Pierre Casares, presunto artífice de

"Tlön, Uqbar, Orbius, Tertius"

 

Manuel R. Montes

 

University of Cincinatti

 

Tanto la mentira es mejor cuando más parece verdadera

(...) cuanto tiene más de dudoso y posible.

Miguel de Cervantes Saavedra, Novelas ejemplares

 

1. Preámbulo

 

Si bien los apuntes que ocupan esta glosa centran sus aproximaciones interpretativas en un aspecto concreto de “Tlön, Uqbar, Orbius Tertius”, juzgo pertinente entreverar, a manera de una breve nota introductoria, un par de textos en que dicho relato se corresponde, variándolo, con un caro motivo a los temas borgesianos: me refiero a la intermitente irrupción, en numerosas instancias no sólo narrativas, sino poéticas y aun ensayísticas, de objetos con propiedades mágicas que son descritos desde el asombro de sus portadores, lo mismo que sometidos a pruebas de lógica que tornan ambigua su veracidad material. Narraciones en las que son plausibles los intentos infructuosos por parte del personaje, en su calidad azarosa de receptor de un organismo metafísico, cuando ambiciona establecer un orden matemático, un común denominador al que propenda el artículo increíble que le fue dado hallar, o que compró y al que le aplica, fracasando en el experimento, cierto número de operaciones factuales que nada verifican, o siquiera ilustran, excepto la palmaria evidencia de que su génesis y su poder son misteriosos.

 

El primero de los dos casos a que aludo, quizá el más inmediato y célebre que atesora la empatía de los lectores de Borges, es el ejemplar anómalo que inspira la escritura de “El libro de arena”, cuento incluido en la colección homónima de 1975. Un vendedor ambulante de biblias oferta al protagonista, importunado en su domicilio, el apócrifo tomo, adquirido según la trama en los confines de Bikanir: “un volumen en octavo, encuadernado en tela”, que “Sin duda había pasado por muchas manos” (Borges, 2009, p. 320). Conocemos de sobra que dicho volumen multiplica sus folios cada vez que se intenta consultar en los linderos de su encuadernación el inicio, el final: “siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano (…) Era como si brotaran del libro” (p. 321).

 

El segundo de los ejemplos, “Tigres azules”, se indexa en La memoria de Shakespeare (1983). Borges compone la peripecia de Alexander Craigie, un aspirante a cazador irlandés que premedita, en una aldea situada en la alta región del Ganges, capturar al tigre azul entrevisto en un sueño recurrente. Durante su periplo en geografías agrestes, que lo abruma de curiosos avatares, es intrigado por una grieta en la superficie que “estaba llena de piedrecitas, todas iguales, circulares, muy lisas y de pocos centímetros de diámetro” (p. 467). Las recolecta y se las guarda en el bolsillo de la chaqueta. De regreso a la tienda donde pernocta, sueña otra vez con el ominoso tigre azul; al despertar, corrobora el acopio de los discos que, no sin una sensación de culpa y latrocinio, se ha apropiado:

Saqué un primer puñado y sentí que aún quedaban dos o tres. Una suerte de cosquilleo, una muy leve agitación, dio calor a mi mano. Al abrirla vi que los discos eran treinta o cuarenta. Yo hubiera jurado que no pasaban de diez. Los dejé sobre la mesa y busqué los otros. No precisé contarlos para verificar que se habían multiplicado. Los junté en un solo montón y traté de contarlos uno por uno (p. 469).

“La monstruosa índole de los discos” (p. 470), percibida en exámenes ulteriores por Craigie, es muy similar a la razón de ser –inveterada– del libro de arena, al que a su vez leemos adjetivado de “monstruoso”: “Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad” (p. 322). Es en el “Epílogo”, precisamente, a El libro de arena, donde Borges clasifica las páginas infinitas dentro de los “objetos adversos e inconcebibles” (p. 356) que pueblan no sólo esta particular ficción sino un significativo tramo de su imaginario; objetos que, como los discos inmensurables que una supersticiosa tribu salvaje fabricara en “Tigres azules”, comportan el punto de partida –y uno de los indicios axiales– para resolver uno de los enigmas que se imbrican en el críptico “Tlön, Uqbar, Orbius Tertius”.

 

2. De la consabida, que no única, trama del cuento

 

Imposible sustraerse a la parca sinopsis para después argüir el desvelo de un posible secreto o de una manifiesta clave a fin de cuentas detectivesca, de las que tanto entretuvieron –en un sentido estrictamente lúdico– a Jorge Luis Borges. Entonces, y a propósito de la proeza narrativa con que abre Ficciones (1952), abrevio: dos lectores departen en la quinta Ramos Mejía, sita en la calle Gaona, dentro del suburbio –el topónimo es fidedigno–, Gran Buenos Aires; los distrae un espejo que refleja un ángulo de The Anglo-American Cyclopaedia (Nueva York, 1917), la cual es una divulgada reimpresión de la Encyclopaedia Britannica (Reino Unido, 1902). Al notarla, dispuesta en el fondo del corredor, uno de esos lectores, el escritor bonaerense Adolfo Bioy Casares, recuerda que un heresiarca de Uqbar “había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. Estas líneas que rememora Bioy Casares habitan, él cree estar seguro, en alguna página de la Anglo-American Cyclopaedia que reproduce el espejo; los dos lectores antedichos interrumpen la cena para hojear el tomo correspondiente y consultar un indicio sobre Uqbar; las últimas páginas del volumen XLVI refieren Upsala, y las primeras del XVLVII informan sobre Ural-Altaic Languages; nada respecto de Uqbar. Al día siguiente, Bioy Casares llama por teléfono a su anfitrión de la víspera y anuncia, en efecto, que el volumen XLVI, es decir, su volumen XLVI, contiene la cita recordada, si bien el nombre del heresiarca no consta. El narrador, que nunca se dice Borges, aunque con obvia probabilidad lo sea, acompañado por su amigo inquiere por segunda vez el volumen de éste, idéntico al de la quinta, con todo y las indicaciones alfabéticas (Tor-Ups) en el lomo; idéntico, el volumen, excepto por cuatro páginas adicionales: “en vez de 917 páginas constaba de 921” (p. 15); cuatro páginas que “comprendían el artículo sobre Uqbar” (Borges, 1971, p. 15); cuatro páginas, para mayor extrañamiento, que por cierto no se precisan en el índice, ni en el del volumen de Bioy Casares ni en el del reflejado por el espejo del corredor de la quinta. Insatisfechos, lo dos bibliófilos se dirigen con entusiasmo, para pesquisar otras explicaciones del desperfecto, a la Biblioteca Nacional, y “en vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedad geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar” (p. 17). Recurren al poeta y ensayista argentino Carlos Mastronardi, quien desempolva en una librería de Corrientes y Talcahuano “los negros y dorados lomos de la Anglo-American Cyclopaedia” (p. 17) y quien no da, al interrogar el volumen XVLVI, “con el menor indicio de Uqbar” (p. 17).

 

En el segundo apartado del cuento se alude a un matemático, Herbert Ashe, quien a diferencia de Mastronardi es un personaje enteramente ficticio. Ashe se presume amigo del padre de quien relata la historia, y destinatario de un impreso proveniente de Brasil que, luego de morir en un hotel de Androgué, le testa: A First Encyclopaedia of Tlön. Vol. XI. Hlaer to Jangr. (Rodríguez Monegal, si de no poco vale la digresión, especula de Ashe que se trata de un trasunto del padre de Borges: ambos fallecen de un ataque cardiaco.) “Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia pirática una somera descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo” (p. 19), celebra la voz que monologa en esta cerebral aventura. Heredado, pues, por Ashe, el libro corrobora la existencia –fabulosa, o veraz– de Tlön, planeta sobre el cual se habría escrito la literatura, enteramente fantástica, de Uqbar. El “onceno tomo” inquieta sobremanera al implícito Borges, quien intenta verificar la secuencia de otros que lo antecedan o precedan, para lo cual recurre al ficticio Néstor Ibarra y a los verdaderos Ezequiel Martínez Estrada (escritor, poeta, ensayista, crítico literario y biógrafo argentino) y Drieu La Rochelle (novelista francés y autor de cuentos cortos, adepto al nazismo) quienes rechazan tal duda. También se le pregunta lo conducente a Alfonso Reyes, quien “harto de esas fatigas subalternas de índole policial”, propone que entre todos los interesados en Uqbar, y por añadidura, en Tlön, acometan la reconstrucción de los tomos faltantes…

 

El cuento se ramifica. Borges parafrasea el “onceno tomo” y convoca los nombres y doctrinas de algunos filósofos para que así puedan establecerse paralelos en la realidad que satisfagan el propósito explicativo que trace, mediante analogías, los entramados paradojales del temible planeta Tlön.

 

3. Del supuesto descubrimiento tras atisbar la subrepticia, que no única, pista

 

Borges –reitero, con astucia detectivesca– soslaya el nombre de Adolfo Bioy Casares a partir del segundo apartado, el penúltimo de la pieza, y enumera los prodigios de Tlön, aunque ya no los de su procedencia referencial, con tal de no facilitarnos la salida a uno de los más sorprendentes acertijos que insinúa –y que luego, a todas luces, aclara– el cuento: ¿cómo fueron producidas y cuál es el origen de las cuatro páginas inexplicables de la Anglo-American Cyclopaedia en poder de su incondicional colaborador; páginas que no figuran en las otras reimpresiones que se fueron comparando y que contienen información de Uqbar? Aduce Bioy al principio del relato el tópico ya sobredicho y famoso de que los espejos son abominables por multiplicar a los hombres; su paráfrasis a esta cita comprobará que también, y por su mediación, reproducen los desdoblamientos factuales de un libro.

 

Retomando las vecindades temáticas que dos textos borgesianos guardan con “Tlön…”, y que adelanto en los resúmenes de mi “Preámbulo”, resulta más que sugerente el hecho de que, en “El libro de arena”, el origen del prodigio de la proliferación de folios quede irresoluble; y que en “Tigres azules” apenas tímidamente pueda admitirse que los discos poseen el artificio de falsificarse y copiarse a sí mismos en reducciones o ampliaciones debido a los efectos de un culto de superchería practicado por los hindúes que habitan una remota aldea. En “Tlön…”, empero, el holograma de las cuatro páginas sibilinas parece menos ininteligible. Verbigracia: el reflejo del misterioso tomo XLVI, en la quinta Ramos Mejía, trae al heresiarca a la memoria de Bioy; obsesivo, éste llama por teléfono a su anfitrión para ratificarle no lo que verdaderamente existió en su acervo sino aquello que ha repentinamente materializado su deseo de ser descubierto, según las mismas leyes que se referirán después en el cuento, una de las cuales hace permisible que en Tlön abunden “(como en el mundo subsistente de Meinong) los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas” (p. 22), y, añadiríamos, bibliográficas.

 

“Como en el mundo subsistente de Meinong”, compara Borges. Trazaré, a propósito, la sucinta monografía: Alexius Meinong (1853-1920), fue un filósofo austríaco conocido por la teoría de los objetos (Gegenstrandstehorie, 1904), basada en la creencia de los objetos inexistentes, o ideales, que se fundamenta en el hecho de que sea posible pensar en un objeto –supongamos una montaña de oro– aunque no exista. La Gegenstrandstehorie no trafica con los objetos imaginados ni los inserta en la realidad: el cuento borgesiano, . Huelga citar al narrador de “Tigres azules”, Alexander Craigie, quien concediera: “Si me dijeran que hay unicornios en la luna yo aprobaría o rechazaría ese informe o suspendería mi juicio, pero podría imaginarlos” (p. 498).

 

Los objetos convocados por la necesidad, entonces, proliferan en Tlön, pero no en nuestra realidad, o no antes de que acontecieran los dos episodios en que un percance metafísico aliena el mundo; episodios que se describen en la “Posdata de 1940” a “Tlön…” y que, como epílogo del cuento, enfatizan hallazgos materiales: la brújula que descubre la princesa Faucigny Lucinge en una vajilla de plata (“primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real”) y unas “cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado” (Borges, 1971, p. 33) que un muchacho llevaba antes de morir, ebrio, en la pulpería Cuchilla Negra; del cono se escribe que es “muy chico y a la vez pesadísimo” y que “dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo” (p. 34). (En “Tigres azules” es captado también el estupor ante la circunstancia del peso; de los discos, ignora Craigie “cuánto pesaban. No recurrí a una balanza, pero estoy seguro de que su peso era constante y leve” (Borges, 2009, p. 322). Del libro de arena el comprador apreciará que su peso era indeterminado.)

 

La tercera manifestación de que Tlön colapsa la realidad es el recuerdo de Adolfo Bioy Casares a propósito de un heresiarca ignoto y sus palabras: recuerdo difuso que se torna un anhelo de certeza y desata la presencia tangible de un material antes ilusorio, de súbito encartado en una enciclopedia: las cuatro páginas; un material no vertido a ningún índice y que instiga después las consiguientes –y fútiles– averiguaciones de su arcano.

 

“No es infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos” (Borges, 1971, p. 28), recordemos que se lee en el cuento de Borges; y recordemos que describe cómo los prisioneros de una cárcel son conminados a salir en búsqueda de objetos que desean encontrar, y que sólo por dicho deseo es como los localizan, materializándolos. Recordemos asimismo que tales objetos, los hrönir, son elaboraciones de la imaginación, reproducciones de un hrön hallado antes pero cuya forma es “desairada”, pues son “un poco más largos” (p. 28), justamente como el volumen XLVI que halla, o que más bien reproduce al desearlo, Bioy Casares: cuatro páginas más largo. Recordemos –de nuevo– que el punto de partida del cuento es una edición pirática: una reimpresión falaz; y tengamos en cuenta que se alude a grados de hrönir, que derivan del hrön de un hrön, así como la enciclopedia Anglo-American y sus quizá miles de copias derivan de la Britannica. Luego, el hrön alcanza un grado de pureza al convertirse en un ur: “la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza” (p. 30); el ur, entonces, serían las cuatro páginas que inventa la memoria de Bioy Casares y que convidan a Borges a que difunda su contenido de alteridades utópicas, exabruptos espacio-temporales, especies animales y arquitectónicas exacerbadas. El ur es el cuento “Tlön, Uqbar, Orbius Tertius”, del que Bioy Casares ha sido propiciador al mostrarle a Borges sus cuatro páginas, que se suman a la “diseminación de objetos de Tlön en diversos países” (p. 34).

 

4. Coda

 

En una de sus acepciones, la realidad es para Borges una suplantación de cóncavos recuerdos y se modifica cuando la cruzamos, ya sea físicamente, ya con un desplazamiento de la memoria –como se aventura en el presente apunte, la de Adolfo Bioy Casares–. El cuento publica, como se ha citado, la primicia de “una diseminación de objetos de Tlön en diversos países” (p. 34), a cuyo contacto el mundo factible, el real (el nuestro y el que sirve de fondo al cuento) se desintegra como vislumbre a un futuro de fiel simbiosis: “El mundo será Tlön” (p. 36), profetiza el narrador.

 

El mundo, nuestro mundo, es anunciado en el relato borgesiano como una versión arquetípica y premeditada de Uqbar a la que intentará la humanidad parecerse, ya contando con algunos de sus materiales y filosofías para erigirlo, de manera que la empresa de aquella sociedad secreta decimonónica, de Londres y de Lucerna, la Orbius Tertius, denominada provisional “revisión de un mundo ilusorio”, habrá de ir cosechando –y cuán sugestivo parece aquí el término– sus pretendidos dividendos.

 

En su Autobiografía, Borges escribe que “Tlön” trata “sobre el descubrimiento de un nuevo mundo que finalmente reemplaza a nuestro mundo actual” (Borges, 2009, p. 925). No es una especulación establecer que su sentencia recrea la frase brave new world, proveniente de La tempestad shakespereana. Borges buscaba, y cito la nota crítica de las Obras completas para resaltar una vez más la preeminencia de su sempiterno cómplice para la hechura del relato, “algo que no estaba, que él mismo crearía, y lo anticipa en su reseña de La estatua casera, un libro de Adolfo Bioy Casares que reseña en Sur, Año VI, No 18, marzo de 1936” (p. 925). Eso que no estaba, que él mismo crearía –y que ya es, felizmente, una de sus obras mayores, plena y de poderosa vitalidad– fue ambicionado tácitamente en “Tlön…”, uno de cuyos sustratos bibliográficos comprende, e infiere, la delación de su estructura. Entre las muchas referencias filosóficas Borges abrevó para entramar su relato de una Philosphie de Als Ob, juego dialéctico en que se cifra la multiplicación (y nuevamente inquieta el sustantivo) de formas del pensamiento. La Philosophie des Als Ob, por lo demás, es la filosofía del “como si”, y es el título de una obra de 1911 debida al alemán Hans Vaihinger (1852-1933), de orientación kantiana, que trata de ficción a toda ciencia, a toda filosofía, a toda hipótesis, a saber, “constructos mentales que se corresponden con un mundo platónico” (p. 928). El “como si” es proveído por la cita del nebuloso heresiarca de Bioy Casares, en un lance de pretendida erudición (lo cita en la cena de Ramos Mejía “como si” lo hubiera leído, “como si” Uqbar y sus geografías, sus ancestros y sus pasiones, existieran); gesto de interlocución aparentemente inocua que luego genera la edificación colateral de un cuento, como aquellos discos azules de Craigie, que propende a lo ilimitado.

 

Al final del relato el narrador presume su indiferencia: “Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Androgué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne” (Borges 1971, p. 36). El crítico John T. Irwin interpreta la inclusión de Browne en este final aduciendo que un tema importante de Urn Burial es la dificultad de entender las reliquias del pasado y trasladar su significado al presente (Borges 2009, p. 930). El narrador presume su inmunidad frente al problema de la incursión de los mundos fantásticos al real, cuando probablemente el ejemplar que revise se cuente, como la brújula de la princesa, como el dado, como las cuatro páginas enciclopédicas, entre los extrañamente multiplicados por un designio verbal que solidifica el deseo.

 

Adolfo Bioy Casares sería –última reincidencia–, el artífice, el autor intelectual de “Tlön, Uqbar, Orbius Tertius”, el lector obsesivo que inicial, maliciosamente lo propicia. Recordemos, para finiquitar estas elucubraciones, y medianamente “comprobarlas”, cuando el narrador de “El libro de arena”, ante la imposibilidad de dar con las páginas inicial y última, y ante el azoro del oscuro librero, expresa: “Esto no puede ser”, ante lo cual el interpelado, con la costumbre a que nos invitan casi todas las prosas de Borges, y justo al término de que nos asombren cuando las leemos, replica: “No puede ser, pero es”.

 

Adolfo Bioy Casares no puede ser el presunto artífice (o inventor) de “Tlön, Uqbar, Orbius Terius”. No puede ser pero, según las reglas del juego del cuento en que se lo acusa de plagiario y memorioso, es.

 

Bibliografía

 

Borges, J.L. (2009). Obras completas. Buenos Aires: Emecé.

____ (1971) Ficciones. Buenos Aires: Alianza Editorial.