Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Vega Castro, Diego Enrique. (2021). Reflexiones en torno al judaísmo: Hegel, Freud, Leo Strauss. Revista digital FILHA. Julio-diciembre. Número 25. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449. Handle: http://http://ricaxcan.uaz.edu.mx/jspui/handle/20.500.11845/2770
Diego Enrique Vega Castro. Mexicano. Doctorante en Filosofía Contemporánea en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP). Maestro en Filosofía por la BUAP graduado cum laude. Licenciado en Filosofía por la UNAM con mención honorífica. Recientemente hizo una estancia de investigación en Roosevelt University, Chicago, bajo el cargo del Dr. Svetozar Minkov. Entre sus últimas publicaciones se encuentra su tesis de Maestría: “El problema de la teoría y la praxis en el pensamiento de Leo Strauss. Un análisis desde el Esoterismo Filosófico”, Humanidades, Ciencia, Tecnología e Innovación en Puebla, 3, nm. 1 (2021), así como los siguientes artículos de investigación: "Moral and Intellectual Virtues: On the Relation between Detached Contemplation and Political Prudence", Bajo Palabra, 25 (2021); La θεωρíα, lo teorético (theoretisch) y lo pre-teorético (vortheoretisch) en el joven Heidegger, Open Insight XI, 23 (2020); Vanidad y miedo a la muerte violenta. Hobbes, Hegel y fenomenología de las emociones, Filha 23 (2020); Dos frentes de ataque contra la filosofía, Reflexiones marginales 49 (2019). Contacto: diegovegacastro@outlook.com Orcid ID: https://orcid.org/0000-0003-4997-823X
Reflections on Judaism: Hegel, Freud, Leo Strauss
Resumen: Se propone en este trabajo analizar con detenimiento dos posturas modernas y una antimoderna en torno al judaísmo: la de Hegel en sus Escritos de juventud, la del famoso trabajo de Freud llamado Moisés y la religión monoteísta y finalmente algunas consideraciones de Leo Strauss sobre “el problema del judaísmo”. La intención de contrastar estos tres autores es plantear, primero, la versión moderna culminante respecto al judaísmo como un estadio primitivo, abstracto y totalitario de la relación entre hombre y Dios. Las consideraciones psicoanalíticas de Freud se proponen como complemento “científico” y explícitamente ateo de lo que Hegel ya había planteado en un contexto estrictamente filosófico; en ese sentido, Freud hará patente algunos de los presupuestos compartidos por la Modernidad (con Hegel como clímax) que Strauss criticará severamente. La tercera sección dedicada a Strauss mostrará por lo tanto una postura que toma con seriedad la posibilidad de la revelación y su irrefutabilidad ante las críticas modernas, así como la imposibilidad de la síntesis hegeliana entre Dios y hombre.
Palabras clave: judaísmo, revelación, Modernidad, Hegel, Freud, Strauss.
Abstract: This paper intends to thoroughly analyze two modern and one anti-modern positions on Judaism: the one of Hegel in his Early Writings, the one of Freud in his famous work entitled Moises and Monotheism, and finally some of Leo Strauss’s considerations on “the problem of Judaism.” The intention of contrasting these three authors is to pose firstly, the modern and culminant version regarding Judaism as a primitive, abstract, and totalitarian state of the relation between man and God. Freud’s psychoanalytic considerations are proposed as a “scientific” and explicitly atheist complement of what Hegel had already posed in a strictly philosophical context; in this sense, Freud will manifest some of the presuppositions shared with Modernity (and with Hegel as its climax) which Strauss will severely criticize. The third section dedicated to Strauss will finally show then a posture that takes seriously the possibility of revelation and its irrefutability before modern critiques, as well as the impossibility of the Hegelian synthesis between God and man.
Keywords: Judaism, revelation, Modernity, Hegel, Freud, Strauss.
Un pueblo que desdeña a todos los dioses ajenos tiene que llevar en su seno el odio hacia todo el género humano. (Hegel)
Se propone en este trabajo analizar con detenimiento dos posturas modernas y una antimoderna en torno al judaísmo: la de Hegel en sus Escritos de juventud, la del famoso trabajo de Freud llamado Moisés y la religión monoteísta y, finalmente, algunas consideraciones de Leo Strauss sobre “el problema del judaísmo”. En cuanto a Hegel, hay que advertir que su estudio sobre el judaísmo es sólo una parte anterior a la que realmente le interesa, a saber, desentrañar la esencia de las enseñanzas de Jesús sobre al amor como superación de la legalidad –lo cual a su vez se inserta en un interés más general por diagnosticar los orígenes de la positividad religiosa. No obstante, pondré atención especialmente en el judaísmo, dejando así la figura de Jesús en un segundo plano complementario. El estudio de Freud sobre el hombre Moisés y la búsqueda de los orígenes del monoteísmo en la religión judía perfeccionará algunos de los argumentos hegelianos sobre, por ejemplo, la exterioridad autoritaria del Dios de Israel, la contención de los instintos vitales de sus devotos o la abstracción y espiritualidad radical de una religión sin imágenes ni figuraciones. Algunos de los ensayos y conferencias de Leo Strauss tendrán, por último, la relevancia de destacar que tanto la interpretación hegeliana como la psicoanalítica se fundan en asunciones completamente modernas –o en un ateísmo velado–; que hay pasajes bíblicos sumamente importantes que contradicen la severa crítica de Hegel y que en el centro de la religión judía se encuentra una de las trincheras más fuertes de combate contra la Modernidad: el conflicto entre razón y revelación que no admite síntesis ni superación en las subjetividades del corazón.
La interpretación que hace el joven Hegel sobre el judaísmo –el contraste con la religión griega de la belleza, el estadio primitivo de la Ley que vendría Jesús a transformar y vitalizar– debe ser tomada como parangón de la filosofía moderna tardía o madura sobre la perspectiva ya no sólo cristiana, sino generalmente occidental en torno al judaísmo. [ii] Ciertamente contiene los elementos más críticos hacia esta religión y asoma incluso un dejo de violencia o de franco odio hacia aquellos que presuntamente odian –los judíos. La vehemencia en la escritura del joven Hegel y la integración del judaísmo como un escalón anterior a la vitalización de la religión a través del amor (Jesús) dan por resultado una comprensión filosófica sobre ambas religiones sumamente completa, de ahí que podamos tomar su descripción del judaísmo como la cúspide de la evolución del cristianismo en la cultura occidental.
Los intereses de Hegel en torno al judaísmo derivan de un problema que le parece de mayor envergadura: ¿Por qué la religión cristiana ha devenido positividad? ¿Fueron las enseñanzas de Jesús desde su origen positivas o la positividad se debe más bien a la comprensión que sus amigos tuvieron de la doctrina? [ii] La positividad de la religión cristiana es entendida como la sujeción externa a una autoridad. La autoridad es Jesús y se le reconoce como tal a partir de la fe en sus milagros. Pero los milagros, dice Hegel, son mera exterioridad del orden natural, son “fenómenos fortuitos del mundo exterior sensible”, es decir, no están asimilados racionalmente; en cambio, “las verdades eternas –de acuerdo a su naturaleza– deben fundamentarse solo en la esencia de la razón, para ser necesarias y universalmente válidas”. [iii] La fe genuina debe dirigirse a la doctrina de la virtud de Jesús, no a su persona ni a sus milagros, los cuales someten al hombre en una minoría de edad y cancelan la fuente misma de la moralidad –pues el esclavo, aquel que se somete a las leyes por miedo a ser castigado, cuando se libera de las cadenas se libera también de toda ley. [iv] La conclusión de Hegel, que podemos tomar como un preludio de los motivos desarrollados en El espíritu del cristianismo y su destino, es que “No fue Jesús quien hizo de su doctrina religiosa una secta peculiar que se diferenciaba por hábitos particulares. El resultado de su enseñanza dependía del celo de sus amigos […] Por esto surge la cuestión: ¿qué elementos había en el carácter y en las capacidades de los discípulos de Jesús, en su vínculo con él, que contribuían a su transformación en una secta positiva?”. [v]
El trabajo emprendido en El espíritu del cristianismo lleva como eje central aquella pregunta. El desarrollo de ésta necesita de la clarificación sobre el papel de Jesús ante su pueblo. Para saber quién era Jesús ante el pueblo judío y cómo resultó revolucionario para éste (cómo contrarió y violentó las tradiciones), es necesaria una detallada apreciación de los caracteres específicos y generales del judaísmo. [vi]
La caracterización que hace Hegel de esta originaria religión tiene un tono casi novelesco (Espinosa, et. al., 2018:5), de ahí la dificultad de encontrar una argumentación ordenada al respecto. Dispondré por lo tanto de ciertos argumentos centrales que se hallan tanto en los “Esbozos” como en la obra “terminada”.
El hombre Abraham (huelga decir que en todo lo siguiente nos atenemos a las palabras de Hegel) representa en su origen una violenta escisión del mundo y distanciamiento de su comunidad. Abraham es un hombre independiente, pero sin amor. El rasgo distintivo de su divinidad es su anhelo de libertad; pretende ser superior a todo tipo de relación particular con los hombres y con el mundo. En este aislamiento, Abraham hace de sí el elemento antagónico de la realidad; quiere dominarla mas no puede en realidad. De ahí que su dominación se haga ideal y resulte ser “un tirano en su mente” (Hegel, 1978:229). La realización del ideal que él mismo, efectivamente, no puede cumplir deviene Dios: Dios es independiente al mundo, no participa de él y justamente por ello lo domina absolutamente. En este sentido, el Dios de Abraham es la totalidad, lo absoluto en sentido estricto, es decir, lo separado o alejado que sujeta el resto en su poder. Es inconcebible que tal totalidad pudiera estar contenida en el propio Abraham a pesar de sus anhelos de tiranía, por lo que “Abraham tuvo que colocar esta unidad fuera de sí mismo” (225). Tuvo que someterse él mismo para poder someter. El precio a pagar con ello fue ser un extranjero en propia tierra, pues visto desde la totalidad, nada le pertenecía: ni los lazos comunitarios, ni las tierras, ni el mundo que tocaban sus pies (226; cfr. 288); todo le era prestado, estaba bajo dominio del Dios absoluto, y sin embargo su servicio a Dios era sólo proporcional al servicio que él mismo recibía de Él: “En su divinidad todo le servía; al seguirla, seguía a su propia totalidad; cuando se sacrificaba, se sacrificaba para sí mismo” (cfr. 228). El problema inherente en esta relación es el carácter exterior y ajeno de Dios:
Un ser independiente existe entonces por doquier únicamente como un ser ajeno; de este ser ajeno, el hombre recibe todo como un regalo. Es a él a quien tiene que agradecer su propia existencia y su inmortalidad; existencia e inmortalidad por las cuales mendiga con temblor y timidez. / La verdadera unificación, el amor propiamente dicho, se da sólo entre vivientes que igualan en poder y que, en consecuencia, son enteramente vivientes uno para el otro, sin que tengan aspectos recíprocamente muertos (262). [vii]
Que el hombre reciba todo como un regalo implica que incluso sus relaciones más carnales, cercanas y esenciales están sujetas y sometidas a la voluntad de Dios. Abraham es la contradicción encarnada del amor: la única ocasión donde parece apegarse a la vida y al mundo –el nacimiento de su hijo Isaac– termina en carga y tormento, en la frialdad de la abstracta sumisión a Dios.
Es innecesario recalcar que el judaísmo es una religión positiva, según Hegel. En un reproche hacia Moses Mendelssohn –quien intenta rescatar al judaísmo de su positividad afirmando que ésta sólo se da en las instituciones del Estado–, dice Hegel: “toda la constitución estatal de los judíos es una servidumbre ante el Dios y la fe impuesta de este Dios; esta unidad mandada sí pudo convertir a la religión judía en una religión positiva. Naturalmente, no era una religión positiva para aquel que se elevaba a sí mismo a aquella unidad.” (227). La institución abarca todo ámbito de la vida humana y, por lo tanto, no hay lugar en ella que no esté absorbida por la ley. ¿Pero quién es aquel que se eleva a aquella unidad y a quien, por ello, no le resulta positiva la religión? Debe ser ciertamente el propio Abraham y los descendientes cuyas figuras son de tiranía política. El judaísmo resulta ser una religión cuya ley esclaviza a todos excepto al tirano.
La fe de Abraham en la totalidad de su Dios implica el necesario sacrificio de todo lo particular, incluso de su hijo, quien se le presenta como algo heterogéneo que compromete su fidelidad hacia Dios, es decir, hacia la totalidad; la fe de Abraham dicta romper con todo vínculo mundano y particular, “extender la vista por encima de lo presente” (224). [viii] Esto significa que en la relación entre hombre y Dios no hay posibilidad siquiera de inmoralidad, pues ésta necesitaría primero de autonomía, autonomía que es negada por las leyes que dictan el mantenimiento regular de lo que Dios ha dejado que sea. De nuevo, la adquisición de propiedad es regulada y hasta prohibida no en pos de una igualdad de derechos entre los “ciudadanos”, sino sencillamente porque el hombre es incapaz de adquirir suelo propio (232-3). De ahí también las leyes rigurosas y específicas sobre el cuerpo, su limpieza, su mantenimiento, tal “como el lacayo tiene que conservar limpia la librea que su señor le entrega” (293). Es exactamente en esos términos como podemos resumir la descripción hegeliana sobre la fe de Abraham y su relación con Dios: es la de un esclavo con su señor (236).
La fe de Abraham es transmitida a generaciones más lejanas, constituyéndose así en la fe de un pueblo entero. Sin embargo, la relación ahora entre Dios y su pueblo funciona de forma totalitaria: el pueblo está relacionado con Dios como totalidad, es decir, como unidad abstracta que ha cercenado toda importancia del miembro particular del pueblo. Con esto tenemos, no obstante, cierto progreso: de un Abraham aislado que ha roto sus relaciones comunitarias y familiares se ha forjado una nación. Jacob ha contrariado los deseos de Abraham estableciendo relaciones con otras naciones gentiles, pero la esencia judía de la frialdad y abstracción se mantiene (Hegel, 1978:289) ramificando así dos consecuencias: un mantenimiento de la relación esclavizante entre Dios y su pueblo y una muestra de la animalidad del pueblo judío.
Dice Hegel: “Un pueblo que está sirviendo a un objeto debe suponer, necesariamente, que éste le sirve a él a su vez; debe crear una unión entre sí y este objeto; pedirle justicia o esperar su gracia” (228). La relación entre Dios y su pueblo le permite al último solamente exigir justicia fundamentada en el cumplimiento de la ley; sigue la fórmula de, primero, buen comportamiento, luego, acato de la ley; consecuencia: gracia. Este planteamiento hegeliano se mantiene en las Lecciones sobre filosofía de la religión (1987:500):
La conciencia de esta conexión es aquella fe, aquella confianza que constituye un aspecto fundamental y admirable del pueblo judío. […] Job es inocente; él encuentra que su desdicha no es justa, está insatisfecho. Es decir, que en él hay una oposición, la conciencia de la justicia que es absoluta y la inadecuación entre su destino y esta justicia. Él está insatisfecho precisamente porque no considera la necesidad como un Fatum ciego; se sabe que es un fin de Dios hacer que al bueno le vaya bien. Ahora bien, el giro consiste en que esa insatisfacción y desazón se sometan a la confianza absoluta y pura. Esta sumisión es lo último. / Por una parte, permanece la exigencia de que al justo le vaya bien; por otra parte, hay una sumisión, una renuncia y un reconocimiento de la potencia de Dios; de ésta se sigue la instauración de la dicha por parte de Dios, justamente como consecuencia de este reconocimiento.
La confianza que Hegel –años después, con una neutralidad que no tiene cabida en sus escritos de juventud– le atribuye al pueblo judío con el adjetivo de “admirable” se trata ya no tanto de una confianza ciega en el destino, sino de una justa exigencia: se comprende la relación con Dios de forma sumamente utilitaria, incluso si el beneficio utilitario sólo se da mediado por la sumisión.
La animalidad del pueblo judío, por otra parte, se debe de nuevo a su relación esclavizante con Dios donde al hombre particular no le queda más que una existencia pasajera y salvaje, pasiva o inactiva. Los israelitas sufren, mas no se defienden; solamente de la mano de otro gran hombre como Moisés pudieron aceptar sacudirse las cadenas, aunque fuera sólo bajo la condición de que éste los guiara despóticamente, es decir, imponiendo leyes externas y ajenas que no nacieron ni surgieron del “espíritu” de su propio pueblo; el pueblo de Israel tuvo que ser casi obligado a liberarse (Hegel, 1978:231-2). En conclusión, a diferencia de los griegos, la tragedia de los judíos no suscita temor ni compasión, sino horror: “El destino del pueblo judío es el de Macbeth, que, al abandonar los mismos vínculos de la naturaleza, se alió con seres ajenos y que, al pisotear y destruir, en el servicio de los mismos, todo lo sagrado de la naturaleza humana, tenía que ser abandonado por sus dioses (puesto que éstos eran objetos y él su siervo), estrellándose en su misma fe” (302).
Llega por último, como si la horrenda tragedia del judaísmo sirviera de base para la llegada del Mesías, el planteamiento del amor cristiano. Sin embargo, la irrupción de Jesús habla a su vez de un suelo judío contemporáneo a éste –es decir, muy lejano ya al de Abraham y Jacob– que resalta de nuevo la diferencia entre la religión de la exterioridad, objetividad y positividad y la doctrina del amor de Jesús. Los fariseos son el claro ejemplo de un pueblo que ha perdido toda vitalidad y espontaneidad en su espíritu: el espíritu frío aunque unitario de Abraham ha devenido mera ley externa y vacía. El ataque de Jesús está dirigido entonces a la objetividad: “[Jesús opuso] el sujeto a la ley” (269).
Ante la exigencia hegeliana de subjetividad en tanto oposición (y eventualmente unificación) de la ley, la moralidad kantiana, en plena relación con la religión judía, no es suficiente, pues es mera subsunción del individuo a una ley universal que incluso habiéndosela dado el individuo mismo se mantiene en la tensión de la exterioridad. Pero, en sentido estricto, no hay ni siquiera moralidad kantiana en el judaísmo, pues ésta implica autonomía. La concepción hegeliana de la moralidad genuina es “la elevación de lo individual a lo universal, unificación, cancelación de las dos partes opuestas por la unificación” (vid. Rm., 13:18-30). Tal unificación, como sabemos, se da a través de una “disposición sensible”, el amor, que excluye la posibilidad de concebir a Dios y al hombre como dos sustancias estrictamente separadas:
Dios y el hombre son necesariamente un ser; el hombre, sin embargo, es el hijo y Dios el padre. El hombre no es independiente, no subsiste por sí mismo. Es sólo en cuanto es opuesto, en cuanto es una modificación y por eso el padre está en él; en este hijo están también sus discípulos; también ellos son, junto con él, un solo ser; es una verdadera transustanciación, un verdadero morar del Padre en el Hijo y del hijo en los discípulos (273).
No se trata, sin embargo, de “producir o sentir en sí la presencia de Dios”, pues esto presupondría una distinción teórica entre el hombre y Dios, es decir, poner de nuevo a Dios como objeto externo. La fe que exige Jesús para sí se da en la propia vida del hombre. Por eso es que los judíos “esperaban que sucedieran grandes cambios fuera de ellos. Estos judíos no podían creer que el Reino de Dios estuviera ahí cuando Jesús se los anunció” (281); el cambio del creyente en Jesús no se da fuera de él, sino en él mismo. Esto es lo que Hegel ejemplifica con distintos pasajes, como el Sermón de la montaña, el encuentro entre Magdalena y Jesús, etc. A este desarrollo del engarce entre el judaísmo y el cristianismo sigue la explicación sobre la imposibilidad del cristianismo de generar una comunidad basada en el amor y cómo los amigos, apóstoles y seguidores de Jesús lo corrompieron haciéndolo institución y ley. Este “tercer estadio” del planteamiento hegeliano –por llamarlo de alguna manera– será omitido en este trabajo, aunque bien podría ofrecer elementos para plantear el problema teológico-político de toda religión. [ix]
Finalmente, debo señalar ciertas consideraciones que en su generalidad apuntan al problema nodal sobre la apreciación moderna de la religión y que servirán para atender con mayor facilidad los presupuestos “científicos” freudianos, así como comprender con mayor cabalidad la crítica straussiana al desdén moderno secular. Me parece que el leitmotiv hegeliano en torno a la religión se resume en un anhelo por el conocimiento absoluto y sintético de una autoconciencia (del hombre) que no se ha de diferenciar radicalmente de Dios. Aquí las pretensiones luteranistas resuenan; pero no se trata únicamente de Lutero. La apología de Jesús, aunque no de su figura, sino de su doctrina –el amor–, es ya un intento de este tipo de conocimiento absoluto (que justamente no es conocimiento aún ni es racional, sino una especie de síntesis con lo sensible (220)). Pero la tenaz y enconada crítica al judaísmo sólo puede adquirir pleno sentido si comprendemos que para Hegel el objetivo de la religión es conocer a Dios: “La pretendida humildad, es decir, la limitación, la incapacidad para conocer a Dios, tenemos que dejarla de lado. Por el contrario, conocer a Dios es el único fin de la religión. Si nosotros tenemos obligación de tener religión, tenemos que tenerla en espíritu, es decir, conocer” (Hegel, 2012:176). ¿Y no es ésta la cúspide del proyecto secular moderno, esto es, hacer del hombre algo divino, mientras lo divino pierde su carácter misterioso e inescrutable? Bajo esta comprensión, el judaísmo, por supuesto, aparece como un odio al género humano, pues es la contradicción más intensa del optimismo hegeliano por una Humanidad que ha encontrado a Dios en ella misma. La crítica a ese optimismo será desarrollada por Strauss, como veremos más adelante.
Encontraremos ahora que el análisis psicoanalítico de Freud sobre la religión, particularmente sobre el judaísmo, no sólo complementa la interpretación de Hegel, sino que resalta algunos de sus elementos desde una perspectiva psíquica. Los temas en donde resulta más clara esta convergencia es la ley judía y la exterioridad de su Dios.
Es innecesario señalar las diferencias de la aproximación hegeliana y freudiana al tema: tenemos bien claro que para Freud el objetivo de la religión no es conocer a Dios, como en el caso de Hegel. Por el contrario, la religión según el análisis psicoanalítico no es más que una ilusión respecto al futuro. Será menester comenzar por esta caracterización.
El porvenir de una ilusión es el texto clásico freudiano que explica lo anterior. Sin embargo, Freud no plantea ahí únicamente un acercamiento restringido a la religión, sino que está referido fundamentalmente al problema de la cultura. En este sentido, El porvenir de una ilusión resulta un preludio del famoso escrito El malestar en la cultura (2013b:3023; cfr. 3030). Ambos consisten en intentos de extender el psicoanálisis más allá de las fronteras de la estructura psíquica del individuo, en realizar paralelismos entre ésta y los fenómenos sociales-culturales (psicología social o de las masas). Así, mientras El malestar en la cultura analiza genéticamente el surgimiento de la cultura y proyecta deductivamente su futuro (o, en sentido estricto, las imposibilidades de este futuro a partir del estudio de los instintos: que hay tendencias destructoras, esto es, antisociales y anticulturales que cancelan la idea de una sociedad enteramente racional, igualitaria y sin violencia), El porvenir de una ilusión se concentra en uno de los aspectos más determinantes de la civilización: la religión como “patrimonio espiritual de la cultura”, esto es, como el medio más fuerte a través del cual la cultura se defiende. [x]
Todo el comienzo de El porvenir de una ilusión es una excelente y sintética digresión sobre los problemas más fundamentales de la filosofía política (sobre todo si se los ve desde una perspectiva hobbesiana), de ahí que la lectura de El malestar en la cultura deba ser necesariamente llevada a cabo junto con el texto anterior (cfr. Jay, 1989:151-93). Centraremos nuestra atención, pues, en el estudio de la religión según el psicoanálisis y en su ramificación específica al judaísmo.
Freud define la cultura como la separación o superación del estado zoológico humano. La cultura o civilización consiste fundamentalmente en la conquista de dos áreas: el poder y conocimiento debido para la dominación de la Naturaleza, y las organizaciones e instituciones que regulan las relaciones humanas. Sin embargo, la cultura debe defenderse al mismo tiempo del hombre particular que ha subordinado bajo sí: todo individuo es enemigo de la cultura, puesto que ésta refrena sus deseos obligándolo a sacrificarlos por la seguridad ofrecida. Así pues, la cultura genera mandamientos, organizaciones e instituciones que someten al individuo. Freud nos ofrece entonces una nomenclatura muy específica: la interdicción: el hecho de que el instinto no pueda satisfacerse; la prohibición: la institución que marca la interdicción; y la privación: el estado que la prohibición trae consigo en el sujeto privado. Podemos distinguir entre las privaciones (es decir, las reglas o instituciones que marcan los límites de la satisfacción de instintos) que afectan a todos los hombres y aquellas que sólo afectan a algunos grupos. Nos interesarán especialmente las primeras, aquellas que afectan a la Humanidad en su conjunto, pues éstas se encuentran en el origen mismo de la cultura y sus prohibiciones marcan el desligamiento del estado animal primitivo; de aquí proviene el nódulo de hostilidad contra la cultura. Por ejemplo, algunos de los instintos primitivos que fueron coaccionados en su origen fueron el incesto, el canibalismo y el homicidio (cfr. Freud, 2013b:3033, 3039; 2013c:1827).
La coacción de las prohibiciones primitivas “progresan” de la misma manera que la constitución psíquica del niño progresa y evoluciona. Así, la ley externa se internaliza formando parte del yo: la prohibición entonces no tiene que ser ejercida por un mandato explícito de la cultura, sino que es el superyó quien se la apropia. La internalización de la ley en el superyó constituye la moralidad de un pueblo, y mientras más el hombre haya acogido la ley en sí mismo, la cultura prescindirá proporcionalmente de sus medios de coerción. [xi]
La cultura tiene como fin la dominación de la Naturaleza y la regulación de las relaciones humanas. Con estos propósitos se ha de encargar también de afrontar y someter la violencia del individuo provocada por el surgimiento mismo de la cultura. ¿Pero no hay también una tensión entre el individuo y la Naturaleza? La cultura no puede someter del todo la Naturaleza, pues el individuo sigue sometiéndose ineludiblemente a un “destino”, esto es, a la violencia de la muerte y a los males “naturales” que simplemente no pueden ser contrarrestados. La cultura se hace cargo, por lo tanto, de armonizar la tensión entre el destino del individuo y la Naturaleza: antropomorfiza a ésta (con pasiones, voluntad, caprichos, etc.) y media así la angustia humana. Este procedimiento es paralelo al periodo infantil de indefensión: el padre inspira temor a la vez que seguridad en el niño. Así, el hombre no transforma sin más a la Naturaleza en hombres a los que pudiera tratar de igual a igual, sino que mantiene su superioridad revistiéndola de un carácter paternal que deviene dioses. El orden divino no sólo cobija el destino humano individual, sino incluso el de la propia cultura, y con ello media también la tensión del individuo ante su cultura: se le promete que la vida de este mundo sólo es en función de una vida más alta que es incognoscible (2013b:2967-70; cfr. 2985).
Los primeros que logran condensar el politeísmo en monoteísmo, los judíos, deben ciertamente estar orgullosos de haber encontrado el nódulo paternal de toda imagen divina –tal como en el periodo infantil de indefensión–, y sin embargo, dice Freud, el monoteísmo más que un progreso no es sino un retroceso a los comienzos históricos de la idea de Dios, es decir, un retroceso más explícito del periodo infantil de indefensión: al haber un solo y único Dios, el hombre recobró todo el fervor e intensidad de las relaciones infantiles dirigidas al padre. Entonces viene también el deseo de ser el hijo predilecto, el pueblo elegido. Esta explicación debe complementarse ciertamente con la fijación del objeto libidinal en el niño según el psicoanálisis: como sabemos, el primer objeto de amor se fija en la madre, viniendo después el padre a suplir tal figura aunque ahora de una forma ambivalente: se conserva como figura de protección y placer a lo largo de toda la infancia, al tiempo que significa peligro. Esto se desdobla en la religión: el hombre sigue siendo un niño que necesita ser protegido de los poderes exteriores; si teme de estos poderes, encontrará al mismo tiempo su protección.
Tanto en El porvenir de una ilusión como en su famoso trabajo sobre Moisés y el monoteísmo, encontramos referencias esenciales a aquel otro ensayo de 1912 donde Freud explica los fundamentos de las relaciones paternofiliales de la cultura y la religión: Tótem y tabú. La teoría del totemismo como resultado de la toma de poder de una comunidad de hermanos explica la nostalgia del padre. Pero en El porvenir de una ilusión se agrega otro elemento que no se encuentra en Tótem y tabú: la religión no es sólo la nostalgia totémica del padre, sino una defensa ante la naturaleza. Freud explica que ambos argumentos son en realidad idénticos en su raíz: el padre es justamente la protección ante la exterioridad de la Naturaleza según el proceso infantil de indefensión (2013b: 2983-6).
Podemos con lo anterior tomar una posición sumamente crítica hacia la religión en general, pues si las grandes prohibiciones culturales-religiosas han sido meramente revestidas de caracteres divinos, bien podemos explicarlas racionalmente e incluso darles un sustento mucho más conveniente para su aceptación en las sociedades humanas. El asesinato, por ejemplo, más que explicarlo como una prohibición divina, se le puede fundamentar según una teoría del derecho –sumamente hobbesiana, por cierto– y del estado de la naturaleza: para no ser asesinado por las manos de cualquier hombre se ha convenido asesinar únicamente a aquel que no acate la ley del no-asesinato. Con esta explicación evitamos todos los problemas que involucra la fundamentación divina (como su adscripción a las instituciones, el miedo de los hombres, etc.). Sin embargo, dice Freud, esta sigue siendo una explicación mítica, racionalmente mítica. Los motivos pasionales tuvieron muchísima mayor participación en la prohibición del asesinato que los racionales. Según lo estudiado en Tótem y tabú, tuvo que haber un padre primitivo que despertara una reacción afectiva irresistible; es así como el totemismo sustituyó al padre y después se extendió a todos nuestros semejantes. Sabemos, por otra parte, que ese padre primitivo fue el prototipo de Dios. Se trata del padre violentamente asesinado al cual en adelante se respetará en calidad de muerto. Cuando la religión se adscribe el mérito de ser la que ha originado la prohibición del asesinato así como de muchas otras inmoralidades, debemos darle la razón si lo vemos desde la perspectiva anterior: la religión no sólo es la realización o proyección de deseos (como no morir, conciliar el destino, aliviar los sacrificios que impone la cultura, etc.), sino que representa importantes reminiscencias históricas.
El surgimiento de la religión proviene de procesos neuróticos paralelos a los del niño. El niño pasa por una fase de neurosis, pues es imposible que a través de medios puramente racionales reprima sus exigencias instintivas que le serán inútiles en su vida ulterior; de ahí procede cierto motivo de angustia que en el curso de la niñez habrá de desvanecerse. De la misma forma, la colectividad humana pasa por una especie de neurosis, esto es, llevó a cabo procesos afectivos para renunciar a sus instintos indispensables y así formar la vida social. Estos residuos de procesos primitivos permanecen adheridos por un largo tiempo en la civilización. La religión, entonces, es esta neurosis obsesiva de la colectividad humana y proviene, tal y como en el niño, de un complejo de Edipo –la neurosis provocada de haber asesinado al padre. A partir de esto tenemos todo el derecho de inferir que el abandono de la religión también se cumplirá en un proceso de crecimiento que ya estamos llevando a cabo, y con ello Freud nos hace manifiesta la tendencia medianamente ilustrada sobre la necesidad de abandono de toda religiosidad.
El argumento central de este texto, el que le da el título al propio trabajo, es que la religión es una ilusión acerca del futuro. Los enredos prehistóricos de Tótem y tabú y su equiparación con los procesos infantiles de neurosis deben ser únicamente una preparación para apuntar hacia el argumento central: según la significación psicológica, la religión consiste en principios y afirmaciones sobre hechos y relaciones de la realidad en los que se sostiene algo que no hemos hallado por nosotros mismos y que aspiran a ser aceptados como ciertos. Las ideas religiosas no nos son presentadas como dogma ni provienen de la experiencia o conclusiones del pensamiento; son ilusiones y realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad (la protección del padre, la victoria de la Justicia, la prolongación de la existencia y de nuestros deseos). No obstante, si acaso quisiéramos darles un fundamento real, encontraremos que todas las presuntas razones que justifican la religión y sus dogmas son sumamente débiles [xii] de ahí que no tengamos ninguna responsabilidad de someterlas siquiera a juicio.
La conclusión psicoanalítica es por lo tanto que la religión es una reliquia neurótica de nuestra evolución cultural. Se le debe tratar de la misma forma que se trata la neurosis individual: sustituir los resultados de la represión por una racional labor mental. Freud se muestra extrañamente optimista al respecto: es necesario dosificar el racional trabajo mental que sustituirá paulatina, pero completamente la religión en la Humanidad; no podemos darnos por vencidos afirmando que los hombres se hallan ineludiblemente dominados por sus deseos instintivos y, por lo tanto, que les sea necesario mantener la ilusión de la religión. No podemos saber certeramente que la estructura psíquica es inamovible bajo las estructuras religiosas impuestas. [xiii]
Ahora bien, el análisis freudiano del judaísmo puede entenderse, por una parte, como el resultado de las investigaciones antropológicas-psicológicas llevadas a cabo en Tótem y tabú, y, por otra, como la particularización de la visión general provista en El porvenir de una ilusión sobre la religión. La obra Moisés y la religión monoteísta consiste en tres ensayos más o menos violentados por la fragmentación del tiempo, los intereses de Freud, la persecución y censura de la Iglesia y la explosión del nazismo. [xiv] El interés principal del autor es encontrar cuál es la causa y el origen de la religión monoteísta en el judaísmo, qué razones llevaron a su pueblo a tales abstracciones y espiritualización del mundo. La respuesta puede dividirse a grandes rasgos en una parte histórica y otra psicológica, partes que pueden distinguirse con cierta claridad en cada ensayo (v.g. en el primero la histórica, en el tercero la psicológica), pero que se entrelazan en su totalidad.
De manera sucinta, el análisis histórico que lleva a cabo Freud puede resumirse en los siguientes puntos. A partir del nombre de Moisés y de algunos detalles biográficos podemos inferir que no era judío (proveniente de los pueblos semitas), sino egipcio. El nombre hebreo Mosche tiene la interpretación etimológica tradicional –y apoyada en el pasaje bíblico– de “el que fue sacado de las aguas”, o en todo caso, según una etimología precisa y no popular, “el que saca de las aguas”. Sin embargo, el nombre en egipcio alude simplemente a mose, esto es, “niño”. Freud hace el salto presuntamente abismal entre reconocer que el nombre “Moisés” puede provenir de la palabra “niño” egipcia y afirmar que el propio portador del nombre era egipcio. Sobre esta base, desarrolla una comparación con la genealogía de los héroes en distintos mitos culturales llegando a la conclusión de que Moisés no fue hijo de judíos, sino de nobles egipcios, y, por lo tanto, contrariamente a los mitos heroicos de otras culturas, Moisés no inicia siendo humilde para llegar a la gloria, sino que ya en las alturas de la nobleza egipcia desciende hacia los hijos de Israel.
Si esto es cierto, surge el siguiente problema. Moisés fue el conductor político de la liberación judía de Egipto. Pero el dirigente político, el fundador de un pueblo como lo es Moisés, es también fundador de la religión de ese pueblo. Si Moisés era egipcio, tendríamos que asumir que la religión impuesta a los hijos de Israel fue justamente la egipcia. Evidentemente esto es imposible pues el politeísmo egipcio y el monoteísmo recalcitrante reconocido a Yahvé son irreconciliables. Lo cierto es que Moisés no impuso la religión general egipcia, sino una religión particular, la del faraón Amenhotep IV. [xv] El reinado de éste se localiza en el año 1375 a.C. durante la dinastía XVIII y duró tan sólo 17 años. Amenhotep impuso y respetó la adoración al sol, On, que había comenzado su apogeo desde el gobierno de su padre, Amenhotep III. La devoción al dios solar ya con Amenhotep III da un paso más y exige no identificar al dios solar con el sol, sino concebir al sol como mero símbolo de un ente divino inmaterial. Se rejuvenece entonces el nombre de Atón para referirse a esta entidad manifestada en el sol, se le convierte en dios universal (es decir, el único Dios verdadero) y se exige exclusividad. La introducción de esta nueva divinidad abstracta implicó intolerancia y violencia que, enfrentada a los devotos de Amón, el dios de Tebas, provocó la tensión de la enemistad y con ella Amenhotep radicalizó aún más la devoción a Atón, cambiándose él mismo nombre a Ikhnatón. La religión impuesta por el nuevo Ikhn-atón fue tan severa que destruyó el resto de los templos, prohibió los servicios divinos e incluso revisó todos los viejos monumentos borrando el nombre “dios” en ellos siempre que se encontrara en plural. Después de la muerte de Ikhnatón los sacerdotes resentidos y el pueblo ansioso de retornar a su politeísmo se sublevó frenéticamente ante el monoteísmo impuesto, se eliminaron todos los registros de Ikhnatón y su religión y, después de una época de anarquía, restauraron el orden.
Los anteriores acontecimientos ponen el segundo nivel básico para inferir que la religión impuesta por Moisés a los hijos de Israel fue la de Ikhnatón. Moisés debió ser un prosélito de Ikhnatón que, al haber muerto éste, se encontró sin ningún objetivo en Egipto, por lo que habría decidido fundar un nuevo imperio acorde a la religión perdida. Las tribus elegidas para el imperio, las semitas, fueron conducidas en el éxodo de Egipto que, contrariamente a la versión tradicional, debió de haber sido pacífico y sin persecuciones.
Freud introduce entonces la hipótesis de un segundo Moisés y la identificación de Yahvé con un dios volcánico. Según nuevos historiadores, [xvii] las tribus judías debieron adoptar en cierto momento otra religión en la localidad designada Meribahkadesh, “un oasis notable por su riqueza en fuentes y manantiales, situado al sur de Palestina, entre las estribaciones orientales de la península de Sinaí y el límite occidental de Arabia.” (2013a:3258). Yahvé era un dios volcánico caracterizado como un “demonio siniestro y sangriento que ronda por la noche y teme la luz del día”. Moisés era el mediador entre este dios y el pueblo, sin embargo, según las fuentes, este Moisés no estaba caracterizado por el heroísmo anterior de Egipto ni por los acontecimientos peculiares de su niñez, era en general un milagrero dotado de poderes sobrenaturales. Según estas dos descripciones históricas de Moisés, parece inconciliable hablar del mismo personaje. Freud introduce entonces su hipótesis, apoyada de los estudios de Ernest Sellin sobre el profeta Oseas, del asesinato de Moisés. El Moisés egipcio habría sido asesinado por los judíos a causa del puritanismo abstracto de su religión. [xvii] Pasamos de largo el análisis histórico que Freud propone para traer a convergencia el primer Moisés con el segundo, así como la comunidad de “neo-egipcios” y levitas que se integraron, como minoría, con las tribus devotas de Yahvé el dios volcánico (que a su vez descenderían de los patriarcas judaicos tradicionalmente admitidos, Abraham, Isaac, Jacob, etc.). El punto preciso que nos interesa aquí es que los judíos o las tribus de Yahvé tomaron en sus manos, indómitos, el destino que no tomaron los egipcios: asesinaron al tirano. El segundo Moisés sería por lo tanto una creación de aquel momento donde el pueblo se lamentó de haber asesinado a su tirano; identificar a su segundo Moisés, el de Kadesh (o Meribahkadesh) con el primero debió haber servido como un penoso intento de negar el asesinato original. Se le dieron entonces los honores al dios Yahvé sobre la liberación de Egipto, cuando en realidad éstos le correspondían al primer hombre Moisés. Sin embargo, una vez repelido y alejado el dios mosaico por un tiempo, éste regresó bajo el compromiso de hombres que ya no descendían del primer Moisés ni de sus cercanos, pero que se sentían no obstante poseídos por las antiguas creencias; se trata de los profetas que restablecieron la religión del dios mosaico. Así, Yahvé adquirió el carácter del dios mosaico que a su vez provenía de Atón, el dios solar egipcio. Se funda con ello el primer monoteísmo radical y efectivo.
Tenemos ya, desde el estudio de El porvenir de una ilusión, los elementos básicos con los cuales Freud interpreta al judaísmo: la religión como una neurosis colectiva, el totemismo primitivo y el judaísmo, por lo tanto, como una rehabilitación del padre primitivo (asesinado por la comunidad de hijos y devenido tótem). Desde su estudio de Moisés podemos precisar ahora estas generalidades.
La explicación más cercana que puede dar Freud sobre el intervalo del asesinato de Moisés y la restauración del monoteísmo con el dios Yahvé como cabeza es lo que llama “periodo de latencia”. Como hemos visto, el presunto asesinato de Moisés responde bajo el mismo esquema que el del totemismo: el hombre primitivo vive en agrupaciones violentamente patriarcales donde el padre gobierna como déspota, comete incesto e impone su ley sin miramientos. Los hermanos forman por su parte un agrupamiento y conspiran el asesinato del padre. El asesinato deviene instauración de un nuevo orden que exige un régimen donde el hijo no se convierta exactamente en el padre renovando así el ciclo patriarcal; se generan entonces los primeros tabúes, específicamente en contra del incesto (es decir, se demanda la exogamia), el asesinato y el canibalismo. Estos dos últimos tabúes responden, primero, a la negación e intento de olvido sobre el asesinato del propio padre. Hay que recordar que el padre primitivo no es únicamente déspota y ley exterior, sino también cobijo y protección, promesa de abrigo siempre y cuando el hijo se someta. [xviii] El canibalismo se convierte en tabú a causa de que los propios hijos han devorado a su padre, internalizando su poder y figura autoritaria modificada. Así, el padre deviene animal labrado en tótem, mismo que cada año en la fiesta cíclica es destrozado y devorado. Tales tabúes se encuentran aún velados en rituales y ceremonias de religiones civilizadas, como la ceremonia de la comunión cristiana, donde se come el cuerpo y la carne de Cristo. Por otra parte, el proceso del tabú y en general de la religión puede internalizarse en el nivel psíquico individual; Freud ha trazado el paralelismo de los fenómenos de la psicología social con el análisis de la psique individual: el superyó es esa internalización de la ley en el sujeto que la asume como propia.
Como sabemos, el interés principal de Freud en torno al totemismo es su comparación y paralelismo con la neurosis. En el caso del judaísmo, el asesinato de Moisés presenta un “trauma” que es seguido por un periodo de “latencia”, esto es, un periodo en el que se ha modificado y evitado la mención de tal asesinato. El periodo de latencia termina en la regresión de la neurosis que está fija al objeto del trauma definitivamente, es decir, fija al padre todopoderoso. Lo que parecería ser entonces un progreso en la religión judaica al espiritualizar, racionalizar y abstraer a Dios de toda materialidad, en realidad no es más que un crudo retorno al Padre. [xix]
La transición del judaísmo al cristianismo adquiere pleno sentido bajo el estudio psicoanalítico si consideramos que se culpa a la religión de Moisés de someterse explícitamente al protopadre, evidenciando así la culpa de haberlo asesinado antes (a la vez que se evidencia que toda otra religión “civilizada” no proviene, sino de la instauración de un orden filial originado en el asesinato original). La llegada de Jesús es entonces la del revolucionario y agitador político-religioso; Jesús no es inocente en su crucifixión, sino que recibe justamente el castigo por haber venido de nuevo a enfrentarse al protopadre, de ahí que se diga que Cristo viene a redimir el “pecado original”. Con ello, sin embargo, el Hijo toma el poder, toma el lugar del Padre (cfr. sin embargo, Jn. 17). El goce y orgullo de ser el pueblo elegido es transformado en la liberadora redención del asesinato de Dios. [xx]
Con todo, Freud resalta la virtud del judaísmo. La restricción mosaica de adorar imágenes muestra la superioridad intelectual y el poder de renunciar a lo sensible. Hay una renuncia instintiva que causa en el judío el sentimiento de orgullo y superioridad. Esto se explica también paralelamente con la estructura del superyó: el ello presenta exigencias instintivas que el yo cumple a través de la acción obteniendo así placer. Sin embargo, el mundo exterior constantemente frena las posibilidades de ese placer (hay, como lo llama Freud, una “obediencia al principio de la realidad”). La renuncia externa al instinto forja una neurosis sumamente agresiva; en cambio, en la renuncia interna, el superyó viene a llenar y satisfacer de forma sustitutiva al yo, ofreciendo como sacrificio esa renuncia, pero para sí mismo. Se obtiene con ello el amor de los padres y el orgullo, se completa el carácter narcisista del placer interno.
Es cierto entonces que incluso bajo el análisis psicoanalítico se concluye que el judaísmo es una religión narcisista. Sin embargo, si en Hegel veíamos que las críticas a la religión de Abraham tomaban como parámetro de excelencia a la religión griega de la belleza, en Freud encontramos una consideración exactamente contraria, o, al menos, mucho más conciliadora:
Naturalmente, el privilegio que durante unos dos mil años gozaron los aspectos espirituales en la vida del pueblo judío no se dejó de tener consecuencias: contribuyó a restringir la brutalidad y la propensión a la violencia que suelen aparecer cuando el despliegue de la fuerza muscular se convierte en ideal del pueblo. A los judíos les quedó negada la armonía entre el desarrollo de las actividades espirituales y el de las corporales que alcanzó el pueblo griego; pero, colocadas ante la disyuntiva, optaron al menos por lo más valioso (2013a: 3310).
Los puntos de conexión entre la interpretación de Hegel y el estudio psicoanalítico son evidentes, pero habría que resaltar al menos el carácter de la exterioridad y de la Ley. En Hegel estos dos elementos están cubiertos por completo de vehementes críticas que tienen sentido siempre y cuando creamos en la posibilidad de una religión sensible-racional que haga de lo universal y lo particular uno solo. Sin embargo, en Freud se mantiene cierta neutralidad bajo la cual encontramos que el judaísmo tiene el valor genuino de ir al meollo de lo religioso por antonomasia, esto es, el respeto, temor y amor por el Padre. La espiritualidad del judaísmo entonces gana lo que ningún otro pueblo pudo haber ganado. El que hayan optado por lo más valioso, esto es, por la espiritualidad, niega por completo que el pueblo judío estuviera lleno de rencor y odio hacia la Humanidad. En todo caso, de manera concluyente, podemos decir que tanto la exterioridad como la Ley son un momento anterior a la completa internalización de la ley. El acento que pone Jesús en la subjetividad según el análisis hegeliano es el progreso hacia el superyó según el análisis freudiano. Tal afirmación es sólo parcialmente cierta: sabemos que el amor que predica Jesús y que es uno de los ejes centrales de los intereses del joven Hegel sería también superación de todo superyó, es decir, de toda exterioridad, incluso si ésta se ha interiorizado en el sujeto de forma moral. Con todo, ni Freud y ni siquiera el mismo Hegel en su vejez creen que esto sea posible. [xxi] Y si tal síntesis no es posible y aún queremos mantener el valor de la religión, ¿no tendríamos que aceptar, al contrario de todo lo expuesto hasta ahora, que el judaísmo sería la religión más sincera sobre la incapacidad del hombre de valerse por sí mismo, esto es, sería la religión más honesta en tanto acepta su sometimiento?
La interpretación hegeliana del judaísmo es filosóficamente –y también retóricamente– violenta y contundente. El análisis psicológico que hace Freud nos explica a través de un enfoque completamente distinto algunos de los elementos que ya habían sido resaltados por la interpretación hegeliana, especialmente el aspecto de la exterioridad de la Ley y la relación de señor y esclavo entre Dios y su pueblo. Es exactamente la misma base del argumento antropológico freudiano: la sumisión ante un padre todopoderoso que es amor y temor, siendo esta la situación no sólo de la Humanidad en un estadio primitivo, sino del niño particular en cada caso -el complejo de Edipo y la etapa de indefensión-. Como resulta evidente, sin embargo, el enfoque de Freud pretende ser neutral y científico; él no está interesado en resaltar si el judaísmo es inferior o superior al cristianismo como sí lo está Hegel; mientras para éste destrozar la religión judaica es necesario en pos de buscar y proponer el elemento sensible-racional que sintetice la relación entre Dios y hombre, para Freud la religión no es más que una ilusión sobre el futuro.
Hemos de englobar ahora aquellos dos análisis bajo consideraciones por completo distintas. Leo Strauss, el filósofo de origen judío, pondrá en tela de juicio los argumentos centrales que hemos exhibido en este trabajo sin apoyarse necesariamente en una perspectiva teológica.
Tanto la interpretación hegeliana como freudiana están fundamentadas en un prejuicio tácito: que el judaísmo es una cultura, un espíritu o simplemente que lo esencial de la religión judía se encuentra en su pueblo y sus patriarcas. El prejuicio es del todo moderno y está matizado de cientificismo y ateísmo velado. Este es uno de los típicos argumentos straussianos contra las interpretaciones históricas modernas:
La “objetividad” sólo puede esperarse si se intenta entender la diversidad de culturas y pueblos exactamente como éstos se entendieron o entienden a sí mismos. Los hombres de épocas y climas distintos a los nuestros no se entendieron a sí mismos en términos de culturas porque no les concernía la cultura en el sentido actual del término. Lo que ahora llamamos cultura es el resultado accidental de concernencias que no lo fueron respecto a la cultura, sino a otras cosas y, sobre todas ellas, la Verdad (Strauss, 1996:96).
En el caso de Freud, la crítica es evidente: la “cultura” es un término que presupone multiplicidad, progreso, etc., algo que contraría la idea que el judío tiene de sí mismo. En el caso de Hegel la crítica puede ser más intrincada. ¿A qué se refiere Hegel con “espíritu” del judaísmo y del cristianismo? El “espíritu” no tiene aún toda la caracterización posterior de las obras maduras, por lo que podemos decir sin temor a errar que el espíritu en estas obras tempranas se refiere a la autocomprensión vital que tiene un pueblo de sí mismo. Pero incluso si acudimos al viejo Hegel encontraremos que el espíritu del judaísmo como sublimidad sigue funcionando bajo el mismo presupuesto de un “espíritu cultural” e incluso más agresivamente, puesto que el judaísmo representará simplemente un estadio o momento del espíritu en su búsqueda de síntesis con lo universal. Pero este proceder es para Strauss completamente artificioso, pues no comprendemos en este caso la religión judía según el propio judío la comprendió, sino según esquemas de universalidad o de cultura impuestos por el hombre moderno. Para el judío Abraham, Moisés, etc., lo importante no es el espíritu cultural de su pueblo, ni siquiera de su persona; lo importante se encuentra en la revelación divina y en el acto de Alianza que por voluntad de Dios se le ha dado a aquel pueblo de Israel.
Es cierto que Hegel en su interpretación ha partido del hombre Abraham y de su relación con Dios. Efectivamente con ello ha dado en el clavo. ¿Pero no ha exagerado en su caracterización de Abraham como un hombre meramente esclavizado por Dios? ¿Y con ello no ha perdido algunos de los elementos más esenciales del judaísmo? Es cierto que la obediencia a Dios en el Antiguo Testamento es irrefutable y evidente. No obstante, uno de los pasajes más importantes donde tal obediencia se contraría es aquel de Sodoma y Gomorra en Génesis: “Abrahán le abordó y le dijo [a Yahvé]: ‘¿Así que vas a borrar al justo con el malvado? Tal vez haya cincuenta justos en la ciudad. ¿Vas a borrarlos sin perdonar a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere dentro? Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, y que corran parejas el uno con el otro. Tú no puedes. El juez de toda la tierra ¿va a fallar una injusticia?” (Gn. 18:23-25; las cursivas son mías). Abraham se reconoce a sí mismo como “atrevido” al interpelar a Dios siendo él mero polvo y ceniza, sin embargo, dada su Alianza, está en un nivel suficientemente cercano a Dios para exigirle su justicia, para poner en tela de juicio lo que puede y lo que no puede hacer. Bajo el análisis hegeliano no podríamos atrevernos siquiera a considerar que un judío en su diálogo con Dios pueda ya no exigir, sino limitar las acciones de Dios. [xxii] De ahí que diga Strauss:
Noé había aceptado la destrucción de su generación sin cuestionarla. Abrahán, sin embargo, que tenía una mayor y más honda confianza en Dios, en la probidad de Dios, y una mayor y más honda conciencia de ser únicamente polvo y ceniza que Noé, asumió, con temor y temblor, apelar a la justicia de Dios […] Abrahán actúa de pareja mortal respecto a la justicia de Dios; actúa como si participara de algún modo de la responsabilidad divina de actuar justamente. No es de extrañar que la Alianza de Dios con Abrahán sea incomparablemente más incisiva que Su Alianza posterior al Diluvio (1996:114).
Seríamos sumamente descuidados si no hacemos notar que en la totalidad del análisis hegeliano no encontramos en ningún momento el término “Alianza”. No lo encontramos porque la idea de la Alianza entre Dios y Abraham, entre Dios y su pueblo, y las constantes y seguidas alianzas que se renuevan en el Antiguo Testamento son el punto más fuerte que contraría la idea hegeliana de una religión de mera esclavitud. Esto no significa, por supuesto, que la Alianza de Abraham y Yahvé venga a solucionar la durísima imposición de amar a Dios bajo toda circunstancia; el caso opuesto al de Sodoma y Gomorra es el del atentado contra la vida de Isaac. Yahvé ordena sacrificar al único lazo que se establecería entre Dios y el pueblo de Israel –y, como apuntó Hegel, el único lazo que Abraham había establecido con la particularidad:
Sin embargo, Abrahán no arguyó con Dios como había hecho en el caso de la destrucción de Sodoma. En el caso de Sodoma, Abrahán no se enfrentaba con una orden divina de actuación ni, en particular, con una orden de sometimiento a Dios, de rendición a Dios de lo que más quería: Abrahán no arguyó con Dios por la preservación de Isaac porque amaba a Dios, y no a sí mismo o a su más cara esperanza […] El hecho de que la orden de sacrificar a Isaac contradiga la prohibición de verter sangre inocente debe entenderse a la luz de la diferencia entre la justicia humana y la justicia divina: sólo Dios es incondicional, aunque insondablemente, justo. […] La preservación de Isaac es tan portentosa como su nacimiento. Estos dos portentos ilustran con mayor claridad que ningún otro el origen de la nación sagrada. [xxiii]
Es decir, en esencia la religión judía sí consiste en un sometimiento incondicional a Dios, algo que ni siquiera la Alianza puede mitigar. Sin embargo, tal sometimiento no es meramente la de un esclavo que gana a su vez ciertas seguridades obedeciendo a su amo. Se trata, pues, de la fe total a la exterioridad y al carácter inescrutable de Dios que se funda en la revelación (Strauss, 1996: 111-2). Desde el análisis hegeliano tal condición de la religión judía resulta detestable, pero, ¿realmente lo es?
En Strauss encontramos diversas formas de acceder a este problema, pero en todas el elemento central es bastante claro: las críticas a la religión, tanto judía como cristiana, y los desesperados intentos de internalizar la fe y de hacer de Dios algo subjetivo no son más que un ateísmo disfrazado. El camino histórico de tal proceder se remonta hasta el Tratado teológico-político de Spinoza y la fundación moderna del desplazamiento de Dios por el hombre (cfr. Strauss, 2009:180-5, 234, 237-8). Esto se evidencia con suma claridad en el rechazo del milagro como algo que efectivamente sucedió; por ejemplo, en darle más importancia a la fe en el milagro que al hecho de que el milagro efectivamente suceda. Tal desplazamiento consiste en sustituir la autoridad de Dios y su posibilidad de alterar la naturaleza por la creencia que se inserta en el corazón humano. El judaísmo para el propio judío ancestral no era mera creencia, sino conocimiento (aunque, para distinguirlo del conocimiento humano de Hegel, debamos mejor decir reverencia). El intento hegeliano, y en general moderno, de hacer de la creencia subjetiva un conocimiento –y el elaboradísimo trabajo que se requiere para conciliar ambos– se monta ya en el presupuesto de que la revelación y el milagro, o bien son imposibles, o bien son insignificantes por ser exteriores, esto es, por no ser esencialmente humanos. [xxiv]
Pero como sabemos –y este es otro de los argumentos más contundentes de Strauss– el rechazo de la revelación es justamente eso, mero rechazo, mas no refutación (vid. Strauss, 1982:9, donde se refiere a las limitaciones del sistema hegeliano). Ni la filosofía ni la ciencia pueden refutar en sentido estricto la posibilidad de la revelación, por lo que el problema entre filosofía y religión, entre razón y revelación, mantiene su vigencia en toda la historia humana (cfr. Colmo, 1990:145-60; Strauss, 2007, inicio de conferencia sobre Tucídides). Esto no significa, sin embargo, volcarse de lleno a un irracionalismo de la revelación, como el propio Strauss juzga a Rosenszweig (cfr. Hart, 1997:27; Strauss, 1982:10), sino que el camino a emprender debe ser el intentado por Cohen –aunque fracasado por ser esencialmente moderno (Hart, 1997:20)–, y especialmente el de Maimónides: una racionalización que admite no el carácter irracional de la revelación, sino su carácter supraracional –o en otros términos, que los problemas fundamentales no se resuelven bajo parámetros meramente humanos. El problema entre filosofía y religión, o entre Atenas y Jerusalén, es uno de los problemas centrales en Strauss que ahora no podemos desarrollar, pero debemos resaltar que las interpretaciones hegelianas y freudianas sobre el judaísmo se fundan en una respuesta ya dada a este problema. Por ello es que tanto en Strauss como en Scholem encontramos la preferencia de un ateísmo consecuente y abierto en lugar del ateísmo velado por la subjetividad de la fe. [xxv]
En cuanto a Freud, Strauss justamente le dedica un comentario y una conferencia a los textos que hemos examinado, El porvenir de una ilusión y Moisés y la religión monoteísta, respectivamente.
Sobre el primero, tan sólo vale la pena decir lo siguiente. A Strauss le parece que Freud encuentra el punto central de la discusión entre religión y ciencia: efectivamente, si el religioso apunta hacia algo que no es racional, el ámbito racional no lo puede refutar. [xvi] La doctrina religiosa no puede ser refutada por este camino, pero sí pueden ser refutadas las bases con las que se justifican las doctrinas. Este método es completamente certero excepto por un presupuesto: la explicación de la religión a partir del psicoanálisis solamente puede darse bajo la admisión de que la religión misma ya no merece credibilidad. Como vemos, es el mismo argumento ya expuesto, pero en el caso particular de Freud esto se manifiesta con suma claridad: las preguntas de Freud asumen que la religión ha sido creada por los hombres –de ahí que la pregunta se pueda plantear como: ¿qué tuvo que suceder en las estructuras psíquicas arcaicas del hombre judío para que el asesinato de Moisés retornara en forma de monoteísmo?, etc.– que la religión es un mecanismo de defensa ante la naturaleza, entre otras tesis tomadas como evidentes. En este sentido, la conclusión a la que llega Freud de la religión como una ilusión sobre el porvenir es en realidad el supuesto del que partió en un inicio, la diferencia radica en que su conclusión es mucho más completa que su premisa inicial, aunque en esencia sean lo mismo. Strauss cuestiona conclusivamente:
¿Es –como Freud presupone– el significado de la creencia proveer confort y asistencia, darle significado a la vida, paz y profundidad? ¿No es en verdad el caso de que el peligro del cual el creyente espera ser salvado está más allá de todos los peligros que pueden ser conocidos por el no-creyente, y que por lo tanto la creencia trae de igual forma, y en realidad mucha más, desesperación, que confort y ayuda? ¿Es que el creyente cree porque, como un no-creyente, la vida sin Dios le aparece como desesperanzada, dura y superficial, o no es más bien el caso que, porque cree, reconoce la falta de confort, desesperanza, dureza y superficialidad de la vida sin Dios? En otras palabras, ¿la miseria humana vista y demostrada por Freud es la misma “miseria” que el creyente conoce como la miseria? Preguntar de este modo significa entender que la verdadera cuestión comienza sólo después de la crítica de Freud. Pero –dada la reciente, y ciertamente no accidental, renuncia o (lo que es lo mismo) reinterpretación de la aserción sobre la creación y los milagros, de la creencia en el poder de Dios sobre la naturaleza– la crítica de Freud permanece de absoluta importancia también para la cuestión real (2002:208). [xxvii]
La fuerza de este cuestionamiento es impresionante si pensamos no en la religión general, sino especialmente en el judaísmo, donde el pueblo ha sido sometido desde tiempos lejanos a violencia, éxodos o diásporas. Su religión no puede ser caracterizada sin más como un confort o esperanza; por el contrario, parece que su sometimiento y miseria son fundamentalmente distintas de las del hombre común y corriente en que piensa Freud. Si se quiere ver el asunto con meros ojos utilitarios, el judaísmo no parece ser el caso más favorable para ello –como parecía sugerir Hegel respecto a Job.
Por otra parte, en cuanto a Moisés y la religión monoteísta, sólo es menester recalcar lo siguiente de la crítica de Strauss. El problema es más o menos el mismo que en El porvenir de una ilusión: el análisis histórico-antropológico sobre el origen del judaísmo que Freud emprende presupone una respuesta ya dada: la inexistencia del Dios judío tal como los judíos lo entendieron. Sucede lo mismo con la explicación psicológica: “El problema psicológico sobre la génesis de la religión surge sólo si estamos seguros de que no hay Dios que exista. Si Dios existe, la explicación psicológica de la experiencia de Dios es irrelevante” (Strauss, 1997:304). Con esto podemos de nuevo tender un lazo hacia la interpretación hegeliana y mostrar el polo contrario: para Strauss no tiene ninguna importancia estricta cómo se da la experiencia religiosa psíquicamente, ni cómo el hombre internaliza a Dios, puesto que tales preguntas ponen ya bajo sospecha la posibilidad de un Dios todopoderoso que actúe desde la exterioridad.
Por último, y con ello abrimos a la vez un camino a investigaciones posteriores, la crítica más poderosa de Strauss a la interpretación psicoanalítica del judaísmo es la siguiente. La elección de la ciencia –en la que presuntamente se basa Freud– responde en última instancia a una elección no-científica o que no es racional en el sentido científico. La ciencia no puede justificar ante sí misma que es buena, pues rechaza de antemano todo juicio de valor:
No debemos llegar a la conclusión de que por lo tanto el hombre completamente dedicado a la ciencia, por no decir nada de aquellos totalmente dedicados a sus más o menos endebles teorías, son conducidos por una compulsión neurótica. Por el contrario, diríamos que si sus premisas son correctas, el hombre no tiene más elección que escoger no-racionalmente entre la ciencia y la no-ciencia, por ejemplo, entre la ciencia y la religión, a menos que quiera ser un irreflexivo que va dándose de golpes o un hacedor-de-dinero. Este ser compelido a escoger sería el fenómeno fundamental detrás del cual no podemos ir y que no es posible explicar por la ciencia, pues toda explicación científica presupone ya la infundada elección de la ciencia (Strauss, 1997:306).
Como podemos anticipar, el argumento nos lleva a consideraciones ulteriores sumamente interesantes, pues si tanto la ciencia como la religión no tienen mayor fundamento que la decisión no-racional y subjetiva, tan sólo nos quedan dos opciones: aceptar que la decisión es impuesta a través de la revelación o que se funda en una voluntad irracional. El problema es ya severamente espinoso en Strauss y ha dado lugar a múltiples interpretaciones, sobre todo si consideramos que Strauss defiende el carácter teorético de la filosofía como un modo de vida racional (vid. Strauss, 1982:12-3; Colmo, 1990:156-7; Rosen, 1987:110-1, 124; Pangle en Strauss, 2008:41).
Más que hacer un recorrido de lo expuesto en este trabajo, quisiera resaltar que las distintas interpretaciones y reflexiones sobre el judaísmo han de conducirnos a problemas de reciente acuñación, sobre todo a problemas políticos generados desde el principio del siglo anterior. La religión judía ha optado por lo más importante, como dijo Freud, o por una espiritualidad que era circunstancialmente incompatible con las artes de la guerra que forjaron naciones, como recalca Strauss a través de Maimónides (Strauss, 2008:289). El judaísmo por lo tanto se muestra como una religión radicalmente apolítica [xxviii] a causa de una multitud de razones: las históricas que nos muestran sus migraciones y recorridos interminables de nación en nación –en la cual ellos eran, por supuesto, extranjeros–, pero especialmente las religiosas: la imposibilidad de establecerse en una tierra que no sea la sagrada, la entregada por Dios. Pero esa razón religiosa se combina con una razón espiritual: que aquello que concierne a las naciones y a lo político jamás podrá resolver en última instancia los problemas fundamentales del ser humano (Strauss, 2002:121; cfr. 1982:6).
Lo anterior se muestra particularmente en dos situaciones: la del judío “asimilado” y la del Sionismo del siglo XX. Freud, por ejemplo, es un judío claramente asimilado: puede considerársele como cualquier otro ciudadano europeo, perteneciente a valores liberales y modernos, científico, ateo en el sentido esencial, etc. [xxix] La asimilación de los judíos en sus naciones exhibe el triunfo del proyecto liberal-moderno donde se respetan los “derechos humanos” de cada ciudadano, relegando sus convicciones religiosas a un sector privado. Sin embargo, tal proyecto liberal es al mismo tiempo sumamente peligroso, pues al no estar instaurado ningún respeto nacional por la religión privada el pueblo judío mantiene siempre los ojos bien abiertos ante la violencia y ante su exterminio, ya sea de la Rusia zarista, de la Alemania Nazi o de la Rusia, de nuevo, socialista (Strauss, 1997:315-8; 1982:3).
El interés sionista de hacerse de una tierra y de una Nación judía por medios puramente políticos viene a resolver aquel problema (1982:5-6). Pero, como se podrá anticipar, genera otros tantísimos, puesto que la comunidad judía mundial no es la misma comunidad de los patriarcas: ¿debe el Sionismo ser ateo o fundamentalmente religioso? Ateo, y a ello apuesta Strauss, en tanto que el problema judío se resuelve parcialmente por medios puramente políticos y no religiosos –aunque, enfatizamos, se resuelve parcialmente. ¿Qué tipo de orden ha de instaurar, uno democrático-liberal, socialista, o uno más bien según las costumbres y tradiciones antiguas? [xxx] Y, finalmente, ¿no pierde acaso el pueblo judío la esencia de su religión si toma en sus manos su destino político? [xxxi]
Esta multitud de problemas que rondaba desde el inicio del siglo pasado viene a concretarse en la instauración del Estado de Israel después de la Segunda Guerra Mundial, y, con ella, la generación de otra multitud de problemas globales. De ahí que se pueda preguntar, con tono provocador, ¿por qué seguimos siendo judíos?
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Colmo, C. (1990). Reason and Revelation in the Thought of Leo Strauss. Interpretation: A Journal of Political Philosophy, 18(1), 145–160.
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[i] Así, cuando Ripalda (2014: xxvii) afirma que “El pueblo judío es por tanto una metáfora del mundo moderno, no una evocación antisemita. Hegel tampoco se refiere al judaísmo contemporáneo suyo, sino al histórico de la Biblia”, debemos tomar sus palabras con pinzas. Pues es cierto que, en tanto que el problema del judaísmo se inserta en el interés general de Hegel por la positividad (finalmente, sobre si la religión es necesariamente alienante), la religión judía funciona como expresión de la incompletud del desarrollo espiritual moderno, sobre todo el de la moral kantiana. Sin embargo, no es meramente “metáfora”; Hegel parece estar genuinamente decidido a encontrar en el judaísmo (per se y no en tanto analogía) uno de los orígenes más manifiestos del desgarramiento espiritual del hombre y lo divino.
[ii] La positividad de la religión cristiana se hace patente en la tensión en que se mueve la doctrina paulina de la ley y el corazón: Rm, 2:3-16.
[iii] Hegel (1978:83). Utilizaremos en este trabajo una multitud de ensayos y esbozos de juventud de Hegel que referiremos, por el modo de citación, únicamente a las páginas de la traducción de Zoltan Szankay. Una edición más nueva y crítica de estos textos es la traducida por Ripalda (Hegel, 2014).
[iv] He aquí ya una fuerte distinción entre la ley judía y cristiana. Cfr. Strauss (1982:20).
[v] Hegel (1978:84). Para una definición clara sobre la positividad, vid. 239. Cfr. 423.
[vi] Sobre Jesús como “cumplimiento” de la ley en lugar de su abolición, vid. Mt. 5:17-21.
[vii] La igualdad de poder que se da en la verdadera unificación, como sabemos, está referida al cristianismo, donde Dios encarna en Jesús y muestra la proximidad del hombre con lo divino. Habremos de recordar este pasaje más adelante (esp. nuestra tercera parte dedicada a Strauss) donde se señale la posibilidad de que la Alianza de Abraham indicara ya esta unificación de Dios con su pueblo en un sentido restringido y no superable.
[viii] Vid. la idea de “sublimidad” en Hegel (1987:489-505).
[ix] Sobre este asunto y cómo El Espíritu del Cristianismo y su destino no debe entenderse como una apología del cristianismo sino como búsqueda de la resolución de la positividad, vid. Hegel (1978:421, 426).
[x] El patrimonio espiritual de una cultura es definido como los medios que desarrolla una cultura para defenderse. Los distintos patrimonios que menciona Freud son: el moral (la calidad y el desarrollo del superyó social y que funciona proporcionalmente a la coerción externa social), el acervo de ideales (v.g. nacionales, bélicos, etc.), la producción artística (que liga también al individuo con su nación y cultura específica) y, por último, el más importante –es decir, el mayor medio de defensa–, la religión. Vid. Freud (2013b:2964-7).
[xi] Freud (2013c:1829; vid. 3027). Por otra parte, encontramos en el superyó un paralelismo sumamente claro con la Moralität hegeliana: la internalización de la ley en el sujeto funciona exactamente de la misma manera; no obstante, podemos caracterizar al superyó y a sus reorientaciones como, en Hegel, se describió la Moralidad kantiana: un sacudirse las cadenas exteriores para someterse a las interiores; la moralidad del Imperativo Categórico se mantiene en esencia en las mismas raíces que el espíritu del judaísmo. Sugerimos también confrontar el posible paralelismo en los tres estadios que atraviesa la autoconciencia en la Fenomenología a partir de la dialéctica señor siervo: estoicismo, escepticismo y conciencia desdichada (Hegel, 2010: 245-303).
[xii] Son especialmente tres intentos de fundamentar las razones de las doctrinas religiosas según Freud: que nuestros antepasados los creyeron ciertos, que no podemos cuestionar su credibilidad, y la experiencia presente de aquellos que siguen creyendo. Los tres son refutados: nuestros antepasados eran menos sabios que nosotros; el no poder cuestionar su credibilidad por trascender los límites de la razón se reduce a un creo quia absurdum; los creyentes contemporáneos no pueden explicarlo más allá de su propia experiencia subjetiva. Freud (2013b:2975-6). Cfr. Strauss (2002:205-7).
[xiii] Vid. Freud (2013b:2987). Es especialmente ambiguo el final de esta obra si se le confronta con El malestar en la cultura, pues en el primero Freud parece asumir una posición casi ilustrada de secularización, mientras en el segundo el pesimismo es evidente.
[xiv] Freud (2013a). Para las propias cuitas de la elaboración del texto, véanse especialmente los tres prólogos.
[xv] Desde un camino muy distinto, el propio Hegel (1978: 232) llega a una conclusión parecida: “Enteramente egipcia es la casta separada de los sacerdotes: las purificaciones, la impureza, muchas aves y animales. La religión que los israelitas pudieran haberse dado a sí mismos tendría que haber sido o bien muy simple, o bien parecida a la de los egipcios, o bien relacionada con la religión egipcia, pero opuesta a ella. Puesto que la religión mosaica no surgió del mismo espíritu de la nación, puesto que no estaba conectada con él, sino que fue algo que los judíos recibieron, la misma era algo ajeno, muerto para ellos; de ahí su inconstancia. La religión mosaica: una religión del infortunio para el infortunio; no la de la dicha que quiere un juego alegre; el Dios es demasiado grave. / Puesto que los judíos en cuanto ciudadanos no eran nada, ya que adquirieron valor sólo a través de su relación con Dios, era necesario que relacionaran lo máximo posible de sus actos con la religión”.
[xvi] Freud se refiere especialmente al trabajo de Eduard Meyer, Los israelitas y sus tribus vecinas.
[xvii] “Moisés, discípulo de Ikhnatón, tampoco empleó métodos distintos a los del rey: ordenó, impuso al pueblo su creencia. La doctrina de Moisés quizá fuera aún más rígida que la de su maestro, pues ya no necesitaba ajustarse al dios solar, dado que la escuela de On carecía de todo significado para el pueblo extranjero [para las tribus de Yahvé]. Tanto Moisés como Ikhnatón sufrieron el destino de todos los déspotas ilustrados. El pueblo judío de Moisés era tan incapaz como los egipcios de la dinastía XVIII para soportar una religión tan espiritualizada, para hallar en su doctrina la satisfacción de sus anhelos.” (Freud, 2013a:3267; las cursivas son mías). Nótense las tensiones ilustradas y anti ilustradas de Freud.
[xviii] En este punto encontramos de nuevo el claro paralelismo con la interpretación hegeliana: la relación entre Dios y su pueblo es de sometimiento mutuo: el pueblo sirve a Dios porque Éste sirve a su pueblo; así también el caso citado de Job donde se puede demandar y exigir la gracia esperada en dos momentos, el del sometimiento normal (actuar bien) y el sometimiento extraordinario y final (aceptar lo insondable de Dios y someterse de nuevo). Supra, 7.
[xix] Cfr. la misma conclusión en El porvenir de una ilusión, supra, 13.
[xx] “Sólo una parte del pueblo judío aceptó la nueva doctrina. Quienes la rechazaron siguen llamándose, todavía hoy, judíos, y por esa decisión se han separado del resto de la Humanidad aún más agudamente que antes. Tuvieron que sufrir de la nueva comunidad religiosa –que además de los judíos incorporó a los egipcios, griegos, sirios, romanos y, finalmente, también a los germanos– el reproche de haber asesinado a Dios. En su versión completa, este reproche se expresaría así: ‘No quieren admitir que han matado a Dios, mientras que nosotros lo admitimos y hemos sido redimidos de esa culpa’.” (Freud, 2013a:3324). Cfr. la aserción straussiana: “El pueblo judío y su destino son los testigos vivientes de la ausencia de redención. Este, se podría decir, es el significado del pueblo elegido; los judíos fueron escogidos para probar la ausencia de redención” (Strauss, 1997:327).
[xxi] “En el Estado no se puede preguntar si es mi convicción. […] Puede ser, que el Estado tolere bien a tales personas privadas dentro de sí, pero tomado para sí, no se debe ser meramente bourgeois, sino citoyen. Así como alguien quiere gozar de las ventajas del Estado, esto es, lo positivo, él tiene su existencia entera en el Estado; de modo que debe él también cumplir con los deberes.” (Hegel, 1819/1820:51).
[xxii] La comprensión más cercana que encontramos en Hegel es su mención de Job ya citada, donde éste exige la justicia de Dios, supra, 7, 18. La diferencia, sin embargo, debe entenderse en la siguiente explicación sobre el papel de la Alianza.
[xxiii] Strauss (1996:115-6). A este respecto es interesante el paralelo con la conferencia “Jerusalem and Athens” que Strauss dio en 1946 (texto inédito, facilitado por el Dr. Heinrich Meier). Ahí Strauss expone de forma muy similar el casi asesinato de Isaac aunque no hace referencia a la negociación de Abraham en el caso de Sodoma. “El principio de la ley ceremonial, o mejor dicho de todas las leyes bíblicas que no son inteligibles a la razón inasistida de la filosofía griega, es presentada por la historia de la disposición de Abraham a asesinar a su hijo y heredero Isaac: tal como Abraham obedeció una orden divina de extremada dificultad, una orden que él no podía entender, más aún, que contradecía las propias promesas de Dios a Abraham, y que por lo tanto era para éste absurda, la progenie de Abraham está comandada a obedecer muchas leyes cuyos significados ningún hombre es capaz de desentrañar. Mientras los requerimientos de la justicia son inteligibles, aquello que es requerido para la santificación de la vida entera del hombre trasciende el entendimiento humano y debe ser cumplido con reverencia y confianza. Por muy grande que pueda ser la diferencia entre la ley del Antiguo Testamento y la del Nuevo, el principio básico de ambos libros es el mismo: ambos obligan a los hombres a circuncidar sus corazones y en particular la autoconfianza de sus entendimientos, y a cautivar su entendimiento a aquello que trasciende todo entendimiento humano” (Strauss, 1946:8). Hay que reconocer, sin embargo, que la exigencia divina de someterse a aquello que es inescrutable e ininteligible no puede darse sin ningún tipo de Alianza. La Alianza ya ha ocurrido con Abraham y él mismo la ha puesto a prueba en el caso de Sodoma; Abraham necesita saber que Dios, efectivamente, es justo (Strauss se pregunta si acaso Abraham hubiera continuado preguntando, esto es, si acaso hubiera disminuido el número de hombres hasta cinco, cuatro o uno, habría Dios sido justo; la respuesta es evidente). La prueba de su justicia en el caso de Sodoma permite a Abraham entregarse a lo ininteligible del sacrificio de su hijo; no obstante, su justicia y bondad nunca está sujetada estrictamente a la Alianza; Dios puede cambiar todo sin previo aviso. Se podría decir, en conclusión, que la Alianza no es proporcional.
[xxiv] Hay que hacer notar además que la rigurosidad del milagro no pertenece únicamente al judaísmo. El amor que profesa el cristianismo, la ley inscrita el corazón, etc. llegan también al famoso punto de Hic Rodhus, hic salta: “si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe.” 1 Cor. 15:12-13.
[xxv] “Aquí algunas profanas, más o menos románticas o pragmáticas categorías tales como Volksgeist (el genio del pueblo), asumen el lugar de autoridad ética-religiosa. Como un antiguo seguidor de Ahad Ha'am, no tengo ilusiones respecto a la debilidad o fundaciones humanistas para afirmaciones religiosas en las cuales Dios puede aparecer en el mejor de los casos como una ficción, aunque quizás una necesaria” (Scholem, citado en Hart, 1997:83n99). En Strauss, por otra parte, encontramos algo similar, aunque con el reconocimiento de su problematicidad: “En otras palabras, para mí la cuestión es: o verdaderamente la Torah tal como la entiende nuestra tradición, o verdaderamente, digamos, descreimiento. Y pienso que esto es infinitamente más importante que cualquier interpretación cultural, que está basada en un descreimiento tácito y no puede ser un substituto para la creencia a la que ha renunciado. […] Creo –y esto lo digo sin ningún tipo de irrespetuosidad a ningún judío ortodoxo– que es difícil para la gente, para la mayor parte de los judíos de hoy, creer en la inspiración verbal (me refiero a la inspiración verbal de la Torah) y en los milagros –o la mayor parte de los milagros– y otras cosas. Lo sé. Mi amigo Rabbi Harris no está aquí, pero tengo una profunda simpatía hacia lo que él se refiere como “judaísmo poscrítico”. Pienso que éste ofrece una meta perfectamente legítima y sensible, a saber, restablecer la esencia de la fe judía de un modo que no es de ninguna forma idéntica con, digamos, el ‘Creador del mundo” de Rambam o algo de esa clase: quiero decir, con ninguna afirmación tradicional de principios. Pero ese no es el punto. Un judaísmo que no sea creencia en el ‘Creador del mundo’, eso pues, tiene problemas para establecerse” (Strauss, 1997: 343-4).
[xxvi] Los argumentos presentados en este trabajo están tomados especialmente de aquellos textos donde Strauss “defiende” la irrefutabilidad de la revelación a partir de planteamientos modernos (como la síntesis cristiana de Hegel o el psicoanálisis de Freud); sin embargo, el propio Strauss propone graves discusiones donde muestra que la filosofía (Strauss piensa en la filosofía genuina, es decir, clásica) es absolutamente incompatible con la revelación. Vid. Strauss, “Reason and Revelation” y “Notes on Philosophy and Revelation”, en Meier (2006).
[xxvii] Y sin embargo, el argumento de la no-redención tan característico de Martin Buber es criticado por Strauss (1982, 10-1) por estar casi dispuesto a creer que los profetas han sido profetas de la inseguridad o profetas del mal; en última instancia, por supuesto que hay una era mesiánica y salvación (si no para todos); hay, pues, una “absoluta seguridad” de la cual carecen, por ejemplo, los filósofos griegos. Finalmente, el argumento que utiliza Strauss en contra de Freud (que la religión no es simplemente un artefacto esperanzador sino que contiene en sí mismo la más alta miseria) debe ser atenuado por la seguridad que Dios provee al hombre; en otras palabras, el argumento en contra de Freud es sólo el comienzo. Cfr. Strauss (2007:174) donde habla sobre el “sustento (support) cósmico”.
[xxviii] “ ‘Apolítico’ puede significar: encontrarse en un plano distinto al de la política, y puede también significar: excluyente de la política. Por supuesto, sólo he tenido el segundo significado en mente al hablar del carácter apolítico de las tradiciones judías” (Strauss, 2002:120).
[xxix] La situación del “judío asimilado” fue exageradamente comprendida por Nietzsche (1994, aforismo 205): en no mucho tiempo el judío se apoderará del destino de Europa como un fruto maduro que caerá en sus manos.
[xxx] Como uno puede notar en la compilación de escritos sionistas del joven Strauss, se trata de una multitud de grupos con propuestas radicalmente distintas. El grupo al que perteneció Strauss, llamado Kartell jüdischer Verbindungen, combatió la mezcla del sionismo con la mezcla sionista-comunista del grupo de Frankfurt al cual pertenecieron, justamente, miembros que más tarde se incorporarían a la Escuela de Frankfurt, como Erich Fromm, Löwenthal, Ernst Simon, etc. Cfr. Strauss (2002:64-74), Erich Fromm, et al. (1922). Por otra parte, la propuesta sionista de Strauss simpatizaba con el sionismo original de Theodor Herzl, esto es, con la propuesta de resolver la situación política del pueblo de Israel bajo medios meramente políticos y no religiosos, de ahí que Strauss identificara el Sionismo político con el Sionismo ateo (que a la vez se contraponía al “Sionismo cultural”, el intento de síntesis entre la religión “cultural” y las pretensiones políticas de hacerse de una tierra en Palestina). Este “ateísmo judío” resultó, naturalmente, chocante para los propios sionistas. En una carta de Scholem a Walter Benjamin se trasluce el carácter maravilloso a la vez que chocante de Strauss: “En cualquiera de estos días Schocken publicará un libro de Leo Strauss (dediqué mucha energía en obtener una cita para Strauss en Jerusalén), en celebración del aniversario de Maimónides. El libro comienza con la genuina y copiosamente argumentada (si bien completamente absurda) afirmación del ateísmo como la más importante insignia judía. ¡Qué admirable atrevimiento para un libro que será leído por todos y que ha sido escrito por un candidato para Jerusalén! ¡Supera incluso las primeras 40 páginas de tu tesis posdoctoral! Admito esta postura ética y me lamento del –si bien obviamente consciente y deliberadamente provocado– suicidio de una mente tan capaz como la suya. Como es de esperarse aquí, solo tres personas como máximo harán uso de la libertad de votar por el nombramiento de un ateo para un puesto de profesor que sirva para respaldar la filosofía de la religión” (citado en Hart, 1997:55-6n12).
[xxxi] Así lo muestra, por ejemplo, la presunta conversación entre Kojève e Isaiah Berlin: “Kojève: ‘Los judíos tienen la historia más interesante de cualquier pueblo. Y, sin embargo ¿quieren ahora ser qué? ¿Albania? ¿Cómo pueden?’ Berlin: ‘Para los judíos ser como Albania representa un progreso. Unos 600,000 judíos en Rumania fueron atrapados como ganado para ser masacrados por los nazis y sus aliados locales. Un buen número de ellos escapó. Pero 600,000 judíos en Palestina no se retiraron porque Rommel estuviera a su puerta. Esa es la diferencia. Consideraron Palestina como su propio país, y si tenían que morir, morirían no como animales atrapados, sino por su propio país” (citado en Hart, 1997:86).