Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Espinosa Proa, Sergio. (2016). Nietzsche corruptor de Heidegger. Revista Digital FILHA. [en línea]. Julio. Número 14. Publicación semestral. Zacatecas: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: www.filha.com.mx. ISSN: 1870-5553.
Sergio Espinosa Proa es licenciado en Antropología Social (ENAH, 1977) y doctor en Filosofía (Universidad Complutense de Madrid, 1997). Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas desde septiembre de 1981. Fundó para ella la Especialidad en Docencia Superior (1984) y la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas (1990). Ha publicado una veintena de libros de los que pueden mencionarse: La fuga de lo inmediato. La idea de lo sagrado en el fin de la modernidad (Madrid, 1999), El fin de la naturaleza. Estudios sobre Hegel (México, 2004) entre otros. Recibió el Premio Nacional de Ensayo “Abigael Bohórquez” (2006) y el Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI/UAS/ColSin (2015). Es miembro del Cuerpo Académico “Estudios de filosofía, antropología y estética” de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Contacto: sproa52@hotmail.com
Resumen: Este ensayo trata sobre: ¿qué es pensar?; ¿qué es el pensamiento?; Fedón o del Alma; cómo leyó Martin Heidegger a Friedrich Nietzsche; la importancia y el tamaño de Nietzsche en cuanto a su aportación a la Historia de la Metafísica, dentro de la Historia de la Filosofía de Occidente; Heidegger recalca que Nietzsche no pensó intencionalmente para desarrollar la Metafísica; Heidegger encontró en Nietzsche un compañero que respondiera sus preguntas en relación al ser; algunos significados del famoso pensamiento de Nietzsche: la muerte de Dios; lo suprasensible del ser.
Palabras clave: Heidegger, Nietzsche, corrupción, metafísica, ser, Dios, ente, óntico, ontológico, pensamiento, tiempo, verdad, nihilismo, alma, filosofía, voluntad de poder.
Abstract: This essay is about: What is thinking?; What is thought?; Phaedo or the Soul; How Martin Heidegger read Friedrich Nietzsche?; The importance and magnitude of Nietzsche in their contribution to the History of Metaphysics, in the History of Western Philosophy; Heidegger emphasizes that Nietzsche did not think to develop Metaphysics intentionally; Heidegger found in Nietzsche´s work a partner to answer his questions in relation to being; some meanings of the famous thought of Nietzsche: the death of God; the none-sensitive matter of being.
Key words: Heidegger, Nietzsche, corruption, metaphysics, God, being, ontic, ontological, thought, time, truth, nihilism, soul, philosophy, will of power.
Desde luego, tendremos que partir del hecho de que hay varios problemas —algunos interesantes, otros no tanto— con Heidegger. El principal, creo, y a ese me atendré, es que nos recuerda qué es eso de hacer filosofía. Hacer filosofía, además, en un tiempo regido (y regado) por una de sus consecuencias. No es nada fácil volver a hacerlo. El mundo de la técnica no llega a ser totalitario —quizá ni siquiera el de la teología realmente lo consiguió—, pero poco le falta. Quizá allí hallemos nudos de equívocos. Hacer filosofía en el tiempo de la técnica es como querer respirar debajo del mar. Los pulmones sangran. Y casi siempre terminamos ahogándonos. ¿También Heidegger? ¿Respiró hasta el final, y en todo momento? Preguntemos enseguida por la atmósfera merced a la cual puede florecer algo así como la filosofía. Pensar es raro. En el sentido estadístico y en el moral. Pensar es detenerse a pensar, y esta detención rompe un poco el flujo habitual del tiempo. Las cosas que pasan pasan de un modo ligeramente distinto. Las cosas que pasan ya ni siquiera son cosas. Eso es un lugar común, pero, con todo, sigue siendo indicativo. Al parecer, no hay un por qué pensar. Obvio: si lo hubiera, ya no sería pensar, sino calcular. Medir, anticipar, establecer, determinar. Heidegger da a entender que eso no es todo. Pensar es un modo extraño de hablar. O de escribir. ¡O de leer! Se da allí una especie de desavenencia lingüística. Una desavenencia con el “tiempo”.
El pensamiento sufrió bastante en la época teográfica de la cultura. Hay multitud de síntomas que apuntan en el mismo sentido, pero ahora con referencia a la época tecnográfica de la cultura, ésta que precisamente estamos viviendo. Hay que volver a preguntarse si la modernidad es la atmósfera propicia para el florecer de esa ocupación que Heidegger volvió a mostrar, si no en toda su dignidad, sí al menos en su singularidad. Pero para situar debidamente a esta pregunta —para que no se nos venga demasiado rápidamente abajo— tendríamos que entrar desde uno de sus flancos. Heidegger entabló muy pronto una especie de diferendo con toda la tradición de Occidente. Éstas —las tradiciones— jamás son bloques homogéneos, ni pueden reconocerse en cuanto tales gracias a un simple golpe de vista. Sin embargo, Heidegger trazó con pulso seguro sus perfiles. El diferendo se refiere a algo que habría comenzado propiamente con Platón y, meandros y lagunas de por medio, desembocaría en Nietzsche. Aprendió a reconocer su lenguaje secreto, y, tonos mayores o menores, su ostinato. Nietzsche también reconoció en la misma un nauseabundo olor de santidad, pero Heidegger diría, ya se sabe, ya le daremos las necesarias vueltas, que el remedio propuesto por el propio Nietzsche contribuye finalmente a prolongar la enfermedad.
Propongamos un resumen de trabajo. Para Heidegger, Nietzsche es la verdad de la metafísica. Es él quien ha revelado su esencia, que hasta entonces permanecía oculta. Con su Voluntad de Poder ha dado nombre a aquello que sostiene toda la representación metafísica del ser. La Voluntad de Poder designa eso mismo que, por ejemplo, Leibniz determina como percepción y apetencia, y Descartes como ego cogito. “Eso mismo” es voluntad de dominio, voluntad de aseguramiento del ente: aquello que rige, en Kant, la deducción de las categorías, la pretensión de validez objetiva. En la oposición sujeto/objeto, la meta sigue siendo en todo momento asegurarse a sí mismo a fin de ejercer dominio sobre lo que hay. Nietzsche es la verdad de la metafísica porque en su pensamiento se revela el hecho fundamental: la ley de todo pensar se encuentra en el deseo. Este hecho se comienza a revelar en Hegel —en el saber absoluto, no obstante, el deseo se somete al saber— y en Nietzsche alcanza cabal reconocimiento. Se dirá que el mundo —el ser— es “voluntad y representación”, pero la inversión de los polos ha llegado a cumplimiento: la representación —el saber, la razón— se subordina por entero a la voluntad, a la Voluntad de Poder. El pensamiento no manda sobre el cuerpo. Tal es el resultado de la inversión, reversión o subversión nietzscheana. Pero, precisamente, para Heidegger la inversión, la reversión y la subversión siguen siendo figuras de la metafísica. Al invertir a Platón, Nietzsche no logrado otra cosa que confirmarlo. “Il nichilismo compiuto e un nichilismo rovesciato”, dice Vincenzo Vitiello. [II] Y ello ocurre porque, a pesar de lo que imagina Nietzsche, la “Idea” de Platón es exactamente lo mismo que designa la Voluntad de Poder: la condición de posibilidad del ser del ente.
La metafísica es la historia que va de la Idea del Bien (platónica) al Dios (escolástico), al subjectum (cartesiano) y a la Voluntad de Poder (nietzscheana). El ser es hecho, producido, fabricado, creado, representado: deseado. En el principio nunca fue el verbo, sino el querer. El mundo deviene mundo por obra (y gracia) del deseo. No deberá sorprender que un mundo semejante encuentre su culminación en y con la apoteosis de la técnica. Con el concepto de Voluntad de Poder, Nietzsche rinde su personal tributo a esta historia. Una historia que, para Heidegger, es una caída, no un ascenso. Al ser se le olvida tras los falsos esplendores del ente. Si la Voluntad de Poder designa el ser del ente, es al ente al que se toma por el ser. Si la Voluntad de Poder es “el hecho último al que se puede descender”, la transvaloración de los valores es el necesario punto de llegada de la metafísica platónica, en absoluto su “superación”. Si el deseo está en la raíz del ser, el ser desaparece en la posición de valores. Desaparece, con ello, la contraposición entre esencia y existencia, entre cielo y tierra, entre noúmeno y fenómeno, entre verdad y apariencia, entre lo inteligible y lo sensible. Pero, con ello, desaparece también la diferencia entre ser y ente.
¿Cómo lee Heidegger a Nietzsche? Se comprende que, para alguien cuya filosofía se reconoce expresamente como hermenéutica, el hecho de la lectura no es secundario. Heidegger lee a Nietzsche, y esto parece importante, como filósofo, no como poeta. Le dedica una Auslegung, no una Erläuterung. [III] Nietzsche es para Heidegger un Denker, no un Dichter. ¿Qué puede significar esto? Para empezar, es probable que Nietzsche no haya pedido ni esperado nunca ser leído como filósofo. Su voz no busca precisamente los oídos de la academia, cuya proverbial sordera no tardó mucho en manifestarse, de manera especialmente violenta, a un muy joven filólogo. ¿Quién podría ser entonces el destinatario de su escritura? En alguna parte, Nietzsche solicita “leer sin ninguna interpretación”. ¿Leer sin prejuicios? ¿Es factible hacerlo? En cualquier caso, Nietzsche no escribe para el (lo) presente. Habla de lo por venir. Habla de la redención no del presente —no de nuestra redención— sino de lo que ha sido. En todas partes se asegura que nadie ha leído a Nietzsche como lo ha leído Heidegger. Obviamente, no se trata de una lectura dogmática. Es, se ha dicho, un encuentro, es decir, una colisión. No obstante, se puede asegurar también que Heidegger lee a Nietzsche para poder llegar a ser Heidegger. Presumiblemente así habría que leer a un filósofo, a cualquier filósofo. Comprender su pensamiento menos para hacerlo meramente inteligible que para hacer espacio a lo que de uno mismo queda por nacer —y por morir—. Leer así deja en segundo plano a la cuestión de la justicia. Se lee por placer, por necesidad o por perversión, pero lo de menos siempre es aquel que, muerto ya o en silencio, indefenso en extremo, es leído. Traído al presente.
Arriesguémonos a sostener que es posible leer a Heidegger sin disponer de un conocimiento previo de ninguna de sus referencias filosóficas principales. Heráclito, Aristóteles, Platón, Agustín, Tomás, Eckart, Duns Escoto, Descartes, Kant, Hegel, Schelling, Kierkegaard. No importa si sabemos poco o nada de ellos, Heidegger es inteligible en tales circunstancias. No así con Nietzsche. Heidegger es verdaderamente incomprensible sin Nietzsche. Es éste el filósofo con quien Heidegger realmente se entiende, se mide, se extravía, se edifica a sí mismo, con quien se resuelve.[IV] Será evidente: Heidegger no hace justicia alguna a Nietzsche. Pues no se trata de una mera lectura, o de una traducción, o de una “interpretación”. Heidegger piensa eso mismo que Nietzsche ha pensado, lo cual significa que no es Nietzsche en particular el asunto del particular pensar de Heidegger. Nietzsche y Heidegger comparten un mismo asunto —eso los define como filósofos— pero no comparten, ni tendrían por qué hacerlo, una misma perspectiva o una misma comprensión de las cosas. Pero pensando eso mismo que piensa Nietzsche, Heidegger comprende hasta qué punto no están pensando lo mismo. Eso mismo recibe, desde antiguo, un nombre común. Eso mismo es el ser. ¿Qué es eso que —sin confundirse con ellas— hace o permite que cada cosa sea? El problema de Nietzsche es, en cierta forma, que se atrevió a responder. Le venció su vena metafísica; le ganó la venganza (ya abordaremos esta cuestión). Heidegger, por el contrario, sólo aprendió a demorarse y establecerse en la pregunta.
Entre 1936 y 1937, dentro del primer curso académico dedicado a este pensador, Martin Heidegger dice que la confrontación con Friedrich Nietzsche es decisiva; en él se “concentra” y “llega a acabamiento” la tradición filosófica —la tradición a secas— de Occidente. Tal es la importancia de Nietzsche: sin comprenderlo a él no es posible entender nada del siglo XX y menos todavía el carácter de los siglos venideros. Sin él tampoco es posible identificar, asegura Heidegger, "nuestra tarea metafísica."[V] Ello no obstante, reconoce de inmediato que aún no están dadas las condiciones para esa confrontación. No hay, afirma, en lo que concierne a Nietzsche, y para el pensamiento mismo, la suficiente distancia.[VI] Así que uno se pregunta, apenas abierto el expediente, ¿para qué ofrendarle entonces, en conjunto, más de mil quinientas páginas?
Quizá lo primero que al filósofo llama la atención de Nietzsche es su extraña —pues no es, en principio, una crítica “ilustrada”— destrucción de la teología. Para nosotros, o para la mayoría de nosotros, la teología es, dentro de la decoración cultural contemporánea, un mueble sin mucho sentido, un armatoste, un vejestorio.[VII] El encanto que todavía —aunque no siempre, ni en cualquier circunstancia— le circunda se debe a su inutilidad, a su indigencia: a su insensatez. La teología es casi peor que un periódico de ayer. Cifra y figura de la senectud. Habrá quien incluso la encuentre bella, pero justamente porque ya no es verdadera. Es probable que, hoy, ese abandono se lo debamos en gran medida a la ciencia, pero para Nietzsche, hace siglo y medio, la omnipresencia de esta concepción era teórica y prácticamente insoportable. El epígrafe elegido para encabezar este ensayo de Heidegger procede de El Anticristo: “¡Casi dos milenios y ni un solo nuevo dios!”. Está claro: el problema no es (la existencia o inexistencia, la bondad o maldad, la necesidad o superfluidad de dios), sino que la civilización —esta civilización— haya sido, por casi cien generaciones, incapaz de proponerse y fijarse dioses a la altura de su vitalidad, o de su energía, o de su novedad. Lo triste de esta civilización es que no se haya dado a sí misma, soberanamente, sus propios valores supremos.
Por lo pronto, hay un primer rasgo a destacar: para Nietzsche, el pensamiento filosófico no es una fatiga, sino una fiesta. Cuesta trabajo entender por qué, reconociendo el desafío, no se comportó Heidegger precisamente como un invitado especial a dicha fiesta. ¿Por qué tuvo que elegir, por el contrario, el papel de aguafiestas? ¿A qué ese exceso de seriedad? Sabemos ya que leer a Nietzsche es difícil porque, contrastándolo con otros filósofos, suele ser demasiado fácil. Esta facilidad se atribuye a su calidad de escritor; bien se sabe que el filósofo, por profundidad o por originalidad, cuando no por alguna limitación personal, tiende a ser más bien oscuro y alrevesado. Nietzsche tendrá muchos, pero no este problema. Es, por aclamación, el filósofo poeta. Es decir: en general, para el lector promedio, importa menos qué dice que cómo encanta y arrebata a la inteligencia. Por tanto, se debe reconocer respecto de la lectura que sobre Nietzsche practica Heidegger, que por fin lo tome en serio como filósofo. Y no porque a Heidegger le parezca inferior el estatuto del poeta. Todo lo contrario. La palabra del poeta alcanza en Heidegger una profundidad y una pureza inconmensurables. Pero Nietzsche, ya se verá, no es poeta. Y allí reside, nos parece, uno de los puntos de quiebre de toda la interpretación heideggeriana, o al menos uno de sus flancos más débiles. Leerlo ante todo como filósofo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. En primer lugar, por lo que se refiere a los últimos, se despacha el carácter fragmentario, inacabado, asistemático de su escritura como un defecto. Si es aconsejable leerlo como filósofo, es decir, como una persona que se propone pensar el ser del ente, la escritura rapsódica y fragmentaria será un evidente obstáculo. Obviamente, se concederá que Nietzsche tenía otras preocupaciones además de confeccionar una ontología para uso del gremio. En este aspecto llega a ser irritante la insistencia de Heidegger: Nietzsche nunca ofrece una doctrina acabada. Nietzsche no es sistemático, qué lástima. Pero habría que ver si se trata de una verdadera incapacidad. Que no lo es puede comprobarse a manos llenas recurriendo, entre otros, a sus lectores franceses: Bataille, Klossowski, Foucault, Deleuze, Blanchot, Derrida, Rosset, Pautrat, Kofman, cuya lectura se va desgranando en gran parte a la contra de la de Heidegger —aunque, admitámoslo, también gracias a ella.
El segundo rasgo delineado es que la filosofía de Nietzsche es más bien “póstuma”. Si bien nunca pudo cristalizar bajo la forma de una obra sistemática, quedó, sin embargo, esbozada y como proyecto en La Voluntad de Poder. Otra interrogante nos asalta: más allá de conceder que ese sea el libro de Nietzsche, ¿por qué Heidegger nunca se preguntó si ese no-libro que es La Voluntad de Poder no podía —o acaso no debía— llegar a ser eso: un libro? Lo que nos lleva a un tercer rasgo detectado en el estilo de Nietzsche: la filosofía no tiene nada que ver con la virtud. Es algo que “maltrata hasta las raíces” y que en un cierto momento deja de ser comunicable.[VIII] Este último punto, como sabemos, es esencial en la interpretación ofrecida por Pierre Klossowski.[IX] Permanezcamos atentos para ver si este tema reaparece en el examen de Heidegger.
¿Cuándo hay pensamiento? ¿Dónde? ¿Quién o qué lo produce? Pensar no necesariamente es someter el pensamiento al imperio de una verdad. Tampoco es el producto de una voluntad consciente y soberana. ¿Qué relación guarda con el saber, y con la moral? El pensamiento, para Nietzsche, es por encima de todo una cuestión de impulsos. Cuestión de una guerra de impulsos. Una guerra bastante sucia, por lo demás. El pensamiento no es una sustancia producida por un sujeto cognoscente, sino el espacio inextenso de un sordo combate entre lo Uno (la verdad) y lo múltiple (el error). "El filósofo", dice Nietzsche, "no es más que una suerte de ocasión y de oportunidad para que el impulso llegue por fin a tomar la palabra".[X] ¿Qué impulso? ¿De qué impulso es expresión, por ejemplo, la filosofía de Nietzsche? Pierre Klossowski no vacila en asignarle su lugar dentro de un acontecimiento decisivo: la Muerte de Dios —el garante de las identidades— y el retorno de los múltiples dioses.[XI] En términos morales: la pérdida de la seguridad, la exposición a lo desconocido. De eso sería expresión el pensamiento de Nietzsche.
La lectura practicada por Klossowski se halla guiada por un doble desplazamiento: desde la institución hacia el complot y desde el sistema hacia el delirio. Este movimiento muestra el nexo de la lucidez con sus extremos; asistimos de esa manera a una “doble afirmación”, pues pensar consiste en llevar la lucidez hasta el borde mismo de la oscuridad absoluta. Pensar es afirmar —y afirmarse en— ambos extremos, no negar al uno en función del otro. El resultado es la prueba más radical a la que podría someterse una cultura. Es la prueba del silencio, el límite del mutismo. Es la supresión de las instancias hablantes en el seno del propio discurso. Klossowski discurre en torno de una oposición, o, mejor, al filo de una heterogeneidad: "La cultura (suma de conocimientos) —ya sea la intención de enseñar o de aprender— es lo opuesto a la tonalidad del alma, a su intensidad, que no se enseña ni se aprende: sin embargo, mientras más se acumula la cultura, más se esclaviza a sí misma —y más crece su otra cara la intensidad muda de la tonalidad del alma".[XII] El saber, de cara al no-saber; lo enseñable abismado en lo inenseñable. En Nietzsche, el movimiento de autoconstitución del pensamiento es inseparable, acaso indistinguible, del movimiento de su autodisolución. En ese mismo sentido, la crítica de Nietzsche a la cultura es a la vez interior y exterior: no le opone otro discurso, sino, desde el silencio más lúcido, lo otro del discurso. Muestra, así, la afasia de todo saber, de toda ciencia: "Bastaría que pronunciara su ausencia de fundamento para que ninguna realidad subsistiera —de ahí el poder que recibe y la decide a calcular: es su decisión lo que inventa la realidad. Calcula para no hablar bajo pena de caer en la nada".[XIII]
La heterogeneidad de referencia es, si hemos de formularla de alguna manera, la de la cultura (el saber) y la naturaleza (el no saber), entre el cuerpo (mudo) y el espíritu (de la lengua). Esta relación es el lugar propio, el espacio decisivo del pensamiento. Quedarse del lado de lo enseñable (o, al contrario, de lo inenseñable) es lo mismo que renunciar al pensamiento. Pensar sólo puede ser efecto de la fricción de los extremos.
En La voluntad de poder como arte, Heidegger afirma que Nietzsche “filosofa con el martillo”, pero esto significa algo distinto a propinar furiosos martillazos. “Filosofar con el martillo” no es solamente destrozar. Es “preguntar si hay algo grave, si hay un peso en las cosas, o si por el contrario toda gravedad ha desaparecido de ellas. A eso se dirige la voluntad pensante de Nietzsche: a volver a dar un peso a las cosas”.[XIV] Volver a dar un peso a las cosas. ¿Cómo han podido perder las cosas su gravedad? He ahí otra indicación interesante, sobre la que volveremos. Por de pronto, llega a ser irritante la insistencia de Heidegger: Nietzsche nunca ofrece una doctrina acabada. Aunque quizá lo esencial de su crítica camina en esta dirección: Nietzsche, a pesar de todo, no ha llegado a ser lo suficientemente griego. En cualquier caso, parece merecer su absolución: el tipo iba por buen camino. Pero no llegó al fondo, es decir, al origen. No alcanzó a tematizar el punto de quiebre, de fuga o de fusión a partir del cual Occidente torció su andadura. ¿Por qué no llegó hasta allí? En parte, ello obedece a su modo de proceder: Nietzsche “piensa y juzga de modo antagónico, efectuando, por lo tanto, una inversión”.[XV] Este procedimiento termina por envolver al oponente en una telaraña que es justamente aquello de lo que procuraba huir. Peor aún si el antagonista elegido —en este caso, Schopenhauer— “resulta vacilante y no se mueve sobre un terreno firme”. El defecto de Nietzsche, en lo que concierne a su idea de Voluntad de Poder, es que se ha mantenido dentro del ámbito de la “estética”. Ya sabemos, por lo que se ha dicho, y por lo que resta por decir, que la lógica, la ética y la estética son para Heidegger terreno pantanoso: son conceptos y formas de operación pertenecientes a la metafísica. La posición de la metafísica es intelectual: se comporta frente a todo como si sólo estuviera ahí para ser conocido. En ellas, en concreto, se ha perdido la dimensión de la alethéia; están, y ello las torna ilusorias, regidas por la dualidad —el antagonismo— que se yergue entre el sujeto y el objeto. Han perdido, en dos palabras, su dimensión originaria.
En reciprocidad, el “error” de Heidegger respecto a Nietzsche podría ser su incapacidad de advertir la fuerza subversiva del pensamiento de este último en relación con la metafísica. Casi hay consenso en esto: la voluntad de poder no es la voluntad de un sujeto burgués. “Voluntad de poder” dice lo contrario de voluntad de dominio, lo contrario de aquel movimiento de sujeción técnica y política del mundo que es el rasgo identificatorio de la metafísica. La voluntad de poder no es “edificante” —no procede de una carencia— sino “desestructurante”: es la expresión de la sobreabundancia de fuerzas, no de su falta. Lo interesante, en cualquier caso, será mostrar por qué Heidegger se ha privado de ver este carácter “desconstructivo” de la voluntad de poder.
Para Heidegger, según hemos visto, y esto significa tomárselo muy en serio, Nietzsche no es otra cosa que el final de la filosofía. El estadio terminal de la metafísica. “Tras la inversión efectuada por Nietzsche”, escribe en Sendas perdidas o Caminos de bosque, “a la metafísica sólo le queda pervertirse y desnaturalizarse”.[XVI] Esto ocurre porque —Nietzsche no es el ejecutor, sino el testigo— lo suprasensible ha quedado desinflado. Sin embargo, este desinflamiento arrastra irremediablemente consigo a lo sensible. Noéton es destituido, pero aístheton no puede ocupar su lugar. Son términos correlativos. Sin luz no puede haber sombra. Si no hay Dios, tampoco hay Mundo. Sin Dios, el Hombre pierde su Humanidad. Lo suprasensible está herido de muerte; el todo se hunde en el sinsentido. No es, empero, cuestión de “refutar” la “metafísica de Nietzsche”. Nietzsche no “tiene” —ni sostiene— ninguna metafísica. Es más bien al contrario. Cada pensador encuentra (o no) su lugar en esa verdad del ente en cuanto tal en su totalidad —y en la bipartición entre un mundo sensible y un mundo suprasensible que domina y sujeta a aquél— que es la metafísica. Ella le dicta, por ejemplo, las instrucciones para leer el mundo. Nietzsche lo lee como nacimiento y desarrollo del nihilismo. Pero no puede saltar fuera de la época que querría diagnosticar. La crítica del nihilismo no contribuye a superar el nihilismo. Y no lo logra porque Nietzsche sigue prisionero de un hechizo: no puede pensar el ente sin representárselo. Pensar sin representar. Esto es lo que intenta hacer Heidegger cuando dice que debemos apuntar a lo imperceptible. Un pensar “preparatorio”. Un pensar “seminal”. Un pensar “desbrozador”. Se nos da a entender que la metafísica es sólo la superficie del ser, la costra debajo de la cual éste se ha resguardado. Pensar no es representar, sino encontrar un campo, limpiarlo, ararlo, sembrarlo, cuidarlo... y esperar la cosecha. Un modo literalmente pagano de concebir y hacer filosofía.
Hace tiempo que el pensamiento torció su camino para despeñarse en la metafísica. Los legítimos descendientes de ésta son las ciencias. En consecuencia, y esta es una enormísima dificultad, pensar es pensar contra, o al margen de las ciencias. “Pensar en medio de las ciencias significa: pasar junto a ellas sin despreciarlas”.[XVII]. La metafísica —las ciencias— siempre piensa el ente en relación con el ser, pero es incapaz de experimentar la verdad del ser. Al margen de las ciencias... y al margen de la historia. Pues pensar es pensar siempre lo mismo, por más que esto mismo se presente al pensamiento históricamente, es decir, “en imprevisibles modos de destino y con diferentes grados de inmediatez”.[XVIII] ¿Cómo se presenta a Nietzsche esto mismo? Se presenta bajo la luz del nihilismo. Bajo la oscilante luz de la muerte de Dios. Nietzsche no “opina” que Dios ha muerto. Simplemente da nombre a una idea que, impronunciada, recorre todas las nervaduras de la civilización occidental. “La frase de Nietzsche”, insiste Heidegger, “nombra el destino de dos milenios de historia occidental”.[XIX] Esta frase significa, para Heidegger, la disolución —o debilitamiento— de los valores supremos. Éstos ya “no procuran vida”.[XX] Pero este destino de senectud es lo propio de Occidente. Occidente es precisamente esa historia. No es ni una doctrina junto o frente a otras ni ha ocurrido por accidente.
Como de pasadita, Heidegger establece aquí un par de distinciones. El “cristianismo” es cuidadosamente separado de “lo cristiano”, y la “teología” lo es, a su turno, de la “fe”. El cristianismo es, en el sentido manifestado por Nietzsche, la profanación de la antigua fe cristiana.[XXI] La idea es mostrar que la perspectiva ganada por Nietzsche se encuentra muy por encima de estériles disputas ideológicas. El Dios que muere no es meramente el objeto de un sistema de creencias sancionado por alguna Iglesia. “La palabra Dios pensada esencialmente”, observa el filósofo, “representa el mundo suprasensible de los ideales, que contienen la meta de esta vida existente por encima de la vida terrestre y, así, la determinan desde arriba y en cierto modo desde fuera”.[XXII] Nietzsche le ha enseñado a Heidegger a pensar lo propio de Occidente, su estructura fundamental: el nihilismo. Pues lo importante es siempre la estructura, no su eventual ocupante; Dios o el Hombre, la Iglesia o la Ciencia —el nihilismo permanece. El Reino de Dios o el Progreso Infinito, el culto religioso o el impulso civilizatorio, da igual. La creatividad es bien vista porque es un buen negocio. Dios ha muerto: lo suprasensible se debilita y arrastra en su caída a lo sensible. Hay que entender cómo ocurre esto. La metafísica no es, según se deduce, privativa de Occidente. La metafísica es el desgajamiento del todo en dos esferas: lo sensible y lo suprasensible. ¿Qué contienen una y otra? Heidegger ni siquiera se preocupa de señalar los componentes de lo primero. Pero lo suprasensible remite a esto: “las ideas, Dios, la ley moral, la autoridad de la razón, el progreso, la felicidad de la mayoría, la cultura y la civilización”.[XXIII] Metafísica es, a un tiempo, la escisión y la subordinación; nihilismo es, por su parte, la descomposición de lo suprasensible. El Dios cuya muerte anuncia Nietzsche es un Dios filosófico, un Concepto: es la palabra que da nombre a lo que se halla por encima —o por fuera— de lo sensible. Por encima del mundo ofrecido por nuestros sentidos. Fuera de la tierra. A salvo de la muerte.
Está planteado, de esta forma, un contrasentido. Dios significa exactamente, para la filosofía tanto como para la religión, aquello que no es capaz de morir. Pero muere, después de todo, muere. Uno se pregunta: ¿cómo no iba a poder morir, si es Todopoderoso? La eternidad se cumple en el instante: el instante es eterno. Tal es la paradoja, y tal es, también, la explicación de por qué el nihilismo es el destino de Occidente. En cierto sentido, esta frase es la fórmula de la secularización. Muerto Dios, el Hombre asalta Su Trono. El hombre histórico, confiado exclusivamente al poder de su razón. El culto religioso se transforma en entusiasmo cultural e impulso civilizatorio. Y éstos terminan a su vez convertidos en negocio. Heidegger hace notar que, con todo, esta sustitución es más bien una restitución. Dios y el Progreso son exactamente la misma cosa. Pero “Dios muere” o “Dios ha muerto” significa que todo aquello —todo valor— que llegue a ocupar el sitio de lo suprasensible está destinado a perder su fuerza y a morir. Lo suprasensible está infectado por lo sensible. Esa es la verdad que late en las entrañas del nihilismo, es decir, la verdad —el ser— de ese ente que se llama Occidente. Ahora bien: si esto es así, el combate de Nietzsche es un combate en sí mismo nihilista. Heidegger no parece llegar tan lejos como para afirmar que el combate de Nietzsche al cristianismo es un combate en sí mismo cristiano; pero lo puede uno sobrentender.
Del argumento de Heidegger se desprende que no es posible combatir al nihilismo, y algo similar se podría esperar respecto de la metafísica. En todo caso, no es combatiéndolo como puede escaparse a su determinación. Nietzsche ha intentado oponerse a él, pero se ha demorado en una inútil persecución de sus manifestaciones o consecuencias. El nihilismo no es, en absoluto, un fenómeno reciente, y tampoco es algo que pueda ser removido. No es una enfermedad, sino, digámoslo así, no sin un dejo de ironía, la salud de Occidente. Naturalmente, habría que sentir desconfianza por esta salud. La cuestión es, en resumidas cuentas, que Nietzsche, a pesar de haber visto los problemas, no ha encontrado los medios para pensar fuera del nihilismo. Ha pensado contra, y eso, qué lástima, lo ha mantenido en su órbita. No ha aprendido, dirá Heidegger, a meditar.
El nihilismo no hace referencia a un estadio terminal de la civilización; es en todo caso la palabra que nombra su esencia, su “lógica interna”. Pues el nihilismo no es (sólo) síntoma de decadencia; es también el fondo último de la creatividad, de la posición (y reposición) de valores. La “lógica interna” de la civilización es, si no “dialéctica”, sí al menos bifaz. Se reconoce en aquélla una vertiente desvalorizadora, y una transvalorizadora. Lo que permanece, obviamente, no es tal o cual valor —todos, tarde o temprano, pierden su fuerza—, sino el espacio gracias al cual el valor puede imponerse. El nihilismo —la civilización— es la sujeción de todas las cosas a ese espacio. “Salir” del nihilismo significa ahora liberarse de esa sujeción. Liberarse de lo suprasensible. El lugar de los valores transvalorados debe ser lo sensible: la “vida”. Pero —antes de encontrar una determinación clara a este término—, notemos que debe ser. Volvemos al problema del lugar que manda. Nietzsche no simplemente opone ciertos valores a otros que considera caducos o perniciosos. Se opone al lugar de Dios. Pero, ¿qué ofrece a cambio? Muerto Dios, ¿quién hablará en nombre de su ausencia? Una vez más: la vida. Esta es la palabra que Nietzsche emplea para designar el referente último de todos los valores. “Conservación y aumento”, observa Heidegger, “caracterizan los rasgos fundamentales de la vida, los cuales se pertenecen mutuamente dentro de sí. A la esencia de la vida le toca el querer crecer, el aumento”.[XXIV] Tal sería lo propio de la vida: no simplemente ser, sino ser más. Y a este ser más se dirige toda posición o instauración de valores.
Nietzsche no es —aunque también lo es— ni un escritor, ni un maestro, ni un filósofo, ni un poeta, sino, ante todo, un conjurado. “Yo no soy un hombre, soy dinamita”, decía de sí mismo en Ecce homo. Su escritura expresa de manera preeminente la insubordinación del individuo frente a la cultura, frente a la sociedad, frente al mundo moderno: frente a la humanidad en su conjunto. El pensamiento, en esta experiencia, no refleja ni representa al mundo, sino que es el modo en que el individuo alcanza el estatuto de conjurado: una rasgadura en el tejido comunitario. Pensar es una forma de subversión y de delirio, eso es lo que enseña Nietzsche. Su singularidad, en la historia del pensamiento occidental, consiste en otorgar un lugar, dentro de la escritura, a lo otro del pensamiento. No en el sentido de “hablar de lo otro”, sino en el de permitir que lo otro irrigue y estremezca al pensamiento.
Esta intención de franquear el paso al afuera del pensamiento se logra, decíamos, merced a una doble afirmación: de la lucidez tanto como de la oscuridad, de la vida tanto como de la muerte, del orden (lo inteligible) tanto como del azar (lo sensible). Allí encontraremos la raíz de no pocas dificultades de lectura. Estamos, diría Klossowski, ante un pensamiento que sólo avanza retrocediendo y que sólo asciende descendiendo. Su escritura, por lo mismo, tiende a chocar con tres obstáculos: contra la lógica —el principio de identidad sobre el que reposa todo lenguaje—, contra la autoridad instituida —filósofos, psiquiatras— y contra la ciencia —la demarcación oficial entre el adentro y el afuera—. Si se descuida esta dimensión, Nietzsche terminará siendo leído como alguien o bien demasiado loco o bien demasiado cuerdo. Obviamente, Heidegger neglige este carácter paradójico de su escritura; es lo que ocurre cuando se le toma demasiado en serio. Irónicamente, tomarlo tan en serio conduce a despreciar o atenuar su poder revulsivo. Tenemos que conceder que la “inversión” que de la metafísica realiza Nietzsche llega bastante más lejos de lo que Heidegger nos asegura. No es una mera crítica de la cultura, y menos aún una corrección del platonismo. Nietzsche es filósofo, sin duda, pero en primer lugar es antifilósofo, pues su combate está dirigido simultáneamente al principio de identidad y al principio de autoridad. En su escritura emerge lo otro de la escritura. Lo otro de la cultura. “Lo otro” de la cultura —lo transmisible, lo socialmente válido— es, para Klossowski, la “tonalidad del alma”. Ella no se enseña, ella no se aprende, ella no habla, ella es sólo intensidad muda. Y esta intensidad muda es aquello que hace estallar a la servidumbre de la cultura. Quizás esta sea una forma un tanto rebuscada para decir que Nietzsche es un escritor tan rebelde cuanto inspirado. Pero más importante es hacer notar que, ante el saber —ante la cultura—, el pensamiento parece llegar siempre demasiado tarde. Un pensamiento que no busca ni dirigir ni ordenar, ¿qué alternativa podría elegir, si no la de la parodia?[XXV]
Filósofo antifilósofo. Al menos, un filósofo que se opone a la figura cultural del filósofo: ese sujeto que o bien es un sabio o bien un sacerdote, o bien las dos figuras en una. Para Nietzsche es ridículo que la filosofía acabe convertida en un arte del buen vivir. Para alcanzar ese punto, el filósofo tendría que haber vivido antes todas las vidas posibles —e imposibles. No, el filósofo tendría más bien que escribir como se canta o se tañe un instrumento. Si pensar no es ni saber, ni enseñar, ni predicar, sólo podría ser algo parecido a la música. El filósofo antifilósofo ha comprendido que el filósofo cultural se ha traicionado a sí mismo. El pensamiento no tendría que sobreponerse a los afectos, sino llegar a ser su expresión. En tal sentido la filosofía tendría que ser como la música. Curiosamente, la crítica de la cultura es al mismo tiempo una denuncia de la barbarie. La barbarie consiste en una cierta clase de ignorancia: ignorar que la moral —la verdad— es necesariamente una cuestión de gusto. En la barbarie, la moral y la religión se imponen sobre todos los afectos.
Apenas abrir el libro que Heidegger dedica a Nietzsche, encontramos el pensamiento que lo guía: la vida recobra su misterio en el momento en que puede concebirse como un experimento, como un experimento “del que conoce”.[XXVI] El aforismo pertenece al período inmediatamente anterior a Así habló Zaratustra. Pero Heidegger va a ocuparse preferentemente de los textos póstumos, aquellos que aparecerían —más o menos mañosamente articulados— en ese no-libro que es La voluntad de poder. Heidegger lo sabe y quizá por ello entrecomilla la palabra “obra”. Comienza por considerar lo que Nietzsche afirma de la actividad o de la experiencia filosófica. Para éste, se trata de una “rareza”, de algo excepcional. Pero, según Heidegger, Nietzsche pertenece por derecho propio a este invernadero; Nietzsche es filósofo porque todo su ir y venir tiene un centro o una estrella: pregunta eso que pregunta toda la filosofía: ¿qué es el ente? Pero, además, en Nietzsche esta pregunta llega a un fin, a una consumación, a un acabamiento. Confrontar a Nietzsche equivale a confrontar a todo el pensamiento occidental. Nada más.
Primero, es preciso sortear un obstáculo. Nietzsche nos queda “demasiado cerca”. Su pensamiento nos es “demasiado presente”. Esta proximidad y esta presencia dificultan el ejercicio de una distancia crítica. Se comprende que, para Heidegger, la comprensión pasa por esta experiencia de distanciamiento, por esta “frialdad” de la inteligencia ante su objeto. Segundo obstáculo: su pensamiento corre el peligro de ser incomprendido: es demasiado “poético”, demasiado “vital”. Heidegger nos previene: esta apreciación es tan fácil cuanto errónea. Nietzsche dice que el pensamiento es una fiesta, y que es la forma más elevada de la existencia. La “fiesta” consiste en la afirmación “divina” de sí mismo, en la afirmación plena de nuestra “perfección animal”. La fiesta es, en este sentido, lo contrario del cristianismo. Heidegger se muestra contento con este modo de pensar. Leer a Nietzsche es lo mismo que prepararse para esta fiesta, que Heidegger caracteriza como un “morar”, como un “morar en el genuino preguntar”.[XXVII] Heidegger lee a Nietzsche como filósofo; es decir, lo lee al ras de la pregunta de la filosofía. Nietzsche tiene una respuesta a esa pregunta: la llama “voluntad de poder”. El ser del ente —aquello que, en el fondo, es todo lo que hay— es el devenir, y el devenir es, en el fondo, voluntad: el ser quiere el ser, el ser llega a ser. Pero Heidegger desestima, con extrema rapidez, todos los recovecos de la obra. Sólo le van a interesar, según se ha adelantado, los fragmentos póstumos, esa masa de escritos que nunca llegaron a cuajar en una obra. Allí es donde se encuentra, en propiedad, la filosofía de Nietzsche.
La voluntad de poder responde a la pregunta por el ser del ente; pero queda pendiente otra pregunta, una pregunta aún más radical. El eterno retorno de lo mismo es la respuesta de Nietzsche a la pregunta por “el ser del ser”, que Heidegger formula como “el sentido del ser”. El sentido del ser es “aquello desde donde y en base a lo cual el ser en cuanto tal puede revelarse y llegar a la verdad”.[XXVIII] Así, la voluntad de poder es el ser del ente, y el eterno retorno es el sentido del ser. Lo cual significa, en lo esencial, que el ser es pensado como tiempo. Nietzsche así lo pensó, pero no lo llevó a la pregunta. La transvaloración de los valores puede comprenderse sólo con esta conexión como trasfondo. En el proyecto de La voluntad de poder, a la posición de nuevos valores precede una crítica de los viejos valores y a esta crítica la anticipa una exposición del nihilismo. Éste, de modo análogo a la voluntad de poder, designa mucho menos una “ideología” que el ser de ese ente concreto que es la historia de Occidente. Los nuevos valores han de ser afirmados en oposición a los viejos. ¿Cómo? No mostrando la falsedad de estos últimos, sino exhibiendo su origen.
Heidegger despliega su confrontación con Nietzsche justamente en el período en el que elabora su despedida del nacionalsocialismo. Ésta constituye, en lo esencial, y de ahí su principal interés, una despedida de la comunidad. En este período se le revela el carácter solidario de aquél movimiento con la modernidad: de solución, el nacionalsocialismo se transmuta en problema; de presunta alternativa, se manifiesta como resultado perverso. “Heidegger”, anota a este respecto Rüdiger Safranski, “ve hervir en el nacionalsocialismo el furor de la modernidad: el frenesí técnico, el dominio y la organización, o sea, la impropiedad como movilización total”.[XXIX] La confrontación con Nietzsche —y ello dejará en su obra marcas evidentes y perdurables— se produce inicialmente en este contexto. Un período de desencanto: la filosofía no encuentra su política, o ésta tarde o temprano termina por traicionarla y darle la espalda. Lo que en principio determina el movimiento del pensamiento de Heidegger es que la modernidad ha resultado más avasalladora y resistente de lo previsible. Tecnociencia, desencantamiento, tráfico cultural... Los rasgos exteriores están a la vista. Pero ellos son, para Heidegger, efectos de la implantación o de la imposición de lo humano en la tierra: de lo humano en cuanto sujeto. Si no hay nada sagrado, todo se convierte en un enfrente: en un ob-jeto. En una representación, en una “imagen” del mundo. El mundo moderno es aquel donde el hombre se propone y se descubre en cuanto centro del mundo. ¿Qué ha ocurrido? Que el hombre ha perdido su referencia —su dependencia— al ser. Se ha imaginado espectador privilegiado —o único— del mundo. Se ha desgajado del mundo. Se ha vuelto enemigo del ser. Ha perdido la gracia y el misterio de(l) ser. La modernidad consiste en esa pérdida: del ser sólo se conserva la objetividad. Es decir, materia (y energía) para la intervención del espíritu. Profanación generalizada.
Este diagnóstico puede desorientar. En la superficie, se trata de un sermón. Pero veamos. ¿La modernidad es la pérdida o el alejamiento de Dios? Escasamente. Es el olvido del ser, pero el ser no es Dios. Dios —el Dios judío y cristiano— es ya una imagen —una proyección, un autorreconocimiento— de lo humano. Dios es —o está en— el principio de la profanación del ser. De su racionalización, de su uniformización, de su homogeneización, de su organización. La modernidad —en su versión americana, soviética o nacionalsocialista— es el reino del cálculo, de la planificación, de la producción. Es, según escribe en sus cursos sobre Nietzsche, la época “del absurdo consumado”. Un absurdo que se consuma en el yo aislado, pero también (y sobre todo) en el “nosotros” comunitario. Y ya no es la comunidad, al menos en un sentido primariamente político, lo que le interesa al filósofo.
Ya ha sido indicado: pensar es pensar contra el pensamiento. Heidegger no sería Heidegger sin los pensadores con quienes se ha confrontado. No lo sería sin haberlos seguido y tampoco sin haberlos abandonado. Ellos —con frecuencia silenciándolos— le han hecho hablar. Heidegger no sería Heidegger, en particular, sin Nietzsche. Eso ocurre con todos los predecesores o coetáneos de un filósofo. Algunos son más o menos libremente elegidos, otros —por ventura los más necesarios— simplemente salen al paso. Pero podemos ahora preguntar si la inversa es igualmente válida. ¿Nietzsche sería Nietzsche sin Heidegger? Habitualmente, los pensadores ven crecer su pensamiento hacia atrás. ¿Podría crecer hacia adelante? Baste decir, por el momento, que Nietzsche no sería el Nietzsche que nosotros conocemos sin la lectura de Heidegger.
¿Cómo es el Nietzsche de Heidegger? ¿Cómo quedó Heidegger después de su encuentro con Nietzsche? Estas son las preguntas centrales que intentaremos despejar. Anticipemos algo. La filosofía —más acá de su “visión” o su “misión”, para traer fugazmente a cuento la cretinizante jerga de actualidad— consiste en pensar el tiempo; en pensar el propio tiempo. Aunque será necesario añadir que este tiempo “propio” no es “el presente”. No se reduce al período de tiempo efectivamente vivido. El presente no es una cosa, ni un conjunto más o menos identificable de circunstancias. El presente no tiene límites. No “en sí mismo”; los límites del presente dependen de la elasticidad del pensamiento. El tiempo presente no es “este instante”, no se circunscribe a “lo de hoy”. Se tendrá que decir que el pensamiento sólo nace de la fricción con el pensamiento, con el tiempo del pensamiento, lo cual quiere decir que “el propio tiempo” es prácticamente todo el tiempo, el tiempo entero del pensamiento. Evidentemente, la filosofía es un diálogo con el tiempo, pero tomando ese diálogo en el sentido radical del término: diá-logo como escisión, como suspensión, como abertura, como rotura y como reinscripción del logos.
¿De qué modo dialogan los filósofos? A la vista de tantos y tan dispares documentos, el diálogo se antoja más bien ausente, o en general trucado. Infinidad de textos —comenzando por los textos del fundador del género— son diálogos acordados; es decir, no tengamos temor de señalarlo, aunque la palabra siga siendo misteriosa, monólogos. En este sentido, Heidegger escasamente dialoga con Nietzsche; una obviedad: Nietzsche murió cuando Heidegger cumplía nueve años. De hecho, Heidegger nace justamente el año en que Nietzsche muere al pensamiento (en 1889). ¿Dialoga con sus textos? Al menos, admitámoslo, los lee. Los interroga. Los interpreta. Los traslada, los sacude, los mira a trasluz, escucha su cadencia y reconstruye su deriva. Hace del pensamiento de Nietzsche un desafío y una incitación para el propio. Seguramente las preguntas de Heidegger no son las de Nietzsche. Por eso el diálogo es imposible; ningún muerto puede ya replicar. ¿Lo harán sus rastros, es decir, sus textos?
Tratemos de distinguir los variados planos en los que se da el encuentro. Pero antes, formulemos una obviedad adicional: Nietzsche sale al encuentro de Heidegger no como persona, sino como macizo discursivo. Es un choque de lenguajes. ¿Cómo son uno y otro? ¿Cuál es su respectiva posición fundamental ante, en y por el lenguaje? ¿De qué específico modo se retuercen entre sus redes? ¿Es el lenguaje la red, o el mar en el que una y otra vez aquélla es lanzada? La pregunta se podría complicar al infinito: ¿hay, de verdad, algo así como el lenguaje? ¿En qué sentido es legítimo —y aun imprescindible— el plural? Vamos a tener que dejar, por el momento, entreabierta esta cuestión. Pero podemos avanzar un poco más si identificamos las dos posiciones básicas ante el “ser” del lenguaje. Simplificando al extremo, una sería “teológica”; la otra, “tecnológica”. Una tendería a territorializarlo: las palabras dicen lo que las cosas son. Otra tendería a desterritorializarlo: el lenguaje es, sin remedio, un artificio. Naturalismo, artificialismo: en cierto modo, una reedición de la vieja oposición entre realismo y nominalismo. O bien el lenguaje emerge directamente de la naturaleza (divina) del hombre, o bien el lenguaje consiste en someter y reducir el ámbito de lo natural. Una variante mágico-mística y una derivada-convencionalista.[XXX]
Según esta división, sin duda demasiado tajante, Heidegger se alinearía resueltamente dentro de la primera posición. El lenguaje está afincado en el ser. Por su parte, Nietzsche podría ser adscrito a la segunda posición. ¿Qué clase de diálogo podría abrirse, entablarse entre ambos? La segunda posición, subrayémoslo, no diría que el lenguaje es una herramienta a disposición de los sujetos. La segunda posición afirma que hay un corte entre el lenguaje y el ser; un corte que hunde sus raíces en el sujeto mismo. Tampoco la primera posición es pura y simplemente “realista”. Heidegger indica una y otra vez que el lenguaje no es una herramienta. Y si no lo es, ello se debe a que ni el sujeto ni el objeto son “reales”. O, en cualquier caso, y para decirlo con mayor cautela: ser sujeto no agota lo humano; ser objeto no agota a las cosas. No se trata de que los hombres sean primero animales pasionales y luego —civilización mediante— animales racionales.
Así nos vemos regresando (sin cesar) al principio. El presente no es todo. Creerlo —y conducirse de acuerdo con tal creencia— es lo propio de la metafísica. El sujeto metafísico se envisca en “su” presente. Ese sujeto —el sujeto “moderno”— cree ciertamente en la objetividad de las cosas, y querría atenerse a ella, pero la objetividad de las cosas es algo que el sujeto sólo puede representarse —a fin de actuar eficazmente sobre ella. El sujeto nunca sale de sí cuando afirma atenerse al objeto. Metafísico es, según se advierte, un proceso de reducción de las cosas a la escala de lo representable. A la escala de lo manejable. Cuando todo está “en mano de Dios”... o del Hombre. ¿Hay remedio? Por principio de cuentas, declarar que esta representación es “falsa”, o que es un “error”, nos retiene y mantiene dentro del mismo círculo encantado. En él permanecen enclaustradas la fenomenología tanto como su rival, la filosofía analítica. La peculiar salida de Heidegger es, según se sabe, menos la crítica o la “superación” (dialéctica) que el “paso atrás”. Atrás del lenguaje, atrás de la historia. No contra la metafísica, sino en el reservar de su deriva. En su manantial. El Nietzsche de Heidegger es, en este sentido, una víctima más de la metafísica. ¿La última? ¿Es el übermensch todavía humano, demasiado humano? ¿Es lo trágico la antesala de la reconciliación? ¿Hay redención del nihilismo? ¿No es precisamente la redención —salvarnos de ser— el deseo más profundo del nihilismo? La especularidad sujeto/objeto parecería definitivamente quebrada, pero ¿quién responde por esa ruptura? ¿Se mueve aún Nietzsche en el interior de aquél escenario? ¿Lo hace —a pesar del relevo del Dasein— el propio Heidegger?
Pongamos que el übermensch de Nietzsche es una prefiguración del Dasein de Heidegger. Ninguno de esos títulos se impone o sobrepone a un “sujeto” o a una “sustancia”. El superhombre nietzscheano no es sólo, ni primariamente, una intensificación del “ser” del hombre. Es más bien su abandono, su deserción, su “desistencia”.[XXXI] La otra gran innovación de Heidegger es, en un movimiento simétrico, su desustancialización (y desubjetivación) del Ser. El ser se retrae detrás del Ereignis. Me gustaría poder mostrar que también esta idea heideggeriana del Ereignis (el evento, el acaecimiento propicio, el dar de sí del ser: la intemperie) puede ponerse en paralelo con la idea nietzscheana del Eterno Retorno. Por último: la idea de Ge-stell (estructura de emplazamiento) ¿con qué se podría emparejar? ¿Con la Voluntad de poder? ¿Con el nihilismo? Lo que ahora nos resulta casi obvio es que Heidegger ha emprendido el mismo camino que Nietzsche: pensar la muerte de Dios —que es pensar la muerte del Hombre. Y este camino conoce al cabo una (difícil) inflexión: la desistencia (o dehiscencia) del ser.
Heidegger piensa en el umbral de la metafísica todo aquello que Nietzsche anunció. La analítica del Dasein es una transcripción de la “física” adivinada y propugnada por Nietzsche. No existe un sujeto dueño de sus pensamientos o de sus sentimientos. El sujeto no es discernible de sus afecciones, de sus “tonalidades”. No es la “percha” que se mantiene erguida con o sin variadas vestimentas. Cada persona es el choque de sus afecciones. No es un sujeto, ni una sustancia, no es nada más (nada menos) que un acorde. Pero, ¿respecto a qué establece ese acorde? ¿Quién o qué le “da el tono”? Los hombres tienden a acordarse no “de”, sino con las cosas; con el ente. Pero hay otra tonalidad, que es una concordancia con el ser. A esta concordancia, Heidegger la designa con la palabra angustia.
Lo que interesa a Heidegger es, naturalmente, y más allá de su crítica a la filosofía y al mundo moderno, la ontología de Nietzsche. Pero se advertirá enseguida que ella es resultado menos de un razonamiento que de una —violenta, repentina— iluminación. Su carácter intempestivo ha determinado, entre otros efectos, una recepción filosófica relativamente tardía. Nietzsche es, para sí mismo y para sus lectores, un filósofo enmascarado. De cualquier manera, esta imagen permanece engañosa. La crítica es una máscara, la parodia es una máscara, pero, según esto, la ontología no lo es. Si hay máscaras, hay un rostro detrás de ellas. Reconocemos aquí un juego que Heidegger intenta hacer jugar a Nietzsche. Desde luego, éste parece prestarse. Pensador antitético y pasional, se lee a Nietzsche de muchas maneras. ¿Podría leérsele sin interpretarlo? ¿Qué dice Nietzsche? ¿Podría exponerse su pensamiento sin exponerse en el intento al ridículo? Se comprenderá que renunciemos a ello; Heidegger ni siquiera lo insinúa. Pues una cosa es hablar de y otra hablar desde. O hablar hacia. A un pensador no se le resume; se le sigue, se le impugna, o se le abandona en el camino. Lo cual no destierra los malentendidos. Leer es leer al sesgo. Leer es encaminarse y adoptar cierto ritmo. El ritmo que Heidegger aprende de Nietzsche es, con todo, monótono. Se trata de un filósofo: el horizonte de su pensar está dominado por una pregunta sin contornos. En cuanto filósofo, dice muchas cosas, pero las dice respondiendo a una sola pregunta.
La pregunta, evidentemente, es: ¿a qué estamos jugando? Dios y el Ser han jugado en la historia de la civilización un papel aplastante. No bastaría con declarar su inexistencia. A Dios hay que declararlo finado. Quizá es una exigencia de simetría. El cristianismo inflama al hombre —ente finito— con el gas de lo infinito. En venganza, Nietzsche infecta a Dios —nombre de lo infinito— con el virus de la mortalidad. Después de todo, ni Dios ni el Ser dejan jugar. Escribir, pensar, tienen para Nietzsche este significado: jugar, dejar jugar, invitar a jugar. Dejar libre. Esto, a pesar de la inercia, se aparta de la idea común de liberar. La liberación, en esta civilización, es liberación de aquello que nos arroja al juego. El juego, el fuego. Del fuego escapamos mediante el ruego. A eso, qué escándalo, se le ha llamado libertad. No es cuestión de inventar nuevas palabras, ni de rebuscar en el cajón de la cultura, sino de infectar las palabras dominantes con el imposible poder de la mortalidad. Desinflar el pensamiento, retornarlo a sus fraguas. Dejarlo en libertad.
¿Qué encontramos en el fondo de las cosas, en el fondo de todo, en el fondo de cada palabra? Nietzsche recita: voluntad de poder. Voluntad de apariencia. Voluntad de ser, pero de ser más, de ser más que el ser. Voluntad de ocaso, voluntad de nada. Si cada cosa desea, desea sólo su muerte, su fin. Desea llegar, pero llegar es no ser más lo que se es. El ser sólo quiere conservarse; la voluntad de poder dice: hay más que ser, el ser está invadido, está tocado por la nada. Ese es el juego. Un juego que cesa en el momento en que la vida se fatiga y quiere justificarse a sí misma. ¿Culparíamos a la vida por esta decrepitud? No, pero a la vida decrépita sí le da por culpar a aquello que no es decrepitud. Envidia de la mala, se dirá. Nietzsche no dice que Dios no exista; dice que está muerto. Tampoco dice que el Ser se disuelva detrás de los entes particulares; dice que es un juego. El juego de los entes, el juego de las fuerzas, el espacio de juego de todo existente. El ser es el tiempo, no su refugio. Tiempo eónico, no tiempo medible. Olvidemos a Sócrates —una decrepitud desentendida de la muerte— con el juego —el goce infantil— de Heráclito.[XXXII]
Al menos esto será lo que para Heidegger valga de Nietzsche. No su al cabo infructuosa y patética oposición a la época. Su afán de huir termina enredándolo. No por azar se hunde en el silencio. Harto, fatigado, extremadamente, absurdamente, autodestructivamente lúcido. No era necesario llegar hasta allá. Heidegger no quiere acabar loco. En el fondo de todo lo que hay, no hay más hay que la ausencia de fondo. No algo, no el Ser, no Dios. Nada sobre lo cual sostenerse. Nada a lo cual atenerse de una buena vez. De lo contrario, el niño que juega —una imagen para el fondo de las cosas, no para el hombre en particular— deja de ser niño y deviene animal doméstico, bestia moral, es decir: anciano. Digámoslo al pasar: la ancianidad siempre es prematura. La ontología de Nietzsche es, en este respecto, un desfondamiento de la ontología. Por eso es difícil seguirlo, por eso se lee usualmente desde un flanco que lo muestra contradictorio y paradojal. La ontología de Nietzsche es “estética” porque da juego al juego de la physis, no al de la polis. Homero, expulsado por Platón, retorna por sus fueros.
Poética versus política. Para Heidegger, Nietzsche tendría que haber llegado al final, pero ese final no era la locura. El final antes del final era la pregunta. La pregunta es el sitio último al que puede llegar el pensamiento. El último, antes del derrumbe. No salir de la pregunta, esa es la “moral” de Heidegger. Su “metafísica”. Por su parte, Nietzsche quedaría a su pesar enfangado en una metafísica transvertida. Dinamitar el casquete suprasensible sigue siendo metafísica. Transvalorar los valores sigue siendo nihilismo. Todo permanece en el plano de la revancha. Para Heidegger, en rigor, Nietzsche no ha sabido preguntar por la nada. Habría, en semejante ignorancia, un apresuramiento en dirección al reemplazo de los valores decadentes por los valores ascendentes. Negar para afirmar, deponer para reponer. Nietzsche confiaría todavía en las virtudes del hombre; voluntad de sobrepasamiento, pero voluntad al fin. El ser es lo que nosotros queramos; hay que querer bien, eso es todo. Se detiene así el movimiento, el desplazamiento iniciado. A reserva de atisbar el abismo, Nietzsche no logra romper el círculo encantado del humanismo. No deja ser al ser.
El ser, según Heidegger, es dejar ser; a saber: dar lugar, retirarse. La nada no es mera negación del ente; la nada abre el lugar del ente. La nada no es falta de algo, es condición de la sobreabundancia del ente. Eso es lo que escaparía al pensador errante. En consecuencia, le ha dejado al hombre una tarea que éste será incapaz de realizar. El hombre no puede todo. Este no-poder se condensa en el preguntar. La pregunta es la forma desavasallante del pensamiento. La pregunta es la forma desarmante del pensamiento. Por eludir la pregunta, Nietzsche recae en el modo violento del pensar. Es la imposibilidad de distinguir el ser del ente. En esta indistinción, del ser sólo se sabe su positividad. Se le confunde o bien con los objetos de las ciencias o bien con los valores de la moral. No, el ser no “es”: acaece. Acaece antes de la emergencia del mundo.
Antes de Sein und Zeit, Heidegger se confrontó con Duns Scoto, Aristóteles, Agustín y Tomás. Después de Sein und Zeit, lo hizo con Kant, los presocráticos, Platón, Descartes, Schelling y Nietzsche. Los poetas por aquél interpretados son Hölderlin, Rilke, Stefan George, Trakl, Hebel y Celan. Nietzsche es un pensador; pero, lo hemos dicho ya, un pensador enmascarado, un pensador que pide no ser expuesto sino acompañado en su pensar. Acompañado, aunque es el filósofo ermitaño. Heidegger estaba particularmente predispuesto para entablar con él un diálogo fructífero. Por eso se dirige al centro de su pensar, no a sus ramajes. Esto es, a su modo, violento. El pensamiento de Nietzsche desconoce las jerarquías, incluidas (o en primer lugar) las conceptuales. Era violento reducirlo a su esquema científico, pero quizá sigue siéndolo traer sus escritos a territorio ontológico.
Este territorio es bastante distinto, por lo demás, al de la tradición ontoteológica. Desde los escritos de Heidegger, es un ámbito virgen, sin roturar, extraño a lo ya pensado. Pues la tradición ha pensado el ser como algo creado. Creado y sostenido por un superser. Obviamente, ese superser recibe el nombre de Dios. Y no es allí donde Heidegger quiere invitar a pensar a Nietzsche. Éste es un pensador; lo cual equivale a decir que su pensamiento se mueve en el plano del ser: en su misterio. No es un Nebendenker (pensador marginal), ni un Gegendenker (contrapensador), ni un Überdenker (sobrepensador); es un pensador sin adjetivos.[XXXIII] Un pensador, para Heidegger, es aquel que se encuentra abierto al llamado del ser. Si esto es así, poco importa la fidelidad a un texto. No importan las opiniones de un pensador, sino el lugar en el que estuvo excavando, el ámbito al que apuntaron sus preguntas. Importa más aquello que no ha sido dicho, aquello que sólo ha quedado sugerido. El filósofo reclama ser leído filosóficamente; el pensador exige una lectura pensante. Nietzsche es muchas cosas, pero Heidegger sólo intenta reconocerlo en cuanto pensador. Sólo le interesa el Nietzsche que ha encontrado y fundado un espacio nuevo para la metafísica. Aquí puede constatarse la proximidad de Heidegger con Hegel. Nietzsche no es un “personaje” de la literatura filosófica, un individuo del que habría que ocuparse por razones más o menos historiográficas, alguien acerca del cual “dar noticia”, sino un momento de la historia del ser. Es un pensador porque antes que nada ha sido atravesado por esa pregunta.
Para Heidegger, Nietzsche es un pensador. En particular, es el último pensador de la metafísica. Esto quiere decir que, dentro del horizonte del pensar metafísico —que consiste en reducir el ser a presencia—, después de Nietzsche no queda ya nada por pensar. Gracias a Nietzsche, Heidegger puede poner su tienda de campaña en un territorio libre. “En Heidegger está toda la maravillosa metafísica”, observa Rüdiger Safranski, “si bien en el instante de su enmudecer, o (...) en el instante en que se abre a otra cosa”. Esto mismo quizá podría decirse de Nietzsche. En el instante de su enmudecer... Heidegger impone silencio a la metafísica. ¿Cómo puede hacer cosa semejante? Tal vez Heidegger aparece sólo allí donde la metafísica ya no tiene nada qué decir. Si es que la metafísica es algo así como un lenguaje. Obviamente, muchos comentaristas —es el caso de Safranski— equiparan las voces metafísica y filosofía.
¿Qué quería Heidegger? ¿Respuestas? No. Quería preguntas. Preguntas radicales. La pregunta es el modo humano de entablar relación con el ser. De acuerdo con Heidegger, sólo hay ser en y por la pregunta. Se abre entonces un diferendo con Nietzsche: éste se precipita sobre las respuestas. No deja crecer a la pregunta. En la pregunta se aloja el misterio. Y el misterio se antoja indispensable para la vida. Heidegger pregunta por el ser porque fuera de esa pregunta no es posible saber lo que somos. El Dasein es un hombre que habita un cielo vacío y que es devorado por el tiempo, un hombre que ha sido arrojado del ser pero que proyecta su propia vida. ¿Por qué preguntar por el ser? Porque en esa pregunta el individuo se libera —se libera de sí mismo. La ontología es interesante exclusivamente por el efecto que podría ejercer en nuestra existencia. Durante milenios, la política pudo presentarse como una solución, pero la solución que ofrece la ontología no podría no ser mística. Es decir: si no es política, la solución es religiosa. Aunque una religión completamente distinta a la que ha dominado a Occidente.
Desde su juventud, por no decir desde su infancia, Heidegger se decanta por el antimodernismo. El antimodernismo no es sin embargo sinónimo de oscurantismo. Heidegger no es “retrógrado”, porque si a algo se opone es a uno de los procesos que acompañan a lo moderno: la banalidad. La experiencia primaria de Heidegger oscila entre un mundo “riguroso, grave, constante, lento” y otro “de vida agitada, superficial, entregado a los estímulos del instante; aquí la fatiga, allí la mera animación; aquí el echar raíces, allí la inconsistencia; unos cargan con la dificultad, los otros buscan el camino cómodo; unos son profundos, los otros superficiales; unos permanecen fieles a lo propio, los otros se pierden en la dispersión”.[XXXIV] Heidegger no se opone a lo moderno sino allí donde éste recae en el dogmatismo y en la pérdida de la autoconciencia. Este es su juvenil diagnóstico: lo moderno confunde lo verdadero con lo útil. El subjetivismo es su seña de identidad. Desde el inicio, Heidegger se enfrenta al absolutismo del sujeto. Esta crítica es típicamente conservadora. Opone la gravedad a la ligereza, la lentitud a la rapidez, la humildad a la arrogancia, la profundidad a la superficialidad; mas en esta reconversión y juego de contrarios, como será fácil constatar, Nietzsche se mostró incomparablemente más perspicaz.
Aproximémonos a este corte. ¿Piensan realmente lo mismo Heidegger y Nietzsche? A fin de romper el nudo ciego del presente, Nietzsche piensa como griego. Por su parte, Heidegger se aproxima gradual pero resueltamente a lo oriental. Su diferencia es la distancia entre la embriaguez creadora de mundo y la aquiescencia; entre la fuerza vital —y su aquietamiento. A Nietzsche le gustan las fiestas; a Heidegger, los homenajes silenciosos. Tal vez, a fin de cuentas, Nietzsche no quepa en Heidegger; pero, ¿cabe éste en aquél? Heidegger acusa a Nietzsche de metafísico; Nietzsche podría acusar a Heidegger de nihilista. Para el primero, Nietzsche ocupa el lugar en el que la metafísica grita su verdad. Dice Heidegger en ¿Qué significa pensar?:
[...] el aprender no se puede lograr a fuerza de regaños. Y sin embargo, en ocasiones uno tiene que alzar la voz mientras está enseñando. Hasta tiene que gritar y gritar, aun donde se trata de hacer aprender un asunto tan silencioso como es el pensar. Nietzsche que era uno de los hombres más silenciosos y retraídos, sabía de esta necesidad. Sufrió el tormento de tener que gritar. En un década en que la opinión pública no sabía todavía nada de guerras mundiales, en que la fe en el ‘progreso’ casi se estaba haciendo la religión de los pueblos y estados civilizados, Nietzsche lanzó el grito: “El desierto está creciendo...[XXXV]
Nietzsche es el lugar de la revelación de la verdad de toda metafísica. Ahora bien, esta verdad es, en verdad, un error. El error de confundir al ser con la presencia. Un error necesario, impuesto por el ser mismo al pensamiento. Un error no corregible ni eludible por el pensamiento. La metafísica se remonta por encima y por detrás de los presente —de la physis— a fin de apropiarse —en el pensamiento y en el acto— de su fundamento. Lo paradójico, lo extraordinario, sentenciará Heidegger, es que este fundamento no es apropiable. Este fundamento de todas las cosas no es en absoluto una cosa. Ni siquiera la mayor, la más sutil o la más excelsa de todas las cosas. La metafísica no puede dejar de ser una teología, y la teología no puede dejar de ser un humanismo. Postular la apropiabilidad del fundamento —decidir de antemano que el pensamiento (o la acción) de los hombres puede hacerlo suyo— es, según hemos visto repetidamente, el rasgo esencial de la metafísica. La verdad de la metafísica no es el ser, sino el hombre. Y la verdad del hombre no es otra que la errancia. La errancia y la finitud.
En virtud de ello, estamos autorizados a decir que el ser designa el objeto perdido de la metafísica. Por su parte, Dios —en cualquiera de sus presentaciones— es el objeto encontrado de todos los humanismos. En otros términos, la verdad de la metafísica es la incapacidad de —o el rechazo a— pensar un fundamento que escape radicalmente, absolutamente, a la naturaleza de lo fundado. Esto implica que ningún ente —ni intra ni extramundano— dice lo que el ser es. Heidegger llegará entonces al extremo del nihilismo. El pensamiento abismático de que el ser no es. La idea más radical de que el ser “es” nada. En último caso, se dirá que “ser” designa el vacío que conecta-y-separa los entes con y de la nada, lo que hay con y de lo que no hay, lo posible con y de lo imposible.
El fundamento al que no accede la metafísica no es “el” fundamento, no es “algo” que sirve de fundamento, sino el mero darse de las cosas. Ese “darse” no es una cosa. No responde a un deseo. Ese darse es lo inapropiable. El ser es una dehiscencia. El ser que (históricamente) olvida la metafísica no es más —ni menos— que el brotar del ser, el agujero —el caos— del que algo emerge y adviene a la presencia. El ser de Heidegger recuerda a la gracia. El ser del hombre no es propiedad del hombre. Y de eso tendría que responder: agradeciendo. Pues el hombre se halla cabe el ser, no frente al ente. Olvidar esto es característico de la metafísica. Ella es una (tácita o explícita) declaración de guerra al ser. Nace de allí la dualidad o antagonismo del sujeto y del objeto. Ambos polos eluden el fundamento. Ambos son entes, entes blindados al darse, al abrirse del ser. En cada ser humano, algo escapa a esta dualidad. Algo palpita más allá o antes del sujeto, algo se agita más allá o antes del objeto. Ese “más allá” o ese “antes” es lo que para Heidegger señala la palabra “ser”. Según todo esto, Nietzsche permanece atrapado en la dimensión metafísica —revelando, gritando su verdad, llevándola al extremo del mutismo— debido a su rechazo de la trascendencia. Nietzsche defenestra al Dios cristiano —algo análogo hace Heidegger— pero, con Él, defenestra también al ser. Su filosofía sigue siendo metafísica porque desconoce la diferencia ontológica.
Para Nietzsche, el hombre agradece en la medida en que se afirma. Para Heidegger, el hombre agradece en la medida en que renuncia a afirmarse. Si el ser es dar lugar, el ser del hombre apenas podría ser otra cosa. Pero todo el problema estriba en que podamos distinguir claramente el contenido de determinadas palabras. La palabra “vida” no es pensada por Nietzsche desde la perspectiva de la biología. La palabra “tierra” no lo es desde la geología, y la palabra “voluntad” tampoco lo es desde la psicología. Heidegger no podría haber dado demasiados pasos en su propio camino sin el desplazamiento y destrucción del sentido heredado que hay en Nietzsche. Un desplazamiento que quizá Heidegger no siempre está en disposición de reconocer. Todo ocurre como si el propósito elemental de Heidegger fuera la resistencia a la idolatría. Al ser se le olvida porque lo que el ser abre es deslumbrante. Del ser sólo llega a importar su epifanía. De ahí la aparición de los dioses. Los hombres quedan fascinados por su irrupción. Quedan abotagados por ella. El ser no es ningún dios, y menos aún Dios. Si creemos que el ser es la ley, el ser se ha retirado de ella. Si creemos que el ser es el eterno retorno, el ser se ha retirado eternamente de ello. Si creemos que el ser es la voluntad de poder, el ser se ha retirado de todo deseo y de toda afirmación.
Heidegger sabe que Nietzsche, quien le ha abierto todas las puertas, quien con su grito ha hecho enmudecer a la metafísica, se ha quedado en el interior de la burbuja y ha cerrado la puerta desde adentro. Esa burbuja es un teatro, el teatro de la representación. Sólo es real aquello que vale. Sólo vemos, oímos, olemos, pensamos, aquello que vale la pena oír, ver, oler, saber. En Nietzsche, el ser es el valor. Y si hay valor, hay un sujeto que sabe tasar y valorar. Un sujeto, no el ser que hace ser a ese sujeto. Ese es el interior de la burbuja metafísica. Sólo es lo que vale, es decir, lo que permite que el sujeto pueda afirmarse en el mundo. Del ser queda lo que para el hombre resulta apropiable. El hombre ha lanzado sobre el ser su red, su encantamiento. El hombre ha creído encontrar en el ser lo que es necesario para ser hombre. En esa creencia se ha perdido de todo. Se ha perdido, en particular, del ser como pérdida. Se ha perdido del ser como paso. Se ha perdido del ser como mortalidad, como su propia mortalidad. Y, con semejantes pérdidas, el hombre se ha perdido a sí mismo como un ente destinado a la libertad —“condenado” a ella.
Según Heidegger, Nietzsche se ha cegado a la trascendencia del ser. Al combatir a Platón, al enfrentarse a su devaluación de lo sensible, al enfrentarse a su repudio de la vida como paso, a su desprecio de la existencia como pasión, se ha privado a sí mismo de comprender el carácter no entitativo —no óntico— del ser. Ciertamente, Nietzsche ha negado a la trascendencia porque ella se ha llenado de dioses, o de ídolos, porque a ella finalmente la ha confiscado el ser supremo —y su Ley. Al negar a la trascendencia, se ha privado, y esto es lo decisivo, de preguntar por el ser. El ser es el exceso, eso que excede al ente. El ser es la falla, la grieta, eso que falta al ente. En cualquier caso, Heidegger sentencia: Nietzsche ha obviado la diferencia ontológica. Ha borrado el espacio desde el cual es posible formular esta pregunta. Ese borramiento, esa anulación de la diferencia, esa obstrucción del espacio del preguntar delata una sumisión al pensar metafísico. La trascendencia no está arriba. Tampoco está abajo. No es el cielo, tampoco el infierno. No es Dios, y menos aún el Diablo. La trascendencia no es más, la trascendencia no es menos. La trascendencia es la diferencia, la fisura. El espacio. El espacio de la pregunta. Para el hombre, para el ahí del ser, ese espacio es la muerte. El fin. El instante. El instante como fin.
Por eso resulta ilusorio, para Heidegger, comprender el ser del hombre como afirmación incondicional del ser. Por lo demás, Nietzsche no es metafísico porque sea un tecnócrata enmascarado.[XXXVI] Lo es, permítaseme insistir, porque según Heidegger se ha cerrado a sí mismo el espacio de la pregunta. Nos queda por decidir si la voluntad de poder es o no el nombre que Nietzsche otorga a esa falta, a esa quebradura, a ese hiatus. Naturalmente, la voluntad de poder de Nietzsche no es equiparable a la voluntad de Schopenhauer. La voluntad de poder, según ha mostrado Deleuze, entre otros, es menos la fuerza que la diferencia de las fuerzas. La voluntad de poder no es lo ente, sino el origen siempre en retroceso de lo ente. Un origen en falso. La interpretación heideggeriana de la voluntad de poder como arte se acerca notablemente a esta idea, aunque sin llevarla hasta el final. Importa menos la obra que el vacío del que emerge. Ese vacío, ya lo hemos adelantado, es (lo) inapropiable. El mundo nunca es el origen del mundo. Ese origen en falso apunta a lo trágico, esa dimensión que, extrañamente, irónicamente, Heidegger desatiende o minimiza. Lo trágico significa que, en la afirmación incondicional de la existencia, el hombre no se afirma a sí mismo, sino que afirma dentro de sí aquello que no es humano, aquello que no está en su mano. Lo que se afirma es la voluntad de poder, y lo primero y lo último que es necesario saber es que la voluntad de poder no es propiedad de los hombres.
El “fantasma secreto” de Nietzsche es la búsqueda de una cultura configurada en continuidad con las fuerzas ajenas al lenguaje. A las fuerzas de la no-palabra, según la expresión de Klossowski.[XXXVII] En la misma dirección, Roland Barthes recordará que la función del arte en general y de la literatura en particular es menos la de “expresar lo inexpresable” que, todo lo contrario, y eso sería su fantasía, inexpresar lo expresable.[XXXVIII] En este respecto, se podrá decir ya que la singularidad de Nietzsche en la historia del pensamiento occidental consiste en otorgar un lugar, dentro de la escritura, a lo otro del pensamiento. No en el sentido de “hablar de lo otro”, sino en el de permitir que lo otro irrigue y galvanice al pensamiento. Esto sólo podría alcanzarse practicando una doble afirmación: de la lucidez tanto como de la oscuridad, del orden —lo inteligible— tanto como del azar —lo sensible—. Es esta la raíz de no pocos malentendidos y dificultades de lectura —incluida, por supuesto, la de Heidegger. Es el de Nietzsche un pensamiento que asciende descendiendo y que avanza retrocediendo.
En la filosofía nunca habla la verdad. Habla siempre el individuo. Pero el individuo sólo es, a su turno, la ocasión para que el impulso —la fuerza, la intensidad muda: la diferencia— llegue a (tomar) la palabra. ¿Quién piensa? ¿Yo? No cambiemos tan cándidamente el efecto por la causa. No piensa el yo si entendemos por esto una interioridad, una identidad autocentrada. Lo que decía Blanchot del sueño, ¿puede decirse del pensamiento? Afirmarlo nos aproxima a la cuestión de la indescifrabilidad de la obra. Una obra (pensante: plástica o no) es intraducible porque en ella se pone en obra lo indescifrable. No un Yo —Nietzsche, Heidegger, Kafka...— sino ese fugaz cruce de fuerzas dentro y fuera del yo. Esto, creo, es a lo que apunta Nietzsche cuando se reconoce a sí mismo menos como un hombre que como un explosivo. Por esta razón, el pensamiento no puede caber en una imagen, en una representación, ni ser objeto de una historia, ni calcularse o medirse o predecirse técnicamente. El pensamiento domina sin poder. Así lo dice Heidegger, aunque por nuestra parte invertiríamos la última frase: el pensamiento puede —sin dominar.[XXXIX] En cualquier caso, el pensamiento es algo que se impone al pensador, algo que no depende de su voluntad. ¿Ha sido esto lo que ha “corrompido” (o “quebrado”) al pensador de la Selva Negra? Me parece que no caben muchas dudas. Lo ha corrompido, al menos, como profesor. Y lo ha arrojado, prácticamente desnudo, a la filosofía.
I. “Él me ha corrompido”.
II. Vincenzo Vitiello, Utopia del nichilismo. Tra Nietzsche e Heidegger, Guida, Napoli, 1983, p. 91.
III. Vid. Giorgio Penzo, Friedrich Nietzsche nell’interpretazione heideggeriana, Patron, Bologna, 1976, p. 37 n.
IV. Heidegger dedicó expresamente a Nietzsche los siguientes trabajos: “La voluntad de poder como arte” (1936-1937), “El eterno retorno de lo mismo” (1937), “La voluntad de poder como conocimiento” (1939), “El eterno retorno de lo mismo y la voluntad de poder” (1939), “El nihilismo europeo” (1940), “La metafísica de Nietzsche” (1940), “La metafísica como historia del ser” (1941), “Esbozos para la historia del ser como metafísica” (1941), “El recuerdo que se interna en la metafísica” (1941), “La frase de Nietzsche ‘Dios ha muerto’” (1943), “La determinación del nihilismo según la historia del ser” (1944-1946), “¿Quién es el Zaratustra de Nietzsche?" (1953), Además, se ocupó de él en pasajes de las siguientes obras: “La autoafirmación de la Universidad alemana” (1933), “Superación de la metafísica” (1936-1946) y “¿Qué significa pensar?” (1951-1952).
V. Martin Heidegger, “La voluntad de poder como arte”, en Nietzsche, tr. Juan Luis Vermal, Tomo I, Destino, Barcelona, 2000, p. 31.
VI. Ibíd., p. 20-21.
VII. Ya Bertrand Russell, sin pelos en la lengua, lo había establecido: “Lo que realmente hace que la gente crea en Dios no son los argumentos intelectuales. La mayoría de la gente cree en Dios porque les han enseñado a creer desde su infancia, y esa es la razón principal. Luego, creo que la razón más poderosa e inmediata después de esta es el deseo de seguridad, la sensación de que hay un hermano mayor que cuidará de uno. (...) Se acepta la religión emocionalmente”, “¿Por qué no soy cristiano?, en B. Russell, Antología, siglo veintiuno editores, tr. Josefina Martínez, México, 1971, pp. 82 y 86.
VIII. “La voluntad de poder como arte”, loc. cit., p. 27.
IX. Cf. Pierre Klossowski, Nietzsche y el círculo vicioso, Altamira, tr. Roxana Páez, Buenos Aires, 2000.
X. Ibíd., p. 16. El texto reproducido pertenece probablemente a Humano, demasiado humano.
XI. Ibíd., p. 17.
XII. Ibíd., p. 11.
XIII. Ibídem.
XIV. Martin Heidegger, Nietzsche, Tomo I, Destino, Barcelona, 2000, p. 72.
XV. Ibíd., p. 109.
XVI. M. Heidegger, «La frase de Nietzsche “Dios ha muerto” », en Caminos de bosque, Alianza, tr. Helena Cortés y Arturo Leyte, Madrid, 1995, p. 190.
XVII. Ibíd., p. 192.
XVIII. Ibíd., p. 193.
XIX. Ibíd., p. 194.
XX. Ibíd., p. 196.
XXI. “El cristianismo es, para Nietzsche, la manifestación histórica, profana y política de la Iglesia y su ansia de poder dentro de la configuración de la humanidad occidental y su cultura moderna”. Ibíd., p. 199.
XXII. Ibídem.
XXIII. Ib., p. 200.
XXIV. Ibíd., p. 207.
XXV. Por eso, para Nietzsche, se trata menos de actuar como espectador impotente o como interventor directo que como mimo: “¿Hace falta conquistar las conciencias para provocar un ‘acontecimiento’ (partir en dos la historia de la humanidad), o bien ese acontecimiento que el filósofo comprende (las consecuencias de la desaparición del Dios único, garante de las identidades, y el retorno de los múltiples dioses) debe ser mimado, en principio, según la semiótica gestual de los Adivinos y los Profetas?”, Klossowski, o. c., p. 17.
XXVI. Martin Heidegger, Nietzsche, o. c., p. 13.
XXVII. Ib., p. 22. Heidegger apunta que “en el cristianismo no se da nunca la fiesta del pensar”; en tal sentido, no hay una filosofía cristiana. Pero tampoco hay una filosofía “pagana”, pues lo pagano se define por su oposición al cristianismo. En ese punto, Heidegger contradice a Nietzsche.
XXVIII. Ib., p. 31.
XXIX. Rüdiger Safranski, Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo, Tusquets, tr. Raúl Gabás, Madrid, 1997, p. 343. Al mismo tiempo, Heidegger está redactando La época de la imagen del mundo y sus esbozos filosóficos “secretos” titulados más tarde Aportaciones a la filosofía.
XXX. Nos remitiremos enseguida al libro, ya clásico, de Clément Rosset, La antinaturaleza, Taurus, Madrid, 1979. Vid., para todo este segmento, Félix Duque, En torno al humanismo, Tecnos, Madrid, 2002, “Introducción”.
XXXI. Cf. Philippe Lacoue-Labarthe, La ficción de lo político, tr. Miguel Lancho, Arena Libros, Madrid, 2002, p. 103.
XXXII. Cf. fragm. 52. Heidegger traduce: “Der Aeon ist ein Kind beim Spiel”.
XXXIII. Escribe en un fragmento póstumo de septiembre de 1876: “Los filósofos de segunda fila se dividen en pensadores marginales y contrapensadores, esto es, en unos que, siguiendo un plan principal dado, añaden un ala a un edificio ya existente (...) y en otros que a fuerza de resistencias y contradicciones continuas, llegan tan lejos que acaban contraponiendo al sistema existente otro sistema. El resto de filósofos son sobrepensadores, historiadores de lo que ha sido pensado, de aquellos que han pensado: a excepción de aquellos pocos que se sostienen por sí mismos, que crecen a partir de sí y que son los únicos que merecen ser llamados “pensadores”. Éstos piensan día y noche y ya ni se dan cuenta (...)”. Cf. Friedrich Nietzsche, Sabiduría para pasado mañana, Tecnos, Madrid, 2001, p. 62.
XXXIV. Rüdiger Safranski, Un maestro de Alemania, o. c., p. 36.
XXXV. Martin Heidegger, ¿Qué significa pensar?, Nova, Buenos Aires, quinta lección.
XXXVI. Esa es la “defensa” que, por ejemplo, intenta Gianni Vattimo. Cf. Las aventuras de la diferencia, Península, Barcelona, 1985, pp. 85 y ss.
XXXVII. Klossowski, o. c., p. 29.
XXXVIII. Roland Barthes, Ensayos críticos, Barral, Barcelona, 2003, p. 11.
XXXIX. M. Heidegger, “La voluntad de poder como conocimiento”, Nietzsche, I, o. c., p. 385.