impotencia. Es bello porque se desvanece, porque cambia, porque cede su espacio: porque muere. No cuando muere, sino porque su mortalidad dice que, siendo tiempo, no se encuentra, ni podrá jamás encontrarse, por encima o a salvo de él. Es bello porque no puede sobreponerse al tiempo —pues está hecho de ello, eso es lo que es—, pero lo es porque, en cuanto límite, en cuanto compás de espera, su poder remite a un margen, a un desahucio instantáneo del tiempo, a una suerte de desfallecimiento en la duración.
Palabras clave: Pintura, Estética, Rubens, Filosofía trágica, Tiempo.
Abstract: The poet is a guardian of beauty. But only because he knows that with it and in front of it nothing can be done. If beauty is that which sustains itself from a spotless over time, the beautiful is because of its impotence. It is beautiful because it vanishes, because it changes, because it gives up its space: because it dies. Not when it dies, but because its mortality says that, being time, it is not, nor can it ever be, above or safe from it. It is beautiful because it cannot overcome time – because it is made of it, that is what it is – but it is because, as a limit, as a bar of waiting, its power refers to a margin, to an instant eviction of time, to a sort of fainting in duration.
Keywords: Painting, Aesthetics, Rubens, Tragic philosophy, Time.
La obra de arte pertenece a un espacio intelectual/sensible muy extraño, pues, si es arte, se encuentra distante del sentido común tanto como de la pedantería académica. Podemos analizar una pintura o simplemente podemos admirarla, pero aquello que se pone en juego en ella no se agota en ninguna de ambas actividades. Aquí, sirviéndonos de un par de cuadros del flamenco Pier Paolo Rubens, pondremos a prueba una hipótesis sobre eso que ocurre cuando la meta no es solamente mirar, sino dejar de hacerlo en su acepción habitual, marcada por lo utilitario o por una presunta contemplación estética derivada de formas más bien pasivas de la inteligencia.
Mirar una pintura es lo más sencillo y lo más complicado que hay. Enseguida veremos un caso que, como tantos en este rubro, es un verdadero misterio: con él no se puede hacer nada, es ante todo un cesar (de hacer, de hablar, inclusive de cavilar). Nada puede allí; es lo mejor o lo más que de ello se puede decir. Pero lo invisible se anuncia, murmura en lo no visual. Está a la vista, aunque no lo vemos. No es el “más allá” —la Ley— de las teocracias. Tampoco es el libro escrito en caracteres matemáticos —el sistema de leyes naturales— de las tecnocracias. Menos aún es la imagen total —el inmarcesible valor de ley de lo visible— de las actuales videocracias. El misterio del mundo no es el misterio de la salvación del mundo, ni el de su desciframiento, ni siquiera el de su ciframiento. El misterio del mundo no es quizá, dicho con perdón de Wittgenstein, que haya mundo, sino que siga habiendo un menos de mundo, un menos que mundo. Invisualizable, lo mágico, lo místico o, quizás por mejor decir, lo poético, radica en la visibilidad misma. No "es" la visibilidad, sino que allí radica. El ejemplo lo proporcionan dos pinturas de Pedro Pablo Rubens (1577-1640). La primera, La caza del jabalí (1620), que se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Marsella (y cuyas reproducciones son inexplicablemente raras). ¿Qué hay en ese centro al que se vuelven, en la contorsión o en la curiosidad, en el terror o en la autoconfianza, siempre en un despliegue y en un conflicto de fuerzas, todas las figuras, las animales y las humanas e incluso las vegetales? ¿Qué hay allí? Sin duda, lo visible es poderosamente visible: un jabalí acorralado, la imagen de la ferocidad —y de la feracidad— a punto de ser vencida. Todo se mueve, confluye y gira violentamente hacia ese centro visible, que al mismo tiempo permanece inmóvil, oscuro, aun indómito. El jabalí es cazado, a saber, literalmente arrancado, extraído de la oscuridad. La pintura —metáfora del orden humano— lo trae a la luz, pero el pintor no se priva de hacerle sitio a aquello de donde ha venido. ¿Ha sido tocado por la piedad? El centro del cuadro es, exactamente, el ojo, pequeño, opaco, denso y oscuro, de la bestia. De ese mirar parecería emerger y fluir toda la densidad de lo oscuro. Hay un inquietante, casi diríase exultante o extático equilibrio. Se diría, en términos astrofísicos, que es una singularidad. En realidad, nunca sabremos (seguramente es lo que menos importa) si el jabalí podrá romper el cerco. La narración de la cacería está interrumpida, presentimos el final, pero lo que hay es que no hay final. Ese final no ocurre nunca. Magia dinámica y cromática del instante, de la suspensión, de la infiltración, de la insinuación, de la elusión. Todo conspira, es cierto, contra el retorno de lo oscuro a lo oscuro. No sabemos, no podemos saber si —en la pintura— la naturaleza retorna a la naturaleza, si por ventura escapa del cerco, no del de los hombres y sus bestias adiestradas, sino del cerco de lo visible. Pero ese no poder saber, este no poder ver es, también, y quizá más que cualquier otra cosa, lo que da a ver la pintura. Tal sería aquí la intuición básica.
La segunda obra es aún más sutil. Se trata de La danza de los aldeanos (1635) una de las últimas pintadas por Rubens. Una vez más, ante todo, el vértigo. ¿Cuenta algo? ¿Qué hace visible esta narración? Evidentemente, es una escena de baile en el campo, una danza que no tiene a la naturaleza por centro, sino por marco, por fondo, por soporte. Obsérvense los perros que giran casi furiosos o al menos desconcertados, semiocultos, en torno del círculo de cuerpos humanos arrastrados por extraños y caprichosos flujos de inercia. No nos demoremos demasiado en el por otra parte fascinante despliegue técnico, ni en todos sus detalles. Obsérvese al menos que la escena está presidida por la música, aun si el músico, oscurecido o ensombrecido por el follaje y detenido en una expresión casi o más que animal (¿el jabalí?), parecería estar como escondiéndose de la luz. Una extraña luz que se esconde y sólo delinea en su ocultarse una silueta oscura, la silueta de la oscuridad. Esto es muy sabido: la música no puede verse. El orden de visibilidad de la pintura casi nos asegura que no debe verse. Pero el relato, además de suspendido en el tiempo, está quebrado. El círculo de lo visible, la conexión del sentido, se halla interrumpido. Curiosamente, no así su danza. La danza no se anula o pierde porque las manos se encuentren momentáneamente separadas. El kentrum de la pintura no es entonces una presencia, ni un sentimiento, ni una idea, ni siquiera un cuerpo. Su centro, ligeramente desplazado, divertido y angustiante a un tiempo, es ese espacio indeciso entre dos brazos que se buscan sin alcanzarse. La danza podría depender de la rotura del círculo. ¿Qué “representa”? Nada si no la extinción de lo intercambiable. El instante no como paso o como puente entre dos tiempos, sino como fractura, como fracción e infracción del tiempo. Una imagen, sí, pero una imagen de lo intocable, de lo intangible, de lo intacto. Espacio rigurosamente no visualizable, aunque sí, no hay duda, y hasta cierto punto, visible. Helo allí. Adivinable, acaso admirable, pero, con todo, irrepresentable. En resumen: la pintura muestra lo que no se agota en la mostración. Da imagen a algo que no cabe en imagen alguna. Ilumina las cosas en el momento de su ocultarse, en el trance de su imposible o indecidible huida del cerco mágico de lo visible. Seguramente no lo hace por consigna, o por deferencia a alguna normativa. A pesar de todo, nos queda claro que o es arte o es academia.
Es en ese sentido que nos sentimos autorizados o, mejor, tentados, a proponer que hay algo no humano en la obra de arte. Esto “no humano” no es exactamente la naturaleza, sino aquello que en ella —y también en la cultura— persiste en su inhumanizabilidad. Aquello que, diferencia indiferente, desiste de lo humano. Ese menos de mundo es lo no humano. Aunque deba añadirse e insistirse en que lo no humano no es una falta. No, por cierto, una falta corregible. Comenzar por el final es comenzar por nuestra vida. Pero, para comenzar, reparemos en que la vida es, para un hombre, apenas algo más que una palabra. De nuestra vida no hay imagen que valga. Tampoco hay un “concepto” que la alcance y determine. La vida, si algo dice, en su silencio y en su parloteo inútil, en su danza y en su lamento, en su azar y en su maravilla, en su crueldad y su inocencia, y de un extremo al otro, es que no es nuestra (lo que no equivale a que sea de Dios). La vida no es una propiedad de los seres vivos, y menos todavía de los humanos. La vida es el tiempo, y tiempo es justamente lo que nunca se “tiene”. El tiempo, para empezar, y por más que nosotros por instinto o por conveniencia se la adjudiquemos, en absoluto tiene imagen. No obstante, seguimos hablando de nuestra vida, de nuestro tiempo. No sé para quién ni para qué o para cuándo escribo esto, pero si me mantengo haciéndolo es no sólo porque hay tiempo, sino porque, por lo bajo, espero que siga habiéndolo. La escritura sería imposible sin esta extensión, sin esta pendiente, sin esta anticipación de un tiempo dentro del cual el momento presente de la escritura encontrará una como resonancia, una como profana trascendencia. Al escribir, escribiendo, soñamos con ese momento que viene. Escribir es esperar. Pero, y aquí viene lo decisivo, esperar en el margen del tiempo. No en un advenimiento: nunca en la expectativa de un paráclito. La escritura, si realmente alcanza a serlo, nace al margen del tiempo, del tiempo esperable. La escritura es lo inesperado, el tiempo inesperado. En ello reside, como en la pintura, como en la música, ese carácter de infracción y como de retroversión del tiempo homogéneo, del tiempo orientado, del tiempo lineal, del único tiempo que humanamente podemos imaginar. ¿Es esa y —la marca de una conexión, de una conjunción, de una comunidad— a la que hacía referencia? Pero el y nunca ha dejado de fungir como lo que es: un puente, de nuevo la imagen del contacto, el prototipo de la intercambiabilidad, de la reversibilidad. El y es la imagen, su presupuesto originario. ¿Es posible evadirnos?
En una formulación más dura, y acaso más difícil de justificar, se dirá incluso que la imagen es la profanación del tiempo. La imagen, o, más aún, lo imaginable. No obstante, la pintura —no hablemos ya de la música— imagina hacia atrás. A la fuente de lo imaginario, y esa fuente no es en absoluto una (otra, la primera) imagen. El origen de lo imaginario no es la matriz de la imagen. Detrás del arquetipo —Platón, Jung, Eliade, Durand— no hay otro tipo, el primero. Detrás, o antes, lo que hay es nada. Hay la nada. Nada para la vista, nada para la imaginación. Nada para la razón. Ya no pertenecemos tampoco, en este respecto, al horizonte de Kant. Detrás de la imagen no encontraremos la Idea, la Idea de la Razón. Detrás de la imagen, es decir, detrás de la Razón (es decir: detrás de Dios), el pensamiento se hospeda, provisorio, precario, incómodo, en el margen del tiempo. En el límite exterior de su tempestad. Ese límite no es imaginable, pero puede, según hemos adivinado —¡y lo hemos logrado merced a la pintura!— encontrar cierto inquieto hospedaje en la imagen. Por decirlo una penúltima vez: la pintura es la huida de la imagen, su retracción. Su cadencia. Su desastre. Su falacia. En la pintura, la naturaleza enmudece. Leyéndola, en la pintura se alcanza y se consuma todo el prodigio: la naturaleza no dice nada. Lo notable en todo esto es que, sin forzar demasiado las cosas, se puede aceptar que ese anuncio del origen —que no es propiamente un anuncio— sigue siendo “bello”. Lo hemos padecido, en un padecer que es el secreto de todo goce. Ignoro si hay ya un “nosotros”. Es material de pasiones, su elemento. No hay un “detrás” de la imagen pues ese detrás sigue siendo imagen. ¿Qué hay, entonces? ¿Sunyata? ¿Un Sunyata sin prajña? (Sunyata, de acuerdo con Nagarjuna, es la sustancia insustancial, el soporte inmaterial —e impenetrable— de todo lo que hay. Prajña es el “y” que, más allá del entendimiento y de la razón, conecta al hombre con ese Vacío Absoluto). Kant lo establecería así: el objeto de lo sublime no es un objeto. Pero en esta inobjetividad, precisamente en y por ella, la intuición sabe de la libertad. Libertad, desde luego, del hombre —y para él. El arte sigue siendo bello solamente porque no puede ser solamente bello. Le va la vida en eso que —por exceso o por defecto— no afecta ya a la belleza. Pues la belleza es una Idea. Lo bello ya no tanto. Lo bello es bello porque en él desaparece o escapa la Idea, y muy en primer lugar la Idea de la belleza. La belleza es una Idea, y si es Idea, sigue siendo humana. Pero ya quedamos en algo: lo sublime es la inobjetividad de la naturaleza, su mutismo, su ilegibilidad, su ceguera, su deshumanidad. Lo sublime da nombre a lo bello sin que éste sea un ejemplo, un caso, una imagen, de La Belleza. Lo bello no es que el hombre sea libre. Lo bello es que, inimaginablemente, sin proponérselo de modo expreso, puede estar libre de sí.
La ética y la cultura cristiana nos han acostumbrado a creer. A creer, en particular, que la libertad, ese don precioso, es libertad respecto de nuestras “inclinaciones naturales”. La libertad es el nombre de nuestra inanimalidad. Somos libres, así reza (literalmente) nuestro carnet de identidad. La libertad es el atributo humano por excelencia. Pero, ojo: esa propiedad nos ha sido concedida; es un regalo. Ahora, si es un regalo, la libertad, nuestra libertad, entra por fuerza en un infinito juego de espejos: pertenece al círculo de lo intercambiable. La libertad es nuestra, pero justamente por ello debemos ser responsables de ella. No somos libres de hacer con la libertad todo lo que ella podría permitirnos. La libertad, miremos qué cosa, nos ata al deber. Esta paradoja es o anida en el corazón del cristianismo. Y por ello sabemos o adivinamos que las paradojas no se resuelven: se expían. Todo lo que hasta aquí se ha sugerido sobre la imagen y sobre su extraña presencia en el arte es una escenificación —inevitablemente torpe— de semejante expiación. En este sentido, el arte no es la manifestación, sino el sacrificio de la voluntad. No de la voluntad schopenhaueriana, sino de la voluntad de imagen de los seres humanos. Y no un sacrificio de la imagen en nombre y en aras de la moralidad —en beneficio de la comunidad—, sino en aras y en nombre de... nada. El arte es la ruptura —involuntaria—, el sacrificio del y. Presencia de una libertad sin sentido moral, de una libertad no respecto de la naturaleza, sino libertad de la deuda, libertad de la caída. Libres de transmitir. No es liberarnos de la muerte, sino confiarnos a la libertad de la muerte. ¿Es preciso invocar a Kafka? ¿A Blanchot? Una libertad al margen de lo humano. Eso es lo bello, a saber, la destrucción de la -por definición- indestructible Idea de Belleza. Eso es lo que tal vez podríamos llamar la vida. La experiencia extática de la impropiedad del tiempo. Quizás por allí podríamos comenzar. La cultura y la ética que nos han moldeado —esas que, después de todo, y a pesar de sí mismas, admiten un menos— tornan en extremo difícil saber si la naturaleza posee en sí el atributo de la belleza o si son los atributos propiamente humanos —sensibilidad, inteligencia, imaginación, voluntad: libertad— los responsables de su eventual adjudicación. La existencia de una regularidad, de un orden, de una rítmica, de una simetría, de una predictibilidad en eso que llamamos naturaleza, ¿basta y sobra para justificar semejante adjudicación? Porque ocurre más bien como si en la naturaleza, en su plegada superficie, simplemente resbalaran todas nuestras ideas de bondad, de maldad, de armonía y disarmonía, de belleza y de fealdad, de sentido y de sinsentido. Esto lo ha mostrado Clément Rosset, y, antes que él, Montaigne y Spinoza. Las categorías —e incluso las percepciones— pertenecen a la red, nunca al fragmento de mar que la recibe. El único atributo legítimo para esa entidad elusiva es, quizás, la indiferencia.
Llamémosle, por exclusiva coherencia discursiva, inintercambiabilidad. Hostil o benigna, la naturaleza lo es invariablemente por referencia a un hombre, a un hombre situado. El hombre, ese animal desanimalizado, ese animal desanimalizante. Conceder que la naturaleza es bella independientemente de la percepción, de la posición humana, equivale a conceder la existencia de un espectador —o de un autor— frente al cual aquélla se ofrece en calidad de obra. En tonalidad de espectáculo. Pero la belleza sigue siendo siempre algo atribuido. Afirmar la existencia natural de la belleza, la existencia en sí de la belleza, es, evidentemente, un salto por detrás de Kant. No importa que lo demos con singular alegría el día de hoy. La ontoteología retorna como un mal sueño. Decir que la belleza es un atributo de la naturaleza es resultado de una identificación, de la identificación practicada por Platón entre el Ser y el Bien. Lo cual equivale a sostener —a decidir— no sólo que Dios existe, sino que es Bueno. Desde estas operaciones, la “conciencia estética” no puede —no debe— ser distinguida de la “conciencia moral”. Ambas designan formas paralelas o alternas o sucesivas de representación y de sujeción de los humanos a una Ley inscrita en el corazón de las cosas mismas. Humanismo, obviamente. Si el mundo es (naturalmente) bello, lo es porque hace juego con el hombre, porque, finalmente, está hecho y dispuesto a nuestra medida. Un desatino, pero un desatino que en nuestra cultura permanece como la regla. Un desatino que se pone como premisa. El nacimiento del arte se explica habitualmente —y según esto sería un homenaje— como un preámbulo a la ciencia. “En su capacidad de representar”, escribe por ejemplo Rafael Argullol, “el hombre prehistórico comprueba su capacidad de conocer —y viceversa—, y esta comprobación le permite placer estético” (1989: 25). Para el humanismo, el arte es mágico: es decir, ciencia, aun si ciencia fallida. Defenderé por mi parte que el arte es no sólo una creación humana, sino el límite mismo de toda creación humana. No es un tipo o una clase de creación entre otras. Es allí donde y cuando la creación se despide de su formato y de su referencia específicamente humanas. En cuanto tal, es la técnica susceptible de sobreponerse y sobrepasarse a sí misma (tal vez ese “sobre” sobra): capaz de interrumpir el automatismo —y la bondad— de la creación técnica. El arte, ya nos saldrán al paso los testimonios, las pruebas adecuadas, es una creación humana que deja el espacio suficiente como para permitir que lo humano mismo aparezca como lo que básicamente es: a saber, creación, es decir, ficción. El arte es la exhibición —sin caer por ello en un particular exhibicionismo— del fetichismo de todo lo humano. Por lo mismo, no hay obra de arte si no se encuentra en ella acogido el más allá o el menos que o el siempre no de lo humano. En otras palabras, el arte es humanización, pero humanización incompleta. La obra marca el borde, pero, obsérvese, el borde interno de lo humano. Es una cuenta regresiva a la oscuridad. El humanismo se encharca enfadosamente en esta constante amenaza de infantilización. Lo humano se piensa como lo resguardado de ese borde, pero el arte instruye y opera en un sentido diferente, acaso opuesto. En la obra se advierte hasta dónde lo humano es ante todo ese límite, una línea móvil que se desliza, resiste, se rompe, forma nudos con aquello que en principio la rechaza. Un puente, por supuesto, pero también un pozo. La obra indica que lo humano está anclado sin remedio en lo otro de sí. Y sólo por ello es ajeno a cualquier ideología.
No nos encontramos demasiado alejados de aquello que Hegel asegura a propósito de la belleza: “[ella] es”, dice:
El ideal, el pensamiento que brota del espíritu; pero de tal modo que la individualidad espiritual no es aún para sí, como subjetividad abstracta llamada a desarrollar en sí misma su existencia hacia el mundo del pensamiento. Esta subjetividad tiene todavía, en ella misma, su modo de ser natural, sensorial (1986:142).
¿Qué significa esto si no que la belleza es aquello merced a lo cual la alteridad no ha podido ser consumada ni consumida, que no ha sufrido la correspondiente y humanamente conveniente conversión en medio? No del todo. Por cierto, ese todavía no es lo que nos ayuda a distinguir el arte de la técnica. No es que la moral, la política y el arte sean la manifestación o la organización de distintas “facultades” de los seres humanos. Es la misma facultad —Hegel la llama, más propiamente, negatividad—, sólo que, en eso que llamamos “arte”, la negatividad se encuentra alterada, deteriorada y como detenida. Negatividad purgada de sí. El arte comienza siendo —como todo lo demás— una estrategia de anulación o reducción de la alteridad, eso que Hegel asocia con el ser “natural o sensorial”, pero, propóngaselo o no, termina siendo una estrategia vuelta contra sí misma. En la obra, cada hombre comunica, transmite, cifra y descifra, quizá se esfuerza por englobar, asimilar y al menos dar nombre o imagen a lo otro de sí, pero el resultado —eso sería lo estético— es infinitamente menos su absorción sin restos que la revelación del carácter artificial e incumplible —incompletable— de semejante búsqueda o aspiración. Lo bello no es, como pretenderían Hegel y Schelling, la presencia de la Idea en el espíritu (o en el cuerpo “natural y sensible”), sino el efecto de su rarefacción en el corazón de la obra misma. Al margen, siempre al margen del tiempo.
A pesar de nuestros casi incorregibles tics humanistas, Oscar Wilde llevaría la razón. El arte jamás ha sido la imitación de la naturaleza, porque sin la obra no tendríamos ni siquiera una “idea” de la naturaleza. Sólo es posible hablar de belleza natural si antes la hemos visto artísticamente representada. La naturaleza admite el atributo de la belleza si previamente el arte ha operado sobre su faz una transfiguración. La tempestad en el mar nunca habría sido la tempestad en el mar —esa tempestad— sin la pintura de Turner. Semejante idea wildeana no pasaría de ser una variante o una aplicación del sistema hegeliano si no rompiera explícitamente con su humanismo. “El arte nunca expresa otra cosa que a sí mismo”, escribe Wilde desde el sereno margen de sus Intenciones (1971: 57). Ante tal afirmación encallan por igual los buques de la Ilustración y del Romanticismo, formas antagónicas, pero simétricas de una misma vanidad humana. Pues el arte enseña a los hombres que la mayor ilusión, el mayor engaño, no es la caverna, sino la esperanza de —por obra y gracia de la obra— escapar de su interior. Blumenberg ha escrito abundantemente sobre el tópico. Pues ese interior no es otro que el borde interior de lo humano. El arte es una especie de filosofía antifilosófica, o, para ser más precisos, el ejercicio de un pensamiento desplatonizante. No la reproducción de y en la imagen, sino, en todo caso, de su sombra. “Alejado de la realidad, y con sus ojos fijos en las sombras de la caverna”, vuelve a sorprendernos el escritor, “el arte nos revela su propia perfección” (p. 96). Una perfección sombría, una perfección que se sustrae a toda “realidad”, una perfección que se desentiende de la presunta luminosidad del concepto verdadero. Pero si esto es así, ello ocurre en virtud del carácter inexpresivo, o, por respetar el léxico del poeta, del carácter autoexpresivo del arte. La obra no es esencialmente una expresión de lo humano, sino el modo en que la negatividad (humana) se desprende de sus marcas de pertenencia, de su sentido, de su conectividad, de su “familiaridad”. “El arte más elevado”, prosigue Wilde, “rechaza el fardo del espíritu humano, y gana más con un nuevo medio o un nuevo material que con todos los entusiasmos por el arte y todas las grandes pasiones y todas las profundas sacudidas de la conciencia humana” (p. 122). Inexpresividad o autoexpresividad, pero antes que nada expresividad sin sujeto. La obra es la difícil difuminación del sujeto (y del objeto): desastre, decíamos, de su, de la, imagen. La pintura, la música, la poesía, la danza, la escultura, la arquitectura, el teatro... en una palabra, el pensamiento, no el cálculo, obedece así a una lógica propia. Jamás reproduce, repite, representa o remite a otra cosa que a sí mismo. No es la desfetichización del mundo, sino la vuelta en sí, el despertar de la conciencia de la inevitabilidad —humana— del fetichismo. El arte “no es nunca el símbolo de ninguna época. Las épocas son las que pueden considerarse como símbolos suyos” (p. 136). El clásico o consabido reproche de esteticismo a esta concepción es por completo desacertado si se repara en el sutil desplazamiento que en realidad provoca. El arte es desde luego una creación de ciertos hombres o mujeres, pero es esa creación que, fiel a su propia inercia, y ajustándose a, y modificando sus propios patrones formales y conceptuales, abandona la lógica de la creación, de la expresión, de la sublimación, de la representación. Abandona la sumisión a valores, ideales y fines humanos. Por esta razón, esencial, es arte, y no tecnología. Aún más: Wilde contribuye a descubrirnos que no es la tecnología, según otro lugar común, sino el arte, aquello que nos “deshumaniza”. Sólo que esta deshumanización es la condición indispensable para que el hombre no recaiga en esa animalidad de la que tan trabajosamente, tan negativamente, ha emergido. Ésta es su verdadera paradoja, la paradoja que el arte no resuelve, pero (o porque) tiene que expiar.
¿Será preciso invocar a Shakespeare? La obra no tiene imagen porque, desde su interioridad fracturada, desde su “extimidad”, debe aspirar a ser como un cuerpo. No la imagen de un cuerpo, sino, literalmente, un cuerpo: aquello que Baudelaire reconocía o deseaba ver en Les fleurs du mal: un libro “esencialmente inútil y absolutamente inocente”. Lo cual, por lo demás, no significa que esa inutilidad (o, mejor, inutilizabilidad) e inocencia sean —moralmente— “buenas”. El escritor sabe que ellas son formas de resistir a la belleza, y nunca de apropiársela, o, peor todavía, de ejemplarizarla. La belleza tiene un poder de destrucción, es implacable y cruel. “El poeta”, según observa al margen José María Valverde, “no sabe si [la belleza] viene del cielo o del infierno, pero en todo caso es inhumana en cuanto representa la perfección, inevitablemente única y helada” (2001: 14). El poeta es un guardián de la belleza. Pero sólo porque sabe que con ella y ante ella no es posible hacer nada. Nada humano, se entiende. Si la belleza es aquello que se sostiene a sí mismo desde un impoluto encima del tiempo, lo bello lo es por su impotencia. Es bello porque se desvanece, porque cambia, porque cede su espacio: porque muere. No cuando muere, sino porque su mortalidad dice que, siendo tiempo, no se encuentra, ni podrá jamás encontrarse, por encima o a salvo de él. Es bello porque no puede sobreponerse al tiempo —pues está hecho de ello, eso es lo que es—, pero lo es porque, en cuanto límite, en cuanto compás de espera, su poder remite a un margen, a un desahucio instantáneo del tiempo, a una suerte de desfallecimiento en la duración. ¿Es eso la vida, nuestra vida? La pintura no “da forma” a la materia. Tampoco la escritura “imprime” su sentido sobre lo insensato. Se trata más bien de una suerte de implosión de la forma. La pintura obedece el movimiento de retirada de la materia. De su vibración, de su poder de impacto. Probablemente desde Lascaux, la pintura sólo pinta y se pierde en aquel ciego y enloquecido ojo de jabalí. El arte no “presenta” ni “representa” algo previamente delimitado; el arte da lugar a la cosa en su materialidad. Pero esa materialidad, a su turno, se pierde y se desvanece. Ese es el sentido preciso de lo corpóreo. Curiosamente, esta retirada de la materia —este lento regreso que magistralmente narra Peter Handke— involucra al mismo tiempo la retirada del espíritu. En la obra, el espíritu quiebra la fijación narcisista. En la obra, el espíritu se desconoce a sí mismo. La obra lo torna irreconocible. Irreconciliable con lo otro de sí.
Descubrimos así que —con y contra Hegel— la “naturaleza” no es “lo otro” del espíritu, sino que esa alteridad se encuentra en el corazón del mismo espíritu. Un corazón que es siempre —por decirlo con el brillo oceánico de Joseph Conrad— el corazón de las tinieblas. El espíritu —la “cultura”— es la acción de traer a la luz, pero este traer es también un olvidar, una amnesia constitutiva. Lo olvidado, lógicamente, y así debe decirse, es lo corpóreo. Lo corpóreo toca al espíritu, del mismo modo en que lo bello “toca” a la belleza, pero ese tocar es un desfallecer del tiempo. El instante es ese agujero en el tiempo imaginado, imaginable, en el que se produce la imposibilidad de intercambiar el cuerpo por el espíritu y el espíritu por el cuerpo. El instante es el tacto del pensamiento. Por esta razón, pensar jamás es “representar”. Ni siquiera es “presenciar”. Pensar no es traer a la presencia, como propone Ramón Xirau o el personalismo de Emmanuel Mounier, porque en absoluto se trata de traer a comparecencia. Pensar es ser tocado por lo impensable. Por lo que hay. Ese hay, se comprende ahora, es aquel menos de mundo con y por lo que inicié estas líneas. El menos de mundo admite acaso otros nombres: lo singular de Kierkegaard. Lo improbable de Bonnefoy. Lo indestructible de Kafka. Lo neutro de Blanchot. Lo anterior de Quignard. Aquello que, por hundirse irremediablemente en el olvido y en la muerte, a semejanza de Eurídice, es inolvidable e irrecuperable. Estos términos nunca son definitivos y tampoco son intercambiables, pero apuntan a un campo o a un margen que, si algo tiene, es que no es concebible en imagen alguna. “Designan”, escribe Jean-François Lyotard, “todo el acontecimiento de una pasión, de un padecer para el cual el espíritu no habrá sido preparado, que lo habrá desamparado y del que no conserva más que el sentimiento, angustia y júbilo, de una deuda oscura” (1998: 145). Pensar —pintar— es esa pasión, esa pasibilidad provocada por el anuncio de lo (humanamente) inimaginable. El arte no consiste solamente en poner manos a la obra. Pensar —poetizar, es decir, reconocer que “las palabras no quieren nada”— es dejar al espíritu, al hombre, en manos de la obra.
¡Mas no imaginemos tan rápido que esto equivale a abandonarse en la obra de Dios! La cercanía de esta reflexión con la teología no puede disimularse, ni tendría por qué ocultarse, por lo cual es menester mantenerse extremadamente atento a su confusión. No es a Dios –al Dios de la tradición judeo-cristiana, al Dios oficial, al Dios en boca de todos– a quien remite esta suerte de evanescencia del sujeto técnico, que continúa presente en el artista, sino al sujeto poético que se abre, tal vez adecuadamente aterrado e irresponsable, a lo desconocido, no para suprimirlo o asimilarlo dentro de un plexo de saberes, esotérico o exotérico, sino para permitir que revitalice lo que, por comodidad o norma, vemos y esperamos de las cosas.
Argullol, Rafael. (1989). Tres miradas sobre el arte, Barcelona: Destino.
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