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Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.

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Arte participativo: entre el trabajo social y la utopía por Eric Nava Muñoz

Diciembre 2016, número 15.
Autor: Iván Chávez. Título: Paisaje de la cueva. Técnica: fotoserigrafía. Año: 2012.

Nava Munoz, Eric. (2016). Arte participativo: entre el trabajo social y la utopía. Revista Digital FILHA. [en línea]. Diciembre. Número 15. Publicación bianual. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 1870-5553.

Eric Nava Munoz es editor, productor e investigador interesado en los cruces entre arte contemporáneo, política y desarrollo. Dirige, junto con Leo Marz, el laboratorio de producción artística "La Conversación" en el que se discuten y elaboran proyectos transdisciplinarios que tienen como eje las relaciones entre comunidades específicas y su entorno local y global, así como el trabajo social abordado desde una perspectiva estética. Es egresado de la línea de Filosofía e Historia de las Ideas de la Maestría en Investigaciones Humanísticas y Educativas de la Universidad Autónoma de Zacatecas y estudiante del Doctorado en Estudios del Desarrollo de la misma universidad. Contacto: eric@conversacion.net

ARTE PARTICIPATIVO: ENTRE EL TRABAJO SOCIAL Y LA UTOPÍA

Resumen: El presente artículo tiene como objetivo desentrañar las posibilidades y limitaciones políticas del arte participativo desde la perspectiva de la eficacia estética propuesta por Jacques Rancière, con la intención de mostrar que sus efectos políticos son más relevantes cuando se enfatiza su carácter contradictorio y su capacidad de mostrar el conflicto, que cuando se tratan como modelos éticos y de comunidades armónicas. Esto implica revisar su doble papel como arte y trabajo social, los modelos utópicos y de comunidad que propone, la función de éstos y los modos de participación de los espectadores que experimentan la obra. Se define el arte participativo, el lugar que ocupa en el contexto del arte contemporáneo y el entorno político-social que propicia la intersección entre arte e intervención social en la actualidad. Se revisa la eficacia estética, como la define Rancière. Finalmente, se usa una selección de obras y posturas de los artistas Joseph Beuys (Oficina para la Democracia Directa y la Universidad Libre Internacional), Pablo Helguera (Escuela Panamericana del Desasosiego) y Thomas Hirschhorn (Monumento a Gramsci), para analizar el doble papel del arte participativo como arte y trabajo social, y los modelos utópicos y comunitarios que propone. Para ello se contrastarán las ideas de Rancière y comentarios de críticos, curadores y participantes que experimentaron las obras de primera mano, presentados a manera de escenas breves.

Palabras clave: arte participativo, Joseph Beuys, Thomas Hirschhorn, Pablo Helguera, eficacia estética, trabajo social, comunidad, utopía. 

Abstract: This article aims to unravel the possibilities and political limitations of participatory art from the perspective of the aesthetic efficiency proposed by Jacques Rancière, with the intention of showing that its political effects are more relevant when emphasizing its contradictory character and its capacity to show the conflict, than when it is treated as ethical models and harmonious communities. This implies a revision of its dual role as art and social work, the utopian and community models it proposes, the role of these and the modes of participation of the spectators who experience the work. Participatory art is defined, the place it occupies in the context of contemporary art and the socio-political environment that favors the intersection between art and social intervention today. Aesthetic efficiency is reviewed, as Rancière defines it. Finally, a selection of works and postures of artists Joseph Beuys (Office for Direct Democracy and International Free University), Pablo Helguera (Pan American School of Unrest) and Thomas Hirschhorn (Monument to Gramsci) are used to analyze the double role of participatory art as art and social work, and the utopian and community models it proposes. To this end, Rancière's ideas and comments from critics, curators and participants will be contrasted with the first-hand works presented in the form of short scenes.

Keywords: participatory art, Joseph Beuys, Thomas Hirschhorn, Pablo Helguera, aesthetic efficiency, social work, community, utopia.

 

Arte Participativo

El término arte participativo se refiere a las prácticas del performance en el campo expandido donde las personas, o espectadores, y las relaciones entre ellas constituyen el medio y material de la obra (Bishop, 2012). Se trata de una práctica cuya existencia está fundamentada en la interacción social. El artista deja de ser un creador para tomar el rol de un provocador o constructor de situaciones; es un operador que aborda temas y problemas que usualmente pertenecen a otras disciplinas, colocándolos en un espacio de indeterminación temporal que genera nuevos puntos de vista y llama la atención sobre aspectos que habían pasado desapercibidos para otros campos del conocimiento (Helguera, 2011).

Estas prácticas se sitúan entre lo real (toman la forma de interacciones sociales cotidianas como las que ocurren en la escuela, una conferencia o un mercado) y la no-realidad (al introducir elementos que alteran el estado natural de esas situaciones). Tienen una conexión con lo real porque sus acciones están encaminadas a producir un efecto duradero en la comunidad que las recibe, y no una representación simbólica de un problema social. Al mismo tiempo, los registros de la acción que posteriormente son presentados a un público ajeno le vinculan con las artes en su sentido más tradicional (Bishop, 2006).

En el panorama contemporáneo del arte participativo encontramos obras que van del montaje de un reality-show para la expulsión de refugiados extranjeros como en Please Love Austria de Christoph Schlingensief; escenificaciones de formas de acción en grupo —marchas, actos ficticios de odio, nuevas danzas tradicionales, movimientos sincronizados, espectáculos y recreación de momentos específicos de la vida de individuos, comunidades y organizaciones— del colectivo Public Movement; otras son apenas una estructura conceptual y física flexible, sin un plan determinante, como Estación Utopía de Molly Nesbit, Hans-Ulrich Obrist y Rirkrit Tiravanija, que operó como un no-lugar para exhibir posibilidades de cambiar el presente aportadas por artistas y el público en tránsito; las que toman la forma de un museo temporal que traslada los recursos de una institución establecida a los suburbios para detonar un espacio de encuentro comunitario, como hizo Thomas Hirschhorn con su Museo Precario Albinet; e, incluso, operan como una clínica que brinda tratamientos tomados de distintas disciplinas para ofrecer a los participantes una experiencia de procesos de sanación, como Sanatorium de Pedro Reyes.

El curador Cuauhtémoc Medina explica que hay prácticas que ocurren en el arte contemporáneo, que en realidad son la extensión de las posibilidades y los dilemas que la literatura, el cine, la música, la danza, el teatro y cualquier otra forma de producción poética debió haber asumido; y en que en realidad pasaron a ser parte del territorio institucional de debates y de circulación de las artes visuales porque ese fue el ámbito, digamos, donde esa crisis no solamente fue imposible de negar y evadir, sino que se impuso como una constitución del territorio (Medina y Minera, 2009).

Esa hibridación, no se limitó a las disciplinas tradicionalmente reconocidas como artísticas o creativas, incluyó también modos de hacer y formas del conocimiento tomados de las ciencias, las humanidades y casi cualquier otro ámbito de actividad humana. Hacia finales de los años noventa, Nicolas Bourriaud, crítico y curador, identificó en su Estética Relacional una serie de obras que no tenían como objetivo la producción de objetos artísticos, sino, dispositivos de interacción social. Para ellos, la intersubjetividad y la interacción no eran un artefacto teórico de moda, ni un pretexto para la práctica de las artes tradicionales: eran el punto de partida y destino de su práctica. Produjeron experiencias interhumanas con la pretensión de sacudir las limitaciones de la ideología de la comunicación de masas, espacios donde se podían elaborar formas alternativas de sociabilidad, modelos críticos y momentos de convivencia (Bourriaud, 2002).

 

La historia del arte moderno puede verse, en el largo plazo, como una continua lucha para desarrollar una respuesta cultural que compense los efectos destructivos y deshumanizantes de la modernidad”, dice Kester, “ya sea a través de un objeto bien elaborado, pinturas bucólicas de polinesios o la interrupción terapéutica de la percepción del espectador (Bourriaud, 2011, p. 21).[I] 

 

En particular el giro o regreso hacia las prácticas sociales, según la historiadora de arte y curadora Claire Bishop, se puede ligar a coyunturas históricas marcadas por la agitación política y el cambio social: las vanguardias europeas y las neovanguardias, hacia 1917 y 1968. Esto le lleva a creer que el fin del comunismo en 1989 representaría el tercer punto de ajuste que, como los anteriores, es la culminación de una narrativa sobre el triunfo, defensa y colapso de una visión colectivista de la sociedad, acompañada por un replanteamiento utópico del potencial político del arte y su relación con la sociedad.

Con esto en mente, las tendencias hacia el arte participativo estarían motivadas por el deseo de crear un sujeto activo, más capaz de determinar su propia realidad social y política que el espectador pasivo, y se caracterizan por el gesto de ceder una parte o todo el control del autor y la pretensión de restaurar o remediar la crisis, percibida o supuesta, en la comunidad con la esperanza de reparar el lazo social a través de la elaboración colectiva de sentido. (Bishop, 2012).

Acorde a la ideología de la modernidad dirigida contra la contemplación, el espectador y la pasividad de las masas paralizadas por el espectáculo de la vida moderna (Groys, 2009), el arte participativo se lanza a la búsqueda, o creación, de un sujeto activo como receptor. Las innovaciones expresivas de los movimientos del nuevo ciclo histórico:

 

Sitúan en un lugar central el problema de una subjetivación política que no pasa exclusivamente por la racionalidad de la toma de conciencia, sino sobre todo por modos de experimentación que afectan al cuerpo para remodelar las subjetividades” (Exposito, 2014, p.47). 

 

Estos ensayos hacen de las relaciones sociales su objeto, no para transparentar la naturaleza de las mismas, ni para influenciar al espectador, sino con la intención de cuestionar y ensayar formas de interacción diversas en las que incluso el papel tradicional del autor está en juego.

Si el espacio público de nuestro tiempo se ha diseñado de tal manera que limita la sociabilidad, el arte se presenta como un campo de posibilidades que se activa con la interacción, que promueve formas de diálogo inmediato, y crea un intersticio social que opera como un escape a la economía capitalista, un espacio en las relaciones sociales que, aunque encaja de forma más o menos armoniosa en el sistema, da la posibilidad de intercambios de distinta naturaleza a los que predominan en él. El arte participativo ocurre en el límite impreciso de la vida y el arte, entre el deseo, a la manera de las vanguardias, de abolir la autonomía del arte para integrarse en la práctica de la vida —corriendo el riesgo de anular su carácter emancipador, porque cuando dice qué hacer, cómo vivir, cuando pretende modelar a un sujeto deseable para algo, se convierte en un instrumento de sujeción— y el impulso de preservar la separación que le permite operar como dispositivo para proyectar un mundo mejor y criticar el actual (Bourriaud, 2002; Bürger, 1984).

El impulso del giro social nace del desencanto ante el fracaso de las utopías sociales, la pérdida de las esperanzas revolucionarias, y la anulación de la crítica directa de la sociedad, que no tiene sentido porque se basa en la ilusión de marginalidad que hoy es imposible, si no regresiva. No se trata propiamente de una forma de resistencia, porque como afirma García Canclini (2014), resulta una idea pobre, que no refleja los comportamientos que han emergido buscando alternativas para la supervivencia en un mundo en el que no sabemos o no queremos planificar los modos de estar juntos. Así que la alternativa es actuar en el presente, como escribe el artista y curador Shuddhabrata Sengupta:

 

Toda estética y, fundamentalmente, toda política, es en última instancia cuestión de pensar si merece o no la pena luchar por las cosas frágiles. […] La emancipación no es algo que todavía podamos darnos el lujo de aplazar a un mañana eternamente postergado o reducir a un mero eco del ayer […] Lo que deseamos, en cambio, es actuar en el presente, experimentar la emancipación en toda su plenitud, en toda su alegría, aquí y ahora. Deseamos redistribuir lo perceptible, devolver el tiempo al artesano, nombrar cada segundo, valorar cada pausa del obrero para tomar té (Sengupta, 2014, p. 23).

 

Eficacia Estética

El arte participativo tiene un carácter eminentemente político, sin embargo, no se debe a sus contenidos, sino a las estrategias que utiliza. Cuando se habla de arte político, se da por sentado un modelo de eficacia que descansa en la transmisión directa del mensaje del autor al espectador. Se asume que la experiencia de la obra tendrá unos efectos determinados en quien la ve: le moverá a la indignación mostrándole situaciones indignantes, lo movilizará cuando ocurra fuera del museo, lo convertirá en opositor al colocarse como un arte anti-sistema. Pero esta pretendida “eficacia” lo neutraliza, lo convierte en un discurso retórico, en una voz que impone el silencio a las demás (Rancière, 2010). Se pierde de vista, que además de la distancia entre autor y lector, la obra misma, sea un objeto o una acción, se convierte en autónoma, está separada irremediablemente de la idea del artista y de la sensación o comprensión del espectador. El creador tiene la intención de transmitir una idea y produce su obra atendiendo a ella, pero una vez que es presentada al otro, a otros, éstos la comprenderán según su propia traducción —todo hacer es un acto de comunicación que se completa, no con la llegada del mensaje, sino con la interpretación del receptor, es un arreglo particular de elementos que se ponen a consideración del otro, es una expresión que tiene “la intención de llevar un único pensamiento, pero a espaldas del que habla y como a pesar suyo, esa palabra, esa expresión, esa larva, se fecunda por la voluntad del oyente” (Rancière, 2010a, p. 91).

Rancière habla de una efectividad estética que, sin embargo, no se refiere a la capacidad de la obra de arte para producir un efecto determinado en los espectadores, sino a la condición paradójica de ésta como el producto de una intención, la del artista, que se pone en común sin transmitir un mensaje determinado. Esta posición contradictoria se debe a su autonomía, a la distancia que la separa tanto de la intención del autor, como de la comprensión del receptor.

La eficacia estética depende de esta separación, de la discontinuidad que da lugar a la interpretación por parte del espectador. Si en algo podemos distinguir a las obras de arte de otros productos de la inteligencia humana, es en que éstas se presentan y se reciben en un contexto que expresamente se deshace de las conexiones que les darían un sentido único. Su potencia radica en la capacidad de la obra para crear un vacío que da lugar al espectador emancipado, que no es aquel cuyo rol fue transformado del sujeto aparentemente pasivo al hombre de acción, sino el que ejerce su capacidad de asociar y disociar: liga lo que ve con lo que ha visto, hecho o imaginado; es el que difumina la frontera en medio del creador y el consumidor, al ejercer su poder de interpretar y recrear el arte según su propia traducción, según su propia libertad.

¿Arte o trabajo social?

En la supresión del arte hay una pedagogía de la inmediatez, el modelo archi-ético del consenso que presenta los modos apropiados de ser de la comunidad, elimina cualquier excedente no expresado y no da lugar la interpretación porque todo es ya lo que puede ser (Rancière, 2010). El filósofo Stephen Wright, en oposición a Rancière, defiende la invisibilidad: “Para tener uso-valor, entonces, el arte tiene que renunciar al arte, o al menos, sacrificar su visibilidad como arte. El arte tiene que rendirse ante sí mismo” (citado en Helguera, 2011, s.pag). Wright considera que los espacios autónomos del arte en la esfera pública fueron una gran conquista en su momento, pero se han convertido en una manera de contenerlo. Busca un arte que, aún sin obra, autor, ni espectador, siga siendo público y no pueda ser descartado como solo arte, como una acción puramente simbólica que promueve exclusivamente la postura del artista. El arte tradicional es incapaz de cambiar algo en la sociedad, dice Joseph Beuys; para Marcelo Expósito no es que el arte no sirva, sino que no es suficiente: hay manifestaciones solidarias o espectaculares que muestran la buena conciencia del sistema del arte sin producir mayores efectos, porque son simples representaciones de ideas o situaciones construidas para llegar a un objetivo predeterminado (Beuys, 2006; Expósito, 2014; Helguera, 2011).

El arte participativo se ubica en un terreno pantanoso de esta discusión porque toma la forma de una intervención social, ya sea que ocurra dentro de sus lugares habituales (el museo, la galería) o en sitios alternos. Sin embargo, no quiere eliminar la distancia con la vida porque existe precisamente en medio del arte y el no-arte. El arte participativo es una reacción a un quiebre, real o percibido, en las estructuras de la comunidad, frente al cual se toma una forma social ligada a esa crisis para experimentar con ella. Es un híbrido que actúa apropiándose de temas, problemas y enfoques asociados normalmente a otras disciplinas. La obra se traslada de un recorte de lo sensible en el que aparecía sin referentes, a un espacio donde sus lazos y conflictos con lo artístico y con otras maneras de hacer y formas de conocimiento son manifiestos. Su eficacia, como la define Rancière, se sustenta todavía en la indeterminación, pero ésta depende ahora de que las tensiones producto de este desplazamiento sean abordadas, mas no resueltas, de manera que obliguen a los espectadores a examinar su relación con los dos campos en juego, evaluar los empalmes, contradicciones e incompatibilidades para reinventar ambos.

Trabajo social como arte

Trabajo social y arte no son intercambiables. Quienes hacen lo primero basan sus prácticas en una tradición de creencias y sistemas que buscan mejorar las condiciones de vida de un grupo, guiados por ideales de justicia social, el fortalecimiento de las relaciones y la defensa de la dignidad y el valor humano. El artista puede tener los mismos valores, pero su labor, ubicada entre la libertad de acción del arte y el riesgo permanente de ser instrumentalizada, consiste en ironizar, polemizar e incluso aumentar las tensiones entre los sujetos para provocar una reflexión (Helguera, 2011; Bishop, 2012). Además, lo social no tiene generalmente espectadores: no los hay en la escuela o la clínica, ni observando al personal del museo y sus interacciones con el público. Ninguna de estas actividades plantean como problema su comunicabilidad hacia un espectador ajeno a su entorno, más allá de los requerimientos de una evaluación burocrática. En el arte participativo sí hay una audiencia secundaria, que resulta esencial porque desde fuera puede pensar sobre los campos que se fusionan, hacer una crítica de la obra como arte, de las instituciones en las que se infiltra, y buscar nuevos lenguajes y criterios para comunicar estas prácticas. Este público mantiene abierta la posibilidad de que “cualquiera pueda aprender algo de estos proyectos: permite que casos específicos se vuelvan generalizables, estableciendo una relación entre lo particular y lo universal que es más productiva que el modelo del gesto ético ejemplar” (Bishop, 2012, p. 272).

En los proyectos participativos hay siempre el deseo claro del autor de entablar un diálogo con el mundo del arte, esperando que éste los valide. La documentación de las acciones propuestas opera como una declaración simbólica en el contexto de la historia del arte; aun así los proyectos no pueden ser evaluados usando exclusivamente criterios que se derivan de la idea de juicio estético. Una crítica apropiada también debe analizar cómo estas obras se dirigen a los participantes, sus presupuestos sobre el lugar que ocupan los sujetos, valorar las cualidades de las relaciones que producen y cómo se manifiestan en la experiencia de la obra, lo que implica recurrir a juicios políticos, morales y éticos (Bishop, 2004; Helguera, 2011).

Arte como trabajo social

Cuando Beuys habla de escultura social se refiere literalmente a las formas de interacción y organización como un material plástico. La escultura, entendida como la energía aplicada para el cambio de una forma, abarca todos los procesos de configuración humanos, “la posibilidad de modelar al mundo, de diseñarlo, de esculpirlo, son problemas que no se encuentran restringidos al mundo artístico” (Beuys, 2006, p. 89). El campo del arte es un lugar libre, en el que se puede actuar sin reglas ni responsabilidad, y desplegar la creatividad en toda su potencia para re-ordenar cualquier esfera de actividad —ciencia, economía, política, religión—, para llevarla a un estado de indeterminación que la despoja de su función y la abre a nuevas posibilidades: “incluso la acción de pelar una patata puede ser una obra de arte si es un acto consciente” (Beuys, 2006, p. 40).

Pablo Helguera compara el arte participativo y La Fiesta del Asno, una celebración popular en la Francia medieval para conmemorar la huída de María, José y Jesús a Egipto. Durante la fiesta se intercambiaban los roles sociales, los subordinados podían actuar como autoridades, los viejos como jóvenes, las mujeres como hombres. La culminación era la celebración de la misa presidida por un burro. El arte participativo, como la fiesta popular, no es sólo una inversión de las posiciones sociales, sino de los significados e interpretaciones dentro de un área de actividad; los confunde, cancela o unifica para construir modelos de interacción que otras disciplinas no se atreven o se niegan a probar. Lo artístico, según Helguera, no está ahí para hacer una representación precisa, ni mostrar un modelo ético; su aportación resulta de complicar la situación y entonces plantear nuevas preguntas. Solo cuando el artista se coloca en ese terreno complicado e insiste en extraer de él una experiencia, los intersticios se convierten en espacios de significado (Helguera, 2011).

Arte y trabajo social

La forma social recreada por un artista está libre de las reglamentaciones y procedimientos que norman la operación de las organizaciones burocráticas para asegurar resultados estandarizados. Estas obras no esperan un resultado específico, al contrario, enfatizan la inestabilidad de sus procedimientos y las situaciones que provocan. Pero, si como se ha dicho, los proyectos de arte participativo no son meramente simbólicos, sino acciones o servicios reales, ¿qué pueden esperar aquellos que requieren satisfacer una necesidad participando o usando la obra/servicio?

 

 

Terminó existiendo en un proceso de cambio, entre ser percibida como arte o una escuela no convencional, una iglesia, un proyecto político o una aventura misionera, dependiendo de los lugares en que apareció y las audiencias que atrajo. Las discusiones a menudo se transformaron en grandes sesiones de terapia grupal […] en las que la gente debatió temas elegidos por ellos mismos, usualmente sobre su relación con su propio país y los conflictos culturales y sociales locales (Helguera, s.f., s. pág.). 

 

Había públicos que podían darse el lujo de preguntarse si este proyecto era arte; otros se acercaron para “saber si podían encontrar algo a lo que sujetarse” (Helguera, 2011a, p. 166). Estos momentos ilustran el rango de posibilidades que resultan de la indeterminación de las formas del arte participativo. Como señala Helguera, tratar de resolver el carácter de estas acciones para definirlas como arte o trabajo social, resulta estéril; al contrario, las tensiones que resultan de este encuentro conflictivo vuelven visibles modos de hacer que existen en la sociedad. El arte libera a las formas de su función, las altera y pone a consideración de un espectador para detonar discusiones sobre el rol que juegan —incluido el de las propias obras y sus autores—, se convierte en un medio para innovar, dice Beuys, no para repetir lo que ya está hecho (Rancière, 2011; Beuys, 2006).

Comunidad (y/o) Utopía

Cada obra de arte participativo se plantea como un dispositivo de encuentro, como un espacio que cobrará vida y sentido al ser ocupado por un grupo. El artista hace porque quiere llegar a otros, y esos otros acudirán porque se reconocen en el objeto que se les presenta, explica Helguera. Los otros, sin embargo, no son sujetos indiferentes, sino un grupo de personas concreto y diverso. Las posibilidades y resultados del encuentro serán determinados por la idea de comunidad, existente y deseada, implícita en la obra y por la historia e intereses compartidos del grupo que la ocupa.

El aspecto más problemático del ideal comunista es que se basa, según Jean-Luc Nancy, en “el hombre definido como productor (podría agregarse: el hombre definido en absoluto), fundamentalmente como productor de su propia esencia mediante su labor o su trabajo” (Nancy, 1991, p. 2). A diferencia de la sociedad, que es una simple asociación y división de capacidades y necesidades, la comunidad se constituye mediante lazos armoniosos de comunicación íntima entre sus miembros y de comunión con su propia esencia. Esta búsqueda presente en cada momento de la historia occidental, “podría ser nada más que la invención tardía que trató de responder a la dura realidad de la experiencia de la modernidad” (Nancy, 1991, p. 10). La comunidad, en palabras de Nancy, no ha tenido lugar, ni se ha perdido, la sociedad no se construyó sobre sus ruinas; la comunidad no se produce, es la experiencia que nos ocurre precisamente cuando nace la sociedad, el fantasma que inventamos cuando nos sentimos atrapados en el lazo social creado por las relaciones económicas, políticas, técnicas y culturales (Nancy, 1991).

Para Boris Groys vivir en la modernidad es no tener tiempo, experimentar su escasez permanente debido “al hecho de que los proyectos modernos son mayormente abandonados sin ser realizados” (Groys, 2013, p. 113). Vemos desaparecer nuestras tradiciones y estilos de vida heredados, pero tampoco confiamos en el presente. Nuestro tiempo es crónicamente apocalíptico, todo lo que existe se ve desde la perspectiva de su inevitable desaparición. Por ello, las vanguardias del arte se preguntaron cómo hacer un arte que escape del cambio permanente, transtemporal, que mueva a la transformación del statu quo; pero el cambio es el statu quo; escapar es cambiar el cambio, arribar a la utopía como fin del cambio histórico, arribar a la comunidad como realización de ese tiempo sin tiempo.

En su Estética Relacional, Nicolas Bourriaud habla de las obras basadas en la interacción social como dispositivos para ocupar el presente de otra manera, que fomentan las relaciones, y pueden ser tomadas como modelos de acción. Frente a estas obras, más democráticas considera Bourriaud, el espectador debería preguntarse si puede ser parte del diálogo propuesto y de qué manera puede existir en el espacio que la obra delimita, no se le presenta un futuro distante, sino un presente posible. Pero en esta aproximación se oculta la exclusión, son micro-utopías que requieren, como toda utopía, deshacerse de aquellos que amenazan o impiden su realización (Bourriaud, 2002; Bishop, 2004). ¿Es el propio espectador quien debe excluirse si encuentra que no puede ser parte de la obra?

Como se ha visto, el artista puede dirigir su obra a un grupo o comunidad preexistente, pero en su realización da lugar a otra comunidad, la de aquellos que deciden participar —aún desde el desinterés, la audiencia no-exclusiva—, que es siempre temporal y parcial. La comunidad resultante es precaria porque se funda en un lazo que, aunque tiene alguna relación con las identidades de los participantes, difícilmente sobrevivirá a la obra. En los proyectos de Helguera, Beuys y Hirschhorn no hay un deseo de armonía; los tres reconocen el conflicto como parte de la democracia, como un motor indispensable para que la sociedad, funcionando a partir de roles diferenciados, pueda existir y transformarse. Pretender eliminar el conflicto, implica aceptar que todo es ya lo que puede ser, que todos han sido tomados en cuenta y ocupan su lugar, que las sujeciones y los roles son inamovibles, es la sociedad del consenso de la que nos previene Rancière. Lo que importa, entonces, no es que estas comunidades temporales se tomen como un modelo ejemplar. Son una materialización micro-utópica, sí, pero no persiguen su propia realización, esta comunidad se presenta como el espacio que mantiene abierta la posibilidad de la imaginación radical, la posibilidad de la creatividad política.

Referencias Bibliográficas

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Notas

I. A menos que se indique lo contrario, todas las traducciones son del autor.

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