Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
García Santana, Adalberto y Mendoza Guerrero, Everardo. (2016). Revolución, estructura y representación del mundo. Revista Digital FILHA. [en línea]. Diciembre. Número 15. Publicación bianual. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 1870-5553.
Adalberto García Santana es oriundo de la ciudad de Iguala, Guerreo, es licenciado en filosofía por la Universidad Autónoma de Guerrero y licenciado en periodismo por Universidad Autónoma de Sinaloa. Tiene una maestría en historia por la Facultad de Historia de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Es doctor en Ciencias Sociales por la Facultad de Economía de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Es docente investigador de tiempo completo en la Facultad de Historia de la UAS desde octubre de 1985. Contacto: mailto:j.turpy@hotmail.com
Everardo Mendoza Guerrero es oriundo de San Ignacio, Sinaloa; es maestro y doctor en lingüística hispánica por la Universidad Nacional Autónoma de México; es profesor investigador de tiempo completo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa; líder del Cuerpo Académico “Estudios de Variedades Discursivas del Norte de México”, reconocido por PRODEM; miembro del Sistema Nacional de Investigadores de CONACYT, desde 1998; Académico Correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, desde 2004; autor de varios libros, entre ellos: El léxico de Sinaloa (Siglo XXI editores-El Colegio de Sinaloa, 2002); Notas sobre el español del Noroeste (El Colegio de Sinaloa-DIFOCUR, 2004) entre otros.
Resumen: Texto y mundo no suponen una dicotomía dada, ni mantienen una relación a priori, sino que se constituyen como práctica epistémica, como acto cognitivo. Su despliegue se realiza a través de una terminología y bajo los auspicios de una retórica, de una narrativa que no puede ser sino histórica, es decir, producto de un proceso y los diversos momentos que lo conforman, esto es, de su dimensión sincrónica que deviene así paradigmática, canónica. Nuestro objeto de estudio es la actividad escrituraria, es decir, el reconocimiento de una práctica tendiente a reproducir el mundo mediante la instauración de una economía simbólica. Dicho en otros términos, el presente artículo se inscribe en una concepción sociohistórica que define al mundo como constelación de representaciones articuladas por una práctica epistémica que ensaya preguntas significativas sobre la realidad. Tres son los pretextos sobre los que discurren nuestros comentarios, nuestra intervención discursiva. Primo: la Revolución Francesa y las ciencias sociales históricas de cuño wallesnsterniano. Secundo: la lectura que Gianni Vattimo hace en La fine de la modernitá del paradigmático libro de Thomas Kuhn, The Structure of Scientific Revolution, y su concepto de Revolución Artística . Tertio: La condición polémica de las ciencias sociales, su estatuto epistémico, su prevalencia nomotética.
Palabras clave: ciencias sociales históricas, revolución científica, revolución artística, estatuto epistemológico.
Abstract: Text and world do not constitute a dichotomy given, not a relationship a priori, they are as practical epistemic, as cognitive act. Their deployment is performed through a terminology and under the auspices of a rhetoric, of a narrative which cannot be but historical, i.e. product of a process and the various moments that comprise it, that is, in its synchronic dimension that becomes so paradigmatic, canonical. Our object of study is the scriptural activity, i.e. recognition of a practice which aims to reproduce the world through the creation of a symbolic economy. Said in other words, this article it fits in a conception sociohistorical that defines the world as a constellation of representations articulated by a practical epistemic which rehearses significant questions about reality. Three are the pretexts on which run our comments, our discursive intervention. Primo: the French Revolution and the historical social sciences by acception wallesnsterniana. Second: reading that Gianni Vattimo makes in La fine de la modernitá of a paradigmatic Thomas Kuhn, The Structure of Scientific Revolution, book and his concept of artistic revolution. Tertio: The controversial status of the social sciences, its epistemic status, its prevalence nomothetic.
Key words: historical social sciences, scientific revolution, artistic revolution and epistemological status.
En el arte no hay progreso en el sentido que existe para la ciencia. Nuestra matemática es superior a la de Pitágoras, pero nuestra escultura no es “mejor” que la de Ramsés II… En el arte no hay tantos progresos como ciclos, ciclos que responden a una concepción del mundo y de la existencia.
Ernesto Sabato (Abadón el exterminador)
Hemos tomado a manera de préstamo algunos temas sobre los que ejerceremos una retórica, condición previa de toda narrativa. Por ello, tenemos que referirnos, así sea a vuela pluma, al lugar desde donde nos apropiamos de los textos en comento; lugar que precede a la lectura y discusión. Hablamos desde la historia, ese oscuro objeto del deseo donde el saber y el poder tejen (y destejen) sus inevitables argumentos, su impronta. Pero la historia, ese objeto, esa res, ¿es acaso algo claro y distinto?, y si lo fuera ¿lo ha sido desde siempre?, pero también, ¿es la historia ese prisma escrupuloso que no admite fisuras, discontinuidades?
La historia (res gestae) sólo tiene posibilidad de examinarse bajo la forma de discurso (rerum gestarum), en tanto historiografía. Pero a partir de Annales, este saber historiográfico ha entablado un fructífero diálogo con otras disciplinas, particularmente con la sociología y la economía, dando como resultado un mercado común de las ciencias sociales. Para este propósito, la pretenciosa distinción entre ciencias nomotéticas y ciencias idiográficas, que enarbola el discurso neopositivista, nos parece un mero obstáculo epistemológico (Bachelard), y en nada abona a ninguna de las ciencias implicadas. Este mercado común, este trueque primitivo entre saberes sociales, tiene sus propios derroteros, sus viacrucis; el caso de la historia económica es paradigmático: a nombre del primado estructural se pretende relegar el resto de las actividades a mero artificio, desdeñando así los alcances que puedan obtenerse de parte de otros “estancos”, particularmente los caracterizados (caricaturizados, sería mejor decir) como “meramente culturales”. Lo pernicioso del caso es que tal actitud no se corresponde con una relación horizontal entre saberes; alude más bien a una subordinación que ocluye el valor epistémico de la historiografía, derivando en una suerte de economía retrospectiva. Para la concepción sociohistórica en la que situamos nuestro discurso, en cambio, “lo económico” es tratado como Ur-phänomen, como protofenómeno, como contexto: la vida (el Texto), como quería Breton, está en otra parte.
Nuestro objeto de estudio es la actividad escrituraria, es decir, el reconocimiento de una práctica tendiente a reproducir el mundo mediante la instauración de una economía simbólica. Dicho en otros términos, adscribimos a una concepción sociohistórica que concibe al mundo como una constelación de representaciones articuladas alrededor de una práctica, en este caso epistémica, que ensaya lecturas significativas de la realidad de la que forma parte. Escritura del mundo y lectura de la realidad son dos condiciones necesarias para la instauración de una sociología cultural histórica. En el mapa categorial de esta economía simbólica, uno de los conceptos que juega un papel central, es el de capital cultural, tal como se deja leer en el universo argumentativo de la sociología cultural de impronta francesa, particularmente la de Pierre Bourdieu. El autor de El oficio de sociólogo lo define como un dispositivo de poder operado a nivel individual, que se presenta bajo la forma de un conjunto de prácticas intelectuales producidas por el medio familiar y reproducidas (o ampliadas) en el sistema escolar. En tanto capital se acumula y se incrementa a lo largo del tiempo (históricamente), constituyendo su legado la condición necesaria de la reproducción social, que deviene tradición. Bourdieu reconoce tres formas típicas de capital cultural, e identifica a cada una de ellas con una forma de adquisición y transmisión: así, al capital cultural incorporado corresponde la forma de habitus; al objetivado la forma de bienes culturales y al institucionalizado el aparato escolar, en sentido ampliado de aparato educativo. De las formas señaladas, nos interesa la última, pues es la que condensa las diferentes vertientes simbólicas que definen las prácticas sociales, particularmente aquellas que se inscriben en la esfera cultural.
Por otra parte, compartimos con Theodor Wiesengrund Adorno la preocupación por determinar con la mayor precisión posible los alcances de toda terminología; con mayor razón si ésta viene acompañada, como es el caso, de intensos jaloneos entre disciplinas y escuelas. Esto quiere decir que caminar entre arenas movedizas no es sólo asunto de nuevos enfoques, sino que ello implica, en mayor o menor medida, a la tradición. En este sentido, concluye Adorno (1977: 13), la historia de la filosofía no es otra cosa que el despliegue de esa terminología en el tiempo. Es así que no nos interesa elegir entre una historia social de la cultura o una historia cultural de la sociedad, disyuntiva que plantea Roger Chartier en su célebre El mundo como representación. Dichos términos, historia, sociedad, cultura, están de tal manera imbricados que el hecho de poner énfasis en uno de ellos conlleva preguntas, trayectorias, problemáticas distintas y hasta opuestas entre sí.
El concepto capital cultural nos permite ampliar nuestro horizonte de comprensión, y someter a ciertos procesos significativos, como puede ser la edición de una revista, un periódico, una hoja parroquial, un edicto, una convocatoria, etc., a un examen minucioso, a una más compleja lectura del mundo de (nuestra) vida.
El conocimiento como problema epistémico, metadiscurso que se expresa con claridad en la epistemología histórica kuhniana, particularmente bajo el concepto de revolución científica, y la propuesta de Gianni Vatimo sobre la estructura de las revoluciones artísticas; la Revolución francesa como episodio propedéutico que divide en dos la historia y da pie a representaciones del mundo hasta entonces inéditas; y, la organización de los saberes, su institucionalización, etcétera, son los temas que aquí se discuten así sea de manera tangencial y no como su importancia lo amerita. Esto último dicho con toda la gravedad del caso.
No cabe duda que la Revolución francesa ha desempeñado para la historia un papel de primera importancia en todos (o casi todos) los órdenes en que ésta se expresa. Su riqueza es a tal punto sorprendente que no existe razón alguna para pensar que el suyo es un caso cerrado, que hemos arribado por fin, después de más de dos siglos de tanteos, a un planteamiento definitivo en el examen de este fenómeno. Si bien puede decirse que esto no es privativo de algún acontecimiento histórico, el que sea, no podemos desestimar la permanente reactualización que dicho evento implica: como que la Revolución francesa representa la puerta de entrada a la modernidad, realidad sociohistórica que adquirirá carácter sistémico y marcará el rumbo a nivel planetario; eso que Emmanuel Wallesrtein llama sistema-mundo.
La relación entre el progreso de nuevas ideas, que reconstruyen la figura del mundo que organiza las diversas prácticas sociales, y el acontecimiento revolucionario no se inscribe, como suele pensarse comúnmente, en una relación causa efecto, pues dicha relación es atravesada por mediaciones que no participan de un proceso lineal. De este modo, considerar que la Ilustración, antecedente “cultural” del movimiento revolucionario, nos sirve para explicar sin más las causas que preludian, primero, y, después, alimentan la llama revolucionaria, suele arrojar más sombra que luz sobre el fenómeno a estudiar. En la práctica historiográfica actual la noción misma de linealidad histórica se vuelve más que problemática anacrónica, adquiriendo un tono vintage, más cercana a un evolucionismo tardío que al neopositivismo: se le cuestiona no sólo la idea de una historia como proceso unitario, sino que también se le reclama una explicación sobre el desdén con el que son considerados aquellos factores a un tiempo dispersos y discontinuos que podrían dar cuenta de fenómenos en los que su participación parece insignificante, anodina, y no lo es.
Según Daniel Mornet, son las ideas las que han determinado el curso de la Revolución francesa. Así, Voltaire, Rousseau, Buffon, explicarían a Danton, Robespiere, Marat, y la cauda de eventos que éstos concitan, estableciendo una continuidad que está lejos de ser todo lo sólida que se piensa. Se pone en marcha de esta manera una paradoja: para explicar la ruptura con el antiguo régimen, se echa mano de una continuidad de cuño historicista o, para decirlo de otra manera, mediante un acto de prestidigitación retrospectiva se dota de “espíritu” a la encarnación de la historia. Nunca la búsqueda de los orígenes había calado más hondo en la razón. Sin embargo, este movimiento no se dio únicamente en el terreno de la historiografía: los propios revolucionarios contribuyeron expresamente en la edificación de un panteón de próceres que dotaría de una respetable genealogía a su movimiento, tan cercano al desprestigio y la deshonra: una especie de paternidad racional que justificara los actos irracionales de la familia revolucionaria desde la toma de la Bastilla hasta Termidor. La historia de las ideas nos presenta un abanico de pensadores que sintetizan lo que la humanidad en su devenir ha incubado; previa clasificación, que no tiene nada de inocente, pues está cargada de intereses que orientan sus preferencias, hace del pensamiento de la “humanidad” el retrato hablado de una concepción del mundo aristocratizante: no se encuentran ahí los elementos menudos entre los que dichas ideas tuvieron lugar y que sirvieron de punto de partida para la reflexión. De ahí, al siempre elegante y sectario libro de notables que escribieran Thomas Carlyle, Sobre los héroes (hay que recordar que también escribió una French Revolution en 1837) y Ralph Waldo Emerson, el padre del trascendentalismo norteamericano, Hombres Ilustres, no hay sino un paso.
Una lectura teleológica de la Revolución francesa podría vadearse si pasamos de la historia de las ideas a la sociología de la cultura, y buscamos no ya los orígenes intelectuales, sino las prácticas culturales embrionarias (y su materialización) de dicho acontecimiento. Este desplazamiento nos daría oportunidad de incorporar un espectro de prácticas y representaciones sociales más amplio, que permitiría tomar en cuenta no sólo pensamientos claros y distintos (Descartes), sino también nociones y presupuestos básicos que forman parte de lo que Elías denomina como estructuras elementales de una economía psíquica:
Al afirmar que la Ilustración produjo la revolución, la interpretación clásica, ¿no invierte acaso el orden de las razones? ¿No habría que considerar más bien que la Revolución inventó la Ilustración al querer arraigar su legitimidad en una recopilación de textos y autores fundamentales, reconciliados más allá de sus diferencia vivas y unidos en la preparación de la ruptura con el antiguo mundo? (Chartier: 1995:17)
Entender que un puñado de pensadores (libre pensadores, según se hacían llamar) enderezara el rumbo de la historia mediante el uso de la razón, asunto hasta hace poco reservado a la teología y la tradición, no nos debe hacer olvidar que a ellos debemos la instauración de la modernidad con su idea evolucionista de la historia, con su faro luminoso en todo lo alto, alumbrando el cielo decimonónico, el progreso. Así expresaba Taine su condena al movimiento revolucionario:
En nombre de la razón que sólo el Estado representa e interpreta, se emprenderá la tarea de deshacer y de rehacer, conforme a la razón y sólo a la razón, todas las costumbres, las festividades, las ceremonias, la vestimenta, la época, el calendario, el sistema de pesas y medidas, los nombres de las estaciones, los meses, las semanas, los días, los lugares y los monumentos, los apellidos y los nombres de pila, el tratamiento de cortesía, el tono de los discursos, la manera de saludar, de abordarse, de hablar y de escribir, de modo tal que el francés –al igual que antaño el puritano y el cuáquero- reestructurado hasta en su fuero interno, reconoce en los más mínimos detalles de su acción y de sus apariencias el predominio del principio todopoderoso que lo renueva y de la lógica inflexible que lo rige. Será la obra final y el triunfo completo de la razón clásica. (Chartier: 1995:21)
Entre los filósofos que han reconocido en la Revolución francesa uno de los momentos cumbres del desarrollo histórico, Hegel (y más tarde Marx, su discípulo más iconoclasta) vio en este movimiento político un signo de los tiempos, un acontecimiento de significación universal que transformaba para siempre la faz del mundo, su reconocerse en la historia, más aún, su hacerse historia. La Revolución francesa significaba el tránsito del reino de la naturaleza (del reino de la necesidad) al de la libertad (la razón), que no surgía evolutivamente, sino como ruptura, como proceso revolucionario. Esta libertad del hombre frente a la naturaleza es el punto de partida para acceder a una libertad mayor: la libertad política, representada por la asunción del Estado como garante de los derechos de los hombres libres, de los ciudadanos. 1789 se significa, pues, como la emancipación de la necesidad natural y la arbitrariedad política del Antiguo Régimen. La libertad política tiene, en este caso, resonancias aristotélicas: un hombre libre es aquel que no está bajo la voluntad de otro.
La teoría política y la filosofía de la historia son el corolario del autor de La fenomenología del espíritu, y representan el guión que sanciona la actuación del espíritu absoluto en el drama de la historia, la “terrenalización” de ese devenir del espíritu está representada por la figura del monarca. El Estado hegeliano es la expresión de la verdad que surge de la unión entre la voluntad general y la voluntad subjetiva. En este movimiento lógico conceptual la esencia del Estado es la vida moral, cuya verdad es que la voluntad del sujeto se unifique con la voluntad universal que guía al espíritu absoluto: “La verdad es la unidad de la voluntad general y la voluntad subjetiva; y lo universal está en las leyes del Estado, en las determinaciones universales y racionales”. (Hegel: 1992:79)
A partir de la teoría kuhniana del desarrollo de la ciencia, es decir, a partir de considerar el conocimiento científico como un proceso histórico discontinuo, pero susceptible de ser estructurado hasta en sus momentos desestructurantes (las llamadas revoluciones), esta trayectoria, este Work in progress, ha estimulado otros ámbitos del espíritu, a tal punto de enunciarse en relación directa con el título mismo del libro que en 1962 dio amplia reputación al entonces junior fellow de la Universidad de Harvard, Thomas Samuel Kuhn: The Structure of Scientific Revolutions. Tal es el caso de un sugerente ensayo del filósofo italiano Gianni Vatimo que se deja leer en su libro La fine de la modernitá: “La estructura de las revoluciones artísticas”. Este hecho viene a corroborar (y a rebasar con mucho) el apotegma de Kuhn, según el cual “cada revolución científica modifica la perspectiva histórica de la comunidad que la experimenta” (Kuhn: 2002:15).
Si la condición necesaria para una revolución científica es el rechazo de una teoría por parte de una comunidad que anteriormente se nucleaba alrededor de ella, teoría que no necesariamente periclitaba (Bachelard), sino más bien que era desplazada por otra incompatible con la misma; esto podía verse más claramente tratándose de problemas referidos a las ciencias naturales, sobre todo la física y la biología. En el caso de las artes (lo mismo que en el caso de las ciencias sociales) el problema es más complejo. Aquello que podemos considerar como constitutivas de las revoluciones artísticas, nos referimos a las vanguardias, se caracterizan por representar una ruptura con el pasado (las corrientes artísticas hasta entonces “vigentes”), más que una voluntad unificadora en torno a un elemento canónico, siendo esto lo que no permite que se aglutinen en una comunidad artística homogénea, o por lo menos con intereses y valores comunes, sino que se constituyan en verdaderos búnkeres estetizantes en permanente fricción entre sí. Esta particularidad instaura una diferencia de grado que no es fácil de sortear para los integrantes de dichos movimientos, sus comentaristas o historiadores del arte.
La diferencia entre un ámbito en el que se puede hablar de progreso o de regresión (precisamente el campo de la ciencia y de la técnica) y un ámbito en el que estos términos tienen un sentido bastante más problemático aunque no dejan de tener algún sentido. (Vatimo: 2007:84)
Los movimientos artísticos, y aquí se incluye el proceso de producción y el momento de la recepción, no pueden medirse con el criterio de validación que rige a las ciencias, pues la instancia de verificabilidad o cualquier otra forma que revista el valor de la verdad, quedan fuera del argumento estético que subyace al discurso artístico. No menos problemática resulta la relación entre ciencia normal y revolución científica, que atraviesa por completo la argumentación kuhniana, pues se trata de un momento (lógico) en el que un paradigma se desvanece, mientras otro se instaura: una especie de punto ciego del que no se puede salir sin más. En el caso del arte, el valor de lo nuevo reivindica una actitud emancipatoria; se abandona una visión canónica de la práctica en favor de una secularización de la existencia.
Se puede decir que mientras en gran parte de la edad moderna los descubrimientos de las ‘cabezas mecánicas’ están limitados y guiados (en el plano de la ciencia y en el plano de la técnica) todavía por el valor de ‘verdad’ o por el valor de ‘utilidad para la vida’, en el caso de las bellas artes, estas limitaciones, estas formas de raigambre metafísica, desaparecieron mucho antes, con lo cual el arte, desde el comienzo de la edad moderna o con mucha anticipación (hay diferencias en el desarrollo de las artes particulares) se coloca en la situación de desarraigo en la cual sólo hoy se encuentran explícitamente la ciencia y la técnica. (Vattimo: 2007: 93)
En este orden de ideas, Vattimo considera que Kuhn no logra establecer con toda claridad la distinción entre ciencia y técnica por un lado y luego entre el arte, sino que su propuesta, su modelo, era a todas luces un modelo estético, pues subrayaba valores en los que no se sustenta un discurso científico, su modelo paradigmático alude más a la retórica que a la lógica:
La imposición de un paradigma en la historia de la ciencia tiene muchos, o todos, los rasgos de una ‘revolución artística’: su difusión, su articulación, su establecimiento como canon de ulteriores elecciones operativas, de valoraciones y elecciones de gusto no se fundan efectivamente en un modo de adecuación a la verdad de las cosas, sino que se fundan en su ‘funcionalidad’ respecto de una forma de vida, funcionalidad que sin embargo no se mide a su vez por criterios de ‘correspondencia’, sino que ella misma es, circularmente, objeto de persuasión más que de demostración. (Vattimo: 2007: 84)
Por ello, la afirmación de Wallerstein, según la cual las ciencias sociales históricas se nos presentan como un nuevo paradigma (surgido a partir de la Revolución francesa) tiene que ser tomada con todas las reservas del caso, ya que el edificio bajo el cual se guarece la concepción khuniana de la epistemología histórica no puede habilitarse sin más para las ciencias sociales: en el caso de la ciencias exactas, que es el que estudia Thomas Khun, el consenso por el cual se refrendan las comunidades científicas es condición indispensable, verdadero punto de partida para validar un saber, ya que la comunidad científica actúa como un juez que determina los criterios de demarcación entre conocimiento científico y saber metafísico, para emplear la terminología popperiana, mientras que en las ciencias sociales prima la pluralidad de enfoques para abordar fenómenos similares, resultando de ello un amplio abanico de soluciones para un mismo problema. El uso que se le puede dar, entonces, al término paradigma, es restringido, pues está inserto en una pluralidad epistémica consustancial.
La Revolución francesa, de la que ya hemos hablado más arriba, representa un momento clave para la conformación del mundo actual: Si bien es cierto que la Guerra de Independencia estadunidense le antecedió y fue tomada como piedra de toque por las fuerzas criollas emergentes en los movimientos de independencia latinoamericanos, no es aventurado afirmar que la insurrección iniciada en 1789 inspiró dichos movimientos independentistas, reforzados en sus aspiraciones por la invasión napoleónica a España en 1808 y la abdicación del monarca español Carlos IV. A este movimiento debemos, entre otras muchas cosas, la composición de la Marsellesa en 1792 por Rouget de Lisle, el surgimiento del neoclasicismo y el rococó en las artes plástica y dos de las pinturas más emblemáticas del movimiento: La libertad guiando al pueblo de Eugene Delacroix y Charlotte de Corday, la girondina que asesinó a Marat, de Paul Jacques Aimé. Nótese la paradoja: Se trata, pues, de un movimiento histórico que dejó tras de sí obras inmortales. Otras cosas también dejaría.
Entre las instituciones que nos legaría la Revolución francesa, Emannuel Wallerstein (1998: 18) señala tres, que sobreviven hasta nuestros días, cierto es que con rasgos diferentes y con no menos diferente espesor:
Una vez que se extendió esta aceptación (la de la normalidad del cambio), lo cual me parece que ocurrió más o menos en el periodo de 1789 a 1815, surgieron tres nuevas instituciones como expresión y respuesta a esta “normalidad del cambio”. Estas tres instituciones fueron las ideologías, las ciencias sociales y los movimientos, y comprenden la gran síntesis intelectual/cultural del ‘largo’ siglo xix, los fundamentos institucionales de lo que a veces se denomina en forma inadecuada ‘modernidad’.
Plagadas de suposiciones engañosas y constrictivas, las ciencias sociales reclaman un replanteamiento que socave lo más profundo de sus entrañas, actividad crítica que tiene la obligación de cuestionar el núcleo “racional” desde el cual se ofertan como remedio para los problemas propios de un saber decimonónico, verdadero evangelio que no termina por asimilar el carácter instrumental que está en la base de sus planteamientos teóricos y los métodos que administra desde su investidura institucional. Se trata de una labor deconstructiva, crítica (y aquí la terminología es lo de menos) que actualice, que historice una práctica epistémica reificada; se trata, en fin, de impensar las ciencias sociales. Tal es el propósito del libro de Emannuel Wallerstein, cuyo subtítulo “Límites de los paradigmas decimonónicos” apunta ya al centro mismo de su argumentación: la historicidad de las prácticas cognitivas, preferentemente las que él mismo designa como ciencias sociales históricas. (Wallesrtein:1998)
Las ciencias sociales históricas, sostiene el autor de Después del liberalismo, son una categoría intelectual del desarrollo del sistema mundo, que intenta superar la falsa oposición entre ciencias nomotéticas y ciencias idiográficas. En efecto, esta oposición entre un conjunto de ciencias sociales nucleadas alrededor de un conjunto de leyes universales explicativas y un resto de ciencias cuyo fin último es describir los fenómenos de que se ocupan, parece contradecir el universalismo racional de las ciencias sociales modernas (históricas a decir de Wallerstein).
En ese mismo orden de ideas, Habermas, por su parte, considera que las ciencias sociales tienen todas ellas el mismo estatuto y sólo se diferencian por su objeto y los métodos particulares que emplean en su aplicación práctica. Heredero directo de la tradición francfortiana, Habermas pretende despojar a las ciencias sociales del carácter instrumental que sobrellevan éstas como un verdadero estigma. De esta manera se enlazan el origen clasista de las ciencias sociales con la razón instrumental que la Ilustración les confirió como premisa y desideratum.
Volviendo a Wallerstein, éste considera a las ciencias siociales como condición de posibilidad de la modernidad capitalista, pues gracias a ellas pueden plantearse los problemas estructurales de una manera racionalmente eficiente:
Las agendas políticas son sólo una parte de lo que se requiere para enfrentar el ‘cambio normal’. Dado que dichas agendas representan propuestas concretas, requirieron de un conocimiento concreto de las realidades del momento. En pocas palabras lo que necesitaban eran ciencias sociales, ya que si no sabía cómo funcionaba el mundo, era difícil recomendar qué podía hacerse para lograr que funcionara mejor. (Wallerstein: 1998: 20-21)
Las ciencias sociales tienen como objetivo inmediato, entonces, el estudio empírico del mundo social. Su condición de posibilidad está marcada por el cambio; nacieron para servir de instrumento para gobernar un mundo (moderno) donde el cambio era lo “natural” y lo hicieron administrando los espacios y los tiempos donde dicho cambio se presentaba bajo la forma de relaciones sociales: relaciones sociales de producción, relaciones de poder y relaciones culturales. Las primeras tenían espacios bien definidos: el mercado, la fábrica, los sindicatos, mientras que las dos restantes intercambiaban espacios (no siempre físicos) de asentamiento: la escuela, la cárcel, la familia, el estado, las calles, etcétera.
La ideología liberal implicaba el argumento de que la pieza central del proceso social era la delimitación cuidadosa de tres esferas de actividad: la relacionada con el mercado, el Estado y la ‘personal’. La última categoría era más bien residual y abarcaba todas las actividades que no se relacionaban en forma directa con el Estado o el mercado. Puesto que no se le daba una definición positiva, esta actividad tenía que ver con la tareas de la ‘vida diaria’, el ‘bajo mundo’ de las actividades ‘descarriadas’, etcétera. El estudio de estas esferas independientes llegó a denominarse ciencias políticas, economía y sociología. (Wallerstein: 1998: 22)
Antes de 1789 las facultades francesas se concentraban en las carreras de teología, filosofía, derecho y medicina. Se trata de carreras de corte tradicional que los siglos habían venido cincelando, son parte de un conocimiento acumulado que de pronto se ve intervenido por nuevas disciplinas que se ajustan al reclamo de su actualidad. Por ello es que se considera a las ciencias sociales como un nuevo paradigma. Las ciencias sociales no fueron producto de pensadores solitarios, sino la creación de un grupo de personas dentro de estructuras específicas para alcanzar fines específicos, fueron producto de comunidades científicas que se instalaron como tales para definir el nuevo rumbo de las ciencias.
Antes de cerrar, necesitamos referirnos a una disciplina que resulta irrecusable: la Historia, no en su vertiente de historia cultural, sino la historia a secas. La que, efectivamente, institucionalizó el viejo Ranke en un primer momento, bajo la forma de una disciplina idiográfica, haciendo eco al dictamen positivista de describir la historia “como realmente ocurrió” (wie es eigentlich gewesen ist), otorgando a las “fuentes” un primado sobre el historiador, que debía tratar de no contaminarlas con su perniciosa subjetividad. “La historia que ahora se había institucionalizado era idiográfica de manera rigurosa.” (Wallerstein: 1998: 23)
Concluimos este apartado con una cita de Wallerstein, que remite a la primera parte del presente escrito, lo cual es una obviedad sobre la que no agregaremos más nada: la idea de paradigma que en ella se discute tiene repercusiones, según este pensador neoyorkino, en este movimiento histórico social cuya consigna de Igualdad, Libertad y Fraternidad aún nos hace pensar que no todo está perdido:
La revolución francesa no cambió mucho a Francia, pero sí lo hizo en forma radical al sistema mundo. El legado institucional mundial de la revolución francesa tuvo efectos ambiguos. El cuestionamiento de este legado después de 1968 requiere una nueva interpretación del significado del impulso popular que cristalizó como el disturbio revolucionario francés. (Wallerstein, 98: 26)
Apenas necesitamos decir que nuestra exposición reivindica un carácter provisional que no está en condiciones de evitar, en parte porque la amplitud de los temas abordados no lo permite, en parte porque uno de sus autores se instala, sin más, en su precaria condición de estudiante, que apenas si va pulsando las herramientas teóricas que más tarde habrá de usar para cincelar su terminología con que dar cuenta de su representación del mundo. De algún modo ambos autores hemos aprendido a reconocer errores que más tarde señalarán con el debido énfasis los lectores. Como en el cuento de Hanzel y Grettel se trata de huellas dejadas en el camino más que por descuido por necesidad: la que tiene todo aprendiz de científico social de volver sobre las fuentes, bajo la mirada cómplice de su tutor. Nada grave, según se vea.
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