Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Pesci, Ernesto y Alba, Salvador. (2018). La experiencia audiovisionaria II. Revista Digital FILHA. [en línea]. Julio. Número 18. Publicación bianual. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.
Ernesto Pesci Gaytán es egresado de la maestría en filosofía e historia de las ideas de la Universidad Autónoma de Zacatecas es docente investigador de la Unidad Académica de Docencia Superior de la Universidad Autónoma de Zacatecas, fue director de la mencionada Unidad, fue ganador del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico de Zacatecas PECDAZ, es autor del libro: El Multivium de lo Virtual. Contacto: ernesto.pesci@gmail.com
Salvador Alba Cardona es licenciado en derecho por la Universidad Autónoma de Zacatecas y maestro en investigaciones humanísticas y educativas por la misma universidad. Ha sido profesor de preparatoria en el colegio de bachilleres del estado de Zacatecas. Actualmente es abogado postulante, pero se interesa por el cine y el análisis cinematográfico. Contacto: chavaquintero7@hotmail.com
Resumen: El presente ensayo se propone reconocer la dimensión mítica, poética y “espiritual” del arte cinematográfico a través de lo que los autores denominan La Experiencia Audiovisionaria entendida como la capacidad que tiene el cine para conjugar ojo, oído, cerebro y espíritu en un espacio mental de lo poético, equivalentes a los modelos mentales que se proponen para explicar las epistemologías a través de las cuales puede ser comprendido el poder de la imagen.
Palabras clave: modelo mental mitológico, modelo mental aurático, imagen, cine, epistemología.
Abstract: The present essay shows the mythical, poetic and "spiritual" dimension of cinematographic art through, what the authors call: the Audiovisionary Experience, understood as the ability of cinema to combine eye, ear, brain and spirit in a mental space of the poetic, equivalent to the mental models that are proposed to explain the epistemologies through which the power of the image can be understood.
Keywords: mythological mental model, auratic mental model, image, cinema, epistemology.
En “La experiencia audiovisionaria” (Pesci y Alba, 2017), primera parte de la exposición que hemos hecho acerca de la capacidad que tiene el Cine para conjugar ojo, oído, cerebro y espíritu en un espacio mental de lo poético, establecimos que estas capacidades humanas equivalen respectivamente a los modelos mentales “fenoménico”, “aurático”, “del cogito” y “mitológico” como componentes de una vivencia audiovisual plena. En esa oportunidad, propusimos estos patrones para explicar las epistemologías a través de las cuales puede ser comprendido el poder de la Imagen. Tratamos en ese texto dos de los modelos mentales, el “fenoménico” y del “cogito”, y afirmamos que en la experiencia audiovisionaria se sintetizan ambos en movimientos espirituales y nos muestran la posibilidad de su convivencia y armonía.
En este turno, seguiremos experimentando la diferenciación de los modelos, ahora del “aurático” y del “mitológico” en busca de la ideal completitud fenomenológica de lo audiovisual.
Para reiniciar debemos volver un poco al ojo como órgano corporal. Como medio de inscripción humana al ámbito del mito y la religión, el ojo no sólo cumple una función imaginaria, sino también una función de lo que en psicología se llama “representación”. Esta representación, que como ya vimos en Heidegger (1995, ver “La experiencia audiovisionaria” primera parte) significa el posicionamiento del hombre como subjectum y en Debray (1994), Merleau Ponty (2000) y Gubern (1987) relación fenoménica con el cuerpo antepredicativo del mundo, por ahora será una representación meramente psicológica, es decir, una imagen o un conjunto de imágenes que se aglomeran en nuestro cerebro, o específicamente en nuestro espacio mental, esto con el objetivo de comparar esta concepción de la representación con otra de carácter fenoménico. Por lo tanto, procedamos a darle voz a la posición psicológica de Gubern, que nos indica:
En sentido amplio, en psicología se llama representación al pensamiento no basado simplemente en las percepciones y los movimientos (que constituyen la esencia de la inteligencia sensorio-motriz), sino en un sistema de conceptos o esquemas mentales. Pero en sentido más estricto, se entiende por representación a la imagen mental o recuerdo-imagen, es decir, a la evocación simbólica de realidades ausentes. Esta segunda modalidad de representación constituye el prerrequisito para la reproducción física del modelo o símbolo evocado, reproducción que puede ser oral, gestual, escrita, gráfica, etcétera. (Gubern, 1987, pág. 18)
La concepción fenoménica de la representación no está de acuerdo en que la evocación o el recuerdo sean necesarios para la formación de imágenes, pues su idea de los fenómenos humanos se constriñe a un elemento cuya vastedad y amplitud no cabrían en la simple memoria o remembranza de lo experimentado por el hombre. Nos referimos, claro está, al cuerpo del mundo como materia que influye en todos los capas sensoriales del ser humano. Veamos de qué manera la concepción fenoménica de Merleau-Ponty nos lo explica:
La significación de lo percibido no es más que una constelación de imágenes que empiezan a reaparecer sin razón alguna. Las imágenes o sensaciones más simples son, en último análisis, todo cuanto cabe comprender en las palabras, los conceptos son una manera complicada de designarlas, y por ser las imágenes unas impresiones indecibles, comprender es una impostura o una ilusión, el conocimiento nunca apresa sus objetos, que se implican mutuamente, y la mente funciona como una máquina de calcular que ignora por qué sus resultados son verdaderos. (Merleau-Ponty, 2000, p. 37)
Merleau-Ponty conoce no sólo la diferencia entre significado y significante [i], sino que en una primera instancia ni siquiera se fía de las imágenes mentales, pues “la imagen funciona como una máquina de calcular que ignora por qué sus resultados son verdaderos”. La mente calcula, construye a través de su arquitectura representaciones que se basan en sensaciones punzantes y aisladas que circundan al sujeto, sin embargo “la sensación no admite más filosofía que el nominalismo, esto es, la reducción del sentido al contrasentido del parecido confuso o al sinsentido (nonsens) de la sensación por contigüidad” (Merleau-Ponty, 2000, p. 37). El lenguaje es la única manera de aprehender las sensaciones que luego darán paso a las representaciones, y esta circunstancia implica una distancia entre objeto y palabra que probablemente todavía no sepamos ponderar en su debida importancia, y que por lo mismo, ha sumergido a occidente en un verbocentrismo y logocentrismo que se niega a encontrar en el universo de la imagen a su contrapartida y complemento, a pesar de que el territorio ocupado por esta sea cada día más amplio y significativo y que, continuamente, nos devuelva a ese universo prístino del que muy pocas veces somos partícipes.
En el anterior sentido, dice Merleau-Ponty que “si nos limitamos a los fenómenos, la unidad de la cosa en la percepción no se construye por asociación, antes bien, condición de la asociación, precede a los datos confirmativos que la verifican y determinan; esta unidad de la cosa se precede a sí misma” (Merleau-Ponty, 2000, p. 39). La oposición, pues, entre la interpretación psicológica de la “representación” y la interpretación fenoménica de la misma consiste en que esta última le da una importancia esencial al mundo del que provienen las imágenes, y considera que el sólo dinamismo químico-cerebral de la mente humana no es suficiente para la completa comprensión del fenómeno de la representación como espacio mental complejo que interioriza la unidad de la cosa misma. Por el contrario, y en lo tocante al tema del lenguaje, considera que los hombres lo adquirimos (en virtud, nos dice Gubern, de la “evocación simbólica de realidades ausentes”) porque el hombre tiene un bagaje de asociaciones con la materia pre-lingüística del mundo, que si bien tienen que pasar por el tamiz del lenguaje para ser expresadas, son en un principio y fundamentalmente producto de la confrontación de su consciencia con el mundo y sus imágenes, con su serie de representaciones que, en un sentido fenoménico, consisten en la carne misma del mundo.
Es por eso que el recuerdo no es para Merleau-Ponty decisivo en la conformación de las representaciones, y para comprobarlo nos dice:
Percibir no es experimentar una multitud de impresiones que conllevarían unos recuerdos capaces de completarlas; es ver cómo surge, de una constelación de datos, un sentido inmanente sin el cual no es posible hacer invocación ninguna de los recuerdos. Recordar no es poner de nuevo bajo la mirada de la consciencia un cuadro del pasado subsistente en sí, es penetrar en el horizonte del pasado y desarrollar progresivamente sus perspectivas encapsuladas hasta que las experiencias que aquél resume sean cual vividas nuevamente en su situación temporal. Percibir no es recordar. (Merleau-Ponty, 2000, p. 44)
Si percibir no es recordar, entonces nuestra percepción está constantemente volcada a la inmediatez del mundo y lo que esta ofrece a los sentidos y al juicio que sobre ellos nos formamos. Por lo tanto, la representación no sólo es la captación directa de imágenes exógenas, sino su posterior discernimiento y clasificación para poder reproducirlas materialmente. ¿Qué se nos quiere decir con esto? La imagen de la que nos provee el mundo precede a la formación de la herramienta para poder señalarla, nombrarla: el lenguaje. El universo de conceptos en el que nos sumergimos día a día por causa de nuestra formación lingüística no nos permite comprender a cabalidad que la imagen y su representación, en un grado menor como evocación y recuerdo intelectual, y en un rango superior como inmanencia del mundo y su corporeidad, dan origen a nuestra capacidad nominativa. Sí, en el principio era el Verbo, pero el Verbo fue precedido por… ¿por su imagen? La profesión de la palabra está constantemente remitiéndonos a una filosofía de la trascendencia que ignora lo más doloroso y cercano al hombre: su propio cuerpo que en medio del mundo se encuentra, en muchas ocasiones, en un estado de desentendida orfandad. En todo caso Gubern nos permite redundar en la importancia de estas “imágenes” de representación:
Estas llamadas imágenes de representación son, por otra parte, polimodales, es decir, incluyen elementos tanto de las pautas motoras, como de las visuales, táctiles y auditivas, y no huellas de un solo tipo de percepción. A partir de este incipiente caudal de vivencias psíquicas, el niño inicia la producción de representaciones (gestuales, orales, gráficas, lúdicas), que constituyen el sentido de su naciente función simbólica, ejercida por mediación de símbolos (motivados) y de signos (arbitrarios pero socializados). (Gubern, 1987, pág. 18)
Lo visual es la representación, la imagen en el cerebro procesada que se corresponde con la materialidad del mundo. “Lo ‘visual’ comienza cuando hemos adquirido bastantes poderes sobre el espacio, el tiempo y los cuerpos para no temer ya la trascendencia. Cuando podemos trabajar con nuestras percepciones sin temor a los mundos ocultos.” (Debray, 1994, p. 34). Es maravilloso tratar de comprender la evolución histórica y biológica del sentido de la vista y sus implicaciones a través del desarrollo cognitivo de los niños, pues las analogías que se desprenden de este ejercicio (prehistoria del ojo–primeras representaciones en el niño; lo visual en el ojo–pensamiento abstracto en el niño), son más que ilustrativas:
Los procesos evolutivos aquí descritos, siguiendo hallazgos de la psicología genética, culminan hacia los once-doce años, cuando el pensamiento del niño supera su sumisión a lo concreto para poder alcanzar la capacidad hipotético-deductiva, base del pensamiento lógico conceptual y no sólo en el plano verbal. Es decir, el niño pasa de efectuar mentalmente operaciones sobre objetos para poder reflexionar sobre estas operaciones independientemente de los objetos, lo que para nosotros reviste gran interés desde el punto de vista de la producción icónica simbólica, desligada de la sumisión a lo concreto. De este modo se cierra una gran etapa de transición del ser sensitivo al ser racional, definido por la capacidad para el pensamiento abstracto y la comunicación lógico-verbal, con toda su estela de consecuencias intelectuales y sociales. (Gubern, 1987, pág. 20)
Amén de las aclaraciones con respecto a la llamada “transensorialidad” de los sentidos que páginas después defenderemos, por ahora nos concentraremos en asentar los valores meramente visuales del ojo como órgano corporal, y, para robustecer nuestro discurso en torno a la mirada, sus diferencias específicas en relación con las distintas especies que comparten el mundo con el género humano. Así las cosas, la percepción visual en el ser humano, que es la misma desde hace 30,000 años, ha dado grandes saltos cualitativos con respecto a la especialización que, por ejemplo, la visión de un depredador como el águila ha alcanzado (el de este animal en términos cuantitativos, claro está). Esto se puede apreciar en la manera en que el ojo del hombre puede transformar las sensaciones que le producen las imágenes captadas, a diferencia de animales con la vista más potente y depurada. “Pero sólo el hombre es capaz, gracias a su inteligencia conceptual y abstracta, de interpretar dichos signos sensitivos, de relacionarlos con un objeto o estímulo concreto situados en su mundo exterior, operaciones psíquicas que constituyen la esencia de la percepción… La esencia de la percepción estaría así en la transformación de la impresión sensitiva (sensación) en información cognitiva” (Gubern, 1987, pág. 28).
Lo que se llama percepción, “nace de la integración unitaria en el psiquismo humano de un conjunto de datos sensoriales (las llamadas sensaciones), a las que se les inviste de sentido, y que conduce a su eventual reconocimiento, por confrontación de experiencias y conocimientos anteriores del sujeto” (Gubern, 1987, pág. 29), experiencias y conocimientos que por ser anteriorer al sujeto –como ya vimos– no por eso dejan de ser continuamente impactadas por la inmanencia del mundo como realidad corpórea. La percepción, verdadera dialéctica humana que toma por tesis sensaciones provenientes de imágenes y por antítesis el sentido con el que se les inviste a las mismas, nos conduce a una síntesis de grado mayor: la conciencia del contexto “sensorial” en el que nos encontramos, su apropiación y la eventual experiencia cognoscitiva derivada de este proceso. En esta tesitura, nos indica Gubern que “por cuanto llevamos dicho habrá quedado claro que la percepción no es un automatismo cerebral pasivo, sino una actividad cognoscitiva muy compleja modelada por las experiencias anteriores del sujeto (en definitiva, por su historia) y por las características de su lenguaje” (Gubern, 1987, pág. 32).
De lo expuesto con anterioridad podemos sumarnos a la siguiente apreciación de Román Gubern, que sin duda trata de reivindicar el papel de la percepción visual en el género humano, considerándola como antecedente ontogenético del lenguaje:
No obstante, y a falta de verificaciones empíricas, no resulta científicamente arriesgado suponer que la imagen mental o endoimagen precedió al invento de la palabra articulada en el proceso evolutivo de la hominización, tal como les ocurre a nuestros bebés. El hombre pudo soñar con imágenes antes de poder hablar y Pavlov observó al respecto que la compleja comunicación verbal, o segundo sistema de señales… tiende a inhibirse en la corteza cerebral durante el sueño, por ser de formación histórica reciente y por ello poco estable, para dar paso a la asociación de imágenes visuales, la forma más primaria, arraigada y estable de percepción y de comunicación del ser humano con su entorno. Ya que no la producción material de imágenes, la iconicidad como categoría gnósica precedió filogenéticamente y ontogenéticamente a la verbalidad… (Gubern, 1987, pág. 49)
¿Es definitiva nuestra opinión de que la imagen es anterior al lenguaje? Aunque creemos que la imagen constituye el sístole y el diástole del corazón del mundo, lo que como ente antepredicativo lo hace existir, pues su materia es exterior al sujeto cognoscente y por lo tanto figurativa, debemos de ser cuidadosos y establecer ciertos ajustes a nuestro discurso.
Una vez discutido el problema de la representación, y vuelta la atención al ojo y su mirada, y por lo tanto a las imágenes que hasta ella llegan, tendremos que decir que aún cuando nuestra posición epistemológica se ha encaminado a una apología de lo visual como generador de conocimiento no desconocemos la necesidad de matizar los argumentos en búsqueda de un equilibrio conceptual opuesto a la muy difundida costumbre intelectual de tratar de establecer categorías. Es por eso que suscribimos las palabras de Catalá cuando este advierte que “es importante, sin embargo, alejarse de las dicotomías fáciles, como las que contraponen el lenguaje a la imagen, o el espacio al tiempo. En la situación en que nos encontramos los fenómenos tienen una calidad espacio-temporal y visio-lingüística” (Catalá, 2010, p. 85). Por supuesto estas palabras se dirigen a nuestra época contemporánea donde, a pesar de que la imagen ha invadido la vida pública y privada para erigirse como fuerza centrífuga emotiva e intelectual que precede al razonamiento lingüístico, nuestra mirada sigue influida por la herencia verbocentrista de una civilización muchas veces reacia hacia el poder sugestivo de la imagen, así como por los demás sentidos y cada uno de sus desprendimientos fenoménicos y cognoscitivos. En torno a la segunda de las influencias, en un estudio minucioso que realiza el francés Michel Chion en torno a las relaciones que la visión y el oído (la imagen y el sonido) establecen en la construcción de la diégesis cinematográfica, nos explica lo siguiente:
El ojo, por ejemplo, aporta informaciones y sensaciones de las cuales sólo algunas pueden considerarse como propia e irreductiblemente visuales (por ejemplo, el color), no siendo las demás sino transensoriales. De igual modo, el oído vehicula informaciones y sensaciones de las cuales sólo algunas son específicamente auditivas (por ejemplo, la altura y las relaciones de intervalos), siendo las demás, como para el ojo, no específicas de este sentido. Sin embargo –insistimos mucho sobre esto– la transensorialidad nada tiene que ver con lo que podría llamarse una intersensorialidad, a saber, las famosas correspondencias entre los sentidos de las que hablaban Baudelaire, Rimbaud o Claudel. (Chion, 1993, p. 131)
Esta transensorialidad de la que habla Chion no hace otra cosa que considerar al cuerpo humano y su percepción en su unidad compleja, apartándose así de las concepciones reduccionistas que le otorgan una importancia preponderante a uno u otro sentido. Sin embargo, el mismo autor es cuidadoso al establecer que en nuestra experiencia (a través de la analogía de nuestra vida humana con la creatividad cinematográfica), aún cuando el oído genera buena parte de la comprensión y el conocimiento del mundo al que podemos acceder sensorialmente hablando, es la vista (la pantalla) la que sigue siendo en principal soporte de la percepción, con lo que le da un valor integral y de integración a lo “visionario”, es decir a lo que se percibe como producto de un complejo andamiaje sensorial (que, además, es muy similar a la experiencia otorgada por el cine). Nos dice lo siguiente:
El valor añadido es recíproco: si el sonido hace ver la imagen de modo diferente a lo que esta imagen muestra sin él, la imagen, por su parte, hace oír el sonido de modo distinto a como éste resonaría en la oscuridad. Sin embargo, a través de esa doble ida-y-vuelta, la pantalla sigue siendo el principal soporte de esta percepción. El sonido transformado por la imagen sobre la que influye reproyecta finalmente sobre ésta el producto de sus influencias mutuas. (Chion, 1993, p. 31)
Es importante citar el trabajo de Chion porque, como los mencionábamos, su concepción de la fenomenología de la percepción en el hombre está basada en la comprensión de los mecanismos narrativos/enunciativos/diegéticos de los que el cine hace uso. A través de lo que él llama la “audiovisión”, el cine nos provee de una experiencia que así como carece de las íntimas sensaciones que cotidianamente vivimos como seres corporales es también pródiga en la recreación potencial de toda la parafernalia sensitiva que perpetuamente nos envuelve, y que en razón de nuestra incapacidad de atenderla al instante, se nos diluye sin haber penetrado en sus secretos. La audiovisión de Chion es un sistema en el cual palabra, imagen, tiempo y espacio conviven de manera armónica en una estructura estética de la cual el cine es responsable, pues este arte ha traducido sus posibilidades técnicas en lo que Catalá llama “espacio mental”. Por eso afirmamos con este último autor lo siguiente:
Lo único que podemos decir en estos momentos es que espacio-tiempo y visio-lengua forman parte de un mismo paradigma fenoménico y que, en él, ambos son equiparables… La ubicación, por consiguiente, del espacio mental experimenta una indeterminación, ya que es y no es, está y no está, al mismo tiempo, y ello sucede porque la preocupación por este espacio se halla relacionada con el mismo ámbito que incluye los fenómenos antedichos. Hablamos, pues, de espacio mental porque las circunstancias epistemológicas nos obligan a ello. (Catalá, 2010, pp. 85-86)
Este espacio mental del que habla Catalá, y que en el texto que citamos define como lugar donde se realiza el “pensamiento interfaz” bien podría estar representado, bajo el auspicio de los dos modelos mentales que hemos tratado de definir (es decir, el modelo mental fenoménico y el modelo mental del cogito), por el cine, pues en su seno confluyen la mirada intelectual del subjectum que define al mundo motu proprio en virtud de la concepción de la vida y de la existencia que tiene el muchas veces “realizador demiurgo”, y la mirada fenoménica que se asombra recorriendo el cuerpo límpido y transparente del mundo, devolviéndonos a una experimentación pre-lingüística y antepredicativa de las cosas. En este orden de ideas, el cine da pie a la comprensión del suceso que enseguida describe Catalá:
Se despliega en ese instante la geografía propia de la mente que había permanecido escondida en la latencia de su funcionamiento y se nos revela la existencia ineludible, aunque polifacética, del espacio mental. Es decir, la existencia de un espacio particular donde la subjetividad, el pensamiento, la cultura y la sociedad se entremezclan para dar paso a arquitecturas que son la base de la producción de significado y que sólo muy remotamente tienen relación con las localizaciones cerebrales correspondientes. (Catalá, 2010, pp. 88-89)
El cine, en este sentido, se convierte en el lugar donde las representaciones no se conciben como experiencias puramente psicológicas, ni siquiera como experiencias fenoménicas, sino como espacio mental donde ojo, cerebro, oído y espíritu confluyen para brindar una “experiencia audiovisionaria” que permite acceder al “modelo mental fenoménico” (correspondiente al ojo), al “modelo mental del cogito” (correspondiente al cerebro), al “modelo mental aurático” (correspondiente al oído) y al modelo mental que surge de la imbricación y deslizamientos recíprocos entre los tres anteriores, siendo por lo tanto corresponsable, deudor y conciliador de sendas visiones. A este modelo mental lo llamaremos “modelo mental mitológico” (correspondiente al espíritu). Para poder explicar de qué manera el cine representa la puesta en escena de estos cuatro modelos mentales y con esto constituye lo que llamamos “experiencia audiovisionaria”, es necesario abordar un acontecimiento en la historia de la humanidad que llenó de apoteosis imaginarias a Occidente: hablamos del cristianismo.
Nos explica Gubern que el carácter logocéntrico de Occidente, es decir, su filiación con la palabra y el concepto y el consiguiente afán por comprender y explicar los fenómenos tanto de la naturaleza y del hombre únicamente a través del lenguaje, ha relegado el estudio y la comprensión cabal de la imagen; y muestra de ello es la identificación de lo verbal con la “creación” y lo “divino”, y de lo no verbal (la imagen) con lo “imitador” y lo “profano” (Gubern, 1987, pág. 54).
Este desdén hacia la imagen, evidentemente, choca con lo que el mundo actualmente representa: una imagen total donde individuos, instituciones, sociedad y naciones somos imagen pura, imagen que habita y gravita en los medios para ser exaltada o para ser vituperada, para ser adorada o para ser agredida…, pero jamás para ser ignorada. Incomprendida, eso sí. La comprensión de nuestro mundo pletórico de imágenes empieza precisamente por el enfoque de un universo que desafió la lógica logocéntrica que el Antiguo Testamento nos había heredado: el cristianismo y su evidente formación iconográfica en el mundo greco-romano.
Un alud impresionante de imágenes nos ha sido heredado por el cristianismo y su inconofilia capital. Este acervo de representaciones vicariales que ahora tenemos disponibles para nuestro regocijo “estético” y que muchas veces se toma como objeto de estudio antropológico e histórico es, sin embargo, producto de una concepción dual del universo, en la que la religión del cuerpo sagrado y el mito de un más allá divino e incorpóreo se fundieron para dar lugar a un concepto llamado “Encarnación”:
Occidente tiene el genio de las imágenes porque hace veinte siglos apareció en Palestina una secta herética judía que tenía el genio de los intermediarios. Entre Dios y los pecadores, esa secta intercala un término medio: el dogma de la Encarnación. Así, una carne podía ser, ¡oh escándalo!, el “tabernáculo del Espíritu Santo”. Por consiguiente, un cuerpo divino, también él materia, podía tener imagen material. De ahí viene Hollywood, por el icono y el barroco. (Debray, 1994, p. 65)
La Encarnación tiene una imagen divina y humana, con todas las propiedades del cuerpo y con todas las facultades del alma, una imagen que representa a Dios y a su Reino, a lo inmaterial del espíritu y a la salvación que se nos promete después de la muerte. Sin embargo, también representa la dualidad inherente a todo ser humano (y por lo tanto al mundo que habita): esa participación que funde cuerpo y alma en nombre de una divinidad que como máxima prueba de fe y devoción nos hace vivir en mundo de cruda corporeidad, en un mundo donde hemos creído nuestras más próximas necesidades (fisiológicas) nada tienen que ver con el espíritu.
¿Por qué la persona de Jesucristo es el emblema de toda representación? Porque es dos: Hombre-Dios. Verbo y carne. Así también la imagen pintada: carne deificada o materia sublimada. Lo Eterno se ha hecho Acontecimiento, como a través de un vitral… Jesucristo tiene todas las características del Hombre y todas las de Dios, las cuales se fusionan sin alterarse. Un cuadro tiene todas las propiedades de la materia y todas las del espíritu. (Debray, 1994, p. 73)
Esta dualidad de Jesucristo hacía no sólo posible, sino fervorosamente posible, aquella gran preocupación ancestral que se formó en las primeras visiones naturales de lo horrible y lo majestuoso: una comunicación esencial entre lo visible y lo invisible que dotara de paz y entendimiento al mundo circundante. En esta misma tesitura, nos dice Gubern que “… fue… la veneración de los santos mártires de las persecuciones romanas, siguiendo costumbres funerarias ancestrales, la que deslizó al cristianismo primitivo hacia la práctica de la intercesión de los santos… función intercesora de personas representables contribuyó, ya con una clara contaminación mágica, al establecimiento de una iconografía sagrada basada en la figura humana.” (Gubern, 2004, pág. 86).
Ya en el plano del arte, lo anterior tiene suma importancia pues “la operación estética es tan misteriosa como la Eucaristía: la transubstanciación de una materia en espíritu”. (Debray, 1994, p. 74). El moldeamiento artístico de la materia lingüística, pictórica, escultórica y arquitectónica en el mundo d.C., que como ya mencionamos tenía una fuerte influencia del mundo iconográfico greco-romano, hizo efectivo el misterio de la Encarnación extrapolándolo de manera invertida al campo de la creación estética: un cuadro de El Greco, creado a partir de la burda materia, expresa un grado de experiencia religiosa y mística sobrehumana; los versos de San Juan de la Cruz, sonidos que se mezclan con el aire y se pierden dentro del frenesí del mundo y que sin embargo expresan una compulsiva contemplación de lo sagrado; la basílica de San Pedro, hecha con las entrañas de la tierra, pero conteniendo las reliquias de una relación profunda y directa con lo divino.
Empero, la resistencia de los grupos iconoclastas dentro de la propia Iglesia Católica, y su férrea defensa del carácter logocéntrico que les había sido heredado por las prohibiciones semitas, provocó en un principio la persecución de los grupos cristianos iconófilos. “Fue el II Concilio de Nicea, en el año 787, el que confirmó la licitud de la veneración de imágenes, legitimada por la Encarnación, al escribir que ‘el honor rendido al icono alcanza al prototipo y aquel que se postra ante el icono se postra ante la hipóstasis de aquel que se inscribe en ella’” (Gubern, 2004, pág. 88).
A esta figura que legitima el Concilio de Nicea se le llamó translatio ad prototypum, sin embargo, “la doctrina canónica de la translatio ad prototypum no pudo impedir que se produjera entre muchos fieles una contaminación milagrera, de la que surgieron numerosas imágenes talismánicas, capaces de obrar curaciones y otros milagros… Pero la Iglesia prefirió considerar esta forma de idolatría como una mera superstición inofensiva.” (Gubern, 2004, pág. 89). La gran preocupación imaginaria que estaba presente en el hombre desde el principio de los tiempos, superó incluso el esfuerzo de la Iglesia por mantener en el redil a sus fieles a través de una permisividad en cuyo seno ya fermentaba la idolatría, por lo que fue prácticamente imposible que el sustrato mítico y mágico de la imagen no apareciera en estas nuevas prácticas y usos de la misma. Prácticas y usos que permearon a través de la historia y que, en forma a veces velada e incomprendida, llegaron a nuestros tiempos.
Uno de los acontecimientos que marcaron la historia de la Iglesia Católica fue la reforma protestante impulsada por Lutero en el siglo XVI. Las particularidades históricas de este movimiento desbordan el objeto del presente estudio, por lo que basta con puntualizar que, con motivo de la escisión de la Iglesia Católica, ésta se vio obligada a tomar medidas que contrarrestaran la inminente dispersión de sus fieles, por lo que surgió la Contrarreforma como respuesta a la Reforma protestante y sus postulados.
El arte más característico de la Contrarreforma, regulado por los eclesiásticos de Trento, fue el Barroco, que con su esplendor formal intentó impresionar a sus fieles, celebrando la radiante gloria celestial, a la vez que los tormentos convulsivos de sus mártires trataban de inspirar su compasión piadosa. Fue, literalmente, un arte sugestivo o propagandístico, propio de una época que forjó precisamente la palabra propaganda, acuñada (del latín propagare) bajo el papado de Gregorio XV, al crear en 1622 la Congregatio de Propaganda Fide. (Gubern, 2004, pág. 113).
Nos dice Gubern que “en pocas palabras, la cultura visual cristiana, que se forjó laboriosamente a partir de la prohibición figurativa y la iconofobia semita, avanzó –pasando por el creer a través del ver del apóstol Tomás– hasta desembocar en la exuberancia visual y sensual del arte barroco de la Contrarreforma, cuya herencia ha llegado hasta nuestros días en versiones divulgativas y popularizadas, tales como las estampas coloreadas.” (Gubern, 2004, pág. 114). ¿No somos los hispanoamericanos legatarios de estos procesos históricos? Definitivamente el imaginario católico, con su cúmulo de transformaciones y desarrollos en la representación, es el más importante vaso comunicador en la iconografía de la porción de Occidente que nos pertenece.
Actualmente “…el enamorado que besa el retrato de su amada, o el fan que venera las fotografías de su cantante o de su estrella favorita, están llevando a cabo ritos laicos de translatio ad prototypum. Este fenómeno tan común parece casi consustancial al mundo de los espectáculos de masas y plantea interesantes reflexiones.” (Gubern, 2004, p. 95). Asimismo, el gamer que gasta sus horas en video-juegos viviendo aventuras que no son suyas pero de las cuales se apropia con ahínco y emoción, el cinéfilo que identifica en la pantalla a un doble y hace suyas las experiencias por aquél vividas, el manifestante que protesta contra el tirano incendiando su efigie… todos ellos creen en el poder de la imagen, en los sustratos que la conforman y en la sugestión que provoca su visión, en las emanaciones de su influencia.
Esto es tan cierto que, inevitablemente, los poderes de la imagen han trascendido en el ámbito político, pues “todas las grandes conmociones populares en la historia de Occidente –desde las Cruzadas a la Revolución– se presentan como deflagraciones iconográficas. Revoluciones de la imagen y por la imagen” (Debray, 1994, p. 79). Deflagraciones que, en su movilización de masas humanas, toman por consigna y estandarte a imágenes que con su capacidad de sugestión nos indican los principios rectores de los movimientos. Un ejemplo netamente latinoamericano y también mundial, es la imagen ahora trivializada del “Che” Guevara: su mirada límpida y severa indica la senda de la Revolución que sus seguidores deben de tomar, en aras de una sociedad justa y humana que destierre para siempre la miseria y la desigualdad.
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Y aunque la imagen en ocasiones sea abstrusa o elusiva, “liturgia, agit-porp o marketing, la imagen reaparece en cada una de las épocas de propaganda social… Al traducir la idea abstracta en dato sensible, la imagen plasma el concepto motor, el principio dinámico. La imaginería es el recurso amoroso del mito movilizador” (Debray, 1994, p. 80). Una bandera nacional desplegada en el aire suscita un orgullo patrio y una efusividad colectiva más inmediata en su público, que, por ejemplo, la lectura y comprensión individual o social de la historia de su surgimiento como nación. Los sentimientos de solidaridad y pertenencia que podrían adquirir los simpatizantes de un movimiento social que exigiera la deposición de un gobernante hallarían un cauce más efectivo en imágenes corrosivas y penetrantes que en arengas ideológicas y políticas.
La imagen es más contagiosa, más virulenta que el escrito. Pero más allá de sus reconocidas virtudes en la propagación de las sacralidades, que en última instancia sólo harían de ella un expediente recreativo, nemotécnico y didáctico, la imagen tiene el don capital de unir a la comunidad creyente. Por identificación de los miembros con la Imago central del grupo. No hay masas organizadas sin soportes visuales de adhesión (Debray, 1994, p. 80).
La imagen como apropiación colectiva tiene la virtud de cohesionar a los individuos solitarios y formar con ellos comunidad. Comunidad que puede compartir infinidad de valores, distantes unos de los otros, pero que al fin y al cabo dotarán de identidad y sentido de pertenencia al conjunto de sus integrantes. Estos valores estarán representados sumariamente en las imágenes que los ostenten, y su efecto en los prosélitos puede ser enajenante o liberador, como también ambiguo y anodino. Por ejemplo, existe la imagen omnipresente del dictador en la película “V de Venganza” (McTeigue, 2005), quien a través de su rostro amenazador y sus diatribas eternamente televisadas intenta que el pueblo permanezca bajo la opresión de su gobierno despótico, hasta que una nueva imagen, no omnipresente pero si ubicua, que aparece con la promesa de la verdad y la liberación, viene a tomar el relevo en la comunidad para apropiarse de su ánimo y sus consignas.
Películas como la que en el párrafo anterior citamos hablan acerca del poder de la imagen y su uso por los poderes políticos y fácticos en su búsqueda de la dominación de las masas. Pero, ¿no es la propia imagen la que se apoderó de los poderes políticos y fácticos? ¿No es ella la que rige ahora, hegemónicamente, la concepción del mundo mismo? Ahora la imagen ha hecho comunidad al mundo entero, pues ésta ya se infiltra e influye hasta en los rincones más insólitos del planeta. Pues así “como el paso de la cultura oral a la cultura escrita ha marcado un salto en la unificación nacional de las tierras a través de la liquidación de los dialectos y hablas regionales, el paso a la nueva cultura visual marca un salto en la unificación mundial de las miradas mediante la liquidación de las industrias nacionales de lo imaginario.” (Debray, 1994, p. 89).
Al momento en que terminamos la exposición de la evolución de la imagen en el mundo occidental bajo el esquema del modelo mental mitológico, podemos dar paso al modelo mental aurático.
Este modelo mental es fundamental en la comprensión de la experiencia audiovisionaria, sin este no hay completitud de la misma, acerca de lo aurático, en 1935, decía Walter Benjamin (2008, p. 17):
Las obras de arte más antiguas nacieron al servicio de un ritual que fue primero mágico y, en un segundo tiempo, religioso. Pero […] este modo aurático de existencia de la obra de arte nunca queda del todo desligado de su valor ritual. Dicho en otras palabras: el valor único de la obra de arte “auténtica” se encuentra en todo caso teológicamente fundado.
La era de su reproductibilidad técnica desunió a la obra de arte moderna de su condición mística y espiritual que había heredado de épocas anteriores, lo provocó al momento de la masificación de las imágenes artísticas. Así se produjo una suerte de lamento ilustrado renovado que se agudiza debido a la irrupción de los nuevos regímenes técnicos de la imagen de nuestros días.
Todavía a la aparición de la fotografía, Benjamin (2008, p. 21) encontró un refugio para el aura en ese gran invento:
No es casual que el retrato esté en centro de la fotografía más temprana. En el culto al recuerdo de los seres queridos lejanos o difuntos tiene el valor de la imagen su último refugio. En la expresión fugaz de un rostro humano en las fotografías más antiguas destella así por última vez el aura.
IMAGEN 2
Después de ese momento de la imagen técnica, lo aurático parecía “mirarnos” cada vez desde más lejos. En todo caso, el ensayo a que hemos hecho alusión de este gran filósofo ha adquirido una actualidad insospechada, el mismo fue redescubierto en 1980 y desde entonces ha inspirado en los debates, no sólo de la filosofía de las artes contemporáneas, sino también, entre otras cosas, los que apuntan a una comunicología renovada. Este es el motivo por el que debe ser considerado base del estudio del modelo mental aurático.
Este modelo mental es ancho, largo y oblicuo. Hemos afirmado que corresponde a las facultades del oído, puesto que se sitúa en la dimensión sonoro-auditiva del lenguaje audiovisual; podríamos afirmar en jerga benjaminiana que si se alza la mirada desde este modelo es por aquello que se percibe por el oído. Entonces debemos considerar al menos el mundo de la Música, la Cultura de la Virtualidad y, siguiendo a Paul Valéry (Benjamin, Sobre algunos motivos en Boudelaire, 2008b) la Percepción dentro del Sueño, y con ello, la aportación invaluable del surrealismo.
Dadas las posibilidades de extensión en este ensayo, no podemos abordar todo ese contenido, pero debemos ser conscientes de la tarea que queda por hacer. Por ahora, reconocemos como clave para la caracterización inicial del modelo mental aurático a Michel Chion (1993) y su exposición del contrato audio-logo-visual.
El análisis audiovisual, pues, tal como lo concebimos y del que este capítulo sólo propone un breve enfoque, es también un ejercicio de humildad ante ese dado a audiover que es una secuencia de filme, de televisión o de clip. ¿Qué veo? ¿Qué oigo? Son preguntas serias, y planteárselas es un ejercicio de renovación de nuestra relación con el mundo y de la libertad.
Es también una gestión antioscurantista frente a nuestras propias percepciones, que nosotros protegemos, temerosos, como si no pudiesen vivir más que en una oscuridad vergonzosa y celosamente oculta a nuestros semejantes.
Con las exposiciones que realizamos hasta aquí en relación con los estatutos epistemológicos de la Imagen, estamos en condiciones de proponer a la cinematografía como el pináculo de su representación, tanto por sus cualidades estéticas y artísticas, como por su calidad de industria mundial. El que nos propusimos llamar modelo mental mitológico se perfila a través de la expuesta espiral de acontecimientos y creencias, de creencias y acontecimientos: una dialéctica constantemente renovada en razón de los esfuerzos intelectuales del hombre como subjectum por enjuiciar la concepción religiosa del universo, e influida por la recepción fenoménica de los hechos históricos y naturales que provocaban el fervor por la trascendencia de los cuerpos y la presencia constante del espíritu.
Dos son los hechos históricos que, como se mencionaba anteriormente, legitimaron esa compulsión imaginaria relacionada con lo sagrado y lo mítico que el hombre desarrolló en su devenir como especie. Es de suma importancia que la legitimación de este ánimo se haya dado por parte de la institución que más poder ha tenido sobre las acciones terrenales y la vida ultraterrena del hombre en, al menos, los últimos mil quinientos años. Que la Iglesia Católica haya creado la figura translatio ad prototypum en el año 787 durante el Concilio de Nicea, y que casi mil años después, en 1622 y como decisión política de Gregorio XV que impulsaba el barroco de la Contrarreforma, se haya fundado la Congregatio de propaganda fide, nos muestra claramente el periodo histórico en el cual ha tenido influencia el modelo mental mítico que se inauguró con el misterio de la Encarnación de Jesucristo, el cual hacía que lo divino se manifestara en lo humano, que la trascendencia y la eternidad habitarán lo mundano y finito.
Es evidente que el modelo mental mítico ha influenciado y ha sido también influido por el modelo mental fenoménico (presente en todas las etapas históricas de la humanidad pero muchas veces soterrado por lo intelectual e imaginario de los otros modelos). La misma correspondencia ocurre con el modelo mental del cogito (que propiamente debe su desarrollo a las ideas de Descartes y al ascenso del antropocentrismo y el humanismo del Renacimiento) y el modelo mental aurático (que desde la clásica iconoclasia completa el estudio de la Imagen). Y es también evidente que en muchas ocasiones los cuatro modelos mentales se conjugan para elaborar cosmovisiones y teorías del universo deudoras de sus elementos centrales: el ojo, el oído, el cerebro y el espíritu. El ojo como recepción fenoménica del cuerpo impoluto del universo; el oído como percepción sublime de lo místico; el cerebro como enjuiciamiento intelectual de los fenómenos que lleva a cabo el subjectum, y el espíritu como búsqueda de una trascendencia escamoteada por la imagen y el intelecto.
¿Qué experiencia estética nos acerca a esta maravillosa conjunción de elementos humanos destinados a la dilucidación de los misterios? Afirmamos que el cine, pues la “experiencia audiovisionaria” a la que accedemos en él contiene los elementos de los cuatro modelos mentales aludidos, que mezclados y aún constituyendo un amasijo de ideas y emociones, nos permiten arrobarnos en la visión del mundo que nos envuelve (ojo), percibir lo inefable (oído), reflexionar a través de nuestro intelecto sobre lo humano y sus productos (cerebro), y buscar la trascendencia de los actos más triviales e imperfectos del hombre y su historia (espíritu). Por eso el cine es ojo, oído, cerebro y espíritu volcado sobre los enigmas de la naturaleza del hombre.
-Benjamin, W. (2008). La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica. Madrid: Abada.
----------------- (2008b). Sobre algunos motivos en Baudelaire. Madrid: Abada.
-Catalá, J. M. (2010). La imagen interfaz. España: Servicio Editorial de la Universidad del País Vasco.
-Chion, M. (1993). La audiovisión. Introducción a un análisis conjunto de la imagen y el sonido. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica S. A.
-Debray, R. (1994). Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en occidente. España: Ediciones Paidós Ibérica.
-Gubern, R. (1987). La mirada opulenta. Exploración de la iconósfera contemporánea. Barcelona: Editorial Gustavo Gili S. A.
-Heidegger, M. (1995). Caminos de bosque. Madrid: Editorial Alianza.
-Merleau-Ponti, M. (2000). Fenomenología de la percepción. España: Ediciones Península S.A.
-Pesci Gaytán, Ernesto y Alba Cardona, Salvador. (2017). La experiencia audiovisionaria. Revista Digital FILHA. [en línea]. Diciembre. Número 17. Publicación bianual. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas.
Imagen 1: El Che Guevara, obtenida el 15 de julio de 2018 desde: https://www.google.com.mx/imgres?imgurl=https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/5/58/CheHigh.jpg/220px-CheHigh.jpg&imgrefurl=https://es.wikipedia.org/wiki/Che_Guevara&h=282&w=220&tbnid=WGIR2y2CVhszIM:&q=el+che+guevara&tbnh=160&tbnw=124&usg=__bOmxxFMqUF6ykBVE6E0o4NpGQHM%3D&vet=12ahUKEwjZhOyCwsncAhVLM6wKHef0CloQ_B0wF3oECAsQFA..i&docid=crj-yR-XkPACFM&itg=1&sa=X&ved=2ahUKEwjZhOyCwsncAhVLM6wKHef0CloQ_B0wF3oECAsQFA
Imagen 2: Fotografía de un hombre muerto, obtenida el 15 de julio de 2018 desde: https://www.circulobellasartes.com/benjamin/termino.php?id=21
[i] Significado aquí equivale a la palabra, en el sentido de que ésta es significativa, pero todavía no expresa si la cosa es o no es, es decir, que la significación de los nombres no prejuzga la existencia o la inexistencia de las cosas. El significante constituye aquello que el significado todavía no puede asir, porque es el cuerpo antepredicativo del mundo. El drama del lenguaje humano consiste en que este es limitadísimo, cuando las cosas son cuasi-infinitas. Aristóteles fue el primer pensador que rompió con el vínculo entre palabra y cosa y también el primero que elabora una teoría de la significación. Maurice Merleau-Ponty, desde ésta óptica, es deudor del pensamiento aristotélico.