Revista Digital de la Unidad Académica de Docencia Superior,
Universidad Autónoma de Zacatecas, ISSN: 2594-0449.
Bencomo, Daniel. (2006). Verbi fanus. Revista digital FILHA. Octubre 2006. Número 2. Publicación semestral. Zacatecas, México: Universidad Autónoma de Zacatecas. Disponible en: http://www.filha.com.mx. ISSN: 2594-0449.
Daniel Bencomo. Nació en 1980 en San Luis Potosí. Perteneció al Taller Literario de la Casa de la Cultura de la misma ciudad, coordinado por David Ojeda. Ha publicado textos en revistas y suplementos de centro-occidente, además un cuaderno en la colección Cantera la voz (2004, Casa López Velarde, S.L.P.), y el libro Apuntes en el Baño (2005, Ediciones NOD / Sin Nombre), y De Maitines a vísperas (2008, Ayuntamiento de S.L.P.), todos de poesía. Ha publicado traducciones del alemán, en revistas Puntos suspensivos y Luvina. Obtuvo el premio de poesía «Manuel José Othón» en 2007 con el libro Morder la piedra. Durante 2008 tuvo un estímulo del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes (S.L.P.) como creador joven; de 2007 a 2009 realizó la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas por la Universidad Autónoma de Zacatecas, ciudad donde radica actualmente.
Por Daniel Bencomo
“No hay grandes diferencias entre realidad y ficción, ni entre lo verdadero y lo falso. Una cosa no es necesariamente verdadera o falsa; puede ser al mismo tiempo verdadera y falsa.”
Harold Pinter
Toda pregunta por lo sagrado implica también una pregunta por un juego de espejos: lo verdadero que se mira en lo falso, reflejos de todo y de lo mismo. Si se busca entender lo sagrado, esto implica ya una contradicción: pues una posible respuesta es, que lo sagrado es aquello que escapa a nuestro entendimiento, a las categorías de verdadero o falso, a la puesta en marcha del engranaje de la razón. Para Roger Callois lo sagrado es lo que no es profano1. Lo profano –del latín fanus, templo- es lo que está frente al templo, hacia cualquier dirección que apunten sus paredes; es la zona de acción del hombre, el espacio donde cabe hablar de verdades y mentiras: donde él se relaciona con la naturaleza a su modo y a su manera, y que circunscribe al templo a manera de zona de seguridad y comodidad. Entrar al templo es ya, incluirse en un juego donde el hombre se siente inseguro, desprovisto de armas, herramientas y útiles, donde las leyes racionales que le sirven para soportar al mundo suenan huecas, tiemblan en su cimiento; se queda flotante en el oleaje de un vértigo irracional y sublime.
La pregunta por lo sagrado es la pregunta, a su vez, por el templo. La pala-bra templo pretende aquí extenderse más allá de su significado corriente; el templo no es sólo una construcción determinada hecha con el fin de contener a lo sagrado. El templo mismo es el juego de luces que penetra el moho de las paredes, la acústica, el sacerdote o chamán. El lugar de asentamiento del templo debe ser antemano, un lugar demoníaco, un centro donde el mundo se parte y brota el mundo desde su entraña propia. Templo es incluso todo aquello que aloja, momentáneamente, a lo sagrado; templo es lo que trenza al hombre con su raíz más abismal y le concede una fuga de sí.
En las sociedades sacrificiales el hombre no está aún escindido por completo de lo sagrado. El sacrificio no es un acto de la conciencia, de la razón pura; quizá de la razón impura, si este adjetivo desarma el rígido andamiaje del entendimiento –¿las impurezas de la razón? El sacrificio se despliega no como un acto del hombre, sino que actúa sobre él, lo domina, le imprime el sello de la oscuridad con las estrías de la sangre. Cada comunión de la muerte con el hombre reestablece el orden del todo. Lo sagrado está en el hombre y lo hincha; la muerte sacrificial “libera” al hombre de esta tensión –tanto el sacrificado como el sacrificante como el espectador del sacrificio- y lo deja en un estado acuoso, para ser –como quería Georges Bataille2- como agua dentro de las aguas. Allí donde se realice un sacrificio se funda un templo: una cueva impregnada de la humedad de la muerte y de la grasa animal; la orilla del mar, o un círculo de árboles, cuya virtud geométrica le fue concedida por el azar. Los templos brotan como hongos tras la lluvia y se derrumban al secarse la sangre.
Debió haber un momento en el que el hombre habló por vez primera. Hablar es seccionar la oscuridad-continuum que lo abruma, y darle, a través de la voz, límites parciales. Hablar es limitar, cosificar y construir conceptos. A las cosas extraídas de la oscuridad por vez primera se les puede manejar más fácilmente, darles un sentido y una posterior utilidad. Desde este lado, la relación del hombre con lo sagrado se volvió algo concreto, algo susceptible de ser concensado: hablado. Al hablar y establecer acuerdos, la relación devino leyes y éstas a su vez, piedra. Los vasos comunicantes se vaciaron de sangre, para volverse piedra llenos de polvo de palabras. Éste es el aspecto profano del habla, su costado utilitario del cual brotan los dioses todopoderosos, aquellos a los que sólo es posible conocer a través de sus leyes, escritas o pronunciadas; es el rayo que acuñó ardiente las tablillas de Moisés.
Pero hablar es también balbuceo y devenir de canto-poesía. Simultáneamente, el habla concedió al hombre su antídoto: el canto que reúne –a la comunidad, y además re-une a las palabras, curando el desgarrón conceptual- en torno al fuego, en torno al poeta que invoca y convoca las presencias innombrables. El aspecto sagrado –poético- del habla, que nace con el habla misma. Es el rayo con el que el poeta se une en multiplicidad de reflejos y ritmos, que no hierra tablillas, pero enciende la noche a punta de poesía. Para Heidegger, es el poeta el encargado de comunicar al hombre con las potencias de lo sagrado.
Hablar: el arma de dos filos. Canto o Ley, sagrado o profano, el habla y sus dos máscaras alteró con su irrupción el orden de las cosas. En su origen se puede sospechar, sino el fin, al menos la debacle de las sociedades sacrificiales. Roberto Calasso ofrece una espléndida metáfora sobre el fin de estas sociedades en Las ruinas de Kasch. Ahí se propone lo siguiente: un cantor-poeta irrumpe en un reino, en el cual el rey debe ser sacrificado para soportar y continuar la buena fortuna y el porvenir. El momento del sacrificio se determina a través de la lectura del cielo que realizan los ancianos sacerdotes. El cantor-poeta desafía este orden sacrificial, y lleva paulatinamente a toda la comunidad –incluyendo al rey, su hermana destinada también al sacrificio y los sacerdotes- a un estado alterado de conciencia, o bien:
" Al principio del relato de Far-li-mas era como el hachís cuando produce un ligero aturdimiento, luego era como el hachís que lleva al sueño como la inconciencia"3
Así el poeta funda una nueva forma de comunión con lo sagrado –lo que a partir del apunte de Calasso podríamos nombrar, lo inconciente, o siguiendo a Lacan, lo Real-, a saber: el éxtasis que introduce a las fronteras de lo otro, la fantasía que seduce, que provee del deseo y de la fortuna, sin necesidad de la muerte. Sin la muerte del rey, el que debía de morir. Sin escuchar a los ancianos vates de la muerte del rey. Sin el sacrificio que implica la muerte mía para la prolongación de la vida de los demás. El canto es el ascenso –o el descenso, depende del punto de contemplación- del hombre a lo sagrado, a lo otro, pero que permite volver. Si la muerte no es necesaria, el deseo de la vida producido por el canto derroca la necesidad del sacrificio e instaurará nuevas relaciones: la forma de tratar con lo Sagrado, con la Otredad, es otra y ha cambiado de dueño. Si la religión es la administración de lo sagrado4 como quería Callois, es al ser derrocada la sociedad del sacrificio cuando se realiza el primer cambio de administración. La sangre cede el trono a la palabra y esta, a su vez, se abrirá hacia dos posibilidades de administración: una es aquella en que los pueblos poetizan y cantan y forman nudos míticos. El mito es el nido perfecto para lo sagrado, templo verbal, de múltiples entradas y orientaciones cambiantes del sol. El templo-mito tiene infinitos ojos de buey con vitrales: desde cada uno de ellos se ve el mundo y lo que está más allá del mundo –lo Real- diverso y siempre en mutación, como los ánimos que abruman a los dioses que pueblan este templo.
Quisiera en este punto establecer las fronteras de mi comentario y empal-marlas con las de la definición cultural de Occidente, que, si bien son mutantes y en expansión infinita, pueden fijarse arbitrariamente y son conocidas. Por otro lado, Occidente comienza en el tiempo con Grecia, en el ocaso del nudo mítico; éste fue desplazado por Sócrates y su logos y condenado definitivamente por Platón, que incluso en La República, establece como condición la expulsión de los poetas, para fundar la ciudad justa y perfecta.
Esta segunda posibilidad que inaugura Platón en Occidente se funde con las religiones monoteístas. En ellas, se realiza un empalme de lo sagrado con lo divino: Dios se racionaliza y es simbolizado, deviene Ley. En el judaísmo y en Yahvé, encontramos aún a un Dios que se regocija, que comulga con lo voluptuoso y lo violento, y que exige sacrificios y sangre; es un Dios impredecible y majestuoso, dueño de la relación con el hombre; pero es ya patente, en el antiguo Testamento, la completa subordinación del hombre a las prohibiciones establecidas por el ser divino. Una gran parte del ámbito de lo sagrado –y la comunión del hombre con ello- quedará entonces eclipsada y desdeñada; este desarrollo alcanza el pináculo en el Cristianismo, desde sus inicios con San Pablo, y principalmente a partir de la instauración del cristianismo como religión del imperio. Ya San Agustín trató de conciliar fe y razón; es un giro que pretendía incorporar el pensamiento griego de Platón con las Sagradas Escrituras, y que preguntará a los siglos posteriores: lo Bueno, que es igual a lo Verdadero y Racional –a Dios- será por casi catorce siglos, la única forma y la dictadura de acceso a las praderas de lo Otro. Si tratamos de imaginar al cristianismo como un lugar donde acontece lo que no es profano, como un templo, será entonces un espacio de austeridad y de negación: múltiples vitrales serán tapiados y se privilegiará como valor principal la luz pura, intensísima en su blancura, que nos impide ver las reverberancias y claroscuros.
Esta dictadura de lo Divino-Verdadero sobre lo Sagrado no será rota sino hasta los albores del siglo XIX. La Ilustración puso en marcha este golpe de Estado, pero será el Romanticismo, reacción efervescente contra el movimiento ilustrado, la que partirá el cansado cascarón del catolicismo, para permitir al hombre respirar, de nueva cuenta, el aire vivificante de lo sagrado.
El Romanticismo alemán, como movimiento artístico y filosófico, es quizá el más representativo; ahí encontramos la irrupción gloriosa de la locura y la vuelta de los dioses con Friedrich Hölderlin, el amor por la noche en Novalis, la cuasi glorificación del sueño por Jean Paul, entre otros. Hay en el Romanticismo alemán, no obstante, aún reminiscencias de una vocación religiosa y cristiana; los Hymnen an die Nacht de Novalis, son a su vez que anhelo ferviente de la noche, una petición de vuelta al cristianismo original; no está del todo desenraizada la idea del Bien como postulante única al reino de lo sagrado. Será en Inglaterra William Blake, hacia 1790, con sus Wedding beetween heaven und hell, donde encontramos el golpe definitivo a la camisa de fuerza de la Razón y de la idea de lo Bueno:
"Sin contrarios no hay progresión. Atracción y Repulsión; Razón y Energía; Amor y Odio, son necesarios para la existencia humana.
De estos contrarios sale lo que el religioso llama el Bien y el Mal. El Bien es un ente pasivo que obedece a la razón. El Mal es el brote activo de la energía.
[...]
2. La Energía es la única Vida y emana del Cuerpo. La razón es el confín o circunferencia externa de la Energía.
3. La Energía es la Delicia Eterna. "5
William Blake acuñó en este poema un giro de magnitud considerable: reconocer y restituir al ámbito de lo sagrado, el aspecto que estaba en olvido: el Mal. Para el inglés es nuevamente, el mal un elemento constitutivo del ser. No es ya, aquello que se opone a los mandatos de la razón de manera arbitraria e improductiva, obstáculo de la creación, condena; es, por el contrario, en su oposición, complemento. El bien es la pasividad de la razón; el mal es aquello que no es del dominio del raciocinio, la delicia del chopo de la energía. Queda establecida una relación de reversibilidad: el Bien no puede serlo sin el Mal, y con la carencia de alguno, no hay desarrollo: Without contraries are no progression. La aceptación de ambos nos devuelve a la infancia, estado de absoluto regocijo, donde nuevamente, los moldes atenazantes de lo verdadero y lo falso no ajustan. La infancia es la tangencia del hombre con lo Otro, su húmeda proyección de ola hacia la infinita marea del ser.
Blake impone-concede a la Literatura una tarea que hasta entonces sólo había competido a la teología-filosofía, que es el acceso a lo Otro a partir de la existencia humana, no sólo ya a partir de la elevación de la razón –en forma de alma- sobre los límites del cuerpo, sino un ejercicio integrador que eleva al hombre en su totalidad, como nudo de carne-espíritu-deseo, más allá de su finitud. Lo Sagrado se libera de su adherente Divino, y vuelve a flotar en su abundancia sobre boyas de canto. Es la vuelta del habla como melodía, como demolición de los diques de la ley. Es en este momento, donde se realiza el tercer cambio de administración: lo sagrado escoge como nuevo templo a la Literatura, o, para ser más precisos, a la Poesía.
La ley rechaza una y otra pero, en cambio, la literatura más humana es el lugar sagrado de la pasión.
Georges Bataille
A partir de los inicios del siglo XIX asistimos a una nueva idea de la Litera-tura: aquella que se ha liberado de los camisones de fuerza de la razón y del bien. La literatura deje de ser testigo ornamental del devenir espiritual y del pensamiento humano, y funda sobre sí un templo, que tiene múltiples puertas de acceso: las voces de todos los poetas que asumen al canto, al ejercicio de la palabra, como un verdadero acto donde puede rebasarse la existencia individual y situarla en los confines de sí, en pleno roce con aquello que desconoce. Es un lugar de arquitectura vasta, cuyo cimientos se anclan sobre el espíritu humano, y éste a su vez, se expande en todo el interior de la construcción, se trenza con las luz y oscuridad de la existencia; el hombre abre su olfato a los inciensos del inconsciente, y se funde entre los múltiples sacrificios que ejecuta la palabra sobre sí misma. Se ha dicho que en la poesía habla el inconsciente. El poeta se transforma en una membrana y en danza pura; traslado y cruces infinitos entre lo consciente y lo inconsciente. El bien se articula con el mal, y deviene ejercicio lúcido –y rítmico- del pensamiento. No hay ni bien ni mal, verdadero o falso: su cruza es la gestación de lo ficticio. En la dislocación de la realidad profana del hombre –de su pura razón-, arremete lo Otro desde detrás de la existencia. Desde Blake se promulga la inclusión del Mal como acompañante del Bien; pero ya en Baudelaire y Rimbaud, hasta alcanzar su cúspide en Lautreamont, el Mal se hará patente en las voces de estos elegidos; no ya como concepto, sino como acto y devenir: como la transgresión del Bien en la búsqueda de lo Otro, a partir del Deseo. Es el asumir la Ley profana, no como límite o contingencia, sino como punto de partida para la búsqueda. La noche se apodera de las voces de los hombres, que cantan a otros hombres, los que han olvidado la potencia creadora de la oscuridad.
Es ésta quizá la principal virtud de la Literatura como nicho de lo sagrado: remite a los orígenes, ejerce el sacrificio de la razón y restituye al hombre al orden del mundo a través de la muerte, sin que haya derramamiento de sangre. Esta nueva poesía se asemeja mucho más a las sociedades sacrificiales, donde todo el exceso se prodiga y desparrama sobre el hombre mismo. La lógica del ahorro y de la conveniencia –propio al pensamiento de las religiones monoteístas- donde todo deseo satisfecho –pecado- implicará un castigo, y toda penitencia granjeará un bien en el mundo trascendente, queda abolida en la Literatura. La pasión, como deseo y dolor, como risa y grito en pleno ahogo de la muerte, encuentran su lugar perfecto aquí. La pasión que se abrirá para el hombre, el que lee, desde otro hombre, el que crea lo leído. Lo sagrado a través de la pasión, desde lo más inmanente del ser humano, que construye sus palabras desde su nudo carne-espíritu-deseo. El habla y su aspecto-creador, han vuelto para quedarse, al menos, hasta que encuentre el hombre un nuevo templo, más pleno e incluyente de la totalidad de lo sagrado, donde pueda olvidarse por completo de sí y volver; cuestión que se plantea difícil, por ser la poesía, en su revelación, el centro más íntimo y profundo del hombre con lo Otro.
En el siglo XX Martin Heidegger, siguiendo –por senderos muy propios y diferentes a éste- a Friedrich Nietzsche -el cual, en la centuria anterior había propinado un sendo martillazo a los órdenes metafísicos- transformará la concepción filosófica tradicional del Ser, reinstaurándolo a las cosas mismas. No hay ya una estructura, un concepto único del Ser. El ser está en el ente, esperando revelarse y la oportunidad de revelarse a través del alumbramiento propio del ejercicio del pensamiento. Y esta oportunidad acaece en la Literatura y, para ser más precisos, en la poesía y su patencia: el poema. Es la poesía el rastro más claro para seguir la huella de las cosas. El mismo Heidegger ha definido, en El camino al habla, que el habla hace al hombre hombre6. La revelación del ser del hombre y las cosas ocurre –efímeramente- en el poema. La filosofía desde Nietzsche, tiende membranas comunicantes con la poesía; filosofía y poesía se palpan, se pliegan, aunque de maneras diferentes, sobre la única pregunta. Heidegger se ha interesado de manera importante en Hölderlin, principalmente en Hölderlin y la esencia de la poesía, y dedicará interesantes líneas a George Trakl en Camino al habla. Otro poeta que nos hará sentir la inmanencia de lo sagrado será Fernando Pessoa, y uno de sus múltiples heterónimos, Alberto Caeiro en su poema El guardador de rebaños:
"XXIV
Lo que vemos de las cosas son las cosas.
¿Porqué veríamos una cosa si hubiere otra?
¿Porqué ver y oír sería engañarnos
Si ver y oír son ver y oír?
Lo esencial es saber ver,
Saber ver sin estar pensando,
Saber ver cuando se ve
Y no pensar cuando se ve
Ni ver cuando se piensa.
Mas eso, (¡tristes de nosotros que llevamos el alma vestida!)
Eso exige un estudio profundo,
Un aprendizaje de desaprender
Y un secuestro de la libertad de aquel convento
De que los poetas dicen que las estrellas son monjas eternas
Y las flores penitentes convictas de un solo día,
Mas donde al final las estrellas no son sino estrellas
Ni las flores sino flores,
Siendo por ellas que estrellas y flores las llamamos."7
Alberto Caeiro, no Pessoa sino su heterónimo, nos conduce a través de este poema a las cosas mismas: no hay más allá de ellas. Pareciera que en la parte inicial de este fragmento, Caeiro nos invitara a ver y a sentir las cosas simplemente, en toda su abundancia: saber ver sin estar pensando, es decir, pensar más allá de nuestros límites racionales, y asistir, por el contrario, a un estado de hombre en el cual, los sentidos toman la rienda del individuo y lo ponen en contacto directo con el ser de las cosas. Y pareciera también, que en la segunda parte de este poema, nos invitara a ir contra aquella idea de que hay algo más allá de las cosas, como si estas fueran monjas eternas de un cielo divino, de un orden celestial. Lo único maravilloso-místico de las cosas, parafraseando a Wittgenstein, no es qué son, sino simplemente que sean. No hay un más allá. El verdadero poeta no es aquél que nos presenta como poema un retruécano simple de palabras sin potencia mayor.
Dice Heidegger acerca del habla poética:
"¿Qué es este “nombrar” [poético]? ¿Rodea solamente con palabras de una lengua a los objetos conocidos y representables: nieve, campana, ventana, caer, resonar? No. El nombrar [poético] no distribuye títulos, no emplea pala-bras, sino que llama las cosas a la palabra. El nombrar invoca, acerca a lo invo-cado."8
El verdadero acto poético consiste en presentarnos, a través de su habla, al mundo liberado de esquemas tradicionales-racionales, y dejar a las cosas libres, extendiendo su halo de sobreabundancia en ese signo dislocado –liberado por el hálito poético de sus cadenas- y vibrante que se llama palabra. Hacer poesía es hacer que las palabras dejen de ser conceptos, que se retrotraigan a su pureza y se adhieran a las cosas mismas, quedando en ellas, dispuestas siempre a ser reve-ladas en su otredad abismal, en el ciframiento de la escritura y en el desciframiento de la lectura del poema. De esta manera el templo, Verbi Fanus, trae el orden de lo Sagrado a las cosas, lo vuelve inmanente, nos habla de la inmanencia de la Otredad en todo lo que existe, esperando siempre ser desocultado a través del ejercicio mortal –mortal por aceptarse infinito y oscuro en su finitud- de la poesía.
Notas
1. Callois Roger, El hombre y lo sagrado, Fondo de Cultura Económica, México, 1942, p.7
2. Bataille, Georges. Teoría de la Religión, Taurus, Madrid, 1999, p.29
3. Calasso, Roberto, Las Ruinas de Kasch, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 122
4. Callois Roger, El hombre y lo sagrado, Fondo de Cultura Económica, México, 1942, p. 12
5. Blake William, Poesía Completa, p. 413
6. Heidegger, Martin, De camino al habla, Odos, España, 1990, p. 12
7. Pessoa, Fernando, Poemas escogidos, Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1985, p. 87
8. Heidegger, Martin, De camino al habla, Odos, Madrid, 1990, p. 19