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Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.

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El carácter ritual de Parsifal de Wagner por Francisco Aranda Espinosa

Diciembre 2018, número 19.
Autor: Arturo Barrientos Luján. Título: Noveno 2. Técnica: Óleo sobre papel. Medidas: 35cm x 35cm. Año: 2018.

Aranda Espinosa, Francisco. (2018). El carácter ritual de Parsifal de Wagner. Revista Digital FILHA. [en línea]. Diciembre. Número 19. Publicación bianual. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.

Francisco Aranda Espinosa es músico de carrera. Es profesor de piano en la Unidad Académica de Música de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Contacto: farandaespinosa@yahoo.com.mx 

EL CARÁCTER RITUAL DE PARSIFAL DE WAGNER

 

Resumen: ¿Es Parsifal un drama o una tragedia? ¿Hay alguna diferencia entre los dos? ¿Es una cosa y también la otra? Las diferencias entre estos dos conceptos llevan a distinguir el carácter ritual del festival escénico sacro Parsifal.

Palabras clave: drama, tragedia, Parsifal, redención, ritual, festival.

Abstract: Is Parsifal a drama or a tragedy? Is there any difference between the two? Is it one thing and also the other? The differences between these two concepts lead to distinguish the ritual character of the Parsifal sacred festival.

Keywords: drama, tragedy, Parsifal, redemption, ritual, festival.

 

Fue Richard Wagner (1813-1883) una persona extremadamente compleja, difícil de entender. Lo contrario a Mozart y a Rossini: fue alguien difícil de escuchar. Mucho se ha escrito acerca de su personalidad y muchos coinciden con que era alguien que, en su interior, daba por sentado que todo lo que hiciera o pensara sería interesante para los demás. También se ha dicho que no pasaba ningún año sin contemplar la idea de suicidarse. En su carácter social, Bryan Magee, por ejemplo, ha referido que el ideal de amistad del compositor era encontrar una esposa a la que hacer el amor, y amigos con los cuales vivir, bajo su mismo techo, a su costa. [i]

El compositor se tenía a sí mismo como músico, poeta y dramaturgo. Y quizá como el mejor de todos los tiempos. En Mi vida, escribe:

 

Era yo casi tan deliberadamente indiferente hacia los versos como hacia la dicción poética. No estaba acariciando mis primeros sueños de convertirme en un poeta de renombre; me había convertido en un ‘músico’ y un compositor’. Tan sólo quería escribir un libreto aceptable, pues entonces me percaté de que nadie más podría hacerlo en mi lugar, por el hecho de que un libreto de ópera es algo único en sí mismo, algo que ni poetas ni escritores pueden llevar a feliz término. [ii]

 

La música y los pensamientos de Wagner han sido estudio específico de muchos filósofos, críticos de arte y grandes literatos. Algunos de ellos, que me parece importante destacar, y que mencionaré más adelante, fueron Thomas Mann y Theodor Adorno; más recientemente, Gary Tomlinson y Hans Küng, por citar sólo algunos; pero, sin lugar a dudas, “el más inteligente, sensible y devoto de sus admiradores” [iii] fue Friedrich Nietzsche; después, el mejor de sus aborrecedores.

En la música de Wagner –y más concretamente en Parsifal, su última composición- ocurre un fenómeno muy interesante, en el que han coincidido numerosos pensadores, críticos y filósofos: el compositor crea, como en cada una de sus composiciones, no importa si musicales, poéticas o ensayísticas, no un mundo, sino otros mundos. La música va siempre ligada al texto y por eso hay un universo único para cada ópera. Esto es algo que casi ningún otro compositor o pensador había podido antes lograr y, ciertamente, nunca a su nivel, o por lo menos en la misma sintonía.

A mi parecer, es Richard Wagner, más que ningún otro, el compositor que mejor logra provocar, y de manera más fina, una especie de sentimiento oceánico de lo inalcanzable, del absoluto: allí en donde la música nos permite, así sea de momento, habitar. Dejar de pensar. O pensar en reposo. Sentir. Mientras logra expresar con éxito el anhelo de redención universal, la búsqueda de lo sagrado, por decirlo de algún modo; también hace posible en el espectador, un cierto grado de satisfacción. Una forma de darnos gusto, aunque sea por un instante.

En Parsifal, y con una evidente deuda musical a Berlioz – y probablemente también a Bellini-, el compositor conduce la música occidental hasta los límites de la tonalidad, sin abandonarla o desembocar en la atonalidad. Al término de la obra, tal fue el impacto que provocó en muchos de sus contemporáneos que, después aquellos supondrían que la verdadera evolución musical post-wagneriana radicaría en la profunda necesidad de superación -musical o ideológica- del compositor y todo lo que, junto con él, encerraba ese fenómeno. 

Las fuentes literarias e históricas de Parsifal bordean, desde la consideración de algunos pensadores en Introducción al budismo indio de Bornouf – en donde Chakya Munni se convierte en Buda para alcanzar la sabiduría a través de la compasión-, la epopeya de Wolfram von Eschenbach que, a su vez, proviene del mito de Parzival, que el poeta épico Chrétien de Troyes dramatiza, y la tradición evangélica cristiana. Sin embargo, hay quien afirma que no es una ópera cristiana; más adelante veremos por qué.

El compositor denomina a ésta no como ópera, sino como “festival musical sacro” [iv]: un festival iniciático escénico. ¿Qué es eso? “El escenario es, pues, aquí el lugar de consagración por excelencia” [v]. El drama wagneriano parte de la leyenda medieval y se adentra siempre en el mito. Éste conecta –y reconecta- símbolos y leyendas universales. Nos dice –como preparándose a cualquier ataque- que Parsifal no es un drama cristiano, sino más propiamente un ceremonial que se desarrolla y toma forma en las acciones caballerescas de la francmasonería, de las cuales Wagner presumía ser un conocedor profundo.

Hans Küng y Pierre Boulez han dado opiniones certeras acerca de Parsifal. Küng dice: “El festival iniciático escénico que es el Parsifal apunta a la vivencia de la inefable verdad divina” [vi]. A esto añade Boulez: “La importancia de la obra de Wagner tendrá que radicar, pues, en otro lugar, si es que ha de despertar nuestra atención y nuestro sentimiento” [vii].

El germanista Peter Wapnewski, exégeta de gran parte de la obra wagneriana, menciona que la ópera de Parsifal es una suerte de “retractación de la tristaniana religión del amor” y un drama –religioso- de “sofocación de los sentidos para salvarse del placer sensual” [viii]. Esta idea formará, más tarde, un motivo argumentativo para el peso y contraposición del pensamiento de Nietzsche acerca de la ópera Carmen de Bizet.

Parsifal es una obra notoriamente diferente a todas las anteriores. El tema de la redención, casi presente en todas –en la mayoría, la mujer es la que redime al hombre por amor- no aparece en el mismo formato. Aquí, el personaje principal redimirá, salvará -explícita e implícitamente- al resto de los personajes, sean o no de la misma ópera, pero no nos adelantemos tanto; por ahora podemos decir que en la ópera la mezcla de lo natural con lo sobrenatural, y en todas sus determinaciones, está llevada a su cumbre.

En suma: ¿de qué trata Parsifal? Puedo decir ahora, en pocas palabras, que la obra trata de la compasión y la redención. La primera que, en el personaje principal, y como bien dice Hans Küng, “ayuda a superar la fijación en uno mismo, que lleva realmente al ser humano a conocerse a sí mismo y conocer el mundo y lo hace así redimible” [ix].

Theodor W. Adorno definirá Parsifal como una “fantasmagoría” y, más tarde, lo hará igualmente su amigo Walter Benjamin. En el festival sacro se da una mezcla de nostalgia del pasado y deseo por conocer el fin. Una búsqueda de lo sagrado. “Una mezcla de tonalidades vaporosas confluyendo entre sí” [x], dirá el propio compositor. En esta ópera Wagner da un giro en su concepción artística: la estética vendrá ahora a sustituir a la política, a desmembrarla, des-ajustarla por completo. Benjamin pronostica, a este respecto, una desembocadura del arte y su estetización política, en un fascismo social e incluso cultural. [xi]

Richard Wagner encuentra que en el mito y sólo dentro de éste es posible la manera de hacer nacer –re-nacer- al pueblo, a los pecadores, de redimirlos, de salvarlos; su modo de entender esa mito-logía es siempre pensarla ligada a la historia contemporánea, conformándole un sentido, una novedad. Acerca del tema, Hans Küng añade: “(…) tras el arte [de Richard Wagner], [está] la política, tras su drama musical, una mentalidad revolucionaria” 12; pero esto el maestro lo lleva a cabo, apoyándose en la música, usándola como medio y no como fin. Por eso Nietzsche hablará después del compositor como un “pensador mítico”, un orador, un religioso, ya que es dentro del mito donde uno puede dejar de basarse en una idea: el mito es la idea misma. Por ello, El Anillo del Nibelungo será, para el filósofo, un inmenso sistema de pensamiento, pero éste, entendido sin la forma especulativa del pensamiento.

¿Es Parsifal un drama o una tragedia? ¿Hay alguna diferencia entre los dos? ¿Es una cosa y también la otra? Podemos recordar que las tragedias, en concreto y originalmente, se celebraban en honor al dios griego Dioniso, Baco para los romanos. Por ello, la etimología del término designa tanto la manera en que se expresaba (odé, oda, canto), como en la que se representaba (tragos, cabra o macho cabrío). Estos cantos se hacían en forma versificada. Esto era el fenómeno del coro ditirámbico. El adjetivo ditirámbico proviene del vocablo griego dithirambikós, que significa el que cruza la puerta dos veces, el resucitado: Dioniso, el nacido dos veces. Decía Nietzsche: “El efecto de la tragedia antigua no descansó jamás en la tensión, en la atractiva incertidumbre de qué es lo que acontecerá ahora, antes bien en aquellas grandes y amplias escenas de pathos en las que volvía a resonar el carácter musical básico del ditirambo dionisíaco” [xiii].

Y el concepto de lo trágico, que será motor –y fin- de pensamiento en Nietzsche, es el que tomará la tragedia griega original como modelo a seguir, pues: “lo trágico se halla únicamente en la multiplicidad, en la diversidad de la afirmación como tal. Lo que define lo trágico es la alegría de lo múltiple, la alegría plural” [xiv]. Esta concepción de la tragedia permitió a Wagner tener en cuenta cómo en ese modelo griego de drama –aquí se entiende drama como representación- estaban presentes todas las manifestaciones artísticas: canto, poesía, danza, representación visual de la escenografía e incluso la arquitectura. La ópera wagneriana -el drama musical-, y más Parsifal, era, (o al menos el compositor así pretendía que fuera), el correlato de lo que Aristóteles llamaba catharsis, el estado de purificación, el rito de Vida Nueva.

Sin embargo, Parsifal no es, a mi modo de ver, una tragedia. Parsifal es un drama. Éste, contrario a la tragedia y en consonancia con el rito –y todo el fenómeno litúrgico- mantendrá una alineación con la salvación: negación de la vida y del carácter inmediato de la existencia, como diría Nietzsche.

Pensando en las coordenadas de Nietzsche, lo apolíneo, podemos decir que es aquello que se encierra en la personalidad de Apolo, el dios de la apariencia artística, de la forma objetivada y controlada. Apolo es el orden, es el contrario a Caos. Sin embargo, no debemos olvidar que debajo de toda apariencia, existe lo real y, pensando en estos términos, Apolo será también el dios de la ilusión. Dioniso, por contrario, y con él, el concepto de lo dionisíaco, lo podremos entender como una forma llena de voluntad, -más tarde, en Nietzsche maduro, voluntad de poder-: es un devenir afirmativo, opuesto al pensamiento dialéctico y la retórica negativa hegeliana; Dioniso y lo dionisíaco están cargados, rebasados de sí. Sin embargo, para que lo dionisíaco se lleve a cabo, deberá intervenir lo apolíneo, que aporta como contrapeso primigenio, original, real, una objetiva ordenanza: lo específico en las artes.

En palabras de Nietzsche y para adentrarnos en estos conceptos, el filósofo de lo trágico nos dice:

 

¿Cuál es el significado de los opuestos conceptuales que he introducido en la estética, lo apolíneo y lo dionisíaco, concebidos ambos como tipos de frenesí? El frenesí apolíneo excita sobre todo al ojo, de tal modo que éste obtiene la facultad de la visión. El pintor, el escultor y el poeta épico son visionarios por excelencia. En un estado dionisíaco, por el contrario, todo el sistema afectivo es excitado y favorecido: de tal modo que desencadena al mismo tiempo todos sus medios de expresión e impulsa simultáneamente el poder de representación, imitación, transfiguración, transformación, y todos los tipos de mimesis y actuación. La característica fundamental aquí es la facilidad para la metamorfosis, la incapacidad de no reaccionar (semejante a la de ciertos tipos histéricos que, ante cualquier sugestión, se introducen en cualquier papel). Es imposible para el tipo dionisíaco no entender cualquier sugestión: no pasa por alto ningún indicio de afecto. Posee en grado máximo el instinto de comprender y adivinar, del mismo modo que domina al máximo el arte de la comunicación. Se introduce en cualquier piel, en cualquier afecto: se transforma constantemente. [xv]

 

La articulación –fuerza- dionisíaca, que solamente puede ser pensada en términos de voluntad de poder, será, para Nietzsche, aquella capaz y mejor arma para contrarrestar lo que sucede en el pensamiento cristiano: la negación del cuerpo y de la vida, será combatida a batalla limpia por lo dionisíaco. Este es el contrapeso más fuerte y más eficiente contra el cristianismo, pues el primero afirma el mundo “(…) tal cual es, sin sustracciones, excepciones o selecciones” [xvi], y además de afirmar, suministra un amor por todo, por lo real, uno por todas esas fuerzas que son entendidas, desde su punto de vista, como la esencia del mundo.

¿Equiparable a la voluntad schopenhaueriana? Continúa Nietzsche: “…Mantener una relación dionisíaca con la existencia: mi fórmula para ello es el amor fati” [xvii]. El cristianismo, por su parte, supondrá el total rechazo a la vida, la sensibilidad, la sensualidad y, por ende, al amor fati. Es este el fundamento de tal religión; frente a la negatividad cristiana, únicamente el frenesí dionisíaco será capaz de combatirla, afirmando completamente la vida –y la muerte-, el cuerpo y todos los sentidos.

Retomando el tema del drama y la tragedia, podemos ahora decir que la palabra drama es de origen dórico y significa acontecimiento, acción, historia. Nietzsche define el drama como la manifestación apolínea –es decir ordenada- de conocimientos y efectos dionisíacos. El drama, sería, desde esta óptica, una manera ordenada (apolínea) de representar lo dionisíaco, la voluntad. En la música de Wagner, -mejor dicho, en la ópera- podríamos entender que el compositor hace un intento por representar, en un drama musical, la potencia de Dioniso que, contenida en la experiencia musical y ahora puesta en escena, destruirá el principio de individuación. Acerca de la música el filósofo agregaría:

 

La música, como la entendemos hoy en día, es también una excitación total y una descarga total de los afectos, pero aun así sólo es el vestigio de un mundo de expresión afectiva mucho más pleno, un simpe residuo del histrionismo  dionisíaco. Para hacer posible la música como arte separado han sido inmovilizados varios sentidos, especialmente el sentido muscular (al menos relativamente, pues hasta cierto punto todo ritmo sigue apelando a nuestros músculos): el hombre ya no imita y representa con el cuerpo todo aquello que siente. Sin embargo, ése es en realidad el estado dionisíaco normal, al menos originario. La música es la especialización de este estado, lograda paulatinamente en detrimento de aquellas facultades más íntimamente relacionadas con ella. [xviii]

 

Wagner concebía el drama musical como un renacimiento en directa consonancia con la tragedia griega. La tragedia no es más que una re-presentación del drama musical; sin embargo, Nietzsche no lo verá así, desde la primera vez que lo escuche. El filósofo entendía la tragedia “clásica” (más bien las de Esquilo y Sófocles) [xix], como una manifestación total de lo dionisíaco, acorde con lo apolíneo; esto último sería aquello que permitía su representación. La tragedia, en jerga schopenhaueriana, es como la música: la expresión más afín y más concreta, la voz de la voluntad.

Parsifal no es una ópera; no en el sentido que, hasta el momento, se le había conferido a ésta. Al menos, Wagner quería que así lo fuera. En cambio, he dicho, [Parsifal] es proyectado como un bühnenweihfestspiel. [xx] Este festival sacro-musical - no-ópera-, debía ser festivo, es decir, no-cotidiano, único. Siempre diferente: circunscrito a un tiempo y lugar particulares: tal es uno de los efectos que Wagner quería crear en todo lo que implicaba el Festspielhaus de Bayreuth. Con la ópera de Parsifal Wagner pretenderá dar al tema –e idea- del Santo Grial una originalidad muy especial. Una que no tuviera precedentes, de ahí su denominación de bühnenweihfestpiel. Para ello, quiso limitarlo a ser representado únicamente en el Festspielhaus de Bayreuth, a la manera de una misa, o de un evento religioso.

Al centrarme en la partitura del bühnenweihfestspiel, diré que, al principio, se notará una articulación que especula sonoramente con lo místico-religioso. Ya dediqué un capítulo para referir y ampliar esta idea en el libreto. En la música, la obra -y desde un inicio-, nos desconcierta: hay una extrañeza rítmica que no nos es suficientemente clara. Alude, como ya es usual en el Wagner de madurez, a  una nebulosa entre lo tonal y lo atonal. Hablando en términos musicales, en Parsifal vemos mostrada, y ya de una manera concreta, la técnica del leitmotiv wagneriano: en esta técnica –y a través de ella-, ocurre la transformación de todos los motivos, que han acontecido una primera vez, y de otros que vienen de obras compuestas anteriormente; dicha manera de entender los motivos musicales, y la forma leitmotívica servirá como un fondo musical, que permitirá a un motivo ser  relacionado con cualquier otro, lo que nos llevará a identificarlo, incluso cuando se transforme. Es un incesante devenir musical. Esto va a suceder cuando los motivos, ya lejanos o cercanos, aparezcan. Podríamos, así, denotar una continuidad leitmotívica en toda la partitura, un “arte de la transición”, al que Wagner se refería como consecución de Tristán e Isolda, en donde  la diferenciación de motivos es menos importante que el complejo sonoro que caracteriza toda la obra.

Para el joven Wagner, la tarea primordial del arte era “mostrar a la gente la verdadera naturaleza interior de sus vidas como sujetos integrantes de la humanidad”. [xxi] En Parsifal, esta característica wagneriana representa el más radical empleo del equilibrio –o des-equilibrio- que resultará importantísimo en la estética del Wagner maduro: el presente continuo entre una musicalidad  presumiblemente autónoma, sin precedentes técnicos, más que probablemente con Beethoven y Berlioz, y una articulación musical determinada por fuerzas extramusicales. [xxii] Wagner concibe este equilibrio –Nietzsche después lo entenderá más bien como pretensión desequilibrada- como el contraste entre la estructura sinfónica, por un lado, la pasta orquestal, y, por otro, la subordinación de la música a las ideas poéticas y dramáticas. ¿Esto no demuestra ya, acaso, una aparente, no muy segura, pero perversa, dialéctica, que se verá forzada a ejercerse, dentro de la música, y misma que será contraria ya a la filosofía de Schopenhauer? Además, si estamos de acuerdo con Schopenhauer, y después, con Nietzsche, ¿el subordinar la música a las ideas poéticas –y religiosas, en este caso, no es ahogarla, acabarla, a ella misma, des-musicalizarla? ¿No era, además, ir en contra de la concepción schopenhaueriana de la música?

En la partitura wagneriana, los motivos musicales más claros y fáciles de reconocer son el de la fe y la profecía. Acerca de esta dialéctica (entendida en su carácter de diálogo, de articulación, y no pensada en su raíz hegeliana) motívica, presente a lo largo de la ópera, Adorno dirá que percibe en Parsifal una yuxtaposición de “motivos fragmentarios (…) dispuestos uno tras el otro como pequeños cuadros”23. A esto John Daverio añadirá que la ópera “encarna su arte de transición en una dialéctica retórica, a su vez salvada de la fragmentación por la continuidad de las transiciones”24. En la articulación motívica de Parsifal están entretejidos varios motivos musicales, leitmotivs, cuya objetivación es impedida –o permitida- por el mismo intercambio musical que acontece. Están borrosos: esto se trata de una creación marcada por la ideología, en primer término; en ello coinciden los estudiosos que he venido siguiendo, ya que al posibilitar la objetivación de los leitmotivs nos encontramos con la posibilidad de pensar en la encarnación del motivo nouménico (en lenguaje kantiano), que se ha de convertir en objeto material (es decir, musical, sonoro) y que es éste el que daría el fondo, aquél que constituiría el verdadero meollo de la obra. La verdad del motivo musical es nouménica (o como manifestación de la voluntad, en Schopenhauer).

La esencia de las ideas religiosas contenidas en el libreto de Parsifal – incluso en la partitura- es tema que genera polémica y dificultad: por un lado, es una ópera que muestra un simulacro litúrgico cristiano –con algunos detalles budistas- y, por otro, constituye una defensa de la redención como principio y fin de la estructura de cada uno de sus personajes. Recordemos que, en Wagner, el personaje debía externar una preocupación –o cualidad- de lo universal, y en esto era contrario al modo shakespeariano, en el que el protagonista era único en sí mismo. Por el contrario, en la ópera wagneriana los actores y personajes debían manifestar una tendencia hacia lo universal, hacia el carácter de búsqueda y pensamientos de la antigüedad, más concretamente el sistema de pensamiento griego. Al respecto, dice Bryan Magee: “En todas las óperas de Wagner, el significado fundamental de los personajes individuales jamás radica en su interior: siempre los trasciende hasta alcanzar algo universal, de manera que su esencia está vinculada a su existencia como símbolos”. [xxv]

En Parsifal ocurre algo diferente: ese cristianismo mostrado en la obra que después definiremos, o como afirma E. Gavilán, el “singular budismo wagneriano” [xxvi] que el compositor entendía como la expresión más auténtica del cristianismo, (“el cristianismo puro sin mezclas no es otra cosa que el budismo venerable” [xxvii] ), era ya una muestra de que habría algo rotundamente disparejo, especial, en esta obra con respecto a las anteriores. En esta ópera, Wagner trataría, con todas sus fuerzas, de resolver los enigmas que había dejado pendientes de resolución en las anteriores.

¿Qué tenía, pues, de budista, esta ópera? Wagner entendía que el budismo, que había surgido del brahmanismo, y el cristianismo, que para él eran las dos religiones más ilustres, predicaban un principio de distanciamiento con el mundo y sus pasiones. Esto no era más que un fundamento de renuncia a la vida, de negación y decadencia, como dirá Nietzsche más adelante. Para el filósofo, en Parsifal no había nada de budismo, -no hay ni siquiera elementos de la religión mostrados en escena, como monjes de cabeza rapada o stupas- sino, más bien, una mezcla de pesimismo schopenhaueriano con un ideal redentor cristiano, que en el próximo capítulo se explica con detalle.

Podríamos decir que hay una incoherencia, o falta de seguimiento, en el intento del compositor de adentrarse y profundizar en el pensamiento oriental y, a su vez, en Schopenhauer, ya que, como he dicho, no logra hacer una representación del ritual religioso –budista, o siquiera, cristiano-, y tampoco plasma con seriedad la continuidad del pensamiento de Schopenhauer, cosa que, según Nietzsche, sí había hecho en Tristán e Isolda, o en Los maestros cantores de Nürnberg. En Parsifal, según Ernst Bloch: “el músico sustituye al clérigo, el escenario se convierte en altar de una religión artificial –o bien un arte religioso- cristiano-budista-rosacruciana, se bautiza a Venus, Erda y Brunhilda y Sigfrido se hace fraile”. [xxviii]

En cuanto al tratamiento de los personajes en la ópera, el de Gurnemanz, estará estrechamente relacionado con el conocimiento que, a su vez, se asociará con la compasión, que en el pensamiento budista tiene que ver con el no-conocimiento (dolor) ajeno; por tanto, para el sabio (en la ópera, Gurnemanz) la única conducta sensata e inteligente que habría que seguir es el desapego. Haciendo alusión a Schopenhauer, podríamos decir que la compasión está íntimamente asociada con el conocimiento, el develamiento del velo de Maya: esa experiencia del reconocimiento del principio de individuación y la superación de sí mismo, de la cual derivará la auténtica bondad de espíritu, que se manifestará como amor puro, es decir, no egoísta, no interesado, no dominante: una horizontalidad amorosa. ¿Pensar que un saber, cualquiera que fuese, y sólo en virtud –y gratitud- de la compasión, da el conocimiento no es pensar un poco al estilo budista más que al cristiano?

¿Quién es Parsifal? ¿Está este personaje en consonancia con Buda o con el Crucificado? ¿O será más bien un intento wagneriano de mostrar el redimir de ambos? ¿O, como él mismo pensaba, corregir a los dos? La ópera encierra, a medida que vamos conociéndola, un poco más, otros problemas, pues en ella se podría pensar que el protagonista, igual que Tristán – en su ópera homónima- y Hans Sachs, de Meistersinger, tiene una especie de revelación y experiencia de lo sagrado, él mismo, y para consigo mismo. Cuando acude a la ritualización del Grial, en compañía de Gurnemanz, el conflicto que deja entrever es el de la ignorancia, que termina por ser compasiva y salvadora: con su propia experiencia, se convierte en un ejemplo doctrinal de prédica -y conocimiento- que, finalmente, contagiará, redimirá, a la comunidad, personificada en el sufrimiento de Kundry y Anfortas, pecadores arrepentidos. Esto es justo lo que Nietzsche consideraría ir en contra del principio de individuación o, mejor dicho, hacer patente su negación. En este punto, la previa idea orientalista, que en Tristán e Isolda surge a partir de descubrir a Isolda ante el cadáver de Tristán, se ha convertido ahora en cristianismo (¿o podríamos decir, que es ese el singular budismo wagneriano?) El problema con Wagner es, y siempre será, la redención, tal como ha proclamado Nietzsche en muchas ocasiones.

¿Está entonces Parsifal más cerca del drama, de la tragedia griega o de la liturgia cristiana? Para continuar desarrollando esta idea, puedo poner de manifiesto la distinción entre rito y representación teatral. Las condiciones de ejecución de ambos nos permitirán re-valorar o pensar dicha diferencia: el rito debe quedar configurado, circunscrito a determinadas fechas, modos y lugares, mientras que la representación teatral dramática, que es oportunista, puede celebrarse en cualquier tiempo y lugar, siempre que haya público. Wagner, con el estreno de Parsifal, dejó bien claro que esta partitura –y escenificación- debía ser representada únicamente en Bayreuth durante el festival de verano. Esto ocurre hasta 1914, cuando caducarían los derechos de autor y entonces la ópera se representaría en todo el mundo. De esta manera, nos topamos ante lo que Enrique Gavilán definirá como “dificultad del género” de Parsifal. [xxix]

Parsifal es, por poco, una misa: en ciertos aspectos, alude a una representación de drama litúrgico, en donde aún no se separan rito y teatro (el último entendido como escenificación de la tragedia, dramatización). La tragedia, por lo que he apuntado, no es un drama, pero al ser representada se dramatiza: se le confiere una acción y un lugar específicos. El cristianismo, o pensamiento de la redención, siempre presente en la ópera wagneriana, ocuparía un lugar muy importante en la no-escisión –conjunción- de estas dos formas de representación, cosa que no ocurre en el Occidente medieval o en algunas religiones orientales, como en Japón o India. La temática del Grial supone el material de esta ópera, vinculado al medioevo cristiano; sin embargo, [Parsifal] se termina de configurar o adecuar dentro del modo de representación–dramatización- moderno, uno donde el teatro no estaría separado de la liturgia o la religión, y esta unión ocurre, hasta Wagner, por primera vez en el escenario. A Wagner le interesaba “echar los cimientos de una iglesia bayreuthiana y una teología wagneriana”. [xxx]

Parsifal articulará, desde este punto de vista, drama y liturgia: la tragedia quedaría relegada. Simulará ritos contrapuestos a una verdad superior o metafísica, que, desde mi punto de vista, es materializada en la partitura con la técnica leitmotívica, ya que se desarrolla de alguna forma en la orquesta y no sólo en el libreto, mientras que aquello acontecido en el escenario es y siempre será un medio de reforzamiento de ese ritual: uno que no se escinde de la liturgia; no es música gratuita, es siempre una música reforzada por la acción que tratará de mostrar o perseguir ideales metafísicos y meta-musicales. Por primera vez veremos desarrolladas muchas ceremonias en la ópera: unción, comunión, consagración, acontecimiento del Viernes Santo, como parte de una misma representación, -y también haciendo referencia a la representación schopenhaueriana, cuyo real, (o intento de mostrar la voluntad), está en otra parte, nunca en escena. Las ceremonias que tienen lugar en Parsifal giran en torno a la renovación primaveral, al rito equinoccial, y al modo en que el cristianismo las entiende y da sentido, transformándolas y adaptándolas a su propio dogma, por ejemplo, el Viernes Santo.

¿Por qué Wagner llama festival sacro a Parsifal? Éste, según el compositor debía ser, tal como su nombre indica, festivo, es decir metacotidiano, fuera de lo normal, más allá de lo común que podían tener las representaciones en las que su esencia fuese un entretenimiento distinguido: la ópera hasta esa fecha. El festival, tal como la misa y otros ejemplos de representación litúrgica, debería tener un espacio definido, un tiempo especial, destinado a lo inhabitual –relacionado con lo sagrado-; éste exigía de los oyentes un desplazamiento –otra concepción- del tiempo profano que causaba ya de entrada una fatiga, un no-entendimiento. Parsifal es una obra difícil, pensada como un viaje iniciático, como una especie de odisea, que adquiriría así rasgos de una peregrinación en el teatro, el aura de un santuario y el olor de salvación.

Remontándonos un poco a su origen etimológico, de la palabra festpiel, lo que se ha entendido hasta ahora como festival sacro, podríamos interpretarlo, si vamos más atrás y recordamos el nexo con Nietzsche y con la tragedia, con la palabra fiesta. La fiesta subraya su naturaleza de acontecimiento singular, de algo irrepetible, (¿del vínculo directo con lo sagrado?), de un hecho excepcional y siempre nuevo, de aquello que quiebra y suspende la rutina. El modelo de la fiesta, en época de Schiller o Goethe, hace referencia al ritual alegórico de pastores, mismo que era destinado a la audiencia cortesana; años después, éste se convertiría en la Pasión de Oberammergau31, y misma que tendría una relación directa con la Pasión cristiana. ¿Podría esto tener un nexo con el partido al que Wagner fue acusado de pertenecer, en dicho momento? No me adentraré en esa cuestión. En dichas representaciones festivas, se trataba de constituir al público en comunidad, a través de una vivencia colectiva desarrollada en condiciones únicas. [xxxii]

En casi todas las óperas de Wagner, y a lo largo de Parsifal, con mucha más fuerza, el tema del tiempo será muy importante: éste está siempre trastornado, torcido, sujeto a la dialéctica propia de una temática que se verá circunscrita –y siempre delimitada- a las coordenadas medievales, y todo su eje de pensamiento, y así mismo, en algunos puntos y ejemplos específicos, en consonancia con la postura de Schopenhauer. La temporalidad formará aquí parte esencial del principio de individuación, que será, según Schopenhauer, el nexo que entreteje y guía el velo de Maya. Lo que para la representación (entendida literalmente como re- presentación) es primordial y no puede ser de otra forma, no lo es en el plano de la voluntad. Ahí siempre significa otra cosa: ella está en otra parte. Es como el tiempo en Wagner: siempre en otro lugar. El tiempo de otro tiempo. Por tanto, la fecha en que se celebre el drama litúrgico, el bühnenweihfestspiel, así como sus distintos momentos representados en escena, no importaría -ni afectará- a la vivencia religiosa o espiritual del festival musical-sacro de Parsifal.

Algo más que también resulta importante a resaltar dentro de la ópera, es el tratamiento dialéctico de hibridación entre narración-drama, mismo que, para muchos pensadores, en Wagner estará elevado casi a su más perfecta forma. En algún momento de El ocaso de los dioses, la ópera que cierra El Anillo del Nibelungo, y la inmediatamente anterior a Parsifal, Sigfrido, uno de los personajes principales, y el que asume la postura del héroe, comienza a narrar la historia –o una de las historias contenidas en ella–, y este cuadro se integra al drama y a la escena de manera maravillosa, y en donde es casi imposible de distinguir la narración con el curso de la historia. Me parece adecuado e interesante destacar que fue Wagner el introductor en el teatro, por no decir, solamente en la música escenificada, de este tipo de estructura –otra vez, leitmotívica– ahora de acción (drama) y narración, y que este elemento será usado como recurso técnico, muchos años después, en la narrativa cinematográfica utilizada hasta nuestros días. Este recurso constante en la complejidad wagneriana aparece desde una de sus primeras óperas, El holandés errante o Rienzi. Incluso podríamos decir que es esta característica una de las más importantes en la ideología de Wagner, y misma que, lógicamente, estaría llevada a su cúspide en la creación y concepción estética y técnica de Parsifal.

En el bühnenweihfestpiel, el drama de la compasión, acontecen y aparecen distintivas formas de expresión: se conjuga un schopenhauerianismo, quizá un tanto mal leído, una visión fascinada y romantizada, de lo medieval, la sacralización romántica del arte, la visión orientalista, que no era, según los críticos, más que una alucinación occidental. Todas estas tendencias idealistas y estéticas en Parsifal fueron cambiando desde sus orígenes, y a lo largo de la historia europea, hasta su cristalización en el drama del Grial. Quien mejor entendió, re-consideró, re-pensó este fenómeno –o producto híbrido, diría Adorno- fue Wagner, en su faceta de compositor y filósofo, como él mismo se tenía. Wagner advirtió en su estreno que la “obra del futuro” encerraría la paradoja de ser “…un arte nuevo que sonaba, no obstante, muy antiguo”. [xxxiii]

Con toda la devoción y admiración que profesaba Wagner al “liberador de la música”, a aquél que la había sacado del “(…) cautiverio y le había dado la valentía de ser ella misma” [xxxiv] habiendo leído a Arthur Schopenhauer, y varias veces El mundo como voluntad y representación, el compositor no optó por escribir sinfonías o música de cámara [xxxv] sino que, por el contrario, engendra ese producto, criatura híbrida, en términos adornianos: el drama musical que derivaría en la resolución y el amplio, desconocido e interesante misterio de la leyenda del Grial.

De este modo, como hemos ido observando y reflexionando, Wagner –y todo el complejo contexto de los Festivales de Bayreuth- se aleja casi totalmente de las ideas tanto de Nietzsche como de Schopenhauer, dando a la música una representación teatral, secundaria, convertida en drama, que más adelante se entenderá como lo radicalmente opuesto a la tragedia, adaptándola a una especie de festividad –falsa, según Nietzsche- en la que se pretendía configurar al público en comunidad. Viéndolo de esta manera, y a través de la filosofía de Nietzsche, ante esta idea de comunidad, estaríamos más cerca de la misa (y de toda la liturgia cristiana) que de la expresión musical o de la voluntad.

El Festival de Bayreuth, y el proyecto wagneriano de la modernidad re- configurada, como los que después surgieron a partir de éste, trataba de provocar una experiencia muy parecida a la que he citado líneas más arriba: la de consolidar al público en un espíritu nacional, es decir, constituirlo en una comunidad. Sin embargo, Bayreuth aporta un elemento nuevo a la idea del festpiel: la calidad de la ejecución escénica y musical, en la cual era imprescindible un nivel artístico elevadísimo. No se trata ya simplemente de un convencernos ideológicamente, sino también, técnicamente. ¿Dónde queda, estrictamente, la parte musical? Ésta se convirtió después en la base de la experiencia estética de la Alemania post- romántica, y un pilar del pensamiento de la Segunda Escuela de Viena [xxxvi] la perfección artística no era ya un simple reclamo, una búsqueda intuitiva, sino, como acabaría ocurriendo en Europa en los años venideros, el presupuesto de la experiencia de la comunidad, por tanto, del ritual cristiano impregnando la sociedad de aquellos días.

 

Referencias bibliográficas

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Notas

[i] Vid., Bryan Magee, Wagner y la filosofía, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2011.

[ii] Richard Wagner, Mi vida: Autobiografía, Turner, Madrid, 1989, p. 72.

[iii] Enrique Gavilán, Entre la historia y el mito. El tiempo en Wagner, Akal, Madrid, 2013, p. 49.

[iv] Se conoce este festival por las siglas BWFS, que se refieren a los vocablos en alemán Bühnen, Weih, Fest, Spiel.

[v] Hans Küng, Música y religión, Trotta, Madrid, 2008, p. 89.

[vi] Hans Küng, Op. Cit., p. 98.

[vii] Pierre Boulez, Puntos de referencia, Gedisa, Barcelona, 1984.

[viii] Peter Wapnewski, Tristan, der Held Richard Wagners, Berlín, Verlag, 2001, p. 187.

[ix] Hans Küng, Op. Cit., p. 98.

[x] Cfr., Hans Küng, Op. Cit., p. 86.

[xi] Walter Benjamin, Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit, Gesammelte Schriffen, Vols. 1, 2. Suhrkamp, Frankfurt, 1991, p. 506.

[xii] Hans Küng, Op. Cit., p. 69.

[xiii] Friedrich Nietzsche, El Nacimiento de la tragedia, Gredos, Madrid, 2014, p. 84.

[xiv] Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía, Anagrama, Barcelona, 1986, p. 29.

[xv] Friedrich Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos, Gredos, Madrid, 2010, pp. 519 y 520.

[xvi] Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder, Edaf, Madrid, 2000, sección 1034, p. 664.

[xvii] Ibidem.

[xviii] Friedrich Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos…, pp. 519 y 520.

[xix] Las tragedias que corresponden a Eurípides, Nietzsche las verá después como un declive de la tragedia misma.

[xx] La traducción literal más exacta es “festival musical sacro”.

[xxi] Bryan Magee, Op. Cit., p. 95.

[xxii] Gary Tomlinson, Op. Cit., p. 183. Véase Robin Holloway, “Experiencing Music and Imagery in Parsifal”, en Guía de la English National Opera, 34, Calder, Londres, 1986.

[xxiii] Cfr., Gary Tomlinson, Op. Cit., p. 184.

[xxiv] Vid., John Daverio, Nineteen-Century Music and the German Romantic Ideology, Schirmer, Nueva York, 1983.

[xxv] Bryan Magee, Op. Cit., p. 97.

[xxvi] El musicólogo Enrique Gavilán opina que no es al budismo tradicional al que hace referencia Parsifal, sino al singular budismo wagneriano. Vid., Enrique Gavilán, Op. Cit.

[xxvii] H. Kesting (Edt.), Franz Liszt-Richard Wagner Briefwechsel, Insel, Frankfurt, 1988, pp. 430 y  431.

[xxviii]  Ernst     Bloch,   “Paradoxa    und   Pastorale   bei   Wagner”,    en  Literarische   Aufsätze (Gesamtausgabe), Vol. 9, Suhrkamp, Frankfurt, 1977, p. 3141.

[xxix] Enrique Gavilán, Op. Cit., p. 181.

[xxx] Hans Mayer, Richard Wagner. Mitwelt un Nachwelt, Belser, Stuttgart, 1978, p. 246.

[xxxi] Un espectáculo muy simple desde el punto de vista artístico, pero con extraordinaria proyección nacional y popular, sin estar vinculado en lo más mínimo con el nacionalsocialismo.

[xxxii] Según Enrique Gavilán, el festpiel realizaría la esencia de la fiesta como plasmación de los valores esenciales de una cultura en la ceremonia que hace posible la co-presencia corporal de espectadores e intérpretes.

[xxxiii] “Es klang so alt, und war doch so neu”, comenta el personaje Hans Sachs (el Wagner posrevolucionario) sobre la canción de Stolzing (el Wagner revolucionario).

[xxxiv] Así se refería Thomas Mann a Arthur Schopenhauer. Thomas Mann, Ensayos de tres décadas, First American Edition, Nueva York, 1947, p. 330.

[xxxv] Arthur Schopenhauer creía en una metafísica que situaba a la música como única expresión directa de la voluntad, y relegaba el teatro –y la ópera- a la categoría de forma derivada y perturbadora.

[xxxvi] Se considera que la “Segunda Escuela de Viena” es la conformada por Arnold Schönberg, Alban Berg y Anton Webern.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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