Arte, teoría crítica y experiencia estética: Adorno y Benjamin

 

Sigifredo Esquivel Marin y

Juan Carlos Orejudo Pedrosa

 

Universidad Autónoma de Zacatecas

 

INTRODUCCIÓN

 

Nacido en Frankfurt, Theodor Wiesengrund-Adorno (1903-1969) es considerado uno de los pensadores más representativos de la Escuela de Frankfurt. En su infancia y juventud la música ocupa en su vida un lugar muy importante. Descubre la estética a través de la Teoría de la novela de Lukács. De 1921 a 1932 se dedica a la crítica musical, fascinado por la música atonal viaja a Viena para convertirse en pianista o compositor bajo la supervisión de Arnold Schönberg. Luego retorna a su ciudad natal donde realiza una carrera universitaria en torno a la estética. Tras un artículo sobre la “técnica dodecafónica” (1929), obtiene su doctorado con una tesis titulada Kierkegaard: construcción de una estética, publicada a principios de 1933. Entretanto, Adorno se acerca a Horkheimer, y se convierte al marxismo. El nombre de Adorno aparece íntimamente asociado con el de Max Horkheimer, y el Instituto de Investigación Social, a partir del cual se constituye la conocida Escuela de Frankfurt cuyos más importantes integrantes fueron: Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, Walter Benjamin, Herbert Marcuse y de la última generación, Jünger Habermas. En colaboración con Marx Horkheimer, Adorno escribe una obra titulada Dialéctica de la Ilustración. En esta obra, Adorno y Horkheimer desarrollan un primer análisis crítico del arte en la sociedad tecnológica, y más concretamente, en la sociedad de la “industria cultural”. Debido a su muerte repentina, Adorno deja inconclusa su Teoría estética, obra cumbre de la teoría crítica y clave del pensamiento estético actual. En dicha obra se emprende una relectura crítica de la filosofía del arte occidental, y en particular, una apropiación y diálogo crítico con su amigo Walter Benjamin.

 

Nacido en Berlín, Walter Benjamin (1892-1940) es un ser sensible y atormentado; destaca por su precocidad intelectual. Apasionado por la filosofía y la literatura, Benjamin recibe la influencia de Scholem, a través del cual redescubre la riqueza de la cultura judía. Se interesa por la estética y por la historia, por el romanticismo y el expresionismo, por el psicoanálisis y el arte moderno. Escribe una tesis doctoral titulada El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán (1919), y una tesis de habilitación titulada El origen del drama barroco alemán (1928), la cual fue rechazada por la universidad de Frankfurt. Obligado a vivir de su pluma como escritor, pierde la mayor parte de su energía escribiendo artículos periodísticos con fines alimenticios. A pesar de todo, logra escribir algunos libros como Las afinidades electivas de Goethe (1925) o Sentido Único (1928). En esta época, la situación de Alemania le conduce a distanciarse de la teología y de la metafísica con el fin de hallar una mayor repercusión social de sus escritos. Benjamin se convierte al materialismo y se vuelve cada vez más hacia el materialismo histórico. Benjamin se orienta hacia una lectura política de la historia. Rechazando la idea de causalidad en la historia y la creencia en el carácter ineluctable del progreso, desarrolla una concepción discontinua de la historia, haciendo de la historia el espacio por excelencia de la utopía en el que es pensable la redención de los oprimidos y de las víctimas de la historia. Viajero infatigable, gran aficionado a literatura francesa, lector de Baudelaire, Proust, Becket y los surrealistas, Benjamin decide en 1933 instalarse en París. Gracias a Adorno, el cual le recomienda ante Horkheimer- entra en contacto con los miembros exiliados del Instituto de Investigaciones Sociales. Movido por las angustias y las dificultades materiales, Walter Benjamin decide abandonar Europa con el fin de llegar a Nueva York donde se uniría a la escuela de Frankfurt. Pero es demasiado tarde para él. Con el fin de encontrar un barco para Estados Unidos debe primero pasar por España. Detenido por la policía en el momento en que trata de cruzar la frontera española (por los pirineos), y temiendo que iba a ser reconducido al campo de concentración francés, decide poner fin a su vida. El final de Walter Benjamin es trágico, y pone de manifiesto la violencia inherente a la historia humana. Adorno y Benjamin comparten una visión pesimista de la historia dominada por los totalitarismos del siglo XX, la consiguiente deshumanización del hombre, la destrucción de los valores del humanismo en una época dominada por la industria cultural y la cultura de masas. Adorno y Benjamin comparten el gusto por la estética y la literatura. Ambos, junto con Horkheimer y el Instituto, efectúan una crítica profunda y heterodoxa del marxismo desde una visión materialista de la historia y de cara a los principales temas y problemas del capitalismo actual.

 

Pensar y dilucidar la relación entre la obra de Adorno y la obra de Benjamin nos permite entender dos modalidades importantes de la crítica de la obra de arte, del materialismo y de la dialéctica, dos forma de entender la creación artística como resistencia política, transgresión del orden establecido y producción de subjetividad social. Para Adorno la obra de arte tiene que expresar la falsedad y contradicciones del orden, la impostura de su armonía. La obra de arte es una herramienta de crítica política, se sirve de la dialéctica negativa, dialéctica en movimiento. Para Benjamin la obra de arte es la epifanía secular de una sacralidad ausente, su materialismo es mesiánico y utópico, expresa los sueños frustrados de todos los vencidos de la historia, recoge, en estado puro, el umbral de esperanza alienada. La obra de arte muestra el resquicio de una dialéctica en reposo, histórica y transhistórica.


1. EL AURA, LA MERCANCÍA Y LA ÉPOCA DE LA REPRODUCTIBILIDAD TÉCNICA


Desde el exilio en Londres, el 18 de marzo de 1936, Adorno escribió una breve carta a Benjamin, en dicha carta Adorno comenta de forma crítica La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica, que recientemente había terminado de escribir Benjamin. Después de elogiar su trabajo, Adorno comenta que no hay en él una sola frase que no quisiera discutir detalladamente con usted. Los puntos de encuentros, pero sobre todo, los desencuentros, nos ayudan a entender la problematización de la obra de arte en el seno de la sociedad contemporánea. ¿Qué es la obra de arte?, ¿Cuál es su función en la sociedad?

 

La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica de 1936 va a influir en el ensayo “La industria cultural”, ensayo capital de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer de 1947.

 

Benjamin considera que la obra de arte moderna se caracteriza por la pérdida del aura, entendida esta como la pérdida de la originalidad única y singular de una creación. La reproductibilidad técnica destruye la autonomía y primacía de la obra de arte. Una de las preocupaciones centrales de Benjamin, expuesta desde el inicio del ensayo “La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica” es construir una posición, posicionamiento o emplazamiento discursivo, que se sustraiga a la estética fascista. Para Benjamin (1973) hay que crear una estética revolucionaria:

 

Los conceptos que seguidamente introducimos por vez primera en la teoría del arte se distinguen de los usuales en que resultan por completo inútiles para los fines del fascismo. Por el contrario, son utilizables para la formación de exigencias revolucionarias en la política artística.

La reproductibilidad cuestiona la artisticidad de la obra: “en la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de ésta” (Benjamin, 1973). Es un proceso sintomático y generalizado, cuya significación rebasa el ámbito artístico, y en última instancia, está ligado a la crisis radical de la experiencia humana, y en sus múltiples expresiones de tradición, subjetividad, temporalidad humana.

 

Podemos decir con Benjamin que la fotografía, el cine, internet y multimedia plantean serias objeciones a la creación y recepción de la obra de arte, cuestionan las categorías estéticas establecidas. “El lenguaje de las imágenes” problematiza “los lenguajes estéticos” pre-establecidos. Nos exige ver, pensar, sentir de otra forma. Ser otro, lo otro de la subjetividad, una subjetividad descentrada.

 

La reproductibilidad técnica tiene efectos paradójicos sobre la obra arte, la emancipa y la desacraliza. La obra se sustrae de su función social ritualizada, al tiempo que la norma de la autenticidad fracasa, se trastorna la función íntegra del arte. El arte se politiza. Para Benjamin, la obra de arte resulta inseparable de su recepción. Destacan y polarizan dos grandes perspectivas de recepción: una que destaca su valor cultura y la otra su valor de exhibición. La producción artística inicia al servicio del culto y la tradición precedente.

 

Con el advenimiento del cine, la fotografía, y ahora el arte virtual, no sin resistencia, el valor exhibitivo desplaza al valor cultual. El valor cultual persiste en el culto a los rostros, cuerpos, gestos, recuerdos, memorias, afectos. Lo crucial es que la reproducción técnica transforma el arte y la cultura:

La época de su reproductibilidad técnica desligó al arte de su fundamento cultural: y el halo de su autonomía se extinguió para siempre. Se produjo entonces una modificación en la función artística que cayó fuera del campo de visión del siglo. E incluso se le ha escapado durante tiempo al siglo veinte, que es el que ha vivido el desarrollo del cine. Lo que le importa al cine es que se represente a si mismo ante el mecanismo.

El cine, la fotografía y las nuevas tecnologías han renunciado al aura. Del aura –enfatiza Benjamin– no es posible hacer copia. En particular el cine acaba con la singularidad. Las nuevas tecnologías modifican la relación del arte con la gente. Cambian nuestra forma de percibir. Ahora estamos mediatizados por imágenes simbólicas específicas. La cultura masmediática genera un inconsciente óptico.

 

El cine, arte de masas, convierte la cantidad en calidad, al legitimar la masa espectadora como experta, reprime el valor cultural. El cine ha sido uno de los dispositivos privilegiados del fascismo; logra domesticar y canalizar la insatisfacción en aras de una (pseudo)liberación catártica dirigida al consumo por medio de la sexualidad y la felicidad como paliativos.

 

El fascismo organiza y seduce a la masa. La deja liberarse de forma catártica, pero le excluye toda posibilidad real de transformación de su vida cotidiana: “El fascismo ve su salvación en que las masas lleguen a expresarse (pero que ni por asomo hagan valer sus derechos). Las masas tienen derecho a exigir que se modifiquen las condiciones de la propiedad; el fascismo procura que se expresen precisamente en la conservación de dichas condiciones. En consecuencia, desemboca en un esteticismo de la vida política” (Benjamin, 1973). El fascismo borra toda subjetividad singular en la uniformidad de la masa. La única persona que tiene realidad efectiva es el caudillo. El culto al caudillismo es concomitante con la fabricación de valores culturales, y con un esteticismo político que cultiva y glorifica la violencia y la ira. La estetización de la violencia forma parte de la ideología estética fascista.

 

“La estética de la guerra actual” persiste hoy en día por medio de múltiples formas. “La guerra imperialista es un levantamiento de la técnica, que se cobra en el material humano las exigencias a las que la sociedad ha sustraído su material natural. En lugar de canalizar ríos, dirige la corriente humana al lecho de sus trincheras; en lugar de esparcir grano desde sus aeroplanos, esparce bombas incendiarias sobre las ciudades; y la guerra de gases ha encontrado un medio nuevo para acabar con el aura” (Benjamin, 1973). La autoalienación y enajenación del ser contemporáneo se vive por el sujeto masificado como “un goce estético de primer orden”. Frente al fascismo estético, el comunismo materialista de Benjamin propone “la politización del arte” en tanto una resignificación de la experiencia.

 

Lo esencial para Benjamin es potenciar el arte, la literatura y la filosofía, pese a su diferencia conceptual y su trama simbólica intransferible, como intermediarios, de la experiencia. Pero, ¿qué es la experiencia en la obra de Benjamin?

 

En una carta escrita el 7 de mayo de 1940 desde su precario exilio parisino, Benjamin comenta a su amigo Adorno, quien ya se había mudado e instalado en Nueva York, su angustia “ante la metódica destrucción de la experiencia” (Jay, 2009, p. 365). La destrucción de la experiencia anticipa la caída de la modernidad en la barbarie. La reflexión benjaminiana sobre la experiencia se vincula con la memoria y su reconstrucción biográfica de y desde la propia infancia. La superación de una experiencia fragmentada no se puede disociar de su perspectiva mesiánica. La infancia será para Benjamin un modelo alegórico del paraíso perdido, un mundo edénico e idílico: “El mundo, por el contrario, está pleno de color en un estado de identidad, inocencia y armonía. Los niños no se avergüenzan, pues no reflexionan sino que se limitan a ver” (citado en Jay, 2009, p. 370). De manera intuitiva y plena el niño está inmerso en el mundo. Celebra el ojo infantil inocente (la reflexión benjaminiana está más que presente en las dilucidaciones de Lyotard y Agamben, por mencionar dos casos célebres). Benjamin apela a un concepto de experiencia que pueda superar las dicotomías entre naturaleza y cultura, libertad y necesidad, objeto y sujeto. El lenguaje divino, no la lengua humana prosaica, puede reconstituir la experiencia orgánica y proteica del mundo de la vida como un mundo abierto a lo sagrado, de ahí su interés por Louis Aragon y su Ola de sueños.

 

Según Martin Jay la deuda de Adorno respecto a al concepto de experiencia de Benjamin resulta abrumadora, por eso tendría que confesarla de forma póstuma como un recurso terapéutico liberador. La experiencia está ligada a la mímesis, en tanto configura lo vivido en un transcurso temporal. El agotamiento radical de la experiencia muestra los síntomas de la barbarie y la crisis de la cultura. Benjamin destaca dos tipos de experiencia, una que anhela lo extraordinario y otra que repite la eterna uniformidad. La salvación de la experiencia consistiría en rememorar la utopía irrealizable y irrealizada de los vencidos, memoria de lo verdaderamente genuino tras las huellas y vestigios de la hecatombe.

 

La experiencia redimida de la vida no dañada, no es restaurar la inocencia anterior a la caída del lenguaje, ni la reconciliación utópica futura, sino una relación de no dominación entre sujeto y objeto. La felicidad experimentada por la obra de arte restablece de manera fugaz y fugitiva los sentidos y contenidos fundamentales de la experiencia, memoria de la condición humana en su estado paradójico de barbarie y de esperanza. Una vida sin experiencia es una vida sin historia y sin subjetividad, libertad y razón. No hay vida histórica sin experiencia, solamente la vida articulada por la experiencia puede ser plena y autoconscientemente histórica. Apertura a lo inesperado con peligros y obstáculos, la experiencia es viaje y viático, trastorno, tránsito y puerto, un puerto sin abrigo de solución definitiva, pero es lo único que se tiene para salir verdaderamente al encuentro del otro y de uno mismo.

 

La fuente de la existencia se encuentra en la totalidad de la experiencia como absoluto. La salvación está ligada al viento de lo absoluto. La experiencia moderna es sumamente compleja, rica en detalles, acontecimientos y variedades, pero también tiende al empobrecimiento radical. El aburrimiento es esa ave que incuba el huevo de nuestra experiencia. El drama de Occidente no ha cesado en la búsqueda del héroe no-trágico (ATLAS Benjamin, 2010). La problematización de la experiencia en Benjamin está ligada a los acontecimientos históricos de las guerras mundiales y el genocidio de la barbarie de los fascismos y totalitarismos.

 

Lo en verdad revolucionario no es la propaganda ideológica ni el accionismo voluntarista, sino que se despliega, de forma oblicua, tangencial, apenas perceptible por medio de la señal secreta de lo venidero que se expresa en el gesto de la infancia. La infancia guarda y resguarda todo el potencial emancipatorio en estado puro.

 

El mismo Benjamin afirmaba que no era marxista sino materialista dialéctico. Según él, el marxismo no invalida el judaísmo, al contrario, lo completa con una nueva conciencia económica y social. El auténtico rostro mesiánico tiene que darle un rostro, única faz verdadera, a la política revolucionaria del proletariado. En contra del progreso histórico, Benjamin siempre buscó reivindicar la memoria como agente creador de sentido. Sólo la memoria nos libera y salva del olvido. El olvido es más amplio, estructural y rotundo que el recuerdo. El materialismo dialéctico está ligado a la revolución y la revolución al pasado, jamás al futuro. El materialismo benjaminiano constituye un acontecimiento mesiánico, el único capaz de impedir la catástrofe. La revolución no es el resultado de una evolución histórica lineal, sino que nace del dolor de los humillados y explotados por el progreso. Violencia sagrada capaz de contrarrestar la violencia de la historia.

“Lo fundamental para el dialéctico es tener en las velas el viento de la historia. Para él pensar significa: izar las velas. Cómo se icen, eso es lo importante. Para él las palabras son sólo las velas. El cómo se icen las convierte en concepto” (ATLAS Benjamin, 2010).

 

La imagen dialéctica es relampagueante. Imagen que relampaguea en el ahora de lo reconocible y que se extiende en la duración de lo ya sido. Mas la salvación sólo está –según Benjamin– en recuperar y potenciar la percepción de lo perdido: “lo perdido insalvablemente”. La dialéctica benjaminiana nos confronta con el enigma y el misterio en la propia cotidianeidad, gracias a la óptica dialéctica, se nos presenta lo más cotidiano en su condición de impenetrable, presentando a la vez lo impenetrable en su condición de cotidiano. Por eso considera Benjamin que los cuentos de Kafka tienen un carácter dialéctico en tanto leyendas descralizadas. La dialéctica aquí se convierte en una estrategia de interpretación que trastoca el sentido de las cosas desde su movimiento, y a la vez, inmovilidad inherentes a la propia cosa analizada. La dialéctica –según Benjamin– no está en la nebulosas del espíritu o el más allá, siempre nos retrotrae a la praxis, al aquí y ahora del umbral de instante, previo al hiato del hoy mismo.


La dialéctica en estado de parálisis es algo que inquieta profundamente a Benjamin. Una dialéctica inmóvil que en la pureza de su silencio transparente cuestiona y eclosiona líneas de fuga en el seno de las relaciones de dominación. La influencia de Benjamin será decisiva en la obra de Adorno, en particular en su obra póstuma, Teoría estética.


2. CRÍTICA A LA INDUSTRIA CULTURAL Y TEORÍA ESTÉTICA


El concepto de “industria cultural” de Adorno y Horkheimer es clave para pensar la transformación del arte y de la literatura en mercancía: “Toda la praxis de la industria cultural aplica decididamente la motivación del beneficio a los productos autónomos del espíritu” (Adorno, 1968, p. 35). La industria cultural nos resuelve todos los conflictos de nuestra existencia, el precio es la disolución de la existencia en una masa amorfa lobotomizada. Dicho concepto muestra el diálogo crítico entre Adorno y Benjamin en torno a la relación compleja entre arte, cultura y política. La industria cultural ha colonizado el mundo y la subjetividad. El individuo contemporáneo está hiperconectado por dispositivos móviles las 24 horas del día, como esa serie televisiva donde Homero Simpson está conectado incluso en sus sueños, ni siquiera el sueño le pertenece al individuo masificado posmoderno. Ya no hay sujeto singular sino públicos, masas, poblaciones y estadísticas. Los consumidores son carne de cañón capitalista, como ha anticipado Adorno: “los consumidores son distribuidos en el mapa geográfico de las oficinas administrativas”.

 

La imagen apocalíptica: un individuo sin individualidad, grado cero de la subjetividad, frente a un ordenador que ordena y confisca su vida, que cree elegir cuando ya fue hecha la elección previamente, que se cree único cuando su unicidad es una pequeña variación de un estilo estandarizado, que cree que hace la revolución cuando reúne miles de firmas de apoyo para una causa noble, y causa perdida en algún país perdido en una geografía exótica. Toda revolución virtual es inofensiva. Los espectadores se convierten en consumidores pasivos, mueren por tener un estatus que les permita ostentarse ante los demás como poseedores de nuevas mercancías. El auto-engaño es buscado: “La idea de que el mundo quiere ser engañado, se ha hecho más real de lo que jamás pretendió ser. Los hombres, no sólo se dejan engañar, incluso desean esta impostura aun siendo conscientes de ella; se esfuerzan por cerrar los ojos y aprueban, en una especie de desprecio por sí mismos, que soportan sabiendo por qué se provoca. Presienten, sin confesárselo, que sus vidas se hacen intolerables tan pronto como dejan de aferrarse a satisfacciones que, para decirlo claramente, no son tales” (Adorno, 2008, p. 39).

 

La explosión demográfica y el predominio de la sociedad de masas es un síntoma de una era degradada en la que el arte sólo es una fuente de gratificación para ser consumida. La industria cultural ha terminado por darle el tiro de gracia a la autonomía del arte moderna. En virtud de la ideología total y totalitaria de la industria cultural la autonomía se convierte en heteronomía, la censura y represión en auto-censura. El estilo en kitsch. La industria cultural está en las antípodas de la Ilustración o Iluminismo de la modernidad de la razón. La uniformidad adquiere carta de ciudadanía como sentido (o gusto) común.

 

En la liberación extrema del capitalismo multinacional, globalización, ya no se venden productos sino experiencias y conceptos. Ahora se consumen experiencias subjetivizantes, tecnologías y dispositivos de una subjetividad hedonista. El individualismo posmoderno narcisista refuerza la ideología (neo)liberal en su expresión más salvaje del capital liberado. Ahora la cosificación y enajenación ya no está tanto en la relación con las cosas sino en la re-conversión de la vida y la experiencia humanas en cosas o insumos estéticos o protésicos. La devastación de la experiencia estética y artística no se puede entender al margen de la debacle de la aventura de la modernidad.

 

La industria cultural es mucho más que una ideología de consumo, es una onto-tecnología de la subjetividad que reconfigura por completo el sentido de la experiencia humana. Parasita y se mimetiza con las técnicas artísticas, pero su fin no está en el arte sino en la dominación y control extremos a partir de la reconversión total de la experiencia en trivialización. La creación de modelos de personalidad, estilos de vida, vida saludable o excitante; las adicciones están a la alza bajo la industria cultural. La industria cultural es omni-presente: la radio, la televisión, las revistas, los periódicos, el cine, la música, internet y todas las nuevas tecnologías están ahí para decírtelo de mil formas: consume, consume, no dejes de consumir. Dale forma a tu cuerpo y a tus deseos. Hay consumo cultural para todo y todos, nada escapa, ni siquiera lo alternativo ni lo contracultural, nada más rentable que ir en contra de los valores establecidos.

 

El zapping televisivo, el buen fin, las ventas nocturnas, las pasarelas, pero también las ferias de libros, los cocteles de escritores y artistas, las subastas de arte, las vacaciones, el ocio y el tiempo libre, todo, todo lo que está mediado por el capital, el espectáculo y el consumo está dentro de la cartografía de la industria cultural. Un síntoma de tal banalización extrema de la vida humana contemporánea es la equivalencia nihilista, absolutamente reversible, del espectáculo en política y la política en espectáculo.

 

En el fondo, la Industria Cultural es una exhortación disfrazada, y ahora, en tiempos de cinismo creciente, explícita y sin tapujos, al conformismo y la banalidad. Formatea nuestra conducta, neutraliza nuestras aspiraciones, sueños y utopías. Es la forma suprema de la servidumbre voluntaria. Su aplastante control embiste a los individuos libres, críticos, reflexivos y autónomos, capaces de juzgar de manera inteligente. Hoy más que nunca los medios de comunicación, las redes sociales virtuales crean una ideosfera que propicia un caldo de cultivo de mediocridad, cretinismo y estupidización generalizada. La propaganda sustituye a la información, el sofisma consensado a la verdad, la realidad es falsificada por una realidad mediática.

 

Cuando la cultura de masas lo invade todo, el elitismo o el populismo desaparecen, ya no son referentes cognitivos ni axiológicos, todo se convierte en objeto de consumo, en mercancía. La seducción mass-mediática, no deja de contribuir a la reproducción ideológica y social. Incluso la crítica de la sociedad de masas y la cultura del espectáculo se convierten en mercancías. Y un pensador tan lúcido, inteligente y cínico como Jean Baudrillard, le llama a dicha etapa nihilista “La transparencia del mal”. Y propone que celebremos los funerales de la razón ilustrada con un desapego chic para estar a tono con la temporada, sus modas y sus rituales. En todo caso, la obra de arte tiende a su mercantilización y consumo masivo, al tiempo que la experiencia humana en general, y en particular la experiencia estética tiende a su banalización y pauperización. Incitando y excitando un consumo adictivo de experiencias cada vez más evanescentes.

 

La obra de Adorno titulada Teoría Estética fue publicada en 1970 de forma póstuma. La Teoría estética de Adorno respondía a los aspectos políticos que repercutieron y determinaron la evolución del arte moderno, lo cual implicaba también interrogarse sobre el futuro del arte en el contexto de la sociedad de masas. Adorno tiene en común con autores como Lukács, Ernst Bloch y Walter Benjamin, el interés por el futuro del arte moderno y más concretamente por las vanguardias artísticas y literarias. Estos autores pertenecen al Neomarxismo y al pensamiento utópico-crítico. La emergencia de los estudios culturales y los tratamientos políticos del arte están en sintonía con la herencia de la teoría crítica, si bien no atienden la misma perspectiva crítica ni política, si están imbuidos de su problematización.

 

Adorno se sitúa como teórico del arte en el contexto del “giro político de la estética”, junto con otros pensadores como Georges Lukács, Martín Heidegger, Ernst Bloch, Walter Benjamin, Herbert Marcuse, dentro de un contexto histórico particularmente trágico y traumático que corresponde al periodo de entre-guerras en el siglo XX. El nombre de Adorno está íntimamente asociado con Max Horkheimer y el Instituto de Investigación Social, a partir del cual se constituye la conocida Escuela de Frankfurt.

 

Adorno y Horkheimer en su obra La Dialéctica de la Ilustración desarrollan una crítica a la Razón Instrumental que condena al hombre moderno a convertirse en un instrumento de la racionalidad tecnológica. La Razón ilustrada que proclama los valores fundamentales de la Humanidad como la libertad, la igualdad y los derechos humanos, termina convirtiéndose en un instrumento de dominio sobre la naturaleza y los hombres. La razón como facultad de conocimiento da acceso a la verdad y permite al hombre liberarse de las servidumbres y de la ignorancia, pero por otro lado, en el capitalismo avanzado, la razón tecnológica al servicio de la clase dominante, adquiere un poder destructivo. La Segunda Guerra Mundial refleja, según Adorno y Horkheimer, la capacidad de la razón de destruirse a sí misma.

 

Adorno y Horkheimer prolongan está crítica de la razón instrumental a la “industria cultural” como una forma alienada del arte en la sociedad tecnológica. La industria cultural no considera como centro de la experiencia estética al individuo, y por tanto, ni al artista ni al crítico, sino a las masas a quienes van destinadas las obras de arte, como si se trataran de cualquier otro objeto del mercado capitalista. Sin embargo, esta crítica de Adorno a la industria cultural no consiste en rechazar las técnicas más avanzas y modernas del arte (Adorno, T., W., 1992, p. 53).

Adorno se hace eco de la tesis de Benjamin que denuncia el empobrecimiento de la experiencia estética en el dominio del arte moderno en la cultura de masas. Según Benjamin, la reproductividad técnica de la obra de arte pone en cuestión la autonomía del arte. Se produce la destrucción del arte como esfera autónoma. Adorno no se opone a la tecnología industrial en la medida en que lo considera un elemento indispensable del arte moderno, pero sí rechaza los medios de comunicación de masas que conducen a la indistinción del arte respecto a la vida y a las necesidades o deseos individuales (Adorno, T. W., 1992, p. 30) La industria cultural empuja al arte hacia su propia eliminación, al disminuir y destruir la distancia entre el arte y el público (Jiménez, J., 1986, p.104).

 

Adorno se basa para criticar la “cultura de masas” precisamente en la obra de Bertolt Brecht. Brecht critica con virulencia la Catarsis y sus efectos narcóticos o anestesiantes que eliminan la conciencia del dolor y de la realidad negativa del mundo actual en el que vivimos. Bertolt Brecht se opone a la identificación entre el espectador y los personajes, lo cual crea un placer ilusorio que desvía la atención del público de su realidad concreta. Contra esta identificación entre el público y la obra de arte, Bertolt Brecht propone el distanciamiento crítico. La distancia crítica con respecto a la obra de arte, y en relación a la realidad social concreta, es lo que permite a Adorno definir su teoría estética como negativa.

 

La estética de Adorno defiende una modernidad radical basándose en las obras que tienen una fuerza de subversión y de lucha polémica contra lo establecido. Adorno denuncia el arte que termina siendo incorporado a la cultura de masas, en la medida en que la industria cultural termina destruyendo el carácter enigmático y subversivo del arte. Adorno se opone a la degradación del ideal artístico que se produce a causa del culto al placer que disminuye la parte consciente y crítica de las obras de arte. El arte verdadero para Adorno no debe ser placentero sino cumplir un papel crítico respecto a la sociedad y al sistema económico de mercado. Adorno, desde este punto de vista, es un heredero de la tradición platónica que condena el placer de los sentidos, y por otra parte, sin negar en absoluto dignidad a la idea de belleza.

 

Federico Schiller, discípulo de Kant, en sus Cartas sobre la educación estética del arte, fue el pensador que reclamó la importancia del cultivo de la sensibilidad para educar a los verdaderos ciudadanos. (Savater, 1999, p. 233-234) A diferencia de platón que excluye el arte de la ciudad ideal, Schiller defiende la formación estética del ciudadano. Según Schiller, el placer que brota de la belleza surge al engendrar la armonía entre la razón y la sensibilidad, dando lugar a una tercera pulsión que denomina “juego”. El hombre alcanza la libertad no tanto a través de la razón o de los sentidos, sino a través de la educación estética.

 

Adorno, por el contrario, no concibe ninguna manera de conciliar lo sensible y lo intelectual a través de la belleza, y tiende a otorgar una mayor importancia al aspecto intelectual del arte, siguiendo a los poetas del arte puro como Edgar Poe, Mallarmé y Valéry. Adorno descubre que existe un elemento que no debe ser incluido en la experiencia estética de la obra de arte: el placer de los sentidos. Esta tesis permite comprender la crítica que hace a Freud y a Kant. Ni Freud ni Kant eliminan, por tanto, el aspecto de placer estético que destruye la fuerza negativa del arte que se mide por el abismo que separa al hombre de la felicidad: “La experiencia artística sólo es autónoma cuando rechaza el paladeo y el goce” (Adorno, 1992, p. 24) Esta es la tesis en la que se fundamenta Adorno para defender la negatividad del arte, o para ser más precisos, su estética de la negatividad.

 

La verdad del arte no reside en el placer que provoca sino, por el contrario, en su capacidad de provocar la reflexión crítica y el dominio del sujeto sobre sí mismo y el dominio técnico de los efectos buscados a través de la experiencia estética de modo que prevalezca el dolor de la ascesis como parte esencial de la producción y de comprensión de las obras de arte. Según Adorno, “El ciudadano medio desea un arte voluptuoso y una vida ascética, y sería mejor lo contrario” (Adorno, 1992, p. 25) Por tanto, lo ideal para Adorno sería un arte ascético y una vida placentera. Normalmente la vida es dolorosa y el arte es placentero. La cultura de masas promueve el placer estético en un mundo lleno de dolor y de sufrimiento. Adorno trata de invertir los valores de la cultura de masas al defender un arte no placentero, y por tanto, crítico con la sociedad, y por otra parte, una vida más placentera. Adorno excluye el placer del arte, el arte como divertimento u ornamento que oculta, según Adorno, el verdadero sentido y finalidad del arte: revelar la imposibilidad de comprensión absoluta y definitiva del mundo, a través del misterio y el enigma del arte. La finalidad del arte no consiste en dar placer a los individuos sino en hacerles recobrar la conciencia del dolor del mundo.

 

Lo que el arte, según Adorno, parece revelarnos es que el hombre no puede gozar de una felicidad duradera en este mundo, y éste sería precisamente el aspecto negativo del arte: “La fuerza de Kafka es la de un sentimiento negativo de la realidad” (Adorno, 1992, p. 34) La verdad del arte se revela en su negación de sí misma como objeto permanente y eterno, situado en una esfera espiritual separada del mundo. El arte, al igual que todas las cosas de este mundo finito, se manifiesta a través de su transitoriedad y fugacidad que está unido al tiempo moderno vertiginoso y acelerado de las grandes ciudades. El nihilismo se manifiesta de una manera terrible y espantosa a través del poder destructivo de la razón tecnológica al servicio del Progreso.

 

El espectáculo devastador que produce el mito del progreso alcanza su máxima expresión en el comentario de Walter Benjamin al Ángelus Novus de Paul Klee. Se trata del sentimiento de la expulsión del paraíso a través de la mirada petrificada del ángel de la Historia que contempla horrorizado las ruinas del pasado, mientras que el viento huracanado del progreso le empuja hacia el futuro. El arte, según Adorno, no puede ser indiferente al horror de la historia ni al abismo del tiempo que precipita el arte hacia el centro de la nada. El arte moderno no puede saltarse a la ligera, según Adorno, los horrores y las catástrofes de la historia.

 

El nihilismo que planea sobre el arte moderno refleja también la pérdida de “aura” de la obra de arte, que había sido denunciado por Walter Benjamin como resultado de las técnicas de reproducción en la era industrial y mecanizada, las cuales destruyen la concepción de la obra de arte como única e irrepetible. Lo antiguo empuja hacia lo nuevo. El consumo reduce el arte a la nada. Lo moderno tiene que luchar contra la afrenta de lo siempre igual: ésta es la razón por la que lo moderno en Baudelaire prefiere lo horripilante que surge de lo nuevo a lo siempre igual, es decir, siente horrorizado el gusto por la nada (Adorno, 1992, p. 37). El arte moderno y contemporáneo exige la destrucción de la experiencia humana como producto del arte ilusorio y placentero, así como de la experiencia estética centrada en la subjetividad.

 

Algunos autores no niegan el placer que se deriva del arte y de la vida, sino que a diferencia de Adorno, consideran el placer estético como el camino que nos conduce al conocimiento de las obras de arte. Adorno afirma que la verdad del arte no está en el placer que proporciona sino en el dolor que revela la distancia abismal que existe entre el mundo real y el arte, y por tanto, el dolor se instaura en la distancia crítica que separa el arte de la realidad. ¿Es posible, como parece negar Adorno, que el arte auténtico y genuino pueda proporcionar un placer estético? Hans Robert Jauss escribe, en 1972, dos años después de la Teoría estética de Adorno, una defensa apasionada del arte y del goce estético frente a la estética negativa de Adorno. En su obra titulada Pequeña apología de la experiencia estética, Hans Robert Jauss reivindica contra la estética negativa de Adorno el valor intrínseco del goce y del placer estético.

 

El asunto nodal es pensar la experiencia, y en particular, la experiencia estética como una forma efectiva y eficaz de contrarrestar la domesticación del mercado y de la sociedad consumista. ¿Es posible concebir la experiencia estética al margen de la industria cultural del capitalismo actual? ¿Puede haber una experiencia estética transgresora?

 

La crítica más aguda a toda experiencia placentera del arte se encuentra en la póstuma Teoría estética de Theodor W. Adorno. En opinión de Adorno, aquel que no es capaz de desprenderse del gusto placentero en el arte se queda a la altura de los productos culinarios o de la pornografía. En último término, el placer artístico no sería otra cosa que una reacción burguesa contra la espiritualización del arte. En una palabra: “El burgués desea el arte exuberante y la vida ascética; lo contrario sería mejor”. (Jauss, 2002, p. 35) La tesis de Adorno aparece resumida en una frase que no admite ambigüedades: “hay que demoler el concepto del goce artístico como constitutivo del arte” (Adorno, 1992, p. 28) Sin embargo, Hans Robert Jauss critica la estética negativa de Adorno al reivindicar el goce estético como inherente a la obra de obra: “Si fuera extirpada la última huella de placer, causaría perplejidad la pregunta de para qué existen las obras de arte.” (Jauss, 2002, p. 35).

 

Pensar la dimensión estética de la obra de arte implica hoy problematizar el arte en el seno de una modernidad en crisis y la quiebra de sus meta-relatos fundacionales como Sujeto y Autonomía. En tal contexto, la noción de “experiencia estética” se puede entender como un nudo o núcleo problemático y aporético para entender la crisis generalizada del arte contemporáneo.

 

La revisión de las categorías estéticas hegemónicas afecta la crítica de arte, y la función de la obra como objeto de consumo. Una de las cuestiones centrales, que este ensayo apenas esboza, es cómo y de qué manera repensar la experiencia estética de la obra de arte actual en su complejidad y potencialidad de resistencia ético-política sin demerito de su artisticidad. La cuestión no nada simple porque a partir de la crisis radical de la idea de “autonomía de la obra de arte”, planteada por Benjamin y Adorno, ya no es posible atrincherarse en el campo de lo estético como algo independiente del campo social y cultural. Y al mismo tiempo, el arte no se pueden reducir, no es equivalente a las prácticas materiales, simbólicas y discursivas que lo circunscriben a un entorno cultural específico. Una de las mayores limitaciones de los estudios culturales, estudios de género y de la subalternidad es la creencia de que una obra de arte resulta equivalente con una obra cultural. Al subsumir la función artística y estética de una obra en su dimensión cultural y material se anula la potencia estética y también ético-política que una obra y una experiencia de arte nos ofrece en la sociedad actual. Adorno y Benjamin eran conscientes de dicha problemática e intentaron abrir nuevos caminos para repensar las cosas. A nosotros nos aventurarnos a la infatigable tarea de otear horizontes inéditos. Los senderos ya están trazados, hace falta surcarlos.


EN LUGAR DE CONCLUSIONES


¿Qué es la obra de arte?, ¿cuál es su función estética, y cómo relacionar y distinguir dicha función de las funciones éticas, políticas, culturales, económicas? La obra de arte tiene que replantear las nociones de experiencia, experiencia estética y subjetividad para poder afrontar de forma creativa las demandas de la sociedad contemporánea. La experiencia es una noción fundamental para repensar la subjetividad y la resistencia crítica y creativa. El arte aún tiene la posibilidad de reconfigurar la experiencia, por eso es tan importante repensar el arte en clave política, empero se trata de una política ligada a la experiencia y a las subjetividades concomitantes al arte y a la vida cotidiana en su devenir activo. La revisión analítica y crítica de Adorno y Benjamin permite plantear muchos de los temas y problemas capitales hoy en día en torno a la relación entre arte, política y subjetividad. La vigencia de sus planteamientos reside en la posibilidad de problematizar y dilucidar nuestras interrogantes desde perspectivas inéditas.

 

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