Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Espinosa Proa, Sergio, Guzmán Robledo, Guillermo Nelson, Villegas Mariscal, Leobardo. (2018). Dos antihegelianos: Stirner y Kierkegaard. Revista Digital FILHA. [en línea]. Diciembre. Número 19. Publicación bianual. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.
Sergio Espinosa Proa es licenciado en Antropología Social (ENAH, 1977) y doctor en Filosofía (Universidad Complutense de Madrid, 1997). Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas desde septiembre de 1981. Fundó para ella la Especialidad en Docencia Superior (1984) y la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas (1990). Ha publicado una veintena de libros de los que pueden mencionarse: La fuga de lo inmediato. La idea de lo sagrado en el fin de la modernidad (Madrid, 1999), El fin de la naturaleza. Estudios sobre Hegel (México, 2004) entre otros. Recibió el Premio Nacional de Ensayo “Abigael Bohórquez” (2006) y el Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI/UAS/ColSin (2015). Es miembro del Cuerpo Académico “Estudios de filosofía, antropología y estética” de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Contacto: sproa52@hotmail.com
Guillermo Nelson Guzmán Robledo es Doctor en Filosofía por la UNAM. Ensayista, miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Autor del libro Los caminos del Extravío, La Part Maudite de Georges Bataille, publicado en París en el 2015, así como la edición de los Escritos sobre Hegel de Georges Bataille en la editorial española Arena libros. Es profesor de literatura y de filosofía en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Contacto: nelsongr7@hotmail.com
Leobardo Villegas Mariscal. Licenciatura y Maestría en Filosofía, Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ). Maestría y Doctorado en “Historia de América Latina: Mundos Indígenas”, Universidad Pablo de Olavide, Sevilla (España). Diploma de Estudios Avanzados (DEA), Programa de Doctorado “Historia, Filosofía y Pensamiento”, Universidad de Zaragoza (España). Docente-investigador en la Unidad Académica de Filosofía, UAZ.
Resumen: El artículo aborda por el lado de Max Stirner y Sören Kierkegaard el anti-hegelianismo. El primero afirmando la unicidad incoercible y el segundo dando origen al existencialismo con la celebración (trágica) del carácter finito e insustituible del individuo. Se halla dividido en seis partes; las dos primeras, siguiendo de cerca la exposición de Wanda Bannour, tratan de la insurrección de Stirner; la tercera es una transición a Kierkegaard, complementada en la quinta y sexta partes. La cuarta es una sinopsis de G. W. F. Hegel para recordar en qué concretamente se le oponen el alemán y el danés. Stirner es nihilista por exceso y Kierkegaard propone una concepción radicalmente distinta del cristianismo.
Palabras clave: Hegel, Stirner, Kierkegaard.
Abstract: The article deals with anti-Hegelianism on the side of Max Stirner and Sören Kierkegaard. The first affirming the unbreakable oneness and the second giving rise to existentialism with the (tragic) celebration of the finite and irreplaceable character of the individual. It is divided into six parts; the first two, closely following Wanda Bannour's exhibition, deal with the Stirner insurrection; the third is a transition to Kierkegaard, complemented in the fifth and sixth parts. The fourth is a synopsis of G. W. F. Hegel to remember in what concretely the German and the Danish are opposed to him. Stirner is nihilistic by excess and Kierkegaard proposes a radically different conception of Christianity.
Keywords: Hegel, Stirner, Kierkegaard.
Si Descartes funda todo en el yo-pienso, Kant lo hará en la razón finita, Fichte en el Yo absoluto y Hegel en el Espíritu; quizá Schelling tema menos a la noche donde según dicen todos los gatos son pardos. Ahora, que sean abstracciones no es el único problema; su concreción resulta, si no maligna, al menos imperiosa y contraproducente. Producirán, al pronto, su figura adversa: el yo vacío, el ser-nada, la physis desnudada por sus pretendientes. De Descartes a Hegel, origen y meta se confunden en la idea de Dios: un ser pleno, pletórico y plenipotenciario. Que sea, como en Kant, un postulado de la razón, no quita que también sea una acongojante petición de principio: una hipoteca. ¿Puede seguir fungiendo como soporte, como motor, como eje? Tal vez, pero de modo cada vez más forzado. Max Stirner (1806-1856) toma rápidamente posición: "He fundado mi causa en nada" [i]. Pero una nada concreta: es decir, yo. Lo (único) real es mi unicidad, mi existencia como cero absoluto. Nada que ver con el yo-pienso cartesiano, y menos aún con el yo-absoluto fichteano; es el yo-que-sólo-se-tiene-a-sí-mismo. Pero que se tiene como nada, como el espacio y el tiempo de lo inapropiable: ¡extraño modo de tenerse! Dios es la negación absoluta de este Einzige (Único) que es no el fundamento, sino el todo lo que en verdad hay. El resto es mentira; el resto lo vampiriza y debilita. Stirner radicaliza a Feuerbach, que ha radicalizado a Kant, quien ha radicado toda metafísica en una antropología. Con la diferencia de que el Único no conoce ni admite coartadas. El yo de Stirner es literalmente demoníaco: a saber, insurreccional. El Único es contrario: ningún fantasma –nada de Geist– tiene el menor derecho sobre mí. Todo es al revés: soy yo quien tiene –de hecho– derecho a todo. Pero entiéndase: yo soy (es) nada: sin nombre, sin currículo, sin credenciales, sin discurso, sin pensamiento, sin triunfos ni trofeos. Yo, es decir: ningún sujeto, sólo este cuerpo que sueña, se alimenta y danza y que en algún instante colapsará. No estoy contra el mundo; él conspira contra mí. Lo ético es obedecerme a mí mismo sin dobleces, sin cálculo, sin hipocresía. El yo-pienso es un cuerpo en pena, un castrati; el espíritu, la sublimada y de todas formas violenta negación de mi ser. La lucidez es anárquica; la trascendencia, ya lo vemos, vampírica. ¿Qué es, pues, lo que hay? Cuerpos soberanos expropiados por espectros: a saber, mitologías, trasmundos, esencias, dioses, ídolos, leyes, Estados, policías, industrias, burocracias, ideas y valores inoculados por déspotas, miserias programadas... El Único sabe una sola cosa: resistir. Es un arrecife: "Contra mí, el innombrable, se hace añicos el reino de los pensamientos, del pensar y del espíritu" [ii]. En absoluto es una defensa de la maldad: todo lo contrario, pues lo que un individuo es, no puede ser malo: su poder coincide con su bondad. El Único es implacable y sacrílego: defiende la lucidez frente a cualquier forma de sumisión. Sin Stirner, dice Wanda Bannour, "Nietzsche no habría forjado en un acero tan puro el martillo de su filosofía" [iii]. El Único es, como lo vio Nietzsche, una fuerza incandescente y generosa, una potencia insobornable porque se descubre permanentemente en guardia contra la moral. El Único está vacunado contra la pedantería y contra la cobardía; rechaza la metafísica como se rechaza una pésima obra de teatro. ¿Se huye de lo ya pensado por la vía del pensamiento? ¿Cómo evitar que la palabra imponga su régimen? "Sólo el no pensar salva del pensamiento". Se alcanza aquí un extremo, una imposibilidad: un punto de no retorno. El grito de rebeldía es la palabra poética, y en su umbral nos deja la revuelta de Stirner, que es para la historia de la filosofía un retoño de Calicles: la afirmación inocente de la existencia como pasión –y la suspicacia ante la razón y su astucia. El Único afirma su realidad sin definirla y sobre todo sin justificarla: es la afirmación de lo real en su dimensión corpórea, material, física, vulnerable, gozosa y finita. ¿Indecente?
Stirner es nihilista por exceso de fuerza; es un Schopenhauer triunfante, u optimista, si cabe el epíteto. La energía del Único es la Voluntad, pero acogida alegremente, ejercida sin complejos, potenciada sin cálculo y sin temor a las consecuencias, así sean previsiblemente funestas. La fuerza del yo yace en su fondo, en un ente análogo al Id freudiano. ¿Nihilismo positivo? En todo caso, no reactivo: violencia afirmativa versus violencia negativa, violencia natural versus violencia moral; la frescura de la physis frente a la malicia meta-física. Nada de sacrificios: el sentido de la existencia cabe íntegramente en su afirmación. Nada de promesas, nada de amenazas: el Único se realiza en cada instante vivido. "Sostiene Stirner un combate encarnizado contra la Idea" [iv], insiste Bannour. ¿Cómo es posible esto? ¿El resultado sigue siendo filosofía? ¿La lucidez entra al relevo? En cierto nivel, es un asunto político: la estrategia de la razón mostrando sus impasses. La dificultad estriba en imaginar otra estrategia, como la del cuerpo o la carne, la sensualidad o la transgresión, que eluda sus astucias. Para nuestra sorpresa y consternación, Hegel parecería haberlas previsto todas. Stirner es en esto muy sagaz (y tanto Kierkegaard como Nietzsche habrán aprendido la lección): la lógica del Espíritu no podrá ser vencida en su terreno. No puede ser destruida. Tampoco, desde luego, basta con denunciarla, o criticarla. ¿Obviarla? ¿Revertirla? Tal vez se trate no de cambiar de estrategia sino de despedirse de todas: desmantelar todo régimen basado en la represión o en la sublimación de los instintos, en su racionalización, en su urbanización y acicalamiento: en su idealización. Lo que anuncia Stirner, adelantándose a Marx, e incluso a Marcuse y a Bloch, es una utopía realizable: el fin de la sociedad sacrificial y el advenimiento de un mundo jubilatorio. Al agente de esta revolución –de esta rebelión, mejor– le sigue llamando "yo", aunque ya se sabe qué clase de luciferino sujeto de atar sería necesario para lograr objetivo semejante. Es un sujeto desprovisto de ideología, una especie de fulminante. El Único no piensa y ni siquiera, en rigor, actúa: simplemente detona. Nos queda claro que es tan seductor como ineficaz: la gente sigue a su líder, que de único no tiene un pelo. El público o bien aplaude o bien abuchea; es pólvora húmeda, reducida a opinión. ¿En qué se equivocaron –en qué se siguen equivocando– los hegelianos de izquierda? En que no supieron o no quisieron saber cómo desembarazarse del Espíritu. Seguramente debido a que quieren –aún ahora– tener un impacto masivo: el individuo es demasiado poca cosa para confiarle algo tan importante como la transformación del mundo. Ergo, Stirner es nihilista por pequeño-burgués: lo marca o inhibe un egoísmo reaccionario, una rebeldía de cortísimo alcance. Un exaltado más; lo mejor será olvidarlo (cosa que realmente se hizo). El sistema digestivo de Hegel es inaudito; el nihilismo será una de sus necesarias, aunque finalmente deleznables excreciones. La cuestión es que el Único –lo que de ello hay en cada uno– no se disuelve ni se acaba de ir por el caño: su ser consiste en permanecer expuesto al asedio de un infinito ejército de fantoches. Dios, el Alma, el Mundo... El Estado, el Yo, la Naturaleza... El dinero, la gloria, la salvación... La Humanidad, el Destino, el Futuro... El Único no quiere saber nada de esos dispositivos de captura. Sólo se quiere a sí mismo, sólo se obedece a sí mismo, sólo es fiel a su –insoportable, insufrible– unicidad, a su concreción, a su singularidad, a su desvalimiento: a su nihilidad. El Único no es el sujeto moderno –tampoco el antiguo–; es su incandescencia, un fulgor que, sin expresamente proponérselo, puede pese a todo contagiar a un tercero; pero esto es accesorio. El Único es el poder de resistir el embrujo, el fetichismo de la abstracción. Lo cual significa que siempre –para la concepción política de la filosofía– dejará mucho o bastante que desear. No se puede hacer gran cosa con él. Es su peculiar riqueza, y también su sacralidad.
Stirner no piensa, como sí ocurre con Marx y tantos más, a la sombra del Espíritu Absoluto dibujado por Hegel; piensa esencialmente desde aquello que ese ente –tan poderoso cuanto ilusorio– ha expelido de sí, ha segregado y excluido. Con Schopenhauer, con Kierkegaard, con Maitländer y con Nietzsche, Stirner hace sitio a lo forcluido por el Sistema de la Razón, extrayendo de ahí su mayor y más límpido impulso. ¿Qué ha forcluido el Espíritu (la Idea) si no el cuerpo (la materia)? Peor: ¿ha logrado hacerlo? Después de Hegel, e incluso mientras vivió, el pensamiento crítico se ha ocupado justo de lo inasimilable, de todo lo que su Sistema y su Lógica se muestran incapaces de metabolizar. Si el Único es el escalpelo de Stirner, el Existente será la fortaleza de Kierkegaard. ¿Qué estatuto tienen uno y otro? ¿Son conceptos, o meras metáforas que se rompen al menor contacto con la aspereza de lo real? ¿Son conceptos desgarrados? ¿Dramatizan, como diría Lukács, la destrucción de la razón? Preguntas punzantes que vuelven una y otra vez. El Único de Stirner es afín al Existente de Kierkegaard en muchos aspectos, el principal de los cuales sería un visceral rechazo a las abstracciones; la Lógica del Espíritu de Hegel no podría ser superada en este respecto. El problema es que ni Stirner ni Kierkegaard pueden oponerse a esa abstracción a pedradas o con el silencio de los místicos: están compelidos a escribir, no tienen más remedio que recurrir al pensamiento discursivo. Es relativamente trivial que se presenten a sí mismos como no-filósofos. Su escritura posee al cabo un aroma mixto y no poco alrevesado: dan con una mano lo que quitan con la otra. Fuera de la Ortodoxia del Sistema, ¿sobrevive la Paradoxia del fragmento? ¿Pensar se reduce a provocar? Sin llegar a en verdad destruir la razón, esta escritura, plantándole un espejo en burbuja, exhibe sus límites, su extrañeza, su bajeza, su ligereza, sus pasiones secretas. Quizá no pueda hacerse más. Sören Kierkegaard (1813-1855), un poco menor que Stirner y unos años mayor que Marx, combatirá a las abstracciones –las fantasmagorías o fantasmas de Stirner– con las armas de la fe, o, mejor, con las potencias (e impotencias) de la experiencia religiosa. Aquí brota una diferencia básica: la fuerza del Único radica en su poder de apropiación del mundo, pero el Existente no se "realiza" en ese gesto: ajeno al mundo, su anhelo –antes religioso que teo-lógico o político– es anularlo. El Único se ocupa exclusivamente de aquello sobre lo cual tiene o puede tener un control efectivo; el Existente es lo inapropiable en cuanto tal. Con ninguno se puede hacer algo de provecho. No, se entiende, para una comunidad. Si para Stirner el enemigo es el socialismo, para Kierkegaard lo será la cristiandad, cosa que sólo en apariencia es paradójica. El Único no es el individuo burgués, y el Existente no es el fiel de alguna Ecclesia: en cada caso se mienta lo irreductible a cualquiera fijación identitaria. Kierkegaard no es ni realmente rebelde ni por asomo ateo; es romántico, y su religiosidad difiere del confort gregario: por eso lleva a uno y otra a su extremo. El cristianismo –la existencia y la pasión de Cristo– nada tiene que ver con la cristiandad realmente existente (así como la filosofía –la sabiduría socrática– nada guarda en común con la especulación hegeliana). Dice Kierkegaard: "Podría parecer exacto decir que hay algo que se niega al pensamiento: la existencia. Pero la dificultad reaparece: la existencia vuelve a establecer la conexión, por el hecho de que el sujeto pensante existe" [v]. Pensar la existencia es difícil: media entre ambos la distancia infinita entre lo cerrado y lo abierto. Ahora bien, la existencia consiste en afrontar la discontinuidad, el salto, la ruptura, la decisión... y el error. Si el sistema tranquiliza, la existencia es puro desasosiego, una angustia que la especulación apenas roza. La construcción teológica es una infección filosófica de la religión: y lo decisivo es considerar a Cristo como un prójimo con quien hablar sin simulacros ni tapujos.
¿Hace falta dinamitar a Hegel? ¿No mueve más bien a la compasión? A la vista de lo actual, ¡buena falta que hace un pensamiento acaso nunca demasiado seguro de su poder! La filosofía contrajo el virus existencialista y es comprensible; fue hasta sano. Lo cierto, por más que duela, es que ni el sistema ni el fragmento, ni la razón ni la pasión, ni el logos ni sus desperdicios han podido hacerse de, o quedarse con, la última palabra. Al menos en lo que concierne al mundo; cada uno de nosotros naufraga sin pena ni gloria. Ante el empuje de la tecnociencia, la filosofía sufre casi peor que en sus conventuales tiempos oscuros. Sólo nos ha heredado cierto estoicismo (salpicado de, o condimentado con, cinismo). Después de Hegel, todo es o bien aforismo o bien aporía: chisporroteos póstumos. La tragedia es que el Existente habla, escribe, piensa. No se contenta con meramente vivir (como si vivir fuera sólo sufrir/gozar/olvidar en lo aleatorio). Kierkegaard, sin remedio, escribe. Peor aún: ¡se confiesa en público! Después de Hegel, quijotismos, robinsonadas, con suerte dadaísmos, bufonadas al por mayor. "Es el temor a la locura lo que hace que nos lancemos al sistema y que nos dejemos absorber por la fascinación del todo. Nadie quiere ser un existente individual" [vi]. Nunca aprendimos a guardar silencio, esa es la desgracia. Nunca nadie supo callarle la boca a Platón. Stirner y Kierkegaard tienen razón, pero no pueden hacerla valer si no es en privado, si no es en la ineficacia de lo íntimo; quizá nunca aspiraron a otra cosa. Uno los ve en la lejanía, acaso próximos, pero siempre en la otra orilla. Sólo que si decidimos no ser músicos o poetas la suerte está echada: escribir (pensar) nos condena a la autofagia. A Hegel no se le niega en vano. Kierkegaard paga gustoso su cuota y se lanza al via-crucis: la inocencia erótica cede su lugar a la ironía ética, ésta al humor y éste a la contemplación. "La ética es el descanso del pensamiento" [vii], glosa la Bannour. Tal vez, pero ¿quién aguanta ese peso descomunal de ser un ciudadano o un héroe? "La ética es la cuna de lo trágico", insiste. Ambos escritores se muestran insobornables, y no hemos dicho prácticamente nada de Nietzsche. Soy un niño que se hace adulto por fuerza y vuelve a la infancia por una fuerza aún mayor: ser adulto es horripilante. En Kierkegaard, el impulso religioso es lo más absurdo y loco del universo –Abraham sacrificando a su primogénito, a lo más amado–, pero no deja de ser una señal de salud. La vida es cualquier cosa menos lógica. Seguro, pero entonces ¿a qué llevarla al libro? ¿Sólo a fin de incrementar la desesperación? ¿Será pura voluptuosidad? Cedamos la palabra a la Bannour: "Palabra musical, poética, toda ella de matices fugitivos; voluptuosidad de la inteligencia, en la que la tentación de la carne se transmite al espíritu, transmutando en retórica a saltos la aceleración y la desaceleración vertiginosas del orgasmo" [viii]. Una apreciación preciosa: no es un ¡goza tu síntoma! lacaniano o hegeliano, pero sí un ¡vive tu pensamiento! nietzscheano o montaigneano. Sea como fuere, en Stirner y en Kierkegaard muere una historia del pensamiento, la historia del protagonismo de la razón. Muere Dios, qué duda cabe. Pero no se termina de ver claro qué nace en su lugar o en su descuido. ¿Muñones, larvas del superhombre? ¿Figuras de la conciencia jubilosa? Todos los pensadores están muy enojados con Hegel, pero no pueden evitar su peregrinación a Tierra Santa. En el siglo XIX pasó prácticamente todo. Hay inclusive un hegelianismo nihilista e impulsivo como el de Bakunin, que –literalmente– compartió barricada con Wagner. Qué tiempos aquellos: todo estaba o parecía estar a la vuelta de la esquina. ¿Es el deseo un postulado de la razón, o ésta uno de sus tumores malignos? Hegel ha muerto –de cólera–, ¿quién o qué completará la hermosa misión? ¿Hace falta más pensamiento, más elaboración conceptual? ¿Qué cosa se nos ha pasado desapercibida? Ni Stirner ni Kierkegaard dan señales de atisbar otro horizonte: son modernos hasta la pared de enfrente.
¿Qué es, desde Kierkegaard, “lo estético”? No es solamente lo inmediato, porque también nos toparemos con la reflexión de lo inmediato; pero en uno y otra la meta es la misma: el goce, el máximo de goce. ¿De qué gozamos en primera instancia si no de la belleza, de la belleza física, que en la sexualidad alcanza su intensidad máxima? En ese goce no hay conciencia alguna del tiempo; pero éste terminará en todos los casos imponiéndose. Cuando la conciencia del tiempo se filtra en las cámaras del goce, éste no necesariamente desaparece: cambia de sentido. El goce consiste en diseñar los preparativos del goce, sus condiciones, su escenografía, sus preámbulos: es la idea del goce, su representación, su anticipación —racional— lo que proporciona un goce mayor que el goce (de lo) inmediato; por su reflexión, gracias a ella, el instante del goce se dilata, se ensancha, se abomba; se torna no meramente delicioso, sino además interesante. El placer reflexivo nace de una mediación, de una distancia interpuesta, de un —angustioso, maravilloso— aplazamiento; con todo y contra todo, el instante pasa. J. P. Carse sugiere en Muerte y existencia que la estética de lo inmediato no “vive” el momento, sino que lo olvida, mientras que la estética de la reflexión vive hacia el instante; el goce radica en prolongar indefinida e infinitamente la presencia del goce (o de la satisfacción). En la esfera estética, determinada por la persecución del goce, llega, con la reflexión, el momento en que el goce anida en la persecución del goce, pues el instante es desesperadamente efímero; consternantemente mortal. En la esfera estética, el existente “es fundamentalmente incapaz de morir"; y esta incapacidad —no el estar a expensas de la muerte— es, para Kierkegaard, la cifra máxima de la desdicha. En la esfera estética el presente —en vistas al goce— ha sido suprimido y, con él, la posibilidad misma de existir, cuya esencia, no hay que olvidarlo, es mantenerse en el balcón que se abre a la muerte, al dejar-de-ser:
En cierto sentido de la palabra, no puede morir, porque no ha vivido realmente; en otro sentido no puede vivir, porque ya está muerto. No puede amar, pues el amor se da en el presente, y él no tiene presente, ni futuro, ni pasado… No tiene tiempo para nada, no porque su tiempo esté empeñado en algo más, sino porque no tiene tiempo en absoluto. Es impotente, no porque no tenga energía, sino porque su propia energía lo hace impotente” [ix].
El aplazamiento perpetuo deja al existente sin esperanza alguna; la esfera estética, en busca permanente del goce, cae sin remedio en el dominio de la desesperación. Hay en todo esto, notémoslo, una crítica violentísima al talante romántico; el existente que vive para el goce ni quiere ni puede ser lo que en realidad es: a saber, un ser mortal, un ser finito, un ser-en-el-tiempo. No es cuestión de desear la muerte, sino de asumir que la mortalidad es esencial a la existencia, y que hacerse el occiso olvidándola es lo más terrible que podría acaecerle al individuo: es, precisamente, la enfermedad mortal. Se está muerto por no saber morir; ecos socráticos más que paulinos son los que aquí resuenan.
“Todo se alcanza calladamente y se diviniza con el silencio”. ¿Puede considerarse o, más bien, defenderse, que el pensamiento de Sören Kierkegaard es menos absurdo o desesperado que trágico? ¿Cómo y, acaso más importante, para qué? En primer lugar, lo trágico no es necesariamente triste. En el último fragmento (#90) de Diapsálmata [ x], el sujeto, transportado al “séptimo cielo”, pide a los dioses, entre todos los regalos posibles, que se le ofrecen “por especial gracia”, tener siempre la risa de su parte; los dioses, con entera propiedad, prorrumpen en carcajadas. El sujeto —atento a la finura de la respuesta—, da por hecho que le ha sido concedido ese favor. Tener siempre —en cualquier circunstancia— la risa de nuestra parte, ¿no es, como también sabe Nietzsche, la esencia de lo trágico? En segundo lugar, lo trágico es una clase de repetición (una segunda petición); la felicidad consiste en desearla, no en poseerla. En otras palabras, todo es nostalgia, nostalgia de lo que es y nostalgia de la nostalgia misma. Porque el dolor no es nada ante lo cual las cosas pierdan su significado; al contrario, la pena que el sujeto experimenta como si fuera un tesoro es un “castillo feudal” situado en una cumbre; sólo desde el dolor es posible elegir correctamente en lo real. La alegría no existe sin ese dolor —alto y fértil dolor— que preside nuestras elecciones. En tercer lugar, trágica es la redención por la música: los sonidos no erradican la pena, pero si la alejan del sujeto. Kierkegaard traza un paralelo entre la risa, el llanto… y la música. Tres modos privilegiados de no-lenguaje. Esta como renuncia a lo decible en honor a lo posible se alinea también en el argumento; “el goce decepciona, pero la posibilidad no”. Que sea posible, no actual, es aquello que produce el goce, la embriaguez del instante vivido —y recordado. La dicha está en la repetición del instante, pero no sabemos aún qué es, con exactitud, esa repetición (ni lo que contiene ese instante). Hay que acudir a las páginas de La repetición para percatarse. Hay repetición en la exacta medida en que el goce fracasa. Lo inmediato es la pérdida. Pero el instante retorna a pesar y en virtud de esta pérdida; la repetición procede del hundimiento de lo estético —de la exigencia del goce de lo inmediato— en las turbulencias del tiempo. La dimensión estética se sumerge en ellas, y, aun así, el instante de la decisión retorna, insiste, se repite. Lo cual es, me parece, y sólo desde un singular punto de vista, bastante trágico: trágico porque ni Platón —metafísica de la Reminiscencia— ni Hegel —metafísica de la Aufhebung— son capaces de comprender qué es aquello que retorna. La repetición es el desajuste perpetuo de lo finito y lo infinito, de lo temporal y lo eterno; y este desajuste es, para Kierkegaard tanto como para Nietzsche, lo propiamente trágico. Desde luego, hay diferencias; pero del hecho de que el eterno retorno nietzscheano y la repetición kierkegaardiana sean impensables por la metafísica platónico-hegeliana se deduce o trasluce un parentesco de fondo. Para el danés, lo trágico se produce en la imposibilidad de mantenerse permanentemente en una dimensión estética: porque, además, lo estético bloquea, según él, la floración de lo posible. Lo cual es paradójico, pues, en su concepción, el sujeto estético —el seductor— se complace en el paso de una posibilidad a otra; el goce se halla en la imposibilidad de realizar el goce. El salto a lo ético vendrá determinado por la demanda de realización de lo posible. Y a la pregunta sobre el origen de esta demanda no podrá invocarse otra cosa que la interiorización más o menos eficaz de un poder trascendente. Ahora bien, este poder trascendente —Dios— no es lo primero ni lo último; de ahí la necesidad del devenir religioso, que no es la sujeción —alborozada o aterrada— al poder de Dios, sino la eternización del instante. Eternización que sólo es alcanzada en la soledad absoluta, en el sufrimiento extremo; tal es la (absurda, contradictoria) posición de Abraham. El sujeto estético sólo existe, propiamente, en el instante del goce; el sujeto religioso es aquel que ha logrado fundir el instante en el crisol de lo eterno: ha alcanzado la beatitud. Nada lo que se dice muy democrático. Primero nos liberamos de nosotros mismos en un lance estético, enseguida nos atamos a la ley y finalmente nos libramos de ésta en un lance religioso. El sentido nunca es trascendente; es un paso en el devenir-sujeto. ¿No es esto trágico? En un sentido, insistamos, lo es; en un sentido nietzscheano. La lógica del eterno retorno es la eliminación, el borramiento de lo trascendente; la decisión a la que conduce ficción semejante es a la afirmación o al repudio de la inmanencia.
Carse, James P. Muerte y existencia, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.
Bannour, Wanda, “Max Stirner” en François Châtelet, Historia de la filosofía III, Madrid, Editorial Espasa-Calpe, 1984.
Kierkegaard, Sören, Postscriptum no científico y definitivo a migajas filosóficas, trad. N. Bravo Jordan. México, Universidad Iberoamericana, 2009.
Diapsálmata. Ad se ipsum, Madrid, Gredos, 2010.
Stirner, Max, El Único y su propiedad. México, Editorial Sexto Piso, 2003.
[i] Primer verso del poema de Goethe Vanitas! Vanitatum Vanitas!, utilizado como divisa general por Max Stirner.
[ii] M. Stirner, El Único y su propiedad, México, Editorial Sexto Piso, 2003, p. 153.
[iii] W. Bannour, “Max Stirner” en François Châtelet, Historia de la filosofía III, Madrid, Editorial Espasa-Calpe, 1984, p. 255.
[iv] Ibid, p. 258.
[v] S. Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a migajas filosóficas, trad. N. Bravo Jordan, México, Universidad Iberoamericana, 2009, p. 78.
[vi] Wanda Bannour, “Kierkegaard”, op. cit., p. 267.
[vii] Ibid, p. 269.
[viii] Ibid., p. 270.
[ix] J. P. Carse, Muerte y existencia, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 468.
[x] Cfr. S. Kierkegaard, Diapsálmata. Ad se ipsum, Madrid, Gredos, 2010, p. 37.