Desencanto revolucionario y espionaje en

El complot mongol

 

Jafet Israel Lara

 

Universidad Modelo/Universidad de Sevilla

 

 

¿Cómo establecer una relación entre la Revolución mexicana y el primer gran thriller de espionaje en México? El complot mongol (1969) de Rafael Bernal cuenta la historia de Filiberto García, un sicario al servicio del gobierno al que se le encomienda la tarea de investigar el rumor sobre un posible complot chino para asesinar al presidente de los Estados Unidos en su visita a México. Una historia ubicada temporalmente en la década de los sesenta, inmediatamente después del asesinato del presidente Kennedy en Dallas, como así lo señalan varias referencias dentro del mismo texto. En resumen, un relato que aparentemente nada tiene que ver con el conflicto armado que azotó México en las primeras dos décadas del siglo veinte. Pero como bien dice Héctor Aguilar Camín “la Revolución mexicana es un fetiche aglutinador de significados y adaptaciones retóricas, un fantasma continuamente catalogado y continuamente inexacto, que genera su propia confusión y su inagotable hermenéutica”. (Aguilar Camín, 1988, p. 11).

 

Pues bien, la novela de Rafael Bernal forma parte de dicha hermenéutica, ya que mantiene una profunda relación con la primer gran Revolución del siglo veinte, convirtiéndose en una mordaz crítica a esa clase política dirigente posterior al conflicto armado que se aferró al poder y terminó por traicionar los principios revolucionarios. Todo ello es visto desde la óptica de un veterano de esa guerra civil: el mismo Filiberto García que se transforma en la herramienta por la cual se construye un discurso de espionaje y del thriller en el que estará presente el amarga desencanto hacia una Revolución mexicana que en la década de los sesenta poco o nada tendrá de sus ideales originales tal y como el propio Filiberto afirma: “La Revolución se ha acabado y ahora no hay más que pinches leyes. Y así, por todos lados, nos andamos haciendo pendejos. Todos de una manera o de otra. Con mucho primor, como dicen los corridos” (Bernal, 1994, p. 19).

 

1. Breve biografía y obra literaria de Rafel Bernal

 

Rafael Bernal nació el 28 de junio de 1915 en la ciudad de México. Su educación tuvo una fuerte influencia católica romana —estudió en colegios católicos como el Loyola College, en Montreal, Canadá, o el Colegio francés de San Borja en la ciudad de México— de la que siempre se sentiría orgulloso y que demostraría en su obra, en particular en su novela Tierra de gracia (1963). Una formación educativa que influyó en su visión política al formar parte del sinarquismo, heredero de las ideas de la “cristiada”, la revuelta armada de la década de los veinte llevada a cabo por grupos extremistas católicos en contra de la política laica del presidente Plutarco Elías Calles. Una visión que abandonaría por razones políticas no sin antes ser el ideólogo del humillante encapuchamiento de la estatua de Benito Juárez, ubicada en la Alameda. Sin embargo, más allá de cubrir o descubrir estatuas o de ser parte de la oscura cristiada, Rafael Bernal se alza como una voz que clama no en contra de la Revolución, sino de lo que ella se había convertido: en un coto de poder para unos cuantos; no de los levantiscos, que ellos mismos se encargaron de matarse entre sí, sino de sus herederos, de los que la institucionalizaron.

 

La obra literaria de Rafael Bernal comenzó en 1941 con un pequeño libro de prosa poética, Federico Reyes, el cristero, en donde se aprecia una de las grandes preocupaciones que posee Bernal: la religión. Junta a ella se vislumbra otra de sus grandes inquietudes: la historia, concretamente la Contrarrevolución, la guerra cristera.

 

A lo largo de más de veintiocho años de trabajo literario, Rafael Bernal dejará constancia en su obra de otros temas que lo apasionaron: el mar, el cual comenzó a amar en Los piratas de Malasia o en Los piratas de las Antillas, de Salgari, y dio vida en el libro de relatos Gente de mar (1950) y en El gran océano —inédito hasta 1992—; la selva, ese maligno ser que controla la vida del ser humano y que es plasmado en el libro de relatos Trópico (1946), en la novela Su nombre era muerte (1947) y en Caribal, el infierno verde (1955), la selva bárbara que tendrá que enfrentarse a la civilización en Tierra de gracia (1963). Y por supuesto, destaca lo policíaco, esa narrativa a la que tanto dio —Un muerto en la tumba (1946), La muerte poética (1947), La muerte madrugadora (1948), El extraño caso de Aloysus Hands (1948), De muerte natural (1948), El heroico Don Serafín (1948)—, pero a la que le era infiel, ya que solo le dedicaba ciertos momentos para descansar de los proyectos que traía en mente, sus proyectos serios; un “canon genérico” que amaba y odiaba y del que no conservaba ni un solo texto siempre que se mudaba de ciudad y país —como señala su viuda Idalia Villareal en la entrevista que le hace Vicente Francisco Torres (1994) a finales de la década de los noventa—, pero que lo persiguió hasta el día de su muerte. Y, por supuesto, la denuncia hacia la Revolución mexicana o, mejor dicho su desencanto hacia ella.

 

2. Los pasos hacia el desencanto. Ejemplos literarios

 

Con Memorias de Santiago Oxtotilpan (1945) Rafael Bernal reflexiona sobre la historia de México a partir de la historia de un pueblo que ni siquiera aparece en carreteras o rutas comerciales porque no tiene nada que ofrecer. El Virreinato y la Colonia dejan paso a la Independencia y luego a las trágicas experiencias de la Revolución en donde Bernal demostrará que los héroes no lo son, descubriendo la verdad, no la versión oficial enmascarada que cubre las miserias morales de la clase dirigente mexicana:

Ya la revolución estaba en marcha, pero aún no era gobierno. Una mañana amanecí en poder de los zapatistas al mando de un general Rioseco, que inmediatamente decomisó todo el aguardiente que había en las tiendas y se emborrachó con su estado mayor, formado por dos ladrones de ganado y un arriero prófugo de no sé qué cárcel. En la tarde el general Pérez, no sé de qué partido, avanzó para atacar al general Rioseco, éste salió a caballo para recibirlo, llevando en la mano, como bandera de paz, una botella de coñac fino. Firmaron un armisticio y se emborracharon juntos. Luego vino el combate que duró todo el día y en el que murió un soldado de congestión alcohólica. Esta fue la primera acción guerrera en mis calles y los dos generales fueron declarados héroes por sus respectivos partidos (Bernal, 1954, p. 21).

El tono de la novela es mordaz e irónico, aunque nunca llegará a la crítica virulencia y al humor negro de la obra de Jorge Ibargüengoitia, un experto en desnudar a héroes tal y como se aprecia en Los relámpagos de agosto (1965) —el caudillo revolucionario— o en Los pasos de López (1982) —el héroe trágico que representa al cura Hidalgo, padre de la patria mexicana.

 

El hecho es que Memorias de Santiago Oxtotilpan se convierte en el campo de prácticas en el que Bernal nos enseña mordazmente las miserias de la revuelta armada, redondeadas con reformas agrarias falsas y huelgas grotescas, aunque, como bien afirma Buenfil (2004) nada de esto es nuevo, ya que los primeros líderes sindicalistas lo practicaron desde los primeros años de la Revolución mexicana institucionalizada: “Lombardo Toledano, secretario general de la Confederación de los Trabajadores de México había llamado a la unidad nacional de los trabajadores mexicanos, lo cual no era más que una subordinación de estos últimos al poder, con lo que sus derechos comenzaron a verse reducidos” (Buenfil, 2004, p. 109).

 

La evolución hacia el desencanto avanza en la obra de Bernal. Si en Memorias de Santiago Oxtotilpan todavía queda un resquicio para esperar la justicia, en El fin de la esperanza (1948) se comienza a aceptar que la revolución se les ha ido de las manos a los auténticos necesitados. Al igual que en Memorias de Santiago Oxtotilpan esta nueva novela nos sumerge en la historia de México a partir de la historia de otro pueblo, Galeras, el cual vio el paso de una guerra civil, la guerra de Reforma, a otra guerra civil, la Revolución, de un inicio sangriento a un final igual de violento, y que no trajo cambios en beneficio del pueblo, simplemente saqueos: en la guerra de Reforma son los clérigos los que se ven afectados; en los períodos posteriores al segundo imperio, los terratenientes liberales, los grupos afines a la dictadura de Porfirio Díaz con sus tiendas de raya despojan al pueblo. Pero la Revolución es la más traicionera de todas dado que solo trajo más abusos y más muertes. Los nuevos revolucionarios se enrolan en la moderna “bola”: repartir tierras que no son del Gobierno, despojar al pequeño propietario, ayudar al nuevo encomendero, al latifundista, por medio del nuevo imperio de la Ley regido por esa nomenklatura priista que logró engañar a todos, haciendo creer que no existía.

 

Se aprecia en El fin de la esperanza que los antiguos porfiristas no perdieron el poder, simplemente se perpetuaron en él a través de los grandes misterios post-revolucionarios: la “cuatificación”, es decir, las relaciones de amistad, el compadrazgo y los enlaces de sangre tal y como el Licenciado se lo explica a García: “Porque una cosa se aprende con los militares: tener la razón vale un carajo, lo que importa es tener cuates (…) resulta que en una amigocracia, un abogado que no es cuate sale sobrando” (Bernal, 1994, p. 167). De ser un enemigo jurado e irreconciliable de Obregón uno pasó a ser su amigo y compadre, produciendo, en palabras de Gilly (1998), una nueva y absurda clase social, los terratenientes capitalistas:

La revolución destruyó el viejo estado de los terratenientes y la burguesía exportadora, el Estado sancionado por la Constitución liberal de 1857, y estableció un nuevo Estado burgués. Sin embargo, la misma revolución cortó la vía de transformación de los terratenientes en una burguesía industrial. La nueva burguesía postrevolucionaria utilizó el aparato estatal como palanca de acumulación capitalista mezclándose con los restos de la clase terrateniente (Gilly, 1988, p. 27).

Como una suerte de conclusión macabra, Bernal se adentra en los años de la fiebre aftosa en México, el estoque final para un pueblo oprimido que vio como los terratenientes capitalistas volvieron a hacer de las suyas aprovechándose de la enfermedad que azotó el campo mexicano: compraron y vendieron los animales que iban al matadero, persiguieron y mataron a los campesinos que se negaron a entregar a sus animales. Ante una violencia tan vieja como la nación misma, al pueblo solo le quedó perder la esperanza de justicia y de redención:

Hurgando allí encontró un pedazo de tortilla vieja que había guardado desde hacía dos días y empezó a chuparlo disimuladamente. El tullido gritó:

–¡La abuela tiene tortillas! –¡La abuela tiene tortillas!

La Vieja trató de esconder su pedazo de tortilla, pero ya Juana estaba junto a ella y se lo arrebató, sacándole de la boca el pedazo duro que trataba de masticar. El tullido veía todo aquello con ojos de gula, pero Juana no le dio la tortilla, también ella tenía hambre. La Vieja, gimoteando, se acurrucó en el rincón más oscuro de la choza, el rincón que le correspondía. No sentía ni cólera ni tristeza ni nada. Tan sólo tenía hambre, hambre y cansancio y dolor en la espalda (Bernal, 1948, p. 68).

Rafael Bernal continúa con su acérrima crítica y enorme desencanto en la obra de teatro El maíz en casa (1961), una auténtica tragedia que nos lleva a un hecho innegable: el fracaso del reparto de la tierra, esa reforma agraria que nunca llegó y que obligó a la gente del campo a irse de braceros a Estados Unidos; a emigrar a las grandes ciudades y ver como sus hijas se convertían en prostitutas —como se observa en El fin de la esperanza— o peor aún, quedarse en sus lugares de origen viviendo en un estado de miseria eterno siendo víctimas de los caciques.

 

Estos son los pasos de un desencanto que todavía no termina de articularse, que solo empieza a tener una estructura que finalmente aparecerá en El complot mongol, una novela que por poco le cuesta a Rafael Bernal la suspensión de trabajo en Relaciones Exteriores, la cual utilizará el discurso de espionaje y thriller para desarrollar, a través del protagonista, Filiberto García, otro discurso: el de la desilusión hacia la propia Revolución.

 

 

3. El desencanto post revolucionario. Entre el discurso y el thriller de espionaje

 

Más allá de una idea que pretenda dilucidar las relaciones y definiciones del discurso y el texto, nuestra propuesta va encaminada a ver cómo de un discurso y un texto de espionaje y thriller, Bernal nos enseña su franca desilusión hacia la post-revolución y su herencia.

 

El discurso y el texto juegan un papel preponderante e intrínseco. Preponderante porque son integrantes activos de la literatura y la creación ficcional. El emisor/escritor propone un texto ficcional y el receptor/lector hace posible dicho texto propuesto. Todo esto enmarcado bajo el complejo proceso de la lengua escrita, Intrínseco dado que son inseparables, tal y como se observa en el desarrollo de poéticas discursivas y textuales, así como en los diversos enfoques semánticos, pragmáticos y hermenéuticos.

 

Con base en los distintos estudios discursivos, Barroso Villar (2007) encuentra dos acepciones para la definición del discurso. La primera es de orden restrictivo y concreto, correspondiente a la lingüística que considera al discurso como un estrato microestructural desde el que se va conformando un pensamiento, desde una estructura profunda, y que aparece en la superficie gracias a una configuración dentro del marco de la gramática (Barroso Villar, 2007, pp. 17-18). Nos encontramos ante lo que Bobes Naves señala como “lo más inmediato, lo que se nos ofrece en la lectura. En él desglosamos teóricamente, librándolo de sus palabras textuales, el argumento, y ordenando los motivos en la línea temporal que tendrían fuera del texto, llegamos a la historia” (Bobes Naves, 1993, p. 141). En la segunda acepción, el concepto discurso ensancha y abstrae su esfera semántica, definiéndose como un conjunto de rasgos habituales y dominantes de una determinada clase de procesos semióticos, con sus respectivas ideologías y cosmovisiones —discurso social, económico, político, religioso, artístico, etc.— (Barroso Villar, 2007, p. 18).

 

Por su parte, el texto, que es indisociable del discurso, ya que ambos se encuentran profundamente entrelazados, encuentra una enorme variedad de posibles definiciones imposibles de recoger y que van desde los postulados estructuralistas, pasando por los postestructuralismos más radicales, hasta las modernas teorías de la recepción y de la pragmática hermenéutica fenomenológica.

 

Siguiendo los postulados de Ricœur (2000) veremos que el texto no es un conjunto cerrado de signos, sino un mediador del pensamiento por medio del cual el lector reconstruye el mundo. Una postura que se acerca a la semántica de mundos propugnada por Doležel (1988), (1997) en el que cada texto es un mundo ficcional posible. Siguiendo estas acepciones descubrimos que el discurso dentro de El complot mongol se combina del siguiente modo:

 

Figura 1. Discurso del espionaje y del thriller en El complot mongol.

 

No obstante, Bernal no pretende contar solamente las intrigas que se generan en las altas esferas del poder en México: su propósito es señalar cómo la revolución ha traicionado a los suyos, insertando otro discurso, a un nivel más profundo que el primero, dentro de la diégesis principal:

 

 


Figura 2. Discurso profundo en El complot mongol.

 

Este segundo discurso no sobresale rápidamente. La planificación que hace Rafael Bernal de él es cuidadosa; a diferencia de anteriores textos suyos en donde es evidente que la crítica la realiza él y no sus personajes, en El complot mongol García, un personaje, es quien habla:

 

 

Figura 3. Interacción de los discursos en El complot mongol.

 

3.1 Breve biografía de un revolucionario

 

Filiberto García es un veterano del conflicto armado, “Asistente de mi General Marchena, uno de tantos generales” (Bernal, 1994: p. 9). Es un hombre leal al Gobierno, como así los demuestra su propia hoja de servicios. Pero no ha sido recompensado por sus servicios prestados: no regresó a su Yurécuaro natal con tierras propias ni mucho menos recibió un puesto en el nuevo gobierno.

 

García posee una placa de policía1. Ha trabajado para ella en el estado de San Luís Potosí, pero no es como cualquier policía: es un pistolero-sicario al servicio del poder post-revolucionario en México, necesitado de hombres como él: dispuestos a acabar con cualquier tipo de oposición. Una visión que constata Héctor Aguilar Camín en el prólogo a Interpretación de la revolución mexicana: “Más allá de los hechos históricos definibles que su nombre denota, la revolución mexicana ha sido, sobre todo, un poderoso instrumento de dominación” (Aguilar Camín, 1988, p. 11).

 

Esa identidad de pistolero al servicio del Estado proviene de una doble interpretación hermenéutica: la del poder y la del propio García. Por un lado, la nueva élite gobernante está conformada por una burocracia que emerge de las instituciones educativas, productos de los gobiernos post-revolucionarios, y se autoidentifica en base a una dialéctica pregunta-respuesta: qué universidad y qué promoción. García no pertenece a este grupo y, obviamente, es rechazado. Es definido como un veterano revolucionario cuya experiencia no sirve para nada: “Nosotros estamos edificando México y los viejos para el hoyo. Usted para esto no sirve. Usted sólo sirve para hacer muertos, muertos pinches, de segunda” (Bernal, 1994: p. 11). Lo interesante es que esta visión que de García tienen los burócratas post-revolucionarios es ofrecida, también, por el propio protagonista que funciona como un espejo de opiniones. Al fin y al cabo él se autodefine en base a las opiniones de los demás.

 

Esta es la breve historia de un pistolero a sueldo —con nómina en el gobierno federal—, según él inexperto, que no simpatiza con el comunismo internacional, ni es anticomunista, que no posee sentimientos antinorteamericanos, ni es amigo de los gringos, que solo obedece ordenes, porque toda su vida se las han dado: el general Marchena, el Coronel, Rosendo del Valle. Un hombre leal a México, según sus superiores, que lo ha demostrado con acciones: matando a los enemigos del estado mexicano. Pero también, nos ofrece el primer síntoma de que algo malo le sucedió a la revolución una vez que se asentó en el poder: el despojo a los auténticos miembros de la revuelta revolucionaria, a aquellos que se la jugaron en el campo de batalla.

 

3.2 Los primeros desencantos de Filiberto García

 

Pasados los años de la guerra civil y ya en el poder los herederos post-revolucionarios, la construcción de México camina a pasos agigantados. Edificios comerciales, complejos urbanos, plazas de toros, nuevos caminos, carreteras y áreas industriales, así como complejos turísticos, hoteles, mansiones de fin de semana y lujosas villas en Morelos y Acapulco van apareciendo (Novo, 1965, p. 731), (Wilke cif. Buenfil Burgos, 2004, p. 114).

 

Filiberto García ha sido testigo de todos estos avances realizados por los cachorros post-revolucionarios los cuales han marcado sus diferencias respecto a los “padres revolucionarios” y sus seguidores, los que hicieron la rebelión a balazos, y que los rechazan precisamente por ello, por pertenecer a una lucha pasada y considerarlos un estorbo para lo que quieren construir:

Y mientras México avanza. Ya va muy adelante. Usted es de la pelea pasada. A balazos no se arregla nada (…) Nosotros somos el futuro de México y ustedes no son más que una rémora. Que lo guarden por allí, donde no se vea, hasta que lo volvamos a necesitar (…) Porque nosotros somos los que estamos construyendo a México desde los bares y coctel lounges, no en las cantinas como ustedes los viejos (Bernal, 1994, p. 11).

Filiberto García ha sido testigo, de acuerdo al perfil establecido por Buenfil (2004), del desmantelamiento del discurso progresista de la era cardenista, heredero de los ideales revolucionarios, en distintos niveles. Primero, en la organización político-institucional en la que el pueblo participa en la definición de un proyecto nacional, formando una alianza con el gobierno en contra de intereses privados nacionales y extranjeros, que produjo una conversión del pueblo al priismo, por medio del cual se establecieron métodos de control y presión sobre grupos opositores, dando inicio a una corrupción centralizada. Segundo, en la cuestión agraria en la cual hay una regresión, ya que la ley de reparto de tierra es desarticulada y aniquilada desde la ley y las expropiaciones, pasando por la corrupta agricultura ejidal y el chantaje de la Confederación Nacional Campesina. Tercero, en la organización de la fuerza de trabajo por medio de la cual el poder político del obrero es neutralizado mediante la imposición de líderes sometidos y extorsionables y el ablandamiento de líderes intelectuales. Cuarto, en una restructuración del sistema educativo que provocó que cualquier posible relación con el socialismo fuera anatematizada, otorgando a la Iglesia un papel preponderante en el proyecto educativo.

 

En todo ello encontramos una palabra clave, con la que García se identifica: represión. Como el propio protagonista se autodefine, en base a la definición que hace el poder de él, ve claramente cómo actúan los post-revolucionarios, de una manera hipócrita, pero además cobarde:

Para eso me mandan llamar siempre, porque quieren muertos, pero también quieren tener las manos muy limpiecitas. Porque eso de los muertos se acabó con la bola y ahora todo se hace con la ley (…) ahora somos muy evolucionados, de a mucha instrucción. Ahora, no queremos muertos, o, por lo menos, no queremos dar la orden de que los maten (…) Porque ahora andamos de mucha consciencia. ¡Pinche consciencia! (Bernal, 1994, p. 13).

El mejor ejemplo de esa actitud es Rosendo del Valle, el secretario de Gobernación que vigila atentamente la política interior de México. Un político al que le repugna matar, pero que cuando era gobernador de su estado natal no dudaba en dar ese tipo de órdenes, ayudado siempre por el general Miraflores.

 

3.3 Otros desencantos

 

Filiberto García, una vez enfocado a la investigación del complot chino para asesinar al presidente norteamericano, se topa con un serio contratiempo: cómo investigar. Él no es ningún investigador policíaco y mucho menos un espía capacitado para este tipo de misiones, sino todo lo contrario: un sicario. Su formación no es la de un experto, como las de Laski y Graves, sus compañeros en la investigación, agentes que hablan varios idiomas y han visitado Constantinopla; que usan una Lugger y una treinta y ocho especial, que saben judo y karate. García se vuelve a autodefinir, pero ahora de una manera más personal, sin las irrupciones de los molestos burócratas: “A nosotros en México no nos enseñan todos esos primores. A nosotros sólo nos enseñan a matar. Y tal vez ni eso. Nos contratan porque ya sabemos matar. No somos expertos, sino aficionados” (ibídem, p. 154).

 

Obviamente al no ser un investigador e investigar el resultado puede llevar a una cadena de errores, aunque el mismo García no es responsable de ello: las circunstancias han llevado a la muerte de Anabella Crawford. En este punto, García demuestra, de una manera bastante original, que no existe una lealtad al gobierno: a través de una pequeña canción popular michoacana, que Bernal toma prestada —en un claro ejercicio intertextual e interdiscursivo— de la novela La vida inútil de Pito Pérez (1938) de José Rubén Romero: “Si de chico fui a la escuela/ y de grande fui soldado/ si de casado cabrón/ y de muerto condenado/ ¿Qué favor le debo al sol/ por haberme calentado?” (ibídem, p. 111).

 

Una vez acabada la revuelta, con el paso de los años los patrones, empresarios y banqueros impusieron sus derechos bajo la premisa no más lucha de clases, sino cooperación entre las clases, conciliación. No obstante, estos grupos terminaron traicionando al pueblo con la venia del Gobierno que se trasformó en un regulador. La expropiación petrolera y los consecuentes boicots norteamericano y británico al petróleo mexicano, así como la guerra que consumía recursos, llevó a la Confederación de Trabajadores de México a la primera gran traición: el sacrificio de los trabajadores. La industrialización y el avance político de los capitalistas organizados restaron poder al trabajador (Buenfil, 2004, pp. 108-109, 112).

 

La realidad es que García tiene toda la razón. Él no le debe nada al gobierno, ni a la nación y muchos menos a la revolución: “Que de mucha lealtad al gobierno, ¿y qué ha hecho el gobierno por mí? ¡Pinche sueldo que paga! Si no fuera porque uno se aguza, con o sin gobierno, se lo lleva el tren, con todo y la lealtad” (Bernal, 1994, p. 83). Con la post-revolución, el veterano revolucionario se encuentra en las mismas condiciones que antes o quizá peores: “Y yo sigo en las mismas. Nomás que peor. Antes se respetaba. Filiberto García, el que mató a Teódulo Reina en Irapuato. Solo. De hombre a hombre, sin investigar” (ibídem, p. 92).

 

Pero ¿por qué se da el cambio en el discurso revolucionario original? Porque la revolución es manipulada y se impone como un nuevo sistema (Blanco, 1982, p. 8). Ya no era necesario un sistema apolítico con la figura de Porfirio Díaz. El mesianismo populista de los presidentes, que llegará con Luis Echeverría Álvarez a uno de sus puntos más álgido, es más que suficiente.

 

La transformación radical del discurso revolucionario tuvo dos condiciones. El primero fue de índole externo, la Segunda Guerra Mundial. El segundo, y más dañino, fue interno. El avance de los intereses privados en la sociedad civil provocó, dentro de la sociedad política, una reconstitución del bloque de poder. El nuevo bloque hegemónico fue constituido mediante el deslizamiento de articulaciones políticas: por un lado, la gran familia revolucionaria se vincula con las masas organizadas; por el otro, ésta se liga y apoya en la nueva y emergente burguesía terrateniente, con lo que tiene mayor poder de negociación con el pueblo. Con ello, el nuevo discurso hegemónico post-revolucionario se leerá desde los siguientes puntos de vista: desmantelamiento del discurso cardenista —último heredero revolucionario—, el avance de los intereses privados y el establecimiento de relaciones fuertemente dependientes con Estados Unidos (Buenfil, 2004, pp. 240-241).

 

Ahora bien, lo que es una desilusión ante los ideales revolucionarios que en la era post-revolucionaria se van diluyendo por las traiciones del gobierno, comienza a tornarse en una amarga crítica en contra del sistema y de los gobernantes por parte del veterano revolucionario convertido en arma de represión estatal: “La revolución hecha gobierno. ¡Pinche Revolución y pinche gobierno!” (Bernal, 1994, p. 112).

 

Este amargo proceso de crítica llega después de un proceso complejo en el que, retomando las ideas de Aguilar Camín (1988), la Revolución construyó sus interminables versiones y su arraigo como compromiso burlado en la conciencia del país, justamente por las promesas y las expectativas que generaba la incertidumbre sobre su destino.

 

Una nueva paradoja se asoma para Filiberto García y su futuro: una nueva insurrección le puede dar lo que la anterior no le otorgó por traiciones. Lo que no se puede entender es cómo en una post-revolución con gobiernos civiles, un civil como Rosendo del Valle —heredero post-revolucionario con enorme influencia política— desea convertirse en verdadero revolucionario, meterse a una nueva bola apoyando a militares como el general Miraflores. Tal vez con esta nueva revuelta busca que México, en verdad, camine por el sendero del verdadero progreso y de la justicia social olvidada por la otra rebelión, la de los militares levantiscos.

 

Sin embargo, García no está dispuesto a apoyarla. No es que sea leal a esa vieja Revolución de la que se ha hecho un orden jurídico que no se debe romper, en palabras del Coronel. Quizá la mala planificación cívico-militar de esta nueva insurrección lo empuja a rechazarla. Pero lo más probable es que su negativa está orientada a su propia supervivencia: si uno puede sobrevivir a dos revoluciones, difícilmente lo hará a dos post-revoluciones. Demasiado es que a uno le quiten de las manos la revolución en dos ocasiones, se atreve a pensar García matando con desprecio a del Valle y al general Miraflores, los falsos mártires de una nueva rebelión que ya no fue.

 

¿Quién es el verdadero revolucionario? Esta es la nueva duda que surge en la mente del pistolero traicionado por su Revolución y también en la del lector, pero no la de cualquiera, sino de aquel lector modelo, de ese “conjunto de condiciones de felicidad, establecidas textualmente, que deben satisfacerse para que el contenido potencial de un texto quede plenamente actualizado” (Eco, 1987, p. 89). ¿Filiberto García? No, él es un pistolero profesional que ya no cree en revoluciones. ¿El Coronel? Tampoco. El superior de García es un advenedizo que calcula en cuál de los grupos en lucha por el poder debe ubicarse para que sus intereses personales y profesionales estén seguros. Para García el verdadero revolucionario es el Licenciado, el borracho de cantina que lo ayuda en la identificación de Roque Villegas y Luciano Manrique, dos hombres que aparentemente intentaron asesinar a García para detener la investigación que le fue asignada al ex-revolucionario: “Para mí que el Licenciado es el único revolucionario que queda, porque es el único que no cree en las leyes” (Bernal, 1994, p. 189).

 

Sin embargo, la Revolución tampoco le hizo justicia al Licenciado. De tanto “cuatificar” y de establecer relaciones de amistad y corrupción con los militares el hombre se volvió un borracho, y cuando los herederos post-revolucionarios llegaron al poder, el Licenciado estaba muy “cuatificado”, descubriendo otro de los misterios de la post-revolución: lo importante es ser amigo de un héroe, siempre y cuando éste continúe teniendo un puesto de autoridad.

 

¿Qué queda después de descubrir que no hay complot mongol, ni posibilidad de justicia, ni de esperanza o redención revolucionaria? Bernal apuesta por un final amargo: para el mexicano que esperaba con ansiedad que la revuelta armada le hiciera justicia, lo único que vio fue la institucionalización.

 

En el prólogo a Interpretación de la revolución mexicana, Aguilar Camín matiza que “la revolución mexicana va del perfil obrerista y jacobino de Calles, a la reforma agraria y a las expropiaciones de Lázaro Cárdenas y al neopopulismo de Echeverría” (Aguilar Camín, 1988:12-13). El hecho es que esa revuelta abogó contra la evidencia de sus resultados materiales a caballo de la óptica que ella misma propagó y de la que tardará un tiempo en deshacerse: que el capitalismo mexicano es el fruto de una rebelión popular traicionada; un producto de las desviaciones del proyecto original de la revolución mexicana.

 

4. Conclusiones

 

Aunque se ha intentado catalogar a Rafael Bernal como un sinarquista extremista y peligroso, capaz de humillar los símbolos de la guerra de Reforma —el ya mencionado caso de la estatua de Juárez—, enemigo de la revolución y de todos sus valores, esas acusaciones son falsas. Bernal es un hombre desilusionado de ella, ya que traicionó a los suyos. Un sentimiento que construye a partir de la figura de un verdadero revolucionario, de un veterano de dicha guerra.

 

En El complot mongol, Bernal ya no habló de Dios, ni de la caridad, ni de la civilización como alternativas frente a la maldad; no cuestionó el reparto agrario ni los hechos armados, sino demostró las monstruosidades que se hicieron en la post-revolución —y con las que probablemente nació—, las mismas que señaló en novelas como El fin de la esperanza (Torres, 1994, p. 49).

 

La realidad es que El complot mongol más que un thriller de espionaje es una búsqueda para cuestionar al sistema político mexicano como marcan las siguientes líneas: la sustitución de militares por civiles en el poder, los golpes bajos que se dan las élites gobernantes y las amarguras, las miserias y los odios de los seres marginales entre los que sobresale Filiberto García.

 

Todo ello es cierto: crítica y desilusión se conjugan en la novela de Bernal. No obstante, Torres se equivoca rotundamente al considerar que El complot mongol es una simple búsqueda para cuestionar al gobierno. La realidad es que, efectivamente, se trata de un thriller de espionaje con una enorme influencia del realismo noir norteamericano enfocado a la acción y violencia, a los coloquialismo en su lenguaje —requintadita, cobero, cachondear, fierrada—, pero sobre todo a la crítica, porque los realistas noirs hacen hincapié en ello: en una aguda crítica hacia la sociedad norteamericana —anterior a la guerra, durante la guerra y ya en la postguerra— y las élites gobernantes, transformadas en sociedades que empleando a las fuerzas del orden, realizan actos de represión en contra del mismo pueblo, como se observa en la obra de William McGivern.

 

El complot mongol demuestra que en él confluyen varios discursos: el del thriller y el del espionaje que narran los actos de Filiberto García, pero también el discurso del desencanto que desde lo profundo va apareciendo de la mano de García, en sus opiniones e ideas de una revolución robada que ha terminado por defraudarlo a él y al pueblo.

 

Nota

 

1 Rafael Bernal no especificó en su novela a que policía o agencia de seguridad del Estado pertenece Filiberto García. La única referencia sobre él, la tenemos en la configuración del personaje que hace el mismo Bernal en las primeras páginas de su novela, y que continua a lo largo de la narración. Sabemos que fue un pistolero del general Marchena durante la Revolución Mexicana. Dada la configuración que ofrece Bernal sobre las actividades de García -asesinatos de oponentes y/o enemigos del Estado mexicano- es posible establecer que pertenece a la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales, la policía secreta-política mexicana, la antecesora de la antigua Dirección Federal de Seguridad, el brazo policial más temible del aparato de seguridad mexicano.

 

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