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Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.

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Platón, la imagen y el concepto por Guillermo Nelson Guzmán Robledo, Leobardo Villegas Mariscal y Sergio Espinosa Proa

Diciembre 2017, número 17.
Autor: Thalía Rangel Herrera. Título: Tiempo. Técnica: Linoleografía. Medidas: 56x76cm. Año: 2017.

Guzmán Robledo, Guillermo Nelson, Villegas Mariscal, Leobardo y Espinosa Proa, Sergio. (2017). Platón, la imagen y el concepto. Revista Digital FILHA. [en línea]. Diciembre. Número 17. Publicación bianual. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.

Guillermo Nelson Guzmán Robledo es Doctor en Filosofía por la UNAM. Ensayista, miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Autor del libro Los caminos del Extravío, La Part Maudite de Georges Bataille, publicado en París en el 2015, así como la edición de los Escritos sobre Hegel de Georges Bataille en la editorial española Arena libros. Es profesor de literatura y de filosofía en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Contacto: nelsongr7@hotmail.com

 

Leobardo Villegas Mariscal. Licenciatura y Maestría en Filosofía, Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ). Maestría y Doctorado en “Historia de América Latina: Mundos Indígenas”, Universidad Pablo de Olavide, Sevilla (España). Diploma de Estudios Avanzados (DEA), Programa de Doctorado “Historia, Filosofía y Pensamiento”, Universidad de Zaragoza (España). Docente-investigador en la Unidad Académica de Filosofía, UAZ.

 

Sergio Espinosa Proa es licenciado en Antropología Social (ENAH, 1977) y doctor en Filosofía (Universidad Complutense de Madrid, 1997). Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas desde septiembre de 1981. Fundó para ella la Especialidad en Docencia Superior (1984) y la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas (1990). Ha publicado una veintena de libros de los que pueden mencionarse: La fuga de lo inmediato. La idea de lo sagrado en el fin de la modernidad (Madrid, 1999), El fin de la naturaleza. Estudios sobre Hegel (México, 2004) entre otros. Recibió el Premio Nacional de Ensayo “Abigael Bohórquez” (2006) y el Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI/UAS/ColSin (2015). Es miembro del Cuerpo Académico “Estudios de filosofía, antropología y estética” de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Contacto: sproa52@hotmail.com

PLATÓN, LA IMAGEN Y EL CONCEPTO

 

Resumen: El artículo versa sobre la relación de la Teoría de las Formas platónica con la génesis del pensamiento conceptual. En él se afirma la dependencia del concepto en relación con la imagen, pese a que su nacimiento surge precisamente en oposición a ella. La filosofía griega implicaría entonces un tránsito del pensamiento mágico al racional marcado por una manera distinta de establecer la relación entre los signos, y sus referentes y la incorporación del código explícito de la gramática y la lógica.

Palabras clave: Platón, imagen, concepto.

Abstract: The article addresses the relationship between the Theory of Platonic Forms and the genesis of conceptual thought. It affirms the dependence of the concept regarding to the image, although its birth arises precisely in opposition to the concept. Greek philosophy would then imply a transition from magical to rational thought indicated by a different way of establishing the relationship between signs and referents by the intermediation of grammar and logic.

Key words: Plato, image, concept.

 

INTRODUCCIÓN

Probablemente las razones que estimulan el efecto paradójico que despierta en nosotros una determinada idea o teoría, proceden de la facilidad con que el dualismo reduce a términos antagónicos realidades complejas. Acostumbrados como estamos a delimitar los conceptos en formas fijas, estamos impedidos a percibir los matices y las oposiciones íntimas que subsisten al seno de una misma idea o a observar las pugnas bajo las cuales nacen. Nos negamos a comprender ciertas relaciones problemáticas inherentes a todo aquello que le asignamos una identidad monolítica y los reducimos a cómodos esquemas en donde las ideas fungen como piezas que podemos mover en el tablero de nuestro pensamiento.

De este modo, puede resultarnos paradójica la observación que postularía a Platón como el artífice de una teoría imaginaria de los conceptos. Una teoría que, pese a manifestar claros esfuerzos por conjurar la imagen, se halla arraigada a formas de pensamiento que mantienen vínculos con ella. Tratándose del incipiente nacimiento del pensamiento conceptual, la Teoría de las formas mantiene resabios claros de elementos que chocan con éste. Se trata de una dialéctica nutrida de la imagen, pero también contra ella.

Cierto, la imagen está siempre presente en cualquier forma de discurso o, más aún, en todo pensamiento. Si bien podemos contraponer el pensamiento abstracto al imaginario, a menudo se entrelazan, sin que podamos cabalmente distinguir la facultad de imaginar con la de abstraer.

Señalemos en primer lugar el empleo frecuente que Platón hace de la imagen para ilustrar sus teorías: el conocido mito de la caverna o el relato del armenio Er, que murió en la batalla y resucitó en la pira al décimo día; las descripciones del trasmundo que relatan los iniciados en los misterios órficos que contienen El Fedón o El Fedro, el mito de los andróginos relatado por Aristófanes en el Banquete o las furtivas nupcias de Poros y Penia de las que nace Eros. Todos, claros ejemplos de la habilidad no escatimada por el filósofo para ilustrar sus teorías o persuadir a los oyentes.

El elemento imaginario del pensamiento platónico puede sorprender si recordamos, por otra parte, su hostilidad explícita hacia la imagen, que podemos constatar en diálogos como La República o El Sofista, donde su obstinada aversión a los poetas es un motivo que lleva a Platón a echar mano del análisis y crítica de la imagen.

Pero más allá de las oscilaciones en las que el pensamiento platónico se desplaza, cuyos extremos son el simultáneo uso y crítica de las imágenes, lo que es digno de resaltar es cómo al seno mismo de su Teoría de las formas podemos encontrar la tensión resultante de dicha oscilación. El pensamiento platónico, está a medio camino entre el mito y la lógica, entre el relato y el silogismo. Por una parte, se trata de la primera formulación de una teoría del concepto. Empeñada en adherirse a la naciente dialéctica (procedente de la escuela de Elea) que desdeñaba la contradicción, pareciera un esfuerzo malogrado cuyas fisuras e incongruencias se harán manifiestas al mismo Platón, quien se habría propuesto enmendarlas en obras posteriores como El Parménides o el Sofista.

Desde un punto de vista genealógico, esto implica el conflicto inherente al surgimiento del concepto, que pugna por deslindarse justamente de las formas de vinculación de las que ha nacido. No es casual que, a lo largo de la historia, la imagen ha sido desdeñada por los filósofos y los teólogos, ya que siempre se le asoció con la corporalidad y con el aspecto ilusorio del mundo sensible. Desde sus comienzos, la filosofía se opuso a las representaciones visibles de los dioses: "Jenófanes criticaba la producción de imágenes divinas y las parangonaba con la animalidad" (DK, 21, B15), el judaísmo glorificaba el nombre de Dios, pero condenaba sus imágenes, el islam es severamente condenatorio de ellas y el cristianismo sólo aceptó las imágenes cuando observó en ellas su efectividad política: Cuerpo e imagen, responde la ortodoxia, constituyen un pleonasmo. O se acepta o se rechaza todo a la vez. Mediación de un mediador único, y racional como él, la imagen se deduce de la encarnación. (Debray: 1994).[i]

Se podría argumentar que el empleo que Platón hacía de las imágenes tenía una función meramente didáctica y que, por lo tanto, no introducen incongruencia alguna con sus teorías sobre la verdad, las ideas o los nombres. Más allá de dicho empleo, la obra platónica, ahí donde manifiesta el esfuerzo por sacudirse la lógica de lo imaginario, también  la expresa, si no en su pureza, al menos conservando vestigios de su presencia.

Para abordar dicho problema resulta indispensable que tratemos previamente lo que aquí se concibe como pensamiento imaginario y sus diferencias con el conceptual para guiar nuestra interpretación de la obra platónica, así como derivar de ello ciertas consecuencias para entender la naturaleza de ambas formas de pensamiento.

 

PENSAMIENTO IMAGINARIO Y PENSAMIENTO CONCEPTUAL

La semiología de C. Sanders Peirce estipula una triple división de los signos de acuerdo con su relación con el objeto: indicio, ícono y símbolo:

 

La división más fundamental de los signos es en Iconos, Índices y Símbolos. A saber, aunque ningún representamen funciona realmente como tal hasta que determina efectivamente a un interpretante, sin embargo, llega a ser un representamen tan pronto como es totalmente capaz de hacerlo; y su cualidad representativa no es necesariamente dependiente de que alguna vez determine efectivamente a un interpretante, ni siquiera de que tenga realmente un objeto.  (Peirce, 2005, s/p).

 

Según esta división, que influyó posteriormente en el estructuralismo, el primero es el ícono. Signo cuya relación con el objeto representado deriva de su semejanza. Aunque es de índole principalmente visual, no excluye otros aspectos o dimensiones sensoriales: un dibujo, una efigie, un mapa son íconos, en la medida en que su relación con el objeto es de naturaleza análoga, pero también lo puede ser el ritmo de la escritura o la repetición de un verso. El primero de ellos está asociado con la contigüidad entre el signo (representamen) y lo representado. Una huella sobre la tierra, la columna de humo que se eleva desde una hoguera, un grito que expide una persona lastimada, la comunicación no verbal que transmiten nuestros gestos faciales, son ejemplos del indicio, cuyo rasgo principal distintivo frente a los demás tipos de signos, es que posee una relación más inmediata con su objeto, una relación causal, ceñida a la inmediatez espacial o temporal. Finalmente estaría el símbolo, signo cuya asociación es meramente convencional, en el que la intermediación de un código es lo que asocia al signo con su objeto y cuya expresión paradigmática es la esfera del lenguaje.

Esta división del signo puede ilustrar diferencias que resultan útiles para nuestros propósitos. Es sabido que las lenguas poseen un carácter convencional y que son el medio de comunicación simbólica por excelencia. Sin embargo, debemos añadir que la convencionalidad es relativa a la conciencia de quienes la emplean. Puede ser que las palabras no posean como medio de vinculación ni la contigüidad ni la analogía y, sin embargo, el hablante no sea consciente de ello, por lo que para él las palabras pueden ser tenidas como indicios o íconos. El estremecimiento que para un griego implicaba el simple pronunciamiento del nombre de “Perséfone”, le hacía preferible emplear el eufemismo “Core” (La doncella) para referirse a la divinidad femenina del inframundo y evitar invocar su presencia. Por ello, "los poetas preferían eludir su nombre y hablaban siempre de ella como de Core, "la Doncella” " (Kerenyi, 2003, p. 55). Ahí, la pronunciación de las sílabas propicias podía ser determinante. El nombre está vinculado ambiguamente al carácter terrible de la diosa, se reviste de los rasgos de un indicio que deseamos mantener a la distancia.[ii]

Existe un hábito mental a ligar los signos con las cosas. La filosofía se ha encargado de distanciar la relación del significante con el objeto. De hecho, es quizás el mismo Platón, en su obra de plenitud, quien por vez primera tomó conciencia de la convencionalidad de las palabras, al sostener en el Sofista la polisemia de los discursos al concebir la posibilidad de que el significado de los nombres pueda cambiar dependiendo del uso que se les confiera. Por ello, es factible afirmar que la conciencia de la convencionalidad de los signos aparece históricamente, que tiene un origen que es relativo a la cultura que asigna un valor de intercambio diferente al signo, fundando un tipo de relación distinto entre los signos y los objetos. No es una característica natural de las lenguas, sino que está mediada por la conciencia que quienes la emplean tengan de ella. La cábala, por ejemplo, mantiene la adherencia de los signos escritos con el mundo sagrado y la creación. No considera que las silabas o las grafías que componen una palabra contenida en un libro sagrado puedan ser convencionales, sino necesarias. En un poema titulado precisamente “El Golem”, Jorge Luis Borges ilustrar lo anterior con suma elocuencia:

 

Si (como el griego afirma en el Cratilo)

el nombre es arquetipo de la cosa

en las letras de rosa está la rosa

y todo el Nilo en la palabra Nilo.

 

Y, hecho de consonantes y vocales,

habrá un terrible Nombre, que la esencia

cifre de Dios y que la Omnipotencia

guarde en letras y sílabas cabales (Borges, 1996, p. 263).

 

La dimensión convencional del símbolo depende de que quiénes lo emplean, sean conscientes de ella. De lo contrario, el símbolo mismo se reviste bajo el aspecto de lo imaginario. Las palabras pueden entonces comportar el carácter de la imagen o del indicio. Por otra parte, esta conciencia de la convencionalidad del símbolo es paralela del pensamiento conceptual, un régimen en el que la distinción entre el significante y el significado se vuelve explícito y que, al perder la efectividad que la liga las palabras y las cosas de manera sensible, se ve obligada a postular de manera manifiesta las leyes de su organización. Con ello, toma distancia de la asociación primitiva del indicio y de la imagen. El concepto parte del establecimiento de un aparato de categorías que rigen las asociaciones posibles entre los signos y es por ello paralelo al surgimiento de la lógica y de la gramática.

La imagen establece un vínculo directo con el objeto a partir de la mera semejanza o analogía. No se trata de una relación discreta, sino continua. Su fuerza y naturalidad radican en que no enlaza a los signos de manera abstracta, sino sensible: "La imagen es más contagiosa, más virulenta que el escrito" (Debray, 1994, p. 80). Esa inmediatez genera el efecto de una correspondencia ontológica. Parece poseer cualidades “mágicas”, en virtud de las cuales los signos y las cosas transfieren sus propiedades. Georges Frazer postulaba que, junto al indicio, la imagen está a la base de la magia simpatética. El indicio se corresponde a lo que denomina magia contaminante, mientras que la imagen a la magia analógica. El primero se rige por el supuesto de que un objeto que establece un contacto íntimo, espacial o temporal con otro, transmite sus propiedades y traza un vínculo que raya en la identidad. Un ejemplo de ello podría ser la noción de miasma que en la Grecia antigua suponía la muerte de un consanguíneo, que producía una contaminación, sagrada y ominosa que recaía tanto sobre el asesino como sobre los parientes de la víctima quienes debían purificarse del mismo ya sea a través de los ritos propicios (en el caso del homicida) o a través de la venganza de la víctima por parte de los familiares de la víctima). La magia analógica, por su parte, era el resultado de la transmisión de propiedades a causa de la similitud entre objetos, personas o actos. En ambos casos, se trataba de un asunto concerniente no sólo a la significación, sino al poder operatorio que puede ejercerse sobre el objeto deseado: "Los encantamientos fundados en la ley de semejanza pueden denominarse de magia imitativa u homeopática, y los basados sobre la ley de contacto o contagio podrán llamarse de magia contaminante o contagiosa" (Frazer, 1988, p. 34).

A la magia subyace un supuesto ontológico: la transmisión de propiedades que liga la identidad de los objetos representados con el signo. Ambas suponen que las propiedades de un objeto y los efectos que se desea ejercer sobre él pueden ser operados en otro objeto (un signo) que no sólo lo representa, sino que, aunque sea de modo parcial, lo sustituye.

Por otra parte, no podemos dejar de señalar que el pensamiento mítico es eminentemente mágico. Más que anticiparlo históricamente (como postula Frazer) la magia, contaminante o analógica, constituye el medio que articula sus signos. Un mito tiene la facultad para hacer converger en sus narraciones imágenes diversas pero próximas: puede reflejar lo social a la vez que se vincula con medios naturales y extraer de ello la instauración de un culto o un rito que lo reproducen. Por otra parte, Frazer considera que estos principios son inadecuados tanto para el conocimiento del mundo como para la acción. De cierta forma lo que aquí pretendemos rebatir es ese juicio, pues consideramos que el pensamiento conceptual hunde sus raíces en ambas formas. El concepto es una magia regida por el código, pero la asociación primaria de los signos, de la que depende, supone la aplicación de ambos principios. El concepto no es otra cosa que magia codificada. La razón tiene como origen los mismos principios que el pensamiento mágico por intermediación de la lógica y para ello ha tenido que ejercer una operación fundamental cuyo origen se sitúa en Grecia: la relativa disociación del signo y de la cosa.

El rasgo típico del pensamiento imaginario es la simbiosis ontológica de los signos y las cosas. La adhesión irrestricta del significante, significado y referente. Vistos desde esta perspectiva, tanto la imagen como el indicio son proclives al campo de lo ilusorio, a la duplicación ontológica en la que las cosas son y no son a la vez.[iii] El pensamiento conceptual, lógico, nace del menosprecio tanto de la imagen como del indicio, funda el reino del concepto que la destina al ínfimo espacio de lo aparente. El concepto surge donde la “realidad” menosprecia a la ilusión. Por ello surge precisamente ahí, donde se invierte el presupuesto ontológico que priva en la estructura del pensamiento mítico: la identidad y la simultánea diferencia entre las imágenes y el mundo, donde se rechaza la “lógica de la participación” que Lucien Levy-Bruhl atribuye al pensamiento de las sociedades primitivas, esa suerte de trasposición de la identidad de los seres, por la cual una persona o cosa puede ser ella mismas y simultáneamente otra: "poco le importa a la mentalidad primitiva que la imagen y el original sean dos cosas distintas en el espacio, y que parezcan subsistir independientemente una sin la otra. Percibe este hecho y no pretende en absoluto negarlo" (Levy-Bruhl, 1985, p. 132).

La simbiosis de lo contiguo y lo semejante, de la metonimia y la metáfora, es el “criterio” del pensamiento primitivo. La semejanza o contigüidad son el fundamento inconsciente del signo. En cambio, la conciencia de la convencionalidad del concepto es derivada y secundaria. Si la imagen es una duplicación de lo real, el concepto es una duplicación de la imagen: "El inconsciente funciona mejor con imágenes, en asociaciones libres, transmite mejor que la conciencia que elige sus palabras" (Debray, 1994, p. 46). No obstante, desde el surgimiento de la filosofía, el concepto reclama para sí toda primacía ontológica, sepultando al reino de lo imaginario en el subsuelo de la materialidad ilusoria e izando el estandarte de la moralidad sobre el montículo.

Al ser un producto de la cultura, el concepto es un artificio, al que el hombre nunca termina por apegarse del todo. Lo mismo que las pulsiones, el atavismo de la imagen y el contagio siempre están ahí, como fantasma o sombra de los discursos que simulan prescindir de ella. No sólo pensamos con conceptos, también lo hacemos con imágenes e identidades contagiosas.

Así, mientras la imagen ha operado en la mentalidad humana al menos desde el Auriñaciense, cuando hombres desconocidos plasmaron sus dibujos de bisontes, ciervos y caballos en las concavidades paleolíticas, o las venus y figuras fálicas del arte mobiliar fueron esculpidas, hundiéndose en la noche de los tiempos, la aparición del concepto es histórica. De ahí la naturalidad con que contemplamos aún las imágenes y la predilección de los niños por ellas frente a la escritura, que demanda un mayor esfuerzo intelectual, pues es un procedimiento mediado por el código.

De ahí también el poder efectivo de la imagen. Si el pensamiento conceptual se ha formado como negación del pensamiento imaginario, este se conserva como una capa geológica sepultada bajo la superficie de la razón.

El concepto surge entonces a partir de que se establecen signos universales asociados por el silogismo y la gramática. El concepto es el resultado de la toma de conciencia de la oposición inherente al signo, en la que el significante pierde su correlación sensible, inmediata y mágica, próxima por la contingencia de su proximidad o analogía con lo significado. Se constituye entonces como medida de valor, como pieza intercambiable referente a una función: la lógica. La imagen, por el contrario, en una simbiosis ilusoria con lo real mantiene su unión con el objeto representado y por tanto permanece ambigua y alejada del principio de no-contradicción pues ella es y no, el objeto que representa.

Este menosprecio del concepto por la imagen es injusto, pues en su origen, los conceptos en tanto asocian a los seres, deben su poder de asociación a la imagen y al indicio. Platón mismo ilustra cómo el régimen conceptual es dependiente de la imagen, a la que rechaza abiertamente, pero sostiene de manera implícita. Tal dependencia se puede observar en la tensión generada su obra y que tiene como resultado el abandono de su propia Teoría de las Formas, tensión que nos indica cómo Platón mismo tuvo conciencia de las incongruencias que implicaba dicha teoría, incongruencias que interpretamos como derivadas del remanente imaginario que conservaba y cuyo abandono posterior implicó la toma de conciencia de la polisemia y del carácter convencional del signo.

El distanciamiento con respecto a la Teoría de las Formas aparece en un diálogo tardío: el Parménides, diálogo donde elabora una crítica a su metafísica de las formas, cuyo principal motivo se esclarece posteriormente en el Sofista, donde formula una teoría del concepto en la que establece la necesidad de erigir un aparato categorial que establezca las formas posibles de combinación de los signos, desentendiéndose así de los componentes imaginarios de las formas. Es ahí donde asume la necesidad de la gramática y la dialéctica (Sofista, 253a-d), ciencias cuya tarea consiste en mostrar, por una parte, las posibilidades combinatorias de las letras y las palabras (la gramática) y, por otra, los géneros (dialéctica), tarea que subyace al procedimiento que regularmente encontramos en Aristóteles de precisar, antes de abordar cualquier cuestión, el significado de los conceptos que emplea.

En lo que sigue esbozaremos en primer lugar, la crítica de Platón a las imágenes, dentro de las que inscribe no sólo el orden de lo visual, sino también el del lenguaje. En función de ello, veremos cómo la Teoría de las formas surge como un esfuerzo para circunscribir el mundo de la experiencia al orden conceptual y finalmente, a través de su crítica a dicha teoría, veremos cómo Platón instaura el régimen del pensamiento conceptual a partir de la codificación de los signos bajo el principio de no-contradicción, codificación que irremediablemente le lleva a tomar conciencia de la polisemia de las palabras y, consiguientemente, también de la convencionalidad de los signos, de su valor intercambiable.

 

LA CRÍTICA DE LAS IMÁGENES

Hacia el comienzo del último libro de la República, Sócrates se jacta de haber fundado el estado correcto y subraya la importancia de expulsar de ella a la “poesía imitativa”, haciendo alusión a la prohibición de la comedia y la tragedia desarrollada en el libro III de la misma obra (República, 394d). A diferencia de lo expuesto en el libro III, cuyo núcleo es el aspecto moral y el impacto que tiene la poesía dramática en la sociedad, la crítica del libro X supone ya la Teoría de las Formas que habría expuesto en el libro VI (República,507b ss.), por lo que su rechazo es de carácter ontológico, ya que ahora trata de justificar, a la luz de dicha teoría, las cualidades perniciosas de la imagen provenientes de la ilusión y la falsedad que le son inherentes.

Platón reintroduce el tema de la imagen recordando la necesidad de rechazar de la República la presencia de los imitadores, entre quienes incluye a los pintores y a los poetas trágicos. Advierte ahora, el peligro en el que incurren aquellos que no tienen idea de lo que estas cosas son en realidad. Para comprender su naturaleza Platón la compara con otras formas de producción cuyo orden deriva claramente de la Teoría de las Formas. En el diálogo, Sócrates ilustra las diferentes formas productivas, empleando el ejemplo de tres camas: una se corresponde con la Idea de cama, pieza única cuyo artesano es Dios y a partir de cuyo modelo el carpintero (klinopoiós, fabricante de camas) produce una pluralidad de camas que no son la real, sino una imitación de ella:

 

Si no fabrica lo que realmente es, no fabrica lo real sino algo que es semejante a lo real más no es real. De modo que, si alguien dijera que la obra del fabricante de camas o de cualquier otro trabajador manual es completamente real, correría el riesgo de no decir la verdad (República, 597a).

 

Pero la imitación de los poetas y pintores implica un tercer orden de producción. Si la mesa fabricada por el carpintero es una imitación de la mesa real, la del pintor lo es de aquella. La pintura, lo mismo que la poesía trágica, se asemeja a la vana labor de tomar un espejo y hacerlo girar en todas direcciones (República, 596d). Esta naturaleza especular, aparente, es la que se corresponde con el arte imitativo.

Así, mientras Dios es el “productor de naturaleza” al fabricar la idea de cama, el carpintero es el “artesano” de una idea que “imita” a la primera y la cama dibujada es una imitación de la imitación, irrealidad al cuadrado que lo arroja al territorio más alejado de la verdad.

El argumento es parecido al que desarrolla en el temprano dialogo Ion, que versa sobre los poetas y la rapsodia. En ese diálogo, el rapsoda también está posicionado en un tercer nivel. Sólo que en esta ocasión la serie no está señalada por el orden de lo semejante (de la analogía) sino por el del contagio. El rapsoda es tenido como un ser inspirado por Homero (cuyos hexámetros entona), lo mismo que este es inspirado por la divinidad. En un tercer nivel, el rapsoda se contagia de aquel que se ha contagiado por el dios, de manera semejante a la que ocurre con la piedra magnética, cuyas propiedades de atracción se transmiten a los eslabones que se ponen en contacto sucesivo.

Por ello el poeta es siempre tributario de la apariencia, lo que ejerce no corresponde a una tekhné, misma que requiere de un saber, de una conciencia cuyo dominio se extiende sobre su objeto, La tekhné no procede de las vicisitudes que entraña la inspiración. A diferencia del Ion, en la República la gradación estipulada no obedece al orden del contagio sino al de la analogía. No es la inspiración divina que se transmite del dios al poeta, de éste al rapsoda, y de este a quien escucha al rapsoda y se conmueve. Ahora se trata de la labor de imitación del modelo. En el Ion, el objeto de atención es el agente, en el libro X de la República, es el producto de la mímesis. Por ello supone ya la Teoría de las Formas, para la cual, la imitación se sustenta el motivo de la participación, bajo el cual los seres del ámbito de lo sensible se vinculan con la Forma.

Para Platón las imágenes son a los seres sensibles lo que estos son a las formas. El arte imitativo se sustenta en la semejanza que se ubica en el polo opuesto de lo real: las ideas. La imagen es una apariencia reduplicada, que suma a la ilusión del mundo la ilusión del simulacro.

Desde luego que en Platón hay un desdoblamiento y una inversión. Platón es consciente de que tanto el concepto (la idea), como la imagen, guardan una relación de semejanza en la que ocurre una duplicación que a la vez conserva y se aleja de la cosa. Pero invierte la relación al poner el objeto concreto como la imitación del concepto. Para un nominalista contemporáneo el concepto es el que imita a la cosa, es tenido como el producto de una abstracción, para Platón, es el mundo el que reproduce al concepto: "Porque no estoy muy de acuerdo en que el que examina la realidad en los conceptos la contemple más en imágenes, que el que la examina en los hechos" (Fedón, 100a).

Esto obedece al presupuesto que subyace a toda formulación idealista del concepto, a toda teoría que privilegia lo inteligible sobre lo sensible, que encumbra todo aquello que está regido bajo el principio de no-contradicción, principio al que concibe como el criterio de lo real. Si para Platón, la idea es más real que las cosas, es porque emplea el criterio que rechaza la pluralidad, puesto que en ella siempre se encuentra una huella de no-ser, un remanente de la nada.

Así, tanto la imagen como el mundo son rechazados porque mantienen vestigios de irrealidad. Priorizando la unidad inteligible sobre la presencia, tanto la escuela de Elea como Platón han vindicado la abstracción. La duplicación que el concepto lleva a cabo de lo real, es entonces tomada de un modo inverso: es la realidad múltiple la que se asemeja a lo intelectual unitario, la que roba su realidad, como el espejo a las imágenes que multiplica.

 

LA TEORÍA DE LAS FORMAS Y LA IMAGEN

A pesar de su rechazo de la imagen, Platón no imagina, literalmente, otra manera de presentar los conceptos que bajo el aspecto de las Formas o Ideas. Aunque nunca se encuentra formulada de manera acabada, dicha teoría es tenida como la ontología más representativa de Platón. Distintos aspectos de ella se abordan en obras de madurez como el Fedón, el Fedro o la República. Pero quizás la exposición más minuciosa de ella sea, paradójicamente, la exposición crítica presentada en el Parménides, cuyo distanciamiento será refrendado en el Sofista.

La Teoría de las Formas se ajusta a la exigencia de la escuela eleática de concebir lo real a partir del principio de no-contradicción. Parménides en su poema habría postulado la imposibilidad de recorrer el camino del no-ser, pues la nada no puede ser objeto del pensamiento, quedando como única vía la del ser. Una tercera vía que él atribuye a los “hombres dicéfalos” (DK, 28, B6) (y que probablemente hacía referencia a Heráclito) sería la unión entre ser y no-ser que inmediatamente rechaza debido a su manifiesta contradicción. De la imposibilidad de combinación de ser y de no-ser, Parménides deduce en su poema que el ente debe ser “ingénito, imperecedero, monogénito e inmutable” (DK, 28, B8).

De ahí, que sostenga el aspecto ingénito del ser, pues según su argumento, la generación implica pasar del no-ser al ser (significado predicativo), un árbol no puede provenir de la semilla por que la semilla no es un árbol, lo cual es impensable porque el no-ser (en sentido existencial) no puede ser pensado y por lo tanto el silogismo es equívoco porque piensa simultáneamente “ser y “no ser” en sentido existencial y predicativo (Kirk y Raven, 1987, p. 355).

Los efectos del pensamiento eleático eran ciertamente problemáticos, pues sus principios conducían a la negación del mundo empírico, a la imposibilidad del cambio y del movimiento. Paradójicamente, Gorgias de Leontinos quien, según fuentes antiguas fue discípulo de Parménides:

 

Las relaciones de su discipulado nos señalan a Parménides y a Empédocles como sus maestros. Empédocles por su contenido filosófico —teoría de los iguales y de los flujos— y sobre todo por la retórica (el estilo mismo de Gorgias muestra muchos paralelos con el estilo de Empédocles) […] En cambio, con los eléatas la relación es mucho más estrecha, hasta el punto de que con frecuencia Gorgias es considerado el último de ellos (Coli, 2012: 43).

 

Aunque su pertenencia a la escuela de Elea pueda ser discutida, lo cierto es que en su obra encontramos una influencia, aunque sea de carácter formal, pues sabemos que dirigía los mismos principios dialécticos contra tesis fundamentales de Parménides: Nada es y si es no puede ser pensado y si puede ser pensado no puede ser dicho. Gorgias parece realizar con ello un ejercicio irónico que posiblemente tuviera como objeto mostrar el carácter absurdo de las tesis parmenideas, dentro de las cuales se afirmaba que ser, pensar y decir son lo mismo (DK, 28, B3). Probablemente, Gorgias al impugnar esta identidad se proponía mostrar que el empleo de los mismos principios lógicos, puede ser empleado para sostener tesis contrarias.

"Ecos de Gorgias se pueden encontrar en el Parménides platónico" (Coli, 2012, 51), en donde parece que Platón es consciente del carácter problemático a que conduce el eleatismo (al que por lo demás siempre se dirige con respeto) y en donde, con el fin de franquear sus aporías, introduce en voz de Sócrates la Teoría de las Formas. El diálogo comienza con el argumento mediante el cual Zenón niega la multiplicidad, pues a ella subyace el supuesto de que las cosas plurales participan de la semejanza y la desemejanza simultáneamente, lo cual es contradictorio y, por lo tanto, imposible, luego, la multiplicidad no existe (Parménides,127 e, ss.). El argumento de Zenón no toma en cuenta el carácter relativo de ambos términos, como lo hará más tarde Platón en el Sofista, donde afirma que “algunas cosas se enuncian en sí mismas, mientras que otras lo son en relación con otras cosas […] Lo que es diferente, lo es siempre respecto de otra cosa” (Sofista, 255d). En el Parménides, la objeción presentada ante el argumento de Zenón se ofrece precisamente a través de la Teoría de las Formas. En ella se afirmaría que sólo las formas de la Semejanza y la Desemejanza son idénticas a sí mismas de manera absoluta, pero que los entes que participan de ellas sólo lo hacen parcialmente, por lo que los entes particulares pueden tener dos rasgos distintos y opuestos simultáneamente.

Sin embargo, Platón parece estar ya consciente de que el problema no queda superado. Pese a que la Teoría de las Formas ofrece una solución al argumento de Zenón contra la multiplicidad, esta se ve rebatida por una crítica minuciosa de parte de Parménides. Dicha crítica está dirigida hacia tres puntos: la extensión de las formas, la relación de participación de las formas y los particulares y la trascendencia e incognoscibilidad de las formas (Parménides, 130a-135a). La primera, arroja una duda sobre la existencia de las formas de seres corporales y una rotunda negación de la existencia de formas correspondientes a ciertos entes considerados despreciables: puesto que las ideas deben ser incorruptibles y perfectas, no puede haber forma de pelo, barro o basura. La segunda es un cuestionamiento a la teoría misma de la participación, que nos deja entrever que Platón nunca logra explicar el mecanismo por el cual los objetos particulares participan de la forma. Aunque sugiere diferentes modos de interpretarla, no logra dar con una respuesta satisfactoria. Sabemos que en el Fedón la teoría de las formas se presentaba como una teoría general de la causalidad que viene a suplir la “investigación de la naturaleza” (phýs?os historía), a través de la célebre “segunda navegación”, según la cual, los seres particulares son generados a partir de la idea de la que participan (Fedón, 99a, ss.). En el Parménides parece no estar ya muy convencido de ello. Puesto que niega que las cosas participen del todo o de una parte de la forma (en este sentido la participación es tenida como si las cosas tomarán prestado casi de manera física algo de la forma), no son caracteres comunes, ni la forma es un modelo o un pensamiento, no encuentra el modo en que pueda establecerse una relación entre las formas y las cosas. Finalmente, el tercer argumento, que postula la trascendencia absoluta de las formas, afirma que, si estas son las cosas en sí, sólo podrían ser concebidas por una inteligencia en sí (i. e. por Dios), mientras que el hombre sólo podría conocer los objetos múltiples, lo que declararía la trascendencia absoluta de las formas y la incomunicación del mundo divino con el mundo humano.

Entre las variadas objeciones que dirige a su teoría, podemos advertir un núcleo común: lo problemático es la idea que postula la existencia separada de las formas frente mundo y, relacionado con esta idea, la concerniente a la auto-predicación de las formas. Esta consiste em que Platón no concibe a las formas como signos de las cosas, sino como entidades con existencia independiente y de las cuales se predican aquellas propiedades de las que participan los entes múltiples. La forma posee ella misma y en grado sumo la cualidad que establece su unidad, participa de sí misma. En ello podemos encontrar un resabio del imaginario mítico, pues parecidamente a como Afrodita, diosa del amor corpóreo, debe poseer en grado sumo la cualidad de la sensualidad y la belleza, Ares, la masculinidad de la guerra o Eros la juventud, las formas platónicas encarnan ellas mismas la cualidad que las identifica: la idea de belleza es bella, la idea de justicia es justa o la idea de lo uno es unidad perfecta.

Precisamente la dificultad que presenta para su interpretación la tercera y más extensa parte del Parménides, que dedica a explorar las cualidades de la forma de lo Uno, está relacionada con las consecuencias que acarrea la auto-predicación de la unidad. Pues en efecto, la forma de unidad participa de la unidad perfecta, por lo que de ella no pueden predicarse dos propiedades distintas, y por ende no puede simultáneamente “ser” (en el sentido de “existir”) y “ser una” (auto-predicar de manera absoluta la unidad), pues implicaría un vestigio de dualismo.[iv] De ahí desprende una serie de hipótesis, en las que por primera vez se distingue el sentido existencial del predicativo de la palabra “ser” y de las que en términos generales se concluye que, si lo Uno es unidad perfecta, entonces carece de todo atributo existencial y, contrariamente, si lo Uno existe, tendría que desapropiarse de la unidad  y ser multiplicidad ilimitada.

Como hemos indicado, la abrumadora serie de paradojas contenida en la reflexión sobre lo Uno, vuelve problemática la auto-predicación de las formas. Seguir el intrincado laberinto dialéctico de los discursos que componen esta tercera parte, llena de oposiciones y simetrías que llevaron a Hegel a considerarlo la cumbre de la razón especulativa de la antigüedad, se despeja si entendemos que Platón trata de mostrar las aporías inminentes del pensamiento eleático. Lo que implicará el abandono tanto de la Teoría de las Formas como de la univocidad de Parménides. Sólo basta leer la conclusión del diálogo para asombrarse con las antinomias en las que desemboca:

 

Afirmémoslo entonces, y digamos además que, al parecer, si lo uno es o bien si lo uno no es, él y las otras cosas son absolutamente todo y no lo son, aparecen como absolutamente todo y no lo aparecen, tanto respecto de sí mismas como entre sí. (Sofista, 166c)

 

En resumen: si lo Uno es unidad absoluta, entonces es impensable. Por otra parte, la auto-predicación es un rasgo que vincula a las formas con el orden de la imagen. Si bien manifiesta un esfuerzo obstinado por liberarse de ella, por llegar a una teoría acabada de los conceptos al sostener la unidad, la no-contradicción, la universalidad y la inteligibilidad contrapuesta a lo sensible, mantiene aspectos más propios de la imagen: es pensado como ente, como arquetipo imaginario del que los demás seres participan mágicamente como por una especie de contagio o semejanza. Platón está aún en el régimen del pensamiento imaginario. La misma palabra eídos significa vista, visión, imagen. El verbo eído es mirar, en la épica significa “hacerse visible”, mostrarse. Eídolon es el ídolo, el espectro visible de un muerto, esa parte que compone al individuo y que posee el mismo semblante y figura que ha abandonado el cuerpo tras su deceso. Pero, más allá de la etimología empleada por Platón, la forma carece de la convencionalidad del concepto. Conserva, como la imagen para la mentalidad primitiva, las prerrogativas del ser. Ahora en el siglo XXI comprendemos perfectamente que el concepto de perro no ladra, ni la palabra fuego quema, la Teoría de las Formas conserva, sin embargo, un atavismo por el cual, al ser considerarlas entidades en la medida suprema, las formas mantienen una posición ontológica privilegiada, poseen más realidad que el mundo mismo.

Debido a la unión irrestricta entre el significante y el significado. No hay dualidad posible en referencia a ellos. La argumentación eleática siempre se sustenta en los diversos sentidos que conserva la unidad del significante. No conciben la pluralidad de significados que le pueden ser inherentes. En el caso de Parménides, ello está dado en la ambigüedad del sentido existencial y el sentido “predicativo” de la palabra ser. Se puede atribuir al pensamiento parmenideo el empleo de la falacia de la equivocidad: las consecuencias de su pensamiento no son válidas porque los términos implicados en ellas tienen diferentes significados. Más verosímil es pensar que Parménides, como Platón, expresa un remanente del pensamiento imaginario, una relación primitiva que le hacía tomar a los signos como cosas, sin discernir la pluralidad de significados que puede poseer una misma palabra. Si bien introduce un cambio radical de las formas de pensamiento imaginarias, al seguir por primera vez el principio de no-contradicción, se sitúa aún en el campo del vínculo inherente del significante. No es sino hasta que se toma conciencia de la polisemia, cuando se repara en que un mismo significante pueda poseer una pluralidad de significados y, por lo tanto, que la unidad lógica es atribuible al significado y no al significante. A partir de dicha conciencia los razonamientos puedan regirse por el principio la no-contradicción, bajo la encomienda de establecer de manera explícita el significado de los términos mediante la definición. Ese descubrimiento no aparece en el pensamiento filosófico griego sino hasta el Sofista cuando Platón toma conciencia de ella.

Por ello resulta útil imbricar el Parménides con el Sofista, ya que, visto bajo esta perspectiva, la irresolución paradójica del Parménides sería producto de una deliberada intención de reformular su ontología. Platón habría pretendido mostrar en el Parménides las insolubles consecuencias tanto del pensamiento eleático, como de la Teoría de las Formas (a la que le subyacen principios de aquél) haciendo un ejercicio dialéctico guiado por los criterios de dicho pensamiento, que destacaría sus consecuencias insolubles. Al elaborar una respuesta a las mismas, marca un tránsito que no corresponde sólo a la obra platónica, sino que señala un hito en la conformación del pensamiento lógico. La guía que marca la configuración del diálogo es por vez primera y de manera plena el pensamiento conceptual.

 

EL NACIMIENTO DEL CONCEPTO

El Sofista es un diálogo que prescinde de la Teoría convencional de las Formas, la reemplaza por una Teoría de los nombres, en la que los conceptos, ahora dejan de ser concebidos como entes que subsisten independientemente, o incluso que pueden convivir con su opuesto.[v] En ese diálogo, Platón se dirige hacia dos frentes: uno, al que tradicionalmente es hostil y que está conformado por la sofística; el otro, del que se declara deudor y que tiene como núcleo el pensamiento eleático y más precisamente el de Parménides de Elea.

Sócrates se propone en el diálogo hacer una definición de Sofista, para lo cual emplea un método denominado diéresis o separación, que procede a partir de una serie de divisiones entre géneros, comenzando por el simple y más universal concepto de actividad humana. Mediante dicho ejercicio, Sócrates ofrece seis definiciones que sitúan al sofista en diferentes espacios del espectro de clasificaciones que se va abriendo a través de dicho procedimiento. Aunque el ejercicio parece no tener ninguna función relevante por sí misma, sino que parece un circunloquio arduo e innecesario, la división de conceptos vendrá a coincidir precisamente con la labor que atribuye como tarea prioritaria del dialéctico: establecer las relaciones entre los nombres.

La última definición trae un problema: el Sofista es definido a partir de la técnica de la imitación (Tékhn? mim?tiké o eidolostiké), misma que puede ser dividida en la técnica de la figuración (Tékhn? eikastiké) y la técnica de la simulación (Tékhn? phantastiké). La diferencia entre una y otra, es que la primera consiste en la elaboración de figuras, mientras la segunda en la apariencia de los discursos.

Aquí, el sofista queda emparentado con la creación de imágenes, de manera análoga a como el poeta trágico (entre quienes incluye a Homero) también lo está en el libro X de la República. Sin embargo, la simulación guarda un problema: implica el acto de engañar. Lo cual contradice una tesis parmenidea que Platón cita literalmente:

 

Estamos ante un examen extremadamente difícil, pues semejarse y parecer sin llegar a ser, y decir algo, aunque no la verdad, son conceptos, todos ellos, que están siempre llenos de dificultades, tanto antiguamente como ahora […]

 

Un argumento semejante se atreve a sostener que existe lo que no es, pues de otro modo, lo falso no podría llegar a ser. Pero el gran Parménides, hijo mío, cuando nosotros éramos jóvenes, desde el principio hasta el fin testimoniaba lo siguiente, tanto en prosa como en verso:

 

Que esto nunca se imponga —dice— que haya cosas que no son.

Tú al investigar, aparta el pensamiento de este camino. (Sofista, 236e-237a).

 

Platón rechazará la tesis de la ininteligibilidad del no-ser. Para solventar la cuestión resalta sus dos significaciones posibles: por una parte, el no-ser como la nada, como lo opuesto totalmente al ser, irrepresentable e incomunicable; por otra, el no-ser como mera negación de una cualidad, como diferencia o como predicado negativo. Tanto la indistinción del significado de no-ser, como la reducción al absurdo de la combinación del ente y el no-ser, es lo que sostenía la argumentación de varias tesis eleáticas: la encontramos en la negación del nacimiento y la pluralidad del ente sostenida por el propio Parménides, pero también en el argumento de Zenón contra la multiplicidad y en los argumentos de Gorgias sobre la inexistencia del mismo ser.

Estableciendo la norma de que incluso términos aparentemente antagónicos como ser y no-ser, o semejante y diferente pueden predicarse de un mismo nombre, Platón ha tomado conciencia de que la no-contradicción es aplicable al significado y no al nombre o significante. La validez de dicho principio solo tendrá lugar si se establece una ciencia que defina las relaciones entre los nombres y entre los géneros. Esto implica una perspectiva que abandona los presupuestos de la Teoría de las formas: el nombre se disocia de la entidad, la lógica relaciona conceptos, no palabras. Si las formas suponían la existencia separada de los conceptos y la aplicación de la no-contradicción en ellos, ahora se vuelve necesario establecer una dialéctica, una ciencia que separe y una los nombres posibles:

 

Quien sostiene que el nombre es diferente de la cosa afirma la existencia de dos cosas. […] Y si se sostiene que el nombre es lo mismo que la cosa, entonces sería forzoso afirmar que es nombre de nada, o, si se afirma que es el nombre de algo, ocurrirá que el nombre es nombre sólo del nombre, y no de otra cosa. (Sofista, 244d).

 

Esta última sería la tesis parmenidea, la tesis que contempla al lenguaje de manera similar a como el primitivo contempla la imagen: bajo la ilusión de la identidad del signo y la cosa. No es casual que inmediatamente después, Platón ataque directamente precisamente la imagen de la esfera con la que Parménides ilustra la uniformidad y unicidad del ente: "un ente semejante tiene medio y extremos, y al tenerlos es completamente necesario que tenga partes ¿o no?" (Sofista, 244e).[vi] Parménides habría cedido a la imagen para ilustrar la unidad. Pero toda imagen, aún la de la esfera tendría partes. Pero si el todo es uno y tiene partes, entonces estas fragmentarían la unidad del conjunto. Platón desecha entonces la idea, que atribuye a Parménides, de que el ente sea lo mismo que la unidad y a partir de ello pasa a un examen de las teorías posibles sobre el ser.

La formulación de una teoría correcta sobre el ser estará sustentada en la respuesta que se tenga a la posibilidad de combinación (symploké) de las formas, Platón considera que la escuela eleática ha rechazado toda posibilidad de combinación, lo que nos remite al discurso sobre lo Uno expuesto en el Parménides, en cuya primera hipótesis se observa la imposibilidad de combinar dicha idea con cualquier otra posible, incluyendo la del ser. Este aislamiento de las formas termina por destruir la posibilidad del discurso: "La aniquilación más completa de todo tipo de discurso consiste en separar a cada cosa de las demás, pues el discurso se originó, para nosotros, por la combinación mutua de las formas" (Sofista, 259e). De esta manera, Platón formula la necesidad de establecer un aparato categorial que dicte las reglas para la formulación de los discursos, la posibilidad de combinación de los nombres:

 

¿No sería necesario que se abriera paso a través de los argumentos mediante una cierta ciencia quien quiera mostrar correctamente qué géneros concuerdan con otros y cuáles no se aceptan entre sí, si existen algunos que se extienden a través de todos, de modo que hagan posible la mezcla, y si, por el contrario, en lo que concierne a las divisiones hay otros que son la causa de la división de los conjuntos?

[…]

¿Acaso sin darnos cuenta hemos caído, por Zeus, en la ciencia de los hombres libres, y, buscando al sofista, corremos el riesgo de haber encontrado primero al filósofo? (Sofista, 253c-b).

 

En el pensamiento aristotélico es común observar un procedimiento: antes de emprender cualquier investigación, Aristóteles describe los posibles significados de la palabra en cuestión y específica el uso que dará en su análisis. Este procedimiento debe mucho al Sofista de Platón, como también es deudor de ella la tendencia aún de la ciencia contemporánea de establecer las definiciones de los conceptos implicados. Este es el rasgo principal del pensamiento conceptual: la conciencia de que el concepto y el nombre no son necesariamente idénticos y que el trazado de la urdimbre lógica que guía toda argumentación versa sobre los significados, más que sobre los significantes.

 

CONCLUSIÓN

La obra de Platón, como la de muchos filósofos experimenta un deslizamiento. Si bien su búsqueda está siempre orientada hacia la formulación de una teoría de los conceptos, la Teoría de las Formas es todavía refractaria al concepto mismo. Conservando el remanente imaginario de la identidad entre el signo y la cosa, ve fracasado su empeño, pues la imagen es un régimen de pensamiento que se distingue del conceptual en la inmediatez de sus relaciones. Será probablemente Aristóteles quien, a lo largo de toda su obra, pero principalmente en el Organón, esté en condiciones de emprender la sistematización de esa “ciencia de los géneros” que Platón anuncia como propia del filósofo.

Por otra parte, el componente imaginario de la Teoría de las formas, justifica en gran medida la lectura que Arthur Schopenhauer hizo de ésta. En efecto, en el libro tercero de El Mundo como voluntad y representación, el filósofo alemán la emplea para elaborar su teoría estética, precisamente porque ve en ella una forma de representación separada del concepto y en el que la idea platónica es más próxima a la imagen. Probablemente la lectura de Schopenhauer yerra al no considerar que el fin de dicha teoría platónica era precisamente elaborar una teoría de los conceptos mediante el empleo de remanentes de la imagen. Su lectura es unilateral, pero tiene la ventaja de mostrar el aspecto imaginario de la teoría platónica. [vii]

Indicar que la teoría de las formas es un híbrido del pensamiento imaginario y el conceptual tampoco es del todo preciso. Nos remite a la idea de que el ambas formas de pensamiento preexisten y confluyen en él. Lo que se ha querido señalar aquí es el momento crítico de alumbramiento del pensamiento conceptual. Su origen a partir de la imagen y en contra de ella. Justo la tensión observable en las obras de plenitud, muestran el desgajamiento del concepto de su remanente imaginario y bajo esa lectura es factible leer no sólo el pensamiento filosófico precedente, sino incluso las oscilaciones posteriores entre ambas formas de pensamiento, como el que trajo la época helenística, cuando la conjunción de tradiciones orientales nutrirá con elementos del pensamiento imaginario en ese extraño sincretismo que son las tradiciones mistéricas como el hermetismo, el gnosticismo o el culto a Serapis.

Esta revisión de las tensiones inherentes al pensamiento platónico puede ayudarnos a la hora de valorar el pensamiento conceptual, pues destaca su carácter derivado y su génesis histórica. Así el concepto se nos muestra como subsidiario de la imagen. El discurso tiene fecha de nacimiento y, por lo tanto, es un artificio que ha erigido lo que todo racionalismo considera el mundo real, que no lo es, sino por reduplicación de lo ilusorio.

El concepto es un artificio que ha emergido culturalmente. A menos que pretendamos afirmar con Hegel que la historia está regida precisamente por el descubrimiento de la Idea, lo que nos queda es encontrar que el concepto carece de una justificación trans-histórica.

Probablemente el hombre no pueda escapar del ámbito de lo ilusorio. El concepto es una imagen duplicada por intermediación del código. La lógica de lo real, desdeñosa de la imagen y del sueño, se ha impuesto como un sedimento que se sacude al capricho de las capas que encubre: "Lo real es hijo de la desilusión. No es más que una ilusión secundaria. De todas las formas imaginarias, la creencia en la realidad es la más baja y trivial" (Baudrillard, 2009, p. 25).

 

BIBLIOGRAFÍA

 

—Baudrillard, Jean (2009), El crimen perfecto, Barcelona, España: Anagrama.

—Borges, Jorge Luis (1996), Obras completas, t. 2, Buenos Aires, Argentina: Emecé.

—Coli, Giorgio (2012), Gorgias y Parménides, México D. F., México: Sexto Piso.

—Debray, Regis (1994), Vida y muerte de la imagen. Barcelona, España: Paidós.

—Frazer, George (1988), La Rama dorada, México D. F., México: Fondo de cultura económica.

—Kerenyi, Karl (2003), Eleusis, Madrid, España: Trotta.

—Kirk, G. S., Raven, J. E., Schofield, M. (1987), Los filósofos presocráticos, Madrid, España: Gredos.

—Levy-Bruhl (1985), El alma primitiva, Barcelona, España: Península.

—Peirce, Charles, S. (2005), El Ícono, el índice y el símbolo, C.P. 2.274/308, Recuperado de http://www.unav.es/gep/IconoIndiceSimbolo.html.

— Platón, (1988), Diálogos, v. V, Madrid, España: Gredos.

—Platón (1997), Diálogos, v. III, Madrid, España: Gredos.

— Platón (2000), Diálogos, v. IV, Madrid, España: Gredos.

—V.V.A.A. (2001), Los Filósofos Presocráticos, V. I, Madrid, España: Gredos.

 

 

NOTAS

[i] Regis Debray ha mostrado el rechazo continuo de la filosofía y de las religiones monoteístas a la imagen, pero enfatiza la relación de la imagen con la encarnación de Cristo a través de San Juan Damasceno en su respuesta al movimiento iconoclasta, debido principalmente a la eficacia simbólica de la imagen, su poder vinculante.(Cf.Debray, 1994, 65-89).

[ii] Eurípides en Helena (1307) le llama “la doncella de nombre impronunciable”, recuérdese también el temor que experimenta Odiseo, hacia el final del canto XI, ante la posibilidad de que Perséfone le envíe el rostro de la Gorgona y es entonces que decide retirarse del Hades tras consultar a Tiresias y entablar conversación con Aquiles y Heracles (Cf. Od. XI, 634)

[iii] Por otra parte, la disolución del régimen de lo ilusorio es lo que Baudrillard considera el “asesinato de la relidad” operada por en la era del simulacro y la hiperrealidad. Por ello mismo apela a su reinstauración a través de la Patafísica: “la ciencia de las soluciones imaginarias”.

[iv] El neoplatonismo hizo eco de este pasaje para la trascendencia de lo Uno con respecto al ser y al conocer.

[v] De alguna manera se trata de un reemplazo, puesto que Platón afirma que se debe elaborar una nueva teoría de las formas, o incluso declara haber descubierto una teoría adecuada sobre la forma del no-ser.

[vi] Platón cita en ese pasaje el fragmento DK, B8 que reza: Semejante por doquier a la masa de una esfera bien redonda/absolutamente equidistante a partir del centro; pues ni algo mayor/ ni algo menor, aquí o allá, es necesario que haya.

[vii] Schopenhauer considera que la idea platónica sólo guarda la forma de la representación, pero excluye el principio de razón que se expresaría mediante las categorías kantianas (espacio, tiempo y causalidad), evitando la servidumbre que le subyace a dicho principio. La idea platónica estaría por ello ligada a la obra de arte, pues expresaría de manera directa la representación de la voluntad. Schopenhauer interpreta así la idea platónica como perteneciente al ámbito de la contemplación estética (que aquí consideramos más apegada al ámbito de lo imaginario) más que al concepto, lo cual es del todo unilateral, pues Platón no sólo mostró siempre su desdén por las artes, sino que enraizaba su teoría de las formas con el concepto (Cfr. Fedón, 100a). 

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