Blanco Nocturno y los paradigmas de la novela policiaca

 

Gonzalo Lizardo

 

Universidad Autónoma de Zacatecas, México

 

 

 

La comprensión de un hecho consiste en la posibilidad

de ver relaciones. Nada vale por sí mismo, todo vale

en relación con otra ecuación que no conocemos.

Ricardo Piglia, Blanco nocturno

 

 

1. Crimen e interpretación

 

Como heredero de una tradición occidental muy precisa, el novelista argentino Ricardo Piglia ha asumido que la Modernidad inició justo cuando el Lector intensivo de la Biblia se vio desplazado por el Lector extensivo de Novelas. En otras palabras, desde que se fue reemplazando la enseñanza religiosa por una educación literaria "en la construcción de una ética personal" (Piglia, 2005, p. 105). Esto explica, entre otras cosas, que la historia de la Novela se corresponda con la historia de sus lectores. Desde los lectores malos —que no atinaron a descifrar los signos de su circunstancia, a la manera del Quijote, Emma Bovary, Ana Karenina— hasta los lectores críticos —esos hermeneutas, cultos o salvajes, obsesionados siempre por descifrar cada signo, cada misterio —a la manera de Fausto, Sherlock Holmes o Lew Archer. Un destino común aguarda tanto a los lectores ingenuos como a los maliciosos: a semejanza de la fe, la pasión lectora es una manía que no cura las dolencias ni las injusticias, aunque eso no importe demasiado, mientras nos enseñe a soportarlas.


Esta premisa de Piglia permite revalorizar la novela policíaca como una especie de novela al cuadrado, en tanto que su protagonista —el detective— encarna al arquetipo más moderno del Lector moderno. Una especie de antihéroe que se siente "destinado a establecer la relación entre la ley y la verdad" (Piglia 2000, p. 66), entre el crimen y sus causas primeras, entre el signo y su sentido. A la manera de Hermes, el detective privado funciona como «psicopompos»: como mensajero, como mediador ideal entre el lector y la obra, entre las apariencias contingentes y las esencias inmanentes, entre el crimen y su causa primera. Desde Auguste Dupin hasta Arturo Belano y Ulises Lima, los detectives actúan motivados por una pasión hermenéutica: un irreflexivo deseo por desenredar la madeja de signos que deja dispersado cada crimen, y acometen sus empresas con tal intensidad que tarde o temprano se despeñan hacia la depresión, el insomnio, el Jack Daniels, la cocaína, el láudano o la mariguana.


De acuerdo con esta premisa de Piglia, sería posible hacer una taxonomía del detective a partir de sus adicciones o de sus paradigmas de interpretación. Auguste Dupin, el detective de Poe que inauguró el género, es más o menos ejemplar en ambos sentidos. Aunque desdeñe la prosperidad material y el prestigio social, Dupin es menos extraordinario por sus vicios que por su inteligencia analítica. Marginado de la sociedad y de su brazo armado —la policía—, Dupin se proponía resolver un crimen no para cumplir con un deber sino para procurarse un placer, la eudemonía suprema de descifrar un enigma. Por eso "le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un grado de perspicacia que, para la mente ordinaria, parece sobrenatural (Poe, 1998, p. 425). Como intenta explicarlo el narrador de «Los crímenes de la calle Morgue», la preferencia casi sobrenatural de Dupin se asemeja menos a la lógica de un ajedrecista que a la intuición de un tahúr: la suya es una mente que pone en relación los naipes propios con el más insignificante pestañeo de cada contrincante, en relación con las jugadas propias y ajenas. En el género literario que Augusto Dupin inaugura lo que nos fascina es el espectáculo de un talento que no puede ser analizado y que se manifiesta tan sólo por sus efectos: por el avance del detective desde el enigma irresoluble hacia la solución inminente, desde el crimen hacia sus causas, desde el garabato hasta la revelación.


El perfil del detective, como se sabe, cambiaría medio siglo después, con el impacto de la gran depresión y las dos postguerras. Tanto en Francia como en Estados Unidos surgió otro tipo de investigador, igualmente solitario pero más pesimista y menos pacífico. Al cambiar un paradigma lógico —el de Dupin, el de Holmes— por un paradigma psicológico y sociológico —el de Spade, el de Marlowe—, la novela policíaca clásica se convirtió en «novela negra» —como fue llamada por los franceses y catalanes— o en thriller —como prefiere llamarla Ricardo Piglia.

Los thrillers vienen a narrar lo que excluye y censura la novela policial clásica. Ya no hay misterio alguno en la causalidad: asesinatos, robos, estafas, extorsiones, la cadena siempre es económica (…) Así se termina con el mito del enigma o, mejor, se lo desplaza. En estos relatos el detective no descifra solamente los misterios de la trama sino que encuentra y descubre a cada paso la determinación de las relaciones sociales. El crimen es el espejo de la sociedad, esto es, la sociedad es vista desde el crimen (Piglia, 200, p. 96).

Si no hay nada qué descubrir, el detective ha dejado de encarnar a la razón pura y su función se concentra, sobre todo, en denunciar los crímenes ocultos que se agazapan detrás de los crímenes evidentes: detrás de las relaciones abstractas de un poder que manipula la suerte o el destino de sus sujetos. En estos negros thrillers, "el investigador se lanza al encuentro de los hechos, se deja llevar por los acontecimientos y su investigación produce, fatalmente, nuevos crímenes" (Piglia 2005, p. 97). En otras palabras, antes que descubrir las pruebas, este nuevo detective las produce: activando con las acciones de su cuerpo —sus preguntas, sus ironías, sus amenazas— los mecanismos sociales, políticos, económicos, que encubrían el delito. Más que avanzar del efecto a sus causas, se avanza ahora del efecto a sus consecuencias—el castigo o la ausencia de castigo. Por tanto, más que en perseguidor o investigador, el detective se ha transformado en juez y en verdugo —cuando no en una víctima más del Mundo y su sistema.

 

2. Hermenéutica de un asesinato

 

Luego de publicar los ensayos de El último lector, se explica que Ricardo Piglia haya concebido una obra como Blanco nocturno, ese complejo relato sobre la (mala) lectura de los signos que conjuga la tradición policíaca clásica con la tradición ya no tan nueva del thriller. Tal como establece el género, la trama se estructura en torno a un crimen cuyos motivos son desconcertantes: la muerte de Tony Durán, un portorriqueño que había llegado a la pampa argentina tras la huella de dos hermosas gemelas que conoció en Estados Unidos, Ada y Sofía Belladona. Catalizada por el asesinato de Durán, la novela se desenvuelve a través de dos intrigas. Por un lado la «cadena histórica» que nos permite vislumbrar la historia argentina a partir del ascenso y caída de la familia Belladona. Y por el otro la «cadena económica» que conduce hacia la disputa inmobiliaria por los terrenos de una fábrica automotriz, propiedad de Luca Belladona, el hermano de Ada y Sofía.


En función de este dualismo estructural —que Piglia ha fraguado a partir de su teoría dualista del cuento— la novela confronta dos formas antagónicas de manejar las leyes, de interpretar el crimen, de administrar el castigo. Para el fiscal Cueto, ese mañoso y homofóbico representante del sistema, Durán murió por motivos pasionales, y en consecuencia manda arrestar a Yoshio, ese japonés apocado y sumiso que amaba a Durán como a un dios, y que lo habría matado por celos. El comisario Croce opina diferente: por pasión no se cometen crímenes con tanta frialdad y exactitud. Para este comisario, famoso por tener "una intuición tan extraordinaria que parecía un acto de adivinación" (Piglia, 2010, p. 26) el asesino había matado a Tony Durán para sustraerle esa valija de cuero que luego abandonaría inexplicablemente con cien mil dólares adentro. Mientras se presentaba el verdadero dueño de los dólares, Croce incautó la valija, al tiempo que hacía publicar en los diarios una fotografía tomada durante una carrera de caballos: aquella que reunió a medio pueblo y a muchos fuereños, entre ellos Tony Durán y el Chino Arce, el jockey «cruel y pendenciero» que perdió la carrera.


Movido por la sospecha de que el plan se había cocinado durante ese evento, Croce no esperaba descubrir una prueba —a la manera de Dupin o Holmes— sino producirla —a la manera de Spade o Marlowe. Los efectos son casi inmediatos: al descubrir que había aparecido en esa foto, el Chino Arce se asustó, creyendo que había sido descubierto, y se suicidó luego de confesar por escrito su crimen: había matado a Durán porque necesitaba ese dinero para salvar la vida de su caballo. Esclarecidas las causas materiales, sólo faltaba averiguar quién, y por qué motivo, le sopló al Chino Arce que Tony Durán poseía esos dólares para inducirlo a cometer el crimen. Adelantándose a su jugada, el fiscal Cueto impidió que el comisario Croce descubriera ese nombre y esos motivos: mediante amenaza o soborno, el fiscal consiguió que Saldías, uno de los colaboradores de Croce, delatara al comisario porque "sus métodos de investigación no le parecían apropiados ni 'científicos' y por eso había aceptado dar testimonio sobre la conducta antirreglamentaria y las medidas estrafalarias de Croce" (Piglia, 2010, pp. 164-165).


Como resultado, el viejo comisario fue pasado a retiro y recluido en un manicomio, donde, sin lamentar la suerte propia —aunque sí la muerte del Chino— se dedica a enviar anónimos para denunciar la operación de lavandería que se encubría tras la muerte de Durán —una maniobra clandestina conducida, claro, por el fiscal Cueto. Como buen antihéroe, Croce no se avergüenza de estar recluido en el manicomio, pues la soledad le permite meditar mejor sus teorías. Este anómala afición de Croce por la vida del manicomio se corresponde con "la vida nocturna y un poco perversa de Dupin, la cocaína de Sherlock Holmes, el alcohol y la soledad de Marlowe" (Piglia, 2000, p. 68), en tanto manifiestan la marginalidad y la soberanía hermenéutica del detective, la expresión extrema de una autonomía que los convierte en marginales, en solitarios, en célibes. Un buen detective nunca se casa, diría Marlowe. Y Piglia estaría de acuerdo, pues para él, como para todo la tradición del tango argentino, "el hombre que perdió a la mujer mira el mundo con mirada filosófica y extrema lucidez" (Piglia, 2000, pp. 25-26).


Más allá de estas manías, o gracias a ellas, lo que singulariza a Croce es su manifiesta desconfianza hacia los métodos racionales deductivos o inductivos, en favor de un método que él llama «tocar de oído» y que se basa en una intuición muy semejante al paradigma abductivo de Charles Sanders Peirce. Si la verdad está siempre en perpetuo flujo, como Peirce lo suponía, entonces la deducción y la inducción —como procesos lógicos para formar hipótesis— son incapaces de crear nuevos conocimientos, pues la primera sólo despliega las consecuencias necesarias de una pura hipótesis y la segunda no hace más que determinar un valor. Como alternativa, Peirce sostuvo que la abducción era el único proceso mental capaz de introducir alguna idea nueva en nuestro razonamiento. Y enseguida añadía:

La sugerencia abductiva viene a nosotros como un relámpago. Es un acto de intuición, aunque sea una intuición extremadamente falible. Es cierto que los diversos elementos de la hipótesis estaban con anterioridad en nuestra mente; pero es la idea de juntar lo que jamás habíamos soñado juntar la que hace fulgurar ante nuestra contemplación la nueva sugerencia (Peirce, 1978, pp. 218-219).

Junto con Croce, Peirce estaría de acuerdo que no existe una receta para obtener metódicamente esta fulguración. Si desea propiciar ese relámpago intuitivo que ilumina los hechos, el investigador tiene que aprender a ver-como: a aprehender mejor los datos de la percepción cambiando la perspectiva. Si las cosas se aparecen según el cristal con que las veamos, cada vez que intentemos descubrir algo más allá de nuestras prejuicios debemos observar de otro modo hasta hallar lo que nadie, ni siquiera uno mismo, puede percibir. Lo cual explica, hasta cierto punto, la tendencia de los detectives hacia los estados alterados de consciencia. Comprender, por tanto, "no es descubrir hechos, ni extraer inferencias lógicas, ni menos todavía construir teorías, es sólo adoptar el punto de vista adecuado para percibir la realidad. Un enfermo no ve el mismo mundo que un tipo sano, un triste (…) no ve el mismo mundo que un tipo feliz" (Piglia, 2010, p. 142).

 

Lo cual explica, irónicamente, que Cueto no quiera o no pueda ver la evidencia que Croce le presenta, pues un fiscal cuerdo e institucional no puede ver el mismo mundo que ve un detective loco y marginal, ni mucho menos puede tolerarlo.

 

3. Economía y mitocrítica del crimen

 

Como puede preverse, Blanco nocturno trasciende la intriga criminalística propia de la novela clásica y se convierte primero en un thriller socioeconómico, centrado en la elucidación de la historia argentina en su conflicto con el capitalismo mundial, y luego en un thriller simbolista, casi metafísico. Al confrontarse el paradigma del Poder contra el paradigma del individuo, el saldo es negativo, casi trágico para este último. Sin mancharse de manos la sangre, el fiscal Cueto ha movido sus piezas con habilidad de matemático para deshacerse de Tony Durán y el Chino Arce, encarcelar a Yoshio, inducir el retiro de Croce y arruinar a Luca, cuyo destino le otorga un a la novela un giro imprevisible tanto en su trama como en su epistemología.


No voy a profundizar, por falta de espacio, en las abducciones que Luca Belladona emplea para concebir, erigir y perder su imperio automotriz. Aunque al final haya sido derrotado, la figura de este ingeniero ensoñador se impone ante sus lectores como la alegoría del Lector soberano que va edificando con su voluntad y sus sueños las condiciones materiales y espirituales más adecuadas para alcanzar el Sentido. La desgracia de Luca, como la de Croce, se deriva de una ecuación externa, ajena a las cualidades éticas, intelectuales o artísticas del investigador: una paradoja terminal, entre la sabiduría y la justicia, que convierte a Blanco nocturno en una tragedia: la tragedia del mal lector y el triunfo de su Sombra: la derrota del individuo en manos de un sistema impersonal que lo ha acorralado como un cazador que de noche persigue a su presa, a ese blanco nocturno que pudiera ser cualquiera de nosotros.

 

Referencias

 

PEIRCE, Charles Sanders. (1978). Lecciones sobre el pragmatismo. Buenos Aires: Aguilar.
PIGLIA, Ricardo. (2005). El último lector. Barcelona: Anagrama.
———— (2000). Formas Breves. Barcelona: Anagrama.
POE, Edgar Allan. (1998). Cuentos, 1. Madrid: Alianza.