Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Espinosa Proa, Sergio, Guzmán Robledo, Guillermo Nelson, Villegas Mariscal, Leobardo. (2018). De una secularización insuficiente. Hegel y el judaísmo. Revista Digital FILHA. [en línea]. Julio. Número 18. Publicación bianual. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.
Sergio Espinosa Proa es licenciado en Antropología Social (ENAH, 1977) y doctor en Filosofía (Universidad Complutense de Madrid, 1997). Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas desde septiembre de 1981. Fundó para ella la Especialidad en Docencia Superior (1984) y la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas (1990). Ha publicado una veintena de libros de los que pueden mencionarse: La fuga de lo inmediato. La idea de lo sagrado en el fin de la modernidad (Madrid, 1999), El fin de la naturaleza. Estudios sobre Hegel (México, 2004) entre otros. Recibió el Premio Nacional de Ensayo “Abigael Bohórquez” (2006) y el Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI/UAS/ColSin (2015). Es miembro del Cuerpo Académico “Estudios de filosofía, antropología y estética” de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Contacto: sproa52@hotmail.com
Guillermo Nelson Guzmán Robledo es Doctor en Filosofía por la UNAM. Ensayista, miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Autor del libro Los caminos del Extravío, La Part Maudite de Georges Bataille, publicado en París en el 2015, así como la edición de los Escritos sobre Hegel de Georges Bataille en la editorial española Arena libros. Es profesor de literatura y de filosofía en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Contacto: nelsongr7@hotmail.com
Leobardo Villegas Mariscal. Licenciatura y Maestría en Filosofía, Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ). Maestría y Doctorado en “Historia de América Latina: Mundos Indígenas”, Universidad Pablo de Olavide, Sevilla (España). Diploma de Estudios Avanzados (DEA), Programa de Doctorado “Historia, Filosofía y Pensamiento”, Universidad de Zaragoza (España). Docente-investigador en la Unidad Académica de Filosofía, UAZ.
Resumen: Un estudio sobre el Judaísmo en relación al pensamiento de Hegel. Hegel, en sus tempranas reflexiones teológicas, constantemente echa mano del contraste entre el griego y el judío para situar dialécticamente la síntesis operada por el cristianismo. Se desarrolla un análisis del judaísmo de manera histórica y sistemática a partir de la filosofía de Hegel: el judío está marcado por el odio, la desconfianza y la hostilidad. La cultura griega en cambio, nos sitúa en una diferente actitud religiosa ante la vida. El griego es un niño que juega con los productos de su imaginación, un niño que sólo quiere disfrutar de su existencia. En contraste, el judío es un adolescente atormentado, un ser extrañado del mundo, que genera desde el dolor y el desgarramiento la figura de un Padre Protector y a la vez despiadado. A diferencia del griego, el judío ha sufrido la hostilidad de la naturaleza. Desde este punto de vista, el judío es la perfecta antítesis del griego. Se analiza la noción de religión en Hegel en relación con el mito y lo regímenes mitológicos. El monoteísmo da fe de una súbita secularización, de la irrupción del carácter apropiable y administrable de la naturaleza. En este aspecto se distingue nítidamente de las religiones mitológicas, cuyo rasgo más notorio es precisamente la divinización de las fuerzas de la naturaleza. Se presenta una reflexión filosófica sobre el significado crucial que cumple el judaísmo en la historia de las religiones y en la historia del pensamiento y concretamente desde la filosofía de Hegel.
Palabras clave: judaismo, cristianismo, paganismo, Hegel, religión, mito, monoteísmo, secularización, filosofía, historia.
Abstract: A study on Judaism in relation to Hegel's thought. Hegel, in his early theological reflections, constantly uses the contrast between the Greek and the Jew to situate dialectically the synthesis operated by Christianity. An analysis of Judaism is developed in a historical and systematic way from the philosophy of Hegel: the Jew is marked by hatred, distrust and hostility. Greek culture, on the other hand, places us in a different religious attitude towards life. The Greek is a child who plays with the products of his imagination, a child who only wants to enjoy his existence. In contrast, the Jew is a tormented teenager, a stranger to the world, who generates from pain and tear the figure of a protective and ruthless Father. Unlike the Greek, the Jew has suffered the hostility of nature. From this point of view, the Jew is the perfect antithesis of the Greek. The notion of religion in Hegel is analyzed in relation to myth and mythological regimes. Monotheism attests to a sudden secularization and to the irruption of the appropriable and administrable character of nature. In this aspect it is clearly distinguished from mythological religions, whose most notorious feature is precisely the divinization of the forces of nature. A philosophical reflection is presented on the crucial significance that Judaism has in the history of religions and in the history of thought and concretely from the philosophy of Hegel.
Keywords: Judaism, Christianity, paganism, Hegel, religion, myth, monotheism, secularization, philosophy, history.
La existencia de un Ser Supremo lejano, ético y benéfico no es privativa de la religión de los hebreos. Un Dios Altísimo no está ausente de las religiones primitivas. Sin embargo, el monoteísmo no se encuentra como tal en estas religiones. Es el resultado de un prolongado y complejo proceso. No está en el origen, sino en el final: “si bien no hay bases suficientes para suponer que el monoteísmo fue la religión primordial de la humanidad, la tendencia monoteísta es probablemente más fundamental que cualquier otro resultado final de un sistema evolucionista; la emoción captaría el mysterium tremendum al intuir la presencia de un Poder terrible y misterioso como fundamento trascendente del orden visible, aunque sin excluir la existencia de otros espíritus menores en sus respectivas esferas” [i]. Pero lo propio del monoteísmo es la supresión de cualquier poder alterno al de este poder supremo. Éste es exclusivo y excluyente. El Dios de Israel es un dios del desierto, y en aspectos esenciales se opone a las mitologías agrícolas. En el monoteísmo hebreo está ausente la especulación sobre la existencia de un primer principio que sustenta a la totalidad del universo. No es una religión naturalista, sino histórica: “para ellos, el surgir y el declinar de las naciones se convirtió en una revelación de la voluntad divina y de los designios del Señor de toda la tierra” [ii]. No es una reflexión sobre la naturaleza, sino sobre la moralidad, lo que los lleva a postular un Dios Único: un Dios hecho a la medida de la comunidad. El Dios de los judíos, es, pues, la deificación no de las (múltiples) fuerzas de la naturaleza, sino de la (única) ley moral que a ellas se opone.
Es curioso que el pensamiento hebreo haya sido el único pensamiento oriental cuya estructura interna determinó una aproximación filosófica a las cosas. En él, la lógica no es algo que tuviera que desprenderse de la religión: la de Israel es una religión lógica. El pluralismo politeísta tiene una base indeterminista: el monoteísmo hebreo deduce el todo a partir de un principio único. Una ley física, una ley ética, una ley metafísica que permiten un conocimiento general, un solo conjunto de relaciones causales y finales. Pero, por otro lado, hay en el monoteísmo hebreo un profundo “diferendo” respecto de la filosofía: “Todo sucede como si la filosofía, en el sentido histórico del término, sólo se encontrase en la Biblia hebrea como algo a superar, a combatir, incluso a aniquilar; como si la esencia del pensamiento hebreo consistiese en ‘impugnar’ la filosofía y plantearle, con sus propias formulaciones, las irremediables formulaciones que la filosofía no quiere o no puede plantearse a sí misma” [iii]. Su relación con la filosofía es antitética. Es un pensamiento que limita, desvía y pulveriza al pensamiento filosófico.
Job vs. Sócrates: es el valor irreductible, áspero, obstinado, refractario de lo individual frente a lo universal. “Nada de lo que constituye su persona puede ser eliminado, y el menor de los elementos constitutivos de esa persona es suficientemente grave como para mantener en suspenso al cielo y a la tierra” [iv]. El puesto del hombre ante (y frente) a la Creación es igualmente ambiguo: es rebelde, y se obstruye a sí mismo en virtud de su propia libertad. Ni siquiera Dios sabe dónde se encuentra. La relación con el hombre es de pérdida y búsqueda, de llamado e interpelación, de alianza y hostigamiento. Lo importante del hombre no es su esencia (filosófica), sino su existencia (interpelada). El pensamiento bíblico sólo tiene sentido en cuanto diálogo del YO (divino) con el TÚ (humano). Por eso, todo gira en torno de la Alianza y la Profecía: Dios se liga al hombre por una necesidad de cooperación, por la exigencia de realizar la Ciudad Humana de Dios. La Alianza significa que el único modo de conocer a Dios es el amor: más allá de la sensación y del razonamiento, pero más acá de la afectividad y la conciencia. A diferencia de la filosofía, que enlaza “dialécticamente” al amor y al conocimiento —como sujeto y objeto—, la Biblia parte de la simultaneidad: no hay “filo-sofía”, porque amor y conocimiento son una sola cosa.
Por lo mismo, “filosofar” es “ser responsable”: la Alianza se sobrepone a la soledad (metafísica) y se abre al amor hacia el prójimo. Al judío no le interesa el “Ello” de la naturaleza (por eso no hay “ciencia”), sino el YO-TÚ (divino y humano) que sólo se comprende en cuanto responsabilidad. El rechazo de la filosofía es la asunción radical de la ética. Y también de la historia. Los modernos han encontrado en la Biblia toda una filosofía de la historia —algo que jamás habrían podido hallar en Grecia. Plantear la idea de un génesis absoluto es lo mismo que declarar nulo al espacio y dejarle todo al tiempo (histórico). El problema ya no es el del Ser, sino el del Devenir —y su sentido. La historia es pensada por los profetas sobre la experiencia conyugal: Dios y su esposa Israel. El amor es conocimiento. Por consiguiente, la historia es un drama: parto, nacimiento doloroso, angustia de medianoche, espera del amanecer, grito, aborto, esterilidad, asfixia, silencio, perdición... y resurrección. Pero acaso lo esencial sea el dejar al hombre con su proyecto siempre inacabado y abierto. Y allí choca frontalmente con la filosofía (pura). Es un desafío a la razón que se resume en la actitud de Job: “Aunque Él me mate, yo espero en Él”.
Hay también un judaísmo apocalíptico y gnóstico en el que la idea de Alianza es reemplazada por la de Salvación, que es siempre excluyente y exige el fin del mundo ahora. La radical apertura de la historia es sustituida y ahogada por el mesianismo. Son las comunidades gnósticas (esenias) que darán nacimiento al cristianismo y que suspenden la Biblia entre los misterios de Oriente y Pitágoras. Junto a ellas, está otro judaísmo que se forma en el diálogo con el platonismo, y que es el característico de Alejandría. En Filón hay toda una antropología, una teología y una cosmología inspiradas en la Biblia. Por una parte, el noûs debe ceder su sitio al pneûma: “No les es posible a lo divino y a lo humano el cohabitar”. Dios no sólo es trascendente, sino incognoscible e incomprensible. Es la primera vez que un filósofo pone freno al poder de la reflexión filosófica (y teológica). Un gesto que tendrá que esperar hasta Maimónides en la Edad Media y a Kant en la modernidad. Lo mismo ha de predicarse del hombre: es incapaz de conocerse a sí mismo. Y lo es porque es un ente fundamentalmente vacuo y desposeído. “En esta vida somos cosa poseída más que poseedores y somos conocidos más de lo que conocemos. Dios nos conoce sin que nosotros le conozcamos y nos da unos mandamientos que obedecemos como esclavos al Amo” (De Cherubim, 117). Sin embargo, entre la trascendencia divina y la vacuidad humana se traza un puente: la creación y la profecía. Gracias a ella Dios se revela incesantemente. El macrocosmos físico y el microcosmos humano son imágenes de Dios. Un Dios que, en consecuencia, es Amor: se conmueve por lo que Él no es. Todo es y depende de un Don, de una Gracia. En síntesis, Filón traza un nexo entre la terminología bíblica, la mística platónica y los misterios orientales para fecundar la gnosis judía, la cristología paulina y la filosofía de Plotino.
El signo mayor de la experiencia judaica es la violencia. No es un pueblo “normal”: nació y se formó en virtud de fuerzas e influencias ajenas. Ni siquiera la idea de liberación pudo brotar espontáneamente de semejante pueblo; fue importada por un hombre educado en la cultura dominante, en la misma cultura que mantenía esclavizada a la población judía. Y ese carácter siempre importado y siempre impostado determina en el pueblo judío una tendencia a la infidelidad. Infidelidad, en particular, respecto de sus propias instituciones políticas. Ninguna formación estatal —ni propia ni ajena— ha suscitado en el judío el entusiasmo. El fanatismo es una condición tardía, pero incluso allí falta la aspiración a la totalidad. En este sentido, el judío ha sido un pueblo que siempre fracasa en su búsqueda de la totalización. Un pueblo que, en consecuencia, se hunde sobre sí mismo, que confunde la vida con la muerte. Un pueblo desconfiado y enemistado con la naturaleza, de espaldas a ella, un pueblo encerrado en su propio bendecir. Tal es, formulado muy brevemente, el diagnóstico que el judaísmo recibe de manos del joven Hegel.
El signo decisivo del espíritu judío es la violencia, es decir, la separación. Separación, en primer término, de la naturaleza. Abraham era “un extraño en la tierra” [v]: un individuo a solas frente a lo universal, un mero existente sin ningún nexo concreto con la totalidad. ¿Qué dios podía hacerse un sujeto así? “No un dios griego, un juego con la naturaleza al que pudiera dar las gracias por eventos particulares”, asegura Hegel, “sino un dios que lo protegiera, que fuera el Señor de su vida entera” [vi]. La experiencia de Abraham consiste en remontarse por encima de todo lo presente, es el sacrificio de todo lo presente en aras de una totalidad prometida. Una totalidad abstracta y heterogénea, una totalidad separada de la existencia real. Una totalidad opuesta violentamente a todo lo particular.
Esta oposición está en la base de lo que Hegel llama “la religión de la sublimidad”. “La tierra en que Abraham erraba”, observa el filósofo, “era una planicie inconmensurable; el cielo por encima de él, una bóveda infinita; su manera de acogerlos, su reacción frente a ellos, tenía que ser también desmesurada e infinita” [vii]. Para esta religión, la multiplicidad de lo inmediato es o bien insignificante o bien inmediatamente hostil. Por lo mismo, el Dios judío es radicalmente exterior a su creación. Es una totalidad indeterminada; se le construye mediante la negación abstracta de las cosas del mundo. No mediante el trabajo —cosa que ocurrirá con el cristianismo, en especial el reformado—, y tampoco mediante la fiesta —rasgo característico de la religiosidad griega—, sino mediante una re-flexión, una especie de hundimiento en sí mismo que no alcanza, sin embargo, a respaldarse en la fuerza interior capaz de dominar al mundo.
En sus tempranas reflexiones teológicas, Hegel constantemente echa mano del contraste entre el griego y el judío para situar dialécticamente la síntesis operada por el cristianismo. Una de las actitudes que opone es la amistad/enemistad con la naturaleza. El griego ama la vida; el judío está marcado por el odio, la desconfianza, la hostilidad. Esta enemistad procede, según Hegel, del carácter nómada y errante del pueblo judío. Para el nómada, la naturaleza no es precisamente un objeto del que sería posible encariñarse. No es, en consecuencia, divinizable: sus teofanías son siempre la negación de la naturaleza, la irrupción de su objeto supremo siempre se da en contra de lo natural.
Por lo demás, ese objeto supremo no podría admitir más contenido que la promesa de su propia seguridad y de su descendencia. Una divinidad de esta índole es un sí-mismo elevado a su máxima potencia: cada sacrificio hecho a ese Dios es un sacrificio realizado para sí mismo. Un objeto infinito que guía al pueblo y al que éste se somete más sólo porque un dios así le sirve a dicho pueblo.
El judío sólo puede relacionarse con su Dios de una manera negativa. Ese nexo está determinado por el temor. No ocurre, como es lo propio del cristianismo, que el Objeto Supremo pueda ser apropiado o recreado en el interior del pueblo que le rinde culto. “Un pueblo”, observa Hegel, “que está sirviendo a un objeto debe suponer, necesariamente, que éste le sirve a él a su vez; debe crear una unión entre sí y este objeto; pedirle justicia o esperar su gracia” [viii].
Con la formación y desarrollo del judaísmo, lo que se cumple es un paso hacia el dominio de lo universal sobre lo particular. La religión de Abraham y de Moisés nace de la experiencia del desarraigo, del desgarramiento. Los lazos de la amistad y de la convivencia —los lazos tensados por el amor— son destruidos. El judío encarna el destino de la errancia, el destino en cuanto errancia. El amor cede su sitio al anhelo de libertad. Es la afirmación de la independencia, lo cual conlleva la afirmación de la extranjería, de la extrañeza respecto de la tierra —y de los demás hombres—. El Dios de un hombre así es un Dios que domina al mundo, no algo de lo cual éste participaría.
Hay algo verdaderamente inquietante en el pueblo judío. No es porque sea extraño, o anormal, o dotado de una experiencia excepcional; es más bien por el hecho de que en él se realiza, prácticamente sin distorsiones, y con toda su violencia desnuda, el tránsito de lo particular a lo universal. Un tránsito que, por lo demás, parece constituirse como línea maestra de todo proceso civilizatorio. Hegel advierte en este traspaso un progreso, pero también una insuficiencia. Lo universal debe absorber a lo particular y no simplemente dominarlo. Reconozcamos que “absorber” no es ciertamente una locución del todo adecuada. Lo importante es observar que lo universal no ha de ser la mera negación de lo particular —una negación “abstracta”—, sino una negación determinada.
La constitución del monoteísmo hebreo y la posterior aparición del cristianismo sirven a Hegel precisamente para poner en escena esta diferencia. “El Dios de Abraham no era un Dios familiar o nacional, como lo tuvieron otros pueblos, más que en el sentido de que la nación judía debería haber sido la única nación” [ix]. Cada nación ¿querría ser la única nación? Esta posibilidad se abre lógicamente en todo movimiento de traspaso de lo particular a lo universal. La particularidad del pueblo judío no es otra que su afirmación desnuda y sin compromisos en el medio de la universalidad.
Esta afirmación es, para Hegel, a todas luces insuficiente. Después de todo, Abraham necesitaba el trigo. La universalidad judía no es más que su particularidad henchida hasta el infinito. De ahí que su vínculo con el mundo, en su inmediatez y su multiplicidad, sea el del antagonismo. Oposición, tiranía, dominio. El judío que alcanza a tener poder es no por casualidad un consumado déspota. Cuando lo infinito resulta ofendido, dice Hegel, “la venganza tiene que ser también infinita”. Ante el poder de lo universal, lo particular sólo merece la aniquilación.
Lo curioso es que estos ataques al judaísmo podrían muy bien, visto el cuadro completo, dirigirse al cristianismo. Pero el joven Hegel asegura que en éste la transición de lo particular a lo universal se produce merced a la mediación de un sentimiento que justamente se podría caracterizar por elevar —sin violencia— lo particular a la altura de lo universal. Un sentimiento, que el Hegel maduro sustituirá sin miramientos. Quizá, en el fondo, el amor y la razón conserven su contenido básico, que es por otra parte una petición de principio: que esta violencia (civilizada) rompa la espiral de la violencia (salvaje).
El judío se eleva de lo particular a lo universal, pero ese universal imaginado sólo pide la destrucción de lo particular. “Fuera de lo infinito todo es materia, algo que, encontrándose fuera de él, no participa de él, no es sino un material sin derecho propio, sin amor, algo maldito, que se salva quedándose quieto u ocultándose”, escribe Hegel en un tono casi novelesco. El asunto es que aquí Dios sólo ha alcanzado la categoría de Objeto (infinito). Una idolatría elevada a la máxima potencia, una idolatría que se concibe a sí misma por encima de toda idolatría. “Una religión del infortunio para el infortunio; no la de la dicha que quiere un juego alegre; el Dios es demasiado grave”, sentencia Hegel [x]. Pues, además, este Dios (infinito) es la negación de lo finito (humano): “Si el objeto infinito lo es todo, el hombre no es nada”.
El judío anhela la libertad por encima de la belleza o el amor. Pero su destino consiste en permanecer eternamente esclavizado a su propia idea de la divinidad.
La imagen que nos lega Hegel es casi mitológica. El griego es un niño que juega con los productos de su imaginación, un niño que sólo quiere disfrutar de su existencia. A su lado, el judío es un adolescente atormentado, un ser extrañado del mundo, que genera desde el dolor y el desgarramiento la figura de un Padre Protector y a la vez despiadado. A diferencia del griego, el judío ha sufrido la hostilidad de la naturaleza, y ha aprendido a reaccionar a ella. El griego, en este sentido, es antediluviano. Prevalece en él un talante confiado y optimista. En contraste, la relación del judío con la naturaleza es disarmónica. No hay lugar para la reconciliación: a la naturaleza no hay que contemplarla, y mucho menos amarla, solamente hay que someterla [xi]. En los escritos de juventud, la perfecta antítesis del judío es el griego.
Para Hegel, la religión no emana del temor ante el poder de Dios o de la naturaleza, sino de la conciencia del poder del espíritu frente a la necesidad natural. En este respecto, la religión no es, según sugieren por su parte un Schleiermacher o un Schelling, señal de la dependencia y la sumisión del hombre ante un poder que los rebasa, sino de su propia autoafirmación vital. Esta autoafirmación, empero, no se produce de golpe. Hay un progreso en esta exigencia, progreso que es, en el tiempo y en el espacio, resultado de una incesante lucha. Las religiones —como prácticamente todo lo demás— evolucionan siguiendo un esquema lógico, así no encuentre éste acomodo en el marco de una férrea sucesión cronológica.
En primer lugar se produce lo que Hegel llama religión de la magia, consistente en una afirmación abstracta de lo humano (singular) frente a la naturaleza. Es la representación del dominio del espíritu sobre la naturaleza sensible, que va transitando desde la inmediatez del conjuro mágico —en los pueblos esquimales, mongoles y africanos— hasta —en el caso particular de la China imperial— la compleja mediación de un aparato estatal. Allí es en un tercero —el Emperador— en quien recae el poder de dominar lo visible y, sobre todo, lo invisible.
Pero la magia no es todavía, hablando con rigor, religión. Ésta sólo aparece en el momento en que el hombre no simula su dominio sobre el mundo, sino que simplemente lo asume — incluso en su esencial indeterminación. A este recogimiento interior que descubre el hecho de la libertad sin ejercer de manera inmediata el correspondiente dominio de lo natural se asocia, de acuerdo con Hegel, el surgimiento del budismo. Allí comienza la religión, que no es propiamente un trabajo, un ponerse frente a otro y negarlo —“lo práctico de la potencia”—, sino una renuncia sin sacrificios, un ensimismamiento fruto de la supresión y la ausencia del deseo [xii].
En segundo lugar aparece la denominada religión de la fantasía, encarnada en el hinduismo brahmánico. El ensimismamiento está librado por entero al poder —politeísta— de la imaginación. No se produce en este desarrollo ninguna articulación coherente de la eticidad: la conciencia del Uno está desvinculada de lo particular [xiii]. Semejante conexión sólo se verifica en la religión consumada, es decir, en el cristianismo. Pero antes de la aparición de esta religión, Hegel describe otras formas lógicamente defectuosas o incompletas. Ellas son, primero, la religión del bien o de la luz, que corresponde al zoroastrismo persa, y, segundo, la religión del enigma, que encuentra cristalización histórica en las creencias y cultos del antiguo Egipto.
Lo esencial y característico de estas figuras es que representan etapas o momentos específicos de un proceso lógico. Se trata, según lo dicho, de un complejo y temporalmente dilatado proceso de liberación respecto de la naturaleza sensible. Por expresarlo en términos adecuados al objeto, el proceso consiste esencialmente en vencer a la Muerte. El concepto de Dios que va abriéndose paso en esta selva de formas religiosas es el poder de asumir la muerte y de superarla en la resurrección.
Este poder se anuncia ya en la religión del bien y de la luz. Lo que hace concreto al concepto de Dios, lo que le confiere toda su dignidad y determina toda su gravedad, no es su infinita potencia y superioridad, sino su capacidad de asumir-y-vencer a la muerte. En este sentido, la muerte de Dios es menos una contingencia o un accidente que el punto de inflexión de todo el proceso lógico que el despliegue histórico de las religiones eleva al nivel de un drama cósmico. “A primera vista”, señala Hegel, “esta muerte parece ser algo indigno a la divinidad; nuestra representación sostiene que la suerte de lo finito es perecer y la muerte, en la medida en que se aplica a Dios, es en él una metáfora tomada de la esfera de lo finito, que no es adecuado a él; así Dios no es sabido verdaderamente y es afeado por la determinación de la negación. Frente a aquella afirmación está ante todo el hecho de que Dios debería ser concebido como el ser supremo, lo meramente idéntico a sí mismo; se considera que esta representación es la suprema y la más excelente, de modo que el espíritu en definitiva llega solamente a esta representación verdadera de Dios” [xiv].
Pero esta representación de la divinidad es “pobre” y está “vacía”. Lo decisivo en la religión del bien y de la luz es que se franquea un límite: en ella, el momento de la muerte no sólo se predica de lo finito, sino que aparece en cuanto contenido de Dios mismo, “inmanente a la esencia misma” [xv]. Nada, ni siquiera la muerte —¡y ella menos que cualquier otra cosa!—, puede faltarle a la Idea divina.
El paso de la representación (abstracta) de Dios a su concepto (concreto) implica lógicamente la asunción de su mortalidad. Si el espíritu es negatividad, no podría carecer interiormente de este momento profundamente negativo que es la muerte, la muerte de lo natural. Y allí es justamente en el punto en que todo el silogismo se flexiona y vuelve sobre sí. Implacable, Hegel prosigue: “El dios inmediato no es Dios. Espíritu es solamente aquello que existe libremente en sí mismo y por sí mismo, aquello que se pone a sí mismo. Este ser en sí y por sí mismo contiene el momento de la negación. La negación de la negación es el regresar a sí mismo y el espíritu es lo que regresa a sí mismo eternamente. (...) El espíritu es lo que supera la negación, lo que vence a la muerte que aparece como negación y a la esfera de la negación; con ello el dios es restablecido y él es el espíritu en cuanto que así retorna eternamente a sí mismo” [xvi]. Para vencer a la muerte, el espíritu primero ha de hallarse en posición de asumirla.
El dios de estas figuras de la religión no es (todavía) Dios. Su representación está lastrada por lo particular, por lo sensible; los dioses son productos de una mezcla entre lo natural y lo espiritual, entre lo étnico y lo ético, entre lo singular y múltiple y el todo universal. Todas las religiones están en tránsito, en vías de abrirse a lo universal, es decir, al espíritu. Cada una de ellas está volcada hacia otra cosa que en ellas, dentro de ellas, pugna —con frecuencia inútilmente— por emerger, por ver la luz.
Las “religiones de la naturaleza” se encuentran en perpetua transición hacia lo que Hegel llama ahora “religiones de la individualidad espiritual”. En ellas, el proceso de absorción de la multiplicidad, del desorden y de la contingencia de lo sensible avanza un paso más. Aparece en primer lugar la religión de la sublimidad, que mantiene su correlato empírico en el pueblo judío. El Uno se eleva infinitamente sobre lo múltiple, pero en esta elevación lo sensible queda profanado. El Uno no muestra su poder, sino que exige el reconocimiento de lo finito. El vínculo que se establece entre ambos polos es un vínculo que toma el desvío del temor y deriva en sumisión. Por otra parte esta sumisión a lo universal es exclusivista: sólo concierne al pueblo israelita. Lo universal está ligado y sometido a una necesidad finita.
Enseguida hace aparición la religión de la belleza, que define a la antigüedad griega. El proceso de humanización de la alteridad —o de espiritualización de la naturaleza— continúa profundizándose. Los dioses son más humanos, y la naturaleza cede su sitio a la ética. Pero las limitaciones siguen siendo evidentes; incluso los dioses, en su alegría, están sometidos a una necesidad ciega. La contingencia no ha podido ser del todo exorcizada.
Por último cristaliza la religión de la finalidad. Es Roma: todos los dioses han sido sometidos al Júpiter capitolino, y los dioses romanos son prosaicos, prácticos, utilitarios. El concepto dominante es el de un fin empírico exterior: la conquista imperial del orbe.
El esquema básico es el siguiente: el espíritu domina a la naturaleza, pero no inmediatamente. En este esfuerzo va conociendo fases y estadios determinados [xvii]. Comienza en el momento de la magia: el espíritu opera bajo el sólo impulso del deseo (religiones “primitivas”). En un segundo momento, el poder se desdobla; por una parte se convierte en algo abstracto (taoísmo) y por la otra se concentra en la figura de un hombre todopoderoso (religión china). El tercer momento es la extinción del deseo; se sale así del ámbito de la magia (budismo). El cuarto momento es el politeísmo de la fantasía (hinduismo); el quinto momento es el paso hacia la objetividad del dios, primero en una forma simple (mazdeísmo) y después en “fermentación” (religión egipcia).
Estas cinco fases se agrupan dentro de las llamadas “religiones de la naturaleza”, que consisten en reducir lo natural-sensible a signo de la revelación del espíritu. El sexto momento es un paso importante en la humanización de lo universal: los dioses adoptan figuras humanas y se aproximan a la exposición de valores morales (paganismo griego). El séptimo momento consiste en una desacralización del mundo y una reducción de la divinidad a sus atributos morales (judaísmo). Finalmente, el sexto y el séptimo momento encuentran su acabamiento (y su corrupción) en el octavo momento: la divinidad coincide con la Fortuna, es decir, con una finalidad exterior que es la conquista imperial del orbe (paganismo romano). En esta religión terminal, lo absoluto está puesto al servicio de fines prosaicamente humanos.
Con la invención del monoteísmo, lo que retrocede es la imaginación mitológica. La religión de la naturaleza desaparece ante la exigencia moral: la Biblia narra esta sustitución, que acompaña, marca y define toda la experiencia del pueblo judío. Este desplazamiento equivale también a un desmarcaje con respecto a la filosofía, tal como ésta había sido concebida y practicada por los griegos. El monismo naturalista de gran parte de la metafísica griega entra en pugna con el dualismo ético del pensamiento hebreo. En el monoteísmo se acentúa la separación entre Dios y el mundo, es decir, entre la libertad y la naturaleza. Dios es el Creador, pero crea el mundo urgido por motivaciones morales. El Dios judío no es una fuerza natural, sino una persona, una persona moral, que establece con el hombre una relación personal: el yo se vincula a un tú que se constituye según una exigencia ética. Hombre y Dios no se tocan: sólo se rigen por un diálogo, y este diálogo confiere a la palabra un poder ontológico (dabar significa a la vez palabra y cosa, decir y hacer). Todo ocurre por la fuerza de la Palabra, que es inmediatamente Acción. El Dios judío es el creador del mundo, y en absoluto se confunde con él.
Esto significa que las cosas del mundo pierden su carácter sagrado. El monoteísmo da fe de una súbita secularización, de la irrupción del carácter apropiable y administrable de la naturaleza. En este aspecto se distingue nítidamente de las religiones mitológicas, cuyo rasgo más notorio es precisamente la divinización de las fuerzas de la naturaleza.
En la religión de Yahvé, la naturaleza está cegada (y negada). Es una religión que desencanta al mundo y que combate la magia (entendida como el dominio de una fuerza oculta a la cual se pliegan dioses y demonios), una religión que disocia lo material y natural de lo personal y moral, una religión desacralizante (aunque en el imaginario bíblico se conserven símbolos y arquetipos primordiales).
Por otra parte, el hombre se concibe como un ser esencialmente histórico que se opone a la naturaleza. Dios no es el señor de la naturaleza sino el de la Historia: acaece en la historia, revelándose en ella y dirigiéndola hacia su meta. Por ello, la importancia de la profecía —regida por el futuro— es decisiva. Todo el pasado y el presente cobran sentido por una referencia al punto futuro en el que convergen. “El activismo moral de la Biblia”, observa un especialista, “construye el mundo y la historia conforme al orden moral y a la voluntad divina” [xviii]. Y esta convicción básica exige a su turno una reflexión ético-religiosa que permita armonizar los acontecimientos concretos de la historia. ¿Qué sentido tiene la injusticia —o, mejor, el sufrimiento del justo— en el despliegue histórico de la voluntad divina? La respuesta no puede ser filosófica.
El libro de Job muestra ese callejón sin salida de la razón. La respuesta es religiosa en el sentido de que es preciso admitir que los medios utilizados por Dios son incomprensibles para los hombres. Y este es el nudo más paradójico del judaísmo: como advierte Trebolle, “hace irrumpir al Dios incomprensible que, paradójicamente, funda la confianza en una providencia impenetrable al entendimiento humano pero hecha de amor y de justicia” [xix]. El judío se ve impelido a confiar sin vacilaciones en un poder que no comprende. No lo comprende, pero sabe que todo cuanto ocurre en la historia forma parte de un Plan Divino. La historia real se lee entonces a partir de una historia ideal, es decir, desde la utopía —desde el mesianismo—. El tiempo histórico aparece en su inteligibilidad desde el no-tiempo divino, y el espacio geográfico desde su inespacialidad última.
La Biblia no es un tratado (filosófico) sino una historia. Narra una historia en muchos sentidos excepcional. La experiencia fundamental es la liberación de un pueblo de la esclavitud (en Egipto) y de la opresión (en Canaán). El fundamento de esta religión no se confunde con el origen (mítico) de los tiempos, sino que se reconoce en un acontecimiento histórico, en una fecha específica. Por otra parte, se constituye no como legitimación de un orden sociopolítico ya dado, sino en cuanto oposición al mismo.
Todo esto determina que las creencias religiosas existentes desciendan, desde la perspectiva bíblica, al estatuto de idolatrías. Lo divino no es, para Israel, la experiencia —orgiástica, o sensorial— de lo sagrado, sino la sujeción personal a lo santo: a saber, a la Ley, a la exigencia moral. Esta sustitución de lo sagrado por lo santo constituye el impulso primordial de la religión judía.
El “segundo impulso” se verifica en el ámbito del profetismo. En contraposición a las legitimaciones míticas del poder, el profetismo bíblico sitúa en el futuro la fuente de su propia legitimidad. Esta orientación genera constantes tensiones con los poderes constituidos, que tienden a fomentar y acentuar privilegios y, con ello, a despertar inconformidades y revueltas. Los profetas denuncian la subordinación del culto a las prioridades del poder, y se ponen del lado del marginado y el miserable. Saben que la injusticia es la antesala de la catástrofe.
Es de notarse, por lo demás, que este impulso profético no ha resultado, en la historia del judaísmo, particularmente victorioso. Sus éxitos han sido muy limitados, por más que siempre formen ineliminable parte de la tradición.
Junto a esta línea puede todavía reconocerse un “tercer impulso”, de carácter jurídico-teológico. La reforma deuteronomista surge para hacer frente a la “contaminación sincretista” que se produce en la época de sujeción de los poderes a Asiria (siglo VII a. C.). Se trata de una reforma jurídico-religiosa que “era exclusivista y separatista hacia el exterior, pero hacia adentro era integradora y revestía incluso caracteres utópicos” [xx]. Con la destrucción de la monarquía y la experiencia del exilio, la idea de Dios alcanzó una mayor purificación, una trascendencia y una universalidad por encima de las contingencias políticas, militares e incluso religiosas. Las catástrofes de la historia no debilitan al monoteísmo; lo tornan, por e l contrario, inexpugnable: “El monoteísmo, hecho realidad primeramente en el mundo de los dioses, daba sentido a todas las catástrofes nacionales, integrándolas en una concepción universal de la historia que abría una esperanza de salida a la crisis y ofrecía además un paradigma de salvación para toda situación de crisis posterior” [xxi]. En cualquier caso, la experiencia del exilio rompe la unidad presupuesta entre el poder político y el poder divino.
Durante la dominación persa, el judaísmo se caracteriza por la coexistencia de distintas corrientes y tendencias, aunque polarizadas entre un partido hierocrático —conservador y tradicionalista— y un partido visionario y utópico que profetizaba un cambio radical. Esta polaridad se expresó asi mismo en la tensión entre la identidad étnica —particularista— y la identidad religiosa —universalista—. La Biblia da testimonio de todos estos movimientos y tensiones internas, y concede un lugar a su expresión.
Pero la cuestión esencial de esta época sigue siendo la del mal. ¿Por qué castiga Dios a sus propios hijos? La respuesta puede ser o bien apocalíptica o bien dogmática. Dentro del judaísmo, fue la respuesta farisea —acatamiento riguroso a la Torá— la que terminó imponiéndose.
La Biblia narra, así, la historia desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Disuelve todos los mitos para imponer un Mito que ya no se concibe a sí mismo en cuanto mito. En este sentido, la Biblia, como lo expresaría Hegel, suprime-y-conserva lo esencial del pensamiento mítico. Es la experiencia de la asunción histórica del mito y de la correlativa asunción mitológica de la historia.
En la Biblia “confluyen”, escribe Trebolle, “unas experiencias históricas fundacionales y un universo simbólico, que conformaron una historia sagrada, celebrada en ritos de alianza y conceptualizada en un libro sagrado. Todo ello aparece estructurado conforme a un paradigma básico de Exilio-Redención y a una serie de tensiones que confieren al conjunto una proyección hacia un fin escatológico abierto” [xxii]. Un libro, pues, que pone en escena menos la destrucción del pensamiento mítico-simbólico que su utilización al servicio de una exigencia ético-existencial. La imaginación mitológica sufre una especie de refrigeración y envasado. Cede su puesto a la voluntad de Ley, por más que esta voluntad se vea forzada a revestirse una y otra vez de mitos, de ritos, de símbolos y arquetipos.
El judaísmo bíblico sería, en tal respecto, una secularización insuficiente de los regímenes mitológicos.
[i] E. O. James, Introducción a la Ciencia de las Religiones, Cristiandad, Madrid, 1987, p. 217.
[ii] Ibíd., p. 220.
[iii] André Neher, “La filosofía hebrea y judía en la Antigüedad”, en Historia de la Filosofía, vol. I, siglo veintiuno editores, México, 1972, p. 55.
[iv] Ibíd., p. 57.
[v] Cf. G. W. F. Hegel, “Esbozos para ‘El espíritu del judaísmo’”, en Escritos de juventud, FCE, México, 1978, p. 224.
[vi] Ibídem.
[vii] Ibídem.
[viii] Ibíd., p. 228.
[ix] Ib., p. 229.
[x] Ib., p. 232.
[xi] “Noé se aseguró contra el poder hostil de la naturaleza sometiendo a ella y a sí mismo a un ser más poderoso, dominándola. Ambos concertaron una paz forzada con el enemigo, perpetuando la hostilidad. Ninguno de los dos se reconcilió con él, tal como lo hizo la bella pareja de Deucalión y Pirra, quienes, después del diluvio de su época, invitaron a los hombres a retomar su amistad con el mundo y con la naturaleza, haciéndoles olvidar, en la alegría y en el gozo, la penuria y la hostilidad. Concertaron una paz de amistad; fueron los progenitores de naciones bellas y convirtieron su época en madre de una naturaleza nacida de nuevo, que conservó su vigor juvenil”, Ib., p. 236.
[xii] G. W. F. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la religión, vol. 2, Alianza, Madrid, 1985, p. 190.
[xiii] “Hay eticidad solamente cuando la unidad determina lo particular; toda particularidad está determinada por la unidad sustancial. Si esto no es puesto entonces la conciencia de lo universal es esencialmente algo segregado, ineficaz, carente de libertad y de espiritualidad”, Ibíd., pp. 222-223.
[xiv] Ibíd., p. 240.
[xv] Ib., p. 241.
[xvi] Ib., p. 242.
[xvii] No entro aquí en las variantes expuestas por el propio Hegel en sus lecciones de 1821, 1824, 1827 y 1831.
[xviii] Julio Trebolle, La experiencia de Israel: profetismo y utopía, Akal, Madrid, 1996, p. 6.
[xix] Ibíd., p. 8.
[xx] Ibíd., p. 15.
[xxi] Ibíd., p. 19.
[xxii] Ibíd., p. 24.